La violinista roja

Reyes Monforte

Fragmento

Capítulo 1

1

El repiqueteo de las teclas de la Remington le daba la vida. Más bien, se la devolvía, como un proyector cinematográfico revela las imágenes de una película sobre la pantalla límpida. Las notas de la Appassionata de Beethoven, que invadían cada rincón del apartamento de dos dormitorios ubicado en el corazón de Moscú, no actuaban de metrónomo de aquel tecleo inquebrantable, seguro y uniforme; lo hacían los latidos de su corazón, los mismos que marcaron el ritmo del juramento que la convirtió en radiotelegrafista del entonces llamado NKVD: «Con cada latido de mi corazón, juro servir al Partido, a la patria y al pueblo soviético». No imaginó en aquel verano de 1942, cuando prometió no entregarse viva al enemigo, que comenzaba a gestarse la leyenda de la mejor «violinista» de la Unión Soviética. Así llamaban los servicios secretos soviéticos a las operarias de radio: violinistas. Y África de las Heras había sido un Stradivarius, una pieza única de colección, por su sutil forma de actuar, por la suavidad de sus sombras, por su espectacular color ébano, por su belleza puesta al servicio de las trampas de miel, por la capacidad de eclipsar a cualquier otro competidor, por su sonido dulce y aterciopelado, por su enigmático barniz, por el fuego helado que emanaba de su madera, pulida a conciencia para reducir las astillas. La mejor violinista de la URSS, que ni siquiera había nacido allí, consiguió que durante cincuenta años el mundo danzara al ritmo de su arrebato apasionado.

El tecleo de la Remington se aliaba con el torrente de semicorcheas de la Appassionata. Sabía que Beethoven había bebido de La tempestad de William Shakespeare para componerla, y que lo hizo en un momento anárquico, cuando la coronación como emperador de Napoleón sacudió sus ideas revolucionarias. África podía notar el dramatismo inoculado en cada tempo. En el último movimiento lograba escuchar el abismo, la nitidez con la que el mundo estallaba en un renacer continuo, preguntándose por la razón de su existencia. Podía ser la melodía de su vida: en tiempos de tempestad, aferrarse siempre a los pilares sólidos de la embarcación en la que se viaja, para evitar zozobrar y, solo entonces, encomendarse al destino. La música enaltecía sus recuerdos e intensificaba sus emociones. Quizá algún día llegaría a la misma conclusión a la que llegó Lenin después de escuchar la composición de Beethoven durante un concierto: «No debo escuchar música clásica con demasiada frecuencia. Me hace querer decir cosas amables y estúpidas, y allana las cabezas de las personas». También ella, como el líder bolchevique, se sentía orgullosa de que alguien pudiera crear «algo tan hermoso viviendo en este sucio infierno». Aunque, siguiendo su propia partitura, más bien debería escuchar la Quinta sinfonía, la misma que utilizaba la BBC en sus emisiones en el extranjero durante la Segunda Guerra Mundial, ya que, transportados al código morse, sus compases representaban la V de Victoria: tres sonidos cortos y uno largo.

Era tarde para evitar los sentimentalismos. Cada golpe de tecla dibujaba las pisadas que había dejado impresas en la arena de los caminos recorridos. Debía terminar la nota autobiográfica que sus superiores del KGB le habían pedido para incluir en su expediente y que le estaba llevando demasiado tiempo y contención de memoria.

Durante muchos años me costó entender que mi sueño se hubiera hecho realidad: estaba en la patria de la Revolución de Octubre. Al principio, no podía creer que yo, procedente de un país capitalista e inmerso en un régimen dictatorial, estuviera admirando con mis propios ojos la plaza Roja, que pudiera pasear por sus frecuentadas calles o que me detuviera a contemplar el río Moskova...

Algo la obligó a detenerse. Los martillos de las teclas se atascaron, arremolinándose todos a una en un mismo punto del papel, como el espíritu guerrillero desplegado en la retaguardia nazi al grito de «¡Hurra!» en los bosques de Ucrania. Cerró los ojos y tomó una profunda bocanada de aire, como tantas veces había hecho durante su vida. Cuando los abrió, se topó con las dos palabras escondidas bajo el embrollo de martillos que había interrumpido el incesante traqueteo: río Moskova. África era de las pocas personas que utilizaban todos los dedos al escribir a máquina; lo hacía gracias al método de Elizabeth Longley, fundadora del Instituto de Taquigrafía y Mecanografía de Cincinnati, que en 1882 desarrolló el tecleo a ocho dedos con máquinas QWERTY. Eso imprimía más velocidad a su trabajo, ya que le permitía ir leyendo lo escrito en el papel sin necesidad de desviar los ojos al entramado de teclas. «Nuestra eficaz señora Longley», la había denominado Frida Kahlo en la Casa Azul de Coyoacán ante la mirada añil de Trotski.

Después de deshacer la maraña de teclas, barrió suavemente la superficie del teclado con las yemas de los dedos. En el fondo, era una romántica, o quizá una fetichista, aunque siempre se definió como una idealista política que, a su entender, era lo único sensato que se podía ser. A falta de recuerdos materiales que atesorar, se construyó unos propios en los que proyectó su memoria. Había comprado esa máquina de escribir porque le recordaba a su conversación con George Orwell en el hotel Continental en la Barcelona de 1937. Desechó hacer patria recordando a Tolstói y su inseparable Underwood —con la que escribió «No me puedo callar», un manifiesto contra la pena capital zarista—, y optó por una Remington Home Portable n.º 2, como la que empleaba Agatha Christie, mucho más ligera y pequeña, más apropiada con su modus operandi al servicio del KGB. El pasado seguía modelando su presente como si fuera arcilla. El primer modelo de las Remington and Sons se había montado el 1 de mayo de 1872 sobre una máquina de coser: un primero de mayo, una máquina Enigma oculta bajo el cajón de una máquina de coser Singer... Demasiados mensajes hermanados como para obviarlos.

Enderezó la espalda, algo arqueada por el peso de sus setenta y cuatro años. Se levantó apoyando las manos sobre la mesa para enfatizar el impulso y ayudar a enderezar sus músculos. Le hubiese venido bien la alfombra hecha con la piel de un kudú sobre la que escribía Ernest Hemingway —descalzo y de pie ante su Royal Quiet Deluxe dispuesta en lo alto de una estantería—, al que estrechó la mano y junto al que brindó con vino francés cuando el máximo responsable de las operaciones del NKVD en España, Aleksandr Orlov, y su mano derecha, Leonid Eitingon, se lo presentaron en el centro de entrenamiento de Benimámet, en Valencia.

Encauzó los pasos hacia una de las ventanas del salón de su apartamento situado en el Anillo de los Jardines, una zona residencial en el núcleo de la capital moscovita, habitual domicilio de altos cargos del Gobierno soviético y sede de instalaciones oficiales. Desde allí admiró el río Moskova, que acababa de poner negro sobre blanco en su nota autobiográfica. No parecía el mismo que contempló en el vera

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