Algunos días de febrero (Inspector Mascarell 13)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Capítulo 1

1

Cuando Raquel había empezado a gatear, se dispararon las alarmas. Descubrir que los cajones se podían abrir y que dentro se escondían cosas de lo más excitantes hizo el resto. Le encantaba vaciarlos. Ahora que ya daba los primeros pasos era peor. Se caía una vez, y se levantaba. Se caía dos veces, y se levantaba. Se caía tres, cuatro, cinco... y se levantaba. Sin llorar. En sus ojos siempre había un destello de determinación a prueba de todo, especialmente de las posibles reconvenciones de Patro o de Miquel. Se los quedaba mirando como si pensara: «Ya, ya. Lo he captado. Pero voy a seguir». La parte de atrás de la mercería se había convertido en su territorio. Todas las cajas del almacén o la trastienda habían tenido que subir a las alturas y ser repartidas por los estantes. Lo mejor de todo, aparte de lo mucho que dormía, era que no lloraba ni gritaba. Miraba. Con los enormes ojos heredados de su madre.

Patro solía decirle a Miquel:

—Se parece a ti cuando tienes algo entre ceja y ceja.

Y él se reía.

Roger había salido más a Quimeta.

Como si el destino hubiera repartido el juego.

La mañana era fría. Parecía como si las parroquianas no quisieran salir de casa. Tres en una hora, con un gasto irrisorio de doce pesetas entre todas. El cielo amenazaba lluvia, pero con el termómetro tan bajo igual se convertía en nieve. Patro, de pie junto a la puerta, miraba la calle con los brazos cruzados mientras Teresina se lo tomaba con calma leyendo el ejemplar del mes de la revista Lecturas. Su empleada pagaba con gusto las siete pesetas porque se la leía de cabo a rabo. Decía que así se enteraba de la vida y milagros de aquellas y aquellos que luego veía en las películas.

Bueno, lo de empleada...

Teresina ya casi era de la familia. Podía llevar la tienda ella sola y, a veces, lo hacía. Había crecido. Incluso hablaba de casarse con el novio antes de lo que las circunstancias mandaban, aunque les aseguraba que no dejaría el trabajo.

—Me pregunto si esta gente también tendrá sabañones. —La oyó suspirar mientras pasaba las páginas de la revista con fotografías del irreal mundo situado más allá de lo cotidiano.

Se volvió hacia ella.

—¿Te imaginas a Clark Gable o a Marilyn Monroe con sabañones?

La cara de Teresina lo dijo todo.

—No, ¿verdad?

—Más que nada porque viven en ese lugar, Hollywood. Allí hace calor todo el año. Tienen hasta palmeras.

—Yo creía que solo había palmeras en África.

—Y en Elche —bromeó Patro.

Abandonó la puerta para ir a echarle un vistazo a Raquel, pero ésta se abrió inesperadamente, como si la parroquiana se hubiera materializado de pronto al otro lado. Patro se volvió tanto por el ruido como por la ráfaga de aire helado que se coló por el hueco.

La reconoció al instante, y la aparecida a ella.

—¡Dalena!

En realidad era Magdalena, pero nadie la llamaba así. Magdalena Costa, tan guapa como siempre, tan llamativa y espectacular como en los años que habían compartido el oficio más viejo del mundo. Aun en pleno invierno y aterida de frío, no podía ocultar su belleza y sensualidad. Porque Dalena era más que guapa. En el Parador del Hidalgo los hombres la deseaban nada más verla. Siempre había tenido un algo de mujer fatal, ojos turbios, boca grande de labios carnosos, un cuerpo moldeado por una mano celestial.

A fin de cuentas, vivía de eso.

Y por esa razón Dalena era su nombre de guerra.

Fue la recién llegada la que reaccionó primero. Se le echó encima y la abrazó. La abrazó muy fuerte, temblando, y ya no de frío.

—Patro... —le susurró al oído con emoción.

Se quedaron así, unos segundos, bajo el silencio.

Patro hizo memoria. La última vez que la había visto fue en el 47, cuando, ya con Miquel, dejó «el trabajo», la prostitución, el Parador del Hidalgo y su pasado marcado por la guerra y el hambre prolongadas por aquella larga y oscura posguerra. Ni siquiera recordaba haberse despedido de ella. No se había despedido de nadie. Eran lo que eran. Carne. Solo carne. Mercancía en venta. Los sentimientos quedaban siempre al margen. Las chicas del Parador no eran amigas, solo se conocían.

Aunque Dalena sí había sido algo más.

—¿Cómo estás, cariño?

—Bien, bien —susurró Patro—. ¿Cómo me has encontrado?

Se separaron apenas un palmo. La aparecida seguía sujetándola por los brazos, aunque acabó cogiéndole las manos para no perder el contacto físico. No llevaba guantes, así que las tenía muy frías. Estaban cara a cara y era como si se levantara un espejo entre las dos. Los matices contaban. Patro vio las leves arrugas en las comisuras de los labios y los ojos, la sensación de cansancio flotando en las pupilas, la piel tan blanca que parecía no haber sido bañada jamás por el sol en contraste con el rojo de los labios. El espejo era tan transparente como reflectante.

—He ido a tu casa —dijo Dalena—. Recordaba que vivías en esa esquina de Gerona con Valencia. La portera me ha dicho que trabajas aquí.

—Soy la dueña.

Se arrepintió casi al momento de habérselo dicho.

Más que una revelación, había sonado a defensa.

Orgullo.

—¿La dueña? —Alzó las cejas Dalena.

—Han pasado muchas cosas.

—Ya veo —asintió sin abandonar su sorpresa. Y al presionarle las manos, en un gesto de empatía, notó el contacto del anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Ni siquiera lo tuvo que comprobar. Lo que expresó entonces fue asombro—. ¿Casada?

—Sí.

—¡Ay, Dios, Patro! —Fue como si se derritiera—. ¡Me parece que me has de contar muchas cosas!

—Ven.

La hizo pasar al otro lado del mostrador. Teresina miraba a la visitante con atención. De hecho, era la primera amiga de Patro que conocía. Dalena la saludó con una leve inclinación de cabeza. Cuando llegaron a la trastienda, lo primero que vio fue la cuna en la que dormía Raquel.

El asombro ya no tuvo límites.

—¿Es... tuya?

—Sí.

—¡Pero bueno...! —Bajó la voz para no despertarla—. ¡Qué cosita tan rica!

Se quedó junto a la cuna, mirando aquel milagro. Raquel dormía despatarrada, con los brazos abiertos. Su piel rosada era un golpe de color en la penumbra del lugar. Patro observó a su excompañera. Era como si la viera derretirse.

Ninguna prostituta hablaba de ser madre, porque si quedaba embarazada, era por un cliente.

—Así que encontraste a quien te retirara —dijo envolviendo en un suspiro cada palabra.

—No —replicó Patro—. Me retiré yo antes.

—¿Cómo es eso? Un día desapareciste sin más, y nadie supo nada de ti.

—Vamos, siéntate. —Le ofreció una silla mientras ella ocupaba otra—. ¿Qué quieres saber?

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