El hombre celoso

Jo Nesbo

Fragmento

cap-2

LONDRES

No me da miedo volar. La probabilidad de que un pasajero de una compañía aérea muera en un accidente en una línea regular es de una entre once millones. Dicho de otro modo: la posibilidad de morirte de un infarto en tu asiento es ocho veces mayor.

Esperé a que el avión despegara y se estabilizara antes de inclinarme a un lado y, en voz baja, que pretendía ser tranquilizadora, proporcionarle este dato a la mujer que, sollozante y temblorosa, ocupaba el asiento de la ventanilla.

—Pero, claro, la estadística no importa mucho cuando uno está asustado —añadí—. Te lo digo porque sé muy bien cómo te sientes.

Tú, que hasta ahora habías mantenido la mirada clavada en la ventanilla, te diste la vuelta despacio y me observaste, como si acabaras de darte cuenta de que había alguien en el asiento contiguo. Lo que tiene viajar en primera clase es que esos centímetros extra entre los asientos te permiten creer que estás solo si te concentras un poco. Con tal de no estropear esa ilusión hay un acuerdo tácito entre los pasajeros de primera clase de no decir más que unas breves frases a modo de saludo y lo que pueda ser necesario por cuestiones prácticas en cada caso. («¿Le parece bien que baje la cortinilla?»). Como el espacio adicional para las piernas hace posible pasar por delante del otro sin ponerse de acuerdo a la hora de ir al baño, de acceder al equipaje, etcétera, suele ser perfectamente factible ignorarse mutuamente, aunque el viaje dure doce horas.

Deduje de tu expresión que estabas algo sorprendida de que yo incumpliera la regla número uno de primera clase. Algo en tu vestimenta relajada y elegante —un pantalón y un jersey cuyos colores no armonizan, pero supongo que depende de quien los lleva— me hizo suponer que hace tiempo que no viajas en turista, si es que alguna vez lo has hecho. Pero eras tú quien lloraba. ¿No eras tú quien estaba derribando el muro convenido? Por otra parte, sollozabas dándome la espalda y dejabas claro que no era algo que quisieras compartir con el resto del pasaje.

No haber pronunciado unas palabras de consuelo habría resultado muy frío, solo podía albergar la esperanza de que comprendieras mi dilema.

Tu rostro estaba pálido y bañado en lágrimas, pero, a la vez, era de una belleza extraña, casi élfica. ¿O puede que precisamente esa palidez, las huellas de ese llanto, fuera lo que te hacía tan hermosa? Siempre he tenido debilidad por lo frágil, lo vulnerable. Te ofrecí la servilleta que la azafata había colocado debajo de los vasos antes del despegue.

—Muchas gracias —dijiste; cogiste la servilleta, te obligaste a sonreír y te enjugaste el maquillaje corrido bajo uno de tus ojos—. Pero no creo. —Luego te volviste otra vez hacia la ventanilla, apoyaste la frente en el plexiglás como si quisieras esconderte y los sollozos agitaron tu cuerpo de nuevo. ¿Qué era lo que no creías? ¿Que yo supiera cómo te sentías? En cualquier caso, yo ya había cumplido con mi parte y, por supuesto, a partir de ese momento te dejaría tranquila. Me vería media película y después intentaría dormir, a pesar de que no creía que fuese a conciliar el sueño más de una hora; casi nunca logro dormir, por largo que sea el vuelo, en especial si sé que debería hacerlo. Iba a pasar solo seis horas en Londres, luego viajaría de vuelta a Nueva York.

La señal de abrocharse los cinturones se apagó y una azafata se acercó para rellenar los vasos de agua colocados sobre el ancho y sólido apoyabrazos que nos separaba. Antes del despegue, el comandante nos había informado de que esa noche el vuelo de Nueva York a Londres tendría una duración de cinco horas y diez minutos. A nuestro alrededor algunos pasajeros ya se habían cubierto con la manta y reclinado el asiento, mientras que otros esperaban a que les sirvieran la cena con el rostro iluminado por la pantalla de televisión. Tanto la mujer que iba a mi lado como yo habíamos rechazado la comida cuando una azafata nos ofreció la carta antes de despegar. Para mi satisfacción encontré una película en la sección de clásicos, Extraños en un tren, y me disponía a colocarme los auriculares cuando oí tu voz.

—Es por mi marido.

Me quedé con los auriculares en la mano y me volví hacia ti.

El rímel te rodeaba los ojos como dramático maquillaje teatral.

—Me engaña con mi mejor amiga.

No sé si te diste cuenta de que resultaba un poco extraño que siguieras refiriéndote a esa persona como tu mejor amiga, pero yo no tenía ninguna intención de corregirte, por así decirlo.

—Lo lamento. No era mi intención inmiscuirme…

—No lo sientas, está bien que la gente se preocupe. Muy pocos lo hacen. Nos morimos de miedo ante cualquier cosa que pueda ser triste o desconcertante.

—En eso tienes razón —dije, sin saber si debía dejar a un lado los auriculares o no.

—Apuesto a que en este mismo momento se están acostando. Robert siempre está salido. Y Melissa también. Ahora mismo están follando en mis sábanas de seda.

En mi mente se formó automáticamente la imagen de un matrimonio de treintañeros en el que él ganaba el dinero, mucho, y tú elegías las sábanas. Nuestros cerebros son expertos en recrear estereotipos. A veces se equivocan. A veces aciertan.

—Debes de sentirte fatal —dije, sin exagerar el tono dramático.

—Me quiero morir —respondiste—. Te equivocas con lo de volar. Espero que nos estrellemos.

—Pero te quedan tantas cosas por hacer… —repliqué, poniendo cara de preocupación.

Por un instante te limitaste a observarme. Quizá te pareció una broma de mal gusto, en todo caso muy inoportuna y algo atrevida dadas las circunstancias. Al fin y al cabo, acababas de decirme que te querías morir, incluso me habías dado un motivo plausible para ello. Mi broma podía percibirse como inapropiada e insensible, o como una liberadora distracción de algo indiscutiblemente tétrico. Eso que llaman comic relief, al menos cuando funciona. El caso es que me arrepentía de mi gracieta, sí; de hecho, contuve la respiración. Entonces sonreíste. No fue más que una onda en un charco de barro, desapareció en el mismo instante, pero pude respirar.

—Tranquilo —dijiste—. Solo moriré yo.

Te miré extrañado, pero evitaste sostenerme la mirada y optaste por observar la cabina.

—Ahí, en la segunda fila, tienen un bebé —dijiste—. Un recién nacido que a lo mejor se pasa la noche berreando en primera, ¿qué te parece?

—¿Qué puede parecerme?

—Que los padres deberían pensar que la gente ha pagado más por viajar aquí porque necesitan dormir, que puede que mañana por la mañana tengan que irse derechos a una reunión, o al trabajo.

—Bueno, mientras la compañía aérea admita bebés en primera clase no creo que sea responsabilidad de los padres no optar a ella.

—En ese caso deberían penalizar a la compañía aérea por engañarnos. —Te secaste con cuidado el otro ojo, habías cambiado la servilleta que te di por un clínex propio—. Hacen publicidad de la primera clase con imágenes de pasajeros plácidamente dormidos.

—A la larga la compañía recibirá su castigo, no estamos dispuestos a pagar por algo que no nos dan.

—Pero ¿por qué lo hacen?

—¿Los padres o la compañía aérea?

—Entiendo que los padres lo hacen porque tienen más dinero que vergüenza. Pero ¿la compañía aérea no pierde dinero poniendo en riesgo la calidad de su servicio?

—También empeoraría su reputación si se dijera que son poco atentos con los niños pequeños.

—Digo yo que al bebé le da igual llorar en primera clase o en turista.

—Tienes razón. Quería decir poco atentos con los padres de niños pequeños —sonreí—. Supongo que temen que parezca una especie de discriminación. Una solución al problema sería que los que lloren en primera sean desterrados a turista, que tengan que ceder su asiento a una persona sonriente e insegura con un billete barato.

Tu risa era suave y atractiva, y esta vez ascendió hasta tus ojos. Es fácil pensar, y yo lo hice, que resulta incompresible que alguien quiera serle infiel a una mujer tan bella como tú, pero así son las cosas: no es cuestión de belleza externa. Ni tampoco interior.

—¿A qué te dedicas? —me preguntaste.

—Soy psicólogo y me dedico a la investigación.

—¿Qué investigas?

—Seres humanos.

—Claro. ¿Qué descubres?

—Que Freud tenía razón.

—¿En qué?

—Que la gente, salvo unas pocas excepciones, no vale gran cosa.

Te echaste a reír.

—Amén, señor…

—Puedes llamarme Shaun.

—Maria. Pero no lo dices en serio, Shaun, ¿verdad que no?

—¿Que los seres humanos, salvo alguna excepción, no valen demasiado? ¿Por qué no iba a pensarlo?

—Has demostrado que te importan los demás, y esa preocupación carece de sentido salvo que seas un auténtico misántropo.

—Vale, entonces ¿por qué iba a mentir al respecto?

—Por la misma razón, porque te importa. Así que me dices lo que quiero oír, me consuelas contándome que tienes pánico a volar, igual que yo. Cuando digo que me engañan, me reconfortas diciéndome que el mundo está lleno de malas personas.

—Vaya. Se supone que aquí el psicólogo soy yo.

—¿Lo ves? Hasta la profesión que has elegido te delata. No te queda más remedio que reconocer que estás invalidando tu propio argumento. Eres una persona con valores.

—Me gustaría que fuera el caso, Maria, pero me temo que mi aparente preocupación no es más que el resultado de una educación burguesa, británica. No valgo mucho para nadie que no sea yo mismo.

Giraste el cuerpo un par de grados casi imperceptibles hacia mí.

—¿Y qué si tus valores son producto de tu educación, Shaun? Son tus acciones y no tus pensamientos o tus sentimientos los que te confieren valores.

—Creo que exageras. La educación solo hace que me disguste incumplir las normas de lo que consideramos un comportamiento aceptable, no supone ningún auténtico sacrificio. Me adapto y evito situaciones incómodas.

—Seguro que aportas algo como psicólogo.

—Me temo que en ese campo también te voy a tener que decepcionar. No soy lo bastante inteligente ni trabajador para descubrir una cura para la esquizofrenia. Si este avión se estrellara ahora, el mundo solo perdería un artículo bastante aburrido sobre el sesgo de confirmación en una publicación científica que solo leerá un puñado de psicólogos, eso es todo.

—¿Eres coqueto?

—Sí, también soy coqueto. Puedes sumarlo a la lista de mis defectos.

Entonces te reíste con ganas.

—¿Ni siquiera una esposa o hijos que te echarían de menos si desaparecieras?

—No —respondí tajante.

Como iba en el asiento del pasillo no podía dar por terminada la conversación volviéndome hacia la ventanilla para fingir que vislumbraba algo interesante allá abajo, en el océano Atlántico, en plena oscuridad de la noche. Sacar la revista del bolsillo del asiento delantero resultaría demasiado evidente.

—Perdona —dijiste en voz baja.

—No pasa nada —repliqué yo—. ¿Qué quisiste decir con eso de que vas a morir?

Nuestras miradas se cruzaron y nos vimos por primera vez. Aunque puede que este razonamiento sea producto de lo que ahora sé, creo que los dos atisbamos un destello de algo, algo que hizo que intuyéramos ya entonces que ese encuentro podía cambiarlo todo, sí, que de hecho ya lo había cambiado todo. Puede que tú también lo estuvieras pensando, puesto que te aproximaste a mí inclinándote sobre el apoyabrazos, pero te detuviste al notar que yo me ponía rígido. El aroma de tu perfume me recordó a ella; era su olor, había vuelto. Te reclinaste en tu asiento y me observaste.

—Voy a quitarme la vida —susurraste.

Luego volviste a apoyarte en el respaldo, mirándome.

No sé qué se reflejaría en mi rostro, pero supe que no mentías.

—¿Cómo piensas hacerlo? —fue todo lo que se me ocurrió responder.

—¿Quieres que te lo cuente? —me preguntaste con una sonrisa inescrutable, casi alegre.

Me paré a pensar si quería saberlo.

—Bueno, no es verdad —dijiste—. Para empezar, no voy a suicidarme, ya lo he hecho. Y para acabar, no seré yo quien me quite la vida, serán ellos.

—¿Ellos?

—Sí. Firmé el convenio hace… —consultaste el reloj, un Cartier, aposté a que era un regalo del tal Robert. ¿Antes o después de serte infiel? Después. Aquella Melissa no sería la primera, te había engañado todo el tiempo— cuatro horas.

—¿Ellos? —repetí yo.

—La empresa de suicidios.

—¿Quieres decir… como en Suiza? ¿Muerte asistida?

—Sí, solo que es más que una ayuda. Y la diferencia es que te quitan la vida de manera que no parezca un suicidio.

—Ah…

—Tienes pinta de no creerme.

—Yo… sí, claro, solo estoy sorprendido.

—Lo comprendo. Esto debe quedar entre nosotros, porque el contrato tiene una cláusula de confidencialidad, en realidad no estoy autorizada a contarle esto a nadie. Solo que… —sonreíste y tus ojos volvieron a llenarse de lágrimas— resulta insoportablemente solitario. Y tú eres un desconocido. Y psicólogo. Tenéis obligación de preservar la confidencialidad, ¿no es cierto?

—Tratándose de un paciente, sí —respondí tras carraspear.

—En ese caso soy tu paciente. Veo que tienes tiempo para una consulta ahora mismo. ¿Cuáles son sus honorarios, doctor?

—Me temo que no podemos hacerlo así, Maria.

—Por supuesto que no, supongo que estaríamos incumpliendo las reglas de tu profesión. Pero ¿no podrías limitarte a escucharme a título particular?

—Debes comprender que, para mí, como psicólogo, presentaría ciertas reservas éticas que una persona con intención suicida me confiara su propósito sin que yo intentara intervenir.

—No lo entiendes, es demasiado tarde para intervenir, ya estoy muerta.

—¿Estás muerta?

—El contrato es irreversible, me matarán en un plazo de tres semanas. Te explican antes de firmar que, una vez que estampas tu nombre en el papel, ya no hay un botón del pánico. Si existiera, podrían producirse luego situaciones jurídicas dudosas. Estás sentado junto a un cadáver, Shaun. —Te reíste, pero esta vez con amargura, sin piedad—. ¿No podrías beber conmigo y limitarte a escucharme un rato? —Levantaste un brazo largo y esbelto hacia el timbre, que emitió un pitido solitario y frágil en la oscuridad de la cabina.

—Está bien. Pero no te daré ningún consejo.

—Vale. ¿Y prometes no contárselo a nadie, ni siquiera cuando haya muerto?

—Lo prometo. Aunque no veo que pueda importarte gran cosa.

—Oh, sí. Si incumplo la cláusula de confidencialidad de mi contrato, pueden demandar con cargo a mi patrimonio y no le quedaría casi nada a la organización a la que he dejado mi dinero en herencia.

—¿Necesitan algo? —preguntó la azafata, que se había materializado a nuestro lado sin hacer ruido. Te inclinaste sobre mí y pediste un gin-tonic para cada uno. El cuello de tu jersey se deslizó un poco, alcancé a ver piel desnuda, pálida, y percibí que tu olor no era el suyo. El tuyo era ligeramente dulzón, especiado, como gasolina. Sí, gasolina. Y un tipo de madera cuyo nombre no recuerdo. Era un aroma casi masculino.

Cuando la azafata apagó la luz de aviso y se marchó, te quitaste los zapatos por el talón, te giraste sobre el asiento y te encogiste sobre los pies con aire gatuno, dejando asomar unos tobillos esbeltos envueltos en nailon que me hicieron pensar inevitablemente en un ballet.

—La empresa de suicidios dispone de unas elegantes oficinas en Manhattan —comentaste—. Es un despacho de abogados, aseguran tenerlo todo atado y bien atado jurídicamente, y no lo dudo. Por ejemplo, no les quitan la vida a personas con algún tipo de enfermedad mental; debes pasar un exhaustivo examen psiquiátrico antes de que pueda procederse a la firma del contrato. También debes haber cancelado los seguros de vida que puedas tener para que las aseguradoras no te demanden. Hay otro montón de cláusulas, pero la más importante es la de confidencialidad. En Estados Unidos, el derecho a sellar un acuerdo voluntario entre dos firmantes adultos va bastante más allá que en la mayoría de los países, pero, si su actividad llegara a conocerse y tener repercusión, temen, y con razón, que las consecuencias podrían llevar al país a regular sus prácticas. No se publicitan, sus clientes son exclusivamente gente con recursos que tiene noticia de ellos por el boca a boca.

—Es comprensible que quieran no llamar la atención, sí.

—Es evidente que la clientela también desea esa misma discreción, al fin y al cabo el suicidio es un tema tabú. Como el aborto. Las clínicas que practican abortos no hacen nada ilegal, pero no lo anuncian en la fachada.

—Muy cierto.

—Y, por supuesto, todo el concepto del negocio está basado en la discreción y en la vergüenza. Sus clientes están dispuestos a pagar una gran cantidad de dinero a cambio de perder la vida de la manera más confortable e inesperada, tanto desde el punto de vista físico como psicológico. Pero lo más importante es que ocurra de modo que ni la familia, los amigos o su entorno tengan motivo alguno para sospechar que se trata de un suicidio.

—¿Y cuál es el procedimiento?

—Eso no nos lo cuentan, por supuesto, solo sabemos que hay innumerables maneras de hacerlo y que sucederá en el plazo de tres semanas desde la firma del contrato. Tampoco nos ponen ejemplos, porque entonces, de manera consciente o no, evitaríamos determinadas situaciones, y eso provocaría temores innecesarios. Lo único que nos dicen es que será completamente indoloro y que no lo veremos venir.

—Comprendo que para algunas personas pueda ser importante ocultar que se han quitado la vida, pero ¿por qué lo es para ti? Al contrario, ¿no sería una manera de vengarte?

—¿Quieres decir de Robert y Melissa?

—Si fuera evidente que te has suicidado, no solo les haría sentir vergüenza, sino también culpabilidad. De manera más o menos consciente, Robert y Melissa se sentirían culpables y se lo reprocharían el uno al otro. Es algo que vemos una y otra vez. Por ejemplo, ¿ha visto la tasa de divorcio de parejas después de que su hijo se suicide? ¿O la tasa de suicidio de los propios padres?

Te limitaste a mirarme.

—Lo lamento —dije, notando que me sonrojaba levemente—. Te estoy atribuyendo un deseo de venganza solo porque estoy seguro de que es algo que yo sentiría en tu lugar.

—Me parece que acabas de mostrarte desde un ángulo poco favorecedor, Shaun.

—Sí.

Dejaste escapar una carcajada breve y seca.

—No pasa nada, por supuesto que quiero vengarme. Pero no conoces a Robert y Melissa. Si me quitara la vida y dejara una carta para mis herederos echándole la culpa a la infidelidad de Robert, él lo negaría, por supuesto. Se acogería al hecho de que últimamente yo he estado en tratamiento por depresión, lo cual es cierto, y diría que al final me volví claramente paranoica. Él y Melissa han sido muy discretos, así que puede que nadie sepa de lo suyo. Apuesto a que, para guardar las apariencias, ella, tras mi funeral, saldría unos seis meses con algún financiero de esos del entorno de Robert. Todos babean por ella, y ella siempre se ha salido con la suya, como buena calientapollas que es. Después, ella y Robert aparecerían por fin como pareja y dirían que la causa de su acercamiento fue su duelo compartido por mí.

—Vale, a ver si va a resultar que todavía eres más misántropa que yo…

—De eso estoy segura. Y lo que de verdad da asco es que, en el fondo, Robert se sentiría incluso un poco orgulloso.

—¿Orgulloso?

—De que una mujer no pudiera soportar vivir si no podía tenerlo para ella sola. Así es como lo vería él. Y Melissa también lo interpretaría así. Mi suicidio haría subir aún más su cotización, y acabaría por hacerlos más felices.

—¿Lo dices en serio?

—Claro que sí. ¿No conoces las teorías de René Girard sobre los deseos miméticos?

—No.

—La teoría de Girard plantea que, más allá de cubrir sus necesidades básicas, el ser humano no sabe lo que quiere. Así que imitamos a nuestro entorno, apreciamos lo que otros valoran. Si oyes al número suficiente de personas decir que Mick Jagger es sexy, acabas deseándolo, aunque en un primer momento te haya parecido un espanto. Si yo incremento el valor de Robert mediante mi suicidio, Melissa lo deseará aún más y serán aún más felices juntos.

—Entiendo. ¿Y si parece que mueres en un accidente o por causas naturales?

—En ese caso el efecto será el contrario. Yo seré aquella que desapareció por obra de la casualidad o del destino. Robert pensará en mi ausencia y mi persona de otra manera. Sin prisa, pero sin pausa, alcanzaré la categoría de santa. De manera que, cuando Melissa empiece a irritar a Robert, y ese día llegará, solo recordará mis cosas buenas y echará de menos lo que tuvimos. Le envié una carta hace un par de días para contarle que lo dejo porque necesito sentirme libre.

—¿Eso quiere decir que no sabe que estás enterada de su infidelidad con Melissa?

—He leído todos los mensajes que se han intercambiado en su teléfono, pero no le he dicho ni una palabra a nadie hasta ahora.

—¿Cuál es el propósito de la carta?

—En un primer momento sentirá alivio por no tener que ser él quien diga que se marcha. Se ahorrará dinero en el acuerdo de divorcio y además parecerá the good guy, aunque muy pronto aparezca en público junto a Melissa. Pero poco a poco germinará la idea que sembró la carta. Que lo abandoné por mi libertad, sí, pero también porque sabía que encontraría a alguien mejor que él. Sí, que tal vez ya había alguien cuando me marché. En el mismo instante en que Robert piense eso…

—… Serás tú quien tenga la teoría de los deseos miméticos de tu lado. Por eso buscaste la empresa de suicidios.

Te encogiste de hombros.

—Entonces ¿cómo es la tasa de divorcios de los padres de hijos que se han quitado la vida?

—¿Qué?

—¿Cuál de los progenitores se quita la vida? La madre, ¿verdad?

—Buena pregunta —respondí yo, y fijé la mirada en el respaldo del asiento que tenía delante. Pero sentía tus ojos sobre mí mientras esperabas una respuesta más detallada. Me salvó la llegada de dos vasos bajos y anchos que surgieron de la oscuridad como por arte de magia para posarse sobre el apoyabrazos que nos separaba. Carraspeé y dije—: ¿No resulta insoportable tener que esperar tanto? Despertar todas las mañanas pensando que tal vez hoy me asesinen.

Dudaste, no querías dejar que me librara tan fácilmente. Pero al final lo dejaste pasar y respondiste:

—No, porque la posibilidad de que hoy no me maten resulta peor. A pesar de que, por supuesto, a veces nos invade el terror a la muerte y experimentamos un indeseable instinto de supervivencia, el temor a morir no es peor que el temor a vivir. Tú, como psicólogo, lo sabes, claro. —Hiciste un hincapié algo excesivo en la palabra «psicólogo».

—Hasta cierto punto —contesté—. Pero se han llevado a cabo investigaciones entre tribus nómadas de Paraguay donde es el consejo supremo de la tribu quien decide cuándo alguien es tan viejo y está tan débil que supone un estorbo para el grupo y, por tanto, debe morir. Quien va a perder la vida tampoco sabe cuándo ni cómo sucederá, pero acepta que así ha de ser. Al fin y al cabo, la tribu ha sobrevivido en un entorno con escasez de alimentos y largos y duros desplazamientos en los que han sacrificado a los más débiles para preservar a quienes tienen derecho a la vida y pueden transmitirla. Puede que fueran los mismos condenados, en su juventud, quienes liquidaron de un mazazo a su frágil tía abuela, una noche a la puerta de su cabaña. Pero las investigaciones muestran que los miembros de la tribu, sometidos a esta incertidumbre, sufren un grado extremo de estrés que por sí solo contribuye a reducir su esperanza de vida.

—Claro que es estresante —dijiste bostezando, y estiraste el pie enfundado en la media hasta rozar mi rodilla—. Hubiera preferido que el plazo fuera inferior a tres semanas, pero supongo que lleva un tiempo dar con el mejor método, el más seguro. Si, por ejemplo, tiene que parecer un accidente y a la vez resultar poco agresivo, habrá que planificarlo al detalle.

—Si este avión se estrella, ¿te devuelven el dinero? —pregunté, y bebí un trago del gin-tonic.

—No. Me dijeron que, como cada cliente les genera importantes gastos y no dejan de tener tendencias suicidas, deben asegurarse de que el cliente no se adelante, ya sea de manera voluntaria o no.

—Mmm. Así que te quedan como mucho veintiún días de vida.

—Pronto serán veinte y medio.

—Exacto. ¿Y a qué piensas dedicarlos?

—A cosas que hasta ahora no había hecho. Hablar y beber con extraños. —Vaciaste la copa de un trago largo. El corazón empezó a golpearme el pecho como si ya supiera lo que iba a pasar. Dejaste el vaso y pusiste la mano sobre mi brazo—. Y tengo ganas de hacer el amor contigo.

No supe qué contestar.

—Voy a ir al baño —dijiste—. Si me sigues en dos minutos, allí estaré.

Sentí que me ocurría algo, una alegría interior que no solo se debía al deseo, sino que afectaba a la naturaleza de mi cuerpo; una especie de renacimiento que no había experimentado desde hacía mucho mucho tiempo y que, en honor a la verdad, pensaba que no volvería a experimentar.

—Mejor pensado —repusiste—. No soy valiente, necesito saber si vas a venir.

Di un sorbo para ganar tiempo. Miraste mi vaso mientras esperabas.

—¿Qué pasa si tengo pareja? —dije, y noté que mi voz sonaba ronca.

—No la tienes.

—¿Y si soy gay o no te encuentro atractiva?

—¿Tienes miedo?

—Sí. Me asustan las mujeres que toman la iniciativa sexual.

Escudriñaste mi rostro como si buscaras algo.

—Vale —dijiste—. Me lo creo. Perdóname, esto no es propio de mí, pero no tengo tiempo para marear la perdiz. Así que, ¿qué hacemos?

Noté que me tranquilizaba. El corazón seguía latiéndome deprisa, pero el pánico, el instinto de huir, se esfumaron. Hice girar el vaso en la mano.

—¿Vas a enlazar directamente con otro vuelo desde Londres?

—Reikiavik —respondiste, asintiendo—. Sale una hora después de que aterricemos. ¿En qué piensas?<

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