Malasangre

Helena Tur

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Empezaba a levantarse el viento, un viento templado y húmedo que, sin duda, anticipaba lluvia. La luminosidad del cielo, aunque mostraba resistencia, se iba difuminando entre el gris de unos nubarrones que se adueñaban por momentos del espacio celeste. La oscuridad ya se había apropiado de la tierra seca, que deseaba la tormenta con sed de estío agónico, y las sombras de árboles y arbustos se habían alargado para fundirse con el resto del paisaje. Agarrada fuertemente a su hato, como si sus escasas pertenencias fueran a protegerla y no al revés, la niña procuraba no ensuciarse los zapatos desgastados. Le dolían los pies, le dolían los rasguños que la maleza había prodigado en sus piernas blancas y le dolía algo por dentro que se parecía al alma. Hacía media hora que las dos mujeres que la habían acompañado durante la primera parte del trayecto se habían despedido de ella y, a sus diez años, nunca se había sentido tan sola. Era un lugar agreste, desconocido y, por momentos, más oscuro. A veces campo abierto; otras, bosque; y siempre la amenaza de acabar perdida y sin nadie a quien recurrir.

Había sido una suerte que aquellas dos mujeres viajaran en la misma diligencia, la que había salido de León a las seis de la mañana, y se apiadaran de ella al ver sus ojos transparentes de incertidumbre y recelo. Eran hermanas y regresaban de cuidar a un pariente que, tras semanas de lucha, se había resignado a los designios de Dios y había abandonado este mundo entre toses rotas, miradas febriles y humores calientes. Quiso también la fortuna que, tras llegar a Ponferrada, las mujeres tuvieran que seguir el mismo camino que debía tomar la niña y, ante la amenaza de lo desconocido, ésta se sintiera acompañada durante los primeros pasos. Pero al llegar a La Martina, las hermanas se habían despedido y, en ese momento, la niña de cabello rojizo y rostro pecoso, la incertidumbre y el cansancio caminaban juntos en una soledad triangular y llena de inquietudes.

«Sigue el río; sigue siempre el cauce del río y llegarás a Villaverde», le había aconsejado la más joven, que también resultó ser la más habladora, pero había un no sé qué en el sonido del agua y en el serpenteo de plata que ahora se apagaba que empujaba a la niña a no acercarse demasiado a la orilla. Como si un presentimiento palpable o un cosquilleo que le electrizaba el cuerpo la alejara de ella. O tal vez era ese augurio de tormenta lo que la amedrentaba y hacía que viera las corrientes fluviales como una admonición.

Se veía obligada a caminar cada vez más despacio, ya sin luz, mientras el viento le azotaba una cara de mejillas rosadas y ojos espantados. El canto de los pájaros, que hasta hacía poco había acompañado su viaje, ya se había apagado, y los crujidos de las ramas secas hacían que la piel se estremeciera bajo sus ropas de niña pobre. Pero lo que oyó en aquel momento no fue sólo un crujido, sino algo más estremecedor que hizo que se detuviera y apretara con ansias el hato contra sí. Notó que sus piernas temblaban. Sus pupilas se dilataron, más por miedo que por curiosidad, pero aun así no consiguió distinguir la procedencia de aquellos sonidos. No debía tener miedo, no debía detenerse, tal vez todo había sido fruto de su imaginación, pero fue incapaz de dar un paso más. Procurando no hacer ruido, respiró profundamente, dejó el hato en el suelo y se colocó mejor el pañuelo anaranjado que le cubría el cabello. Sin embargo, no logró tranquilizarse, pues el sonido volvió como si hubiera alguien acechando tras unos matorrales. Deseó ser invisible, que la penumbra camuflara su silueta a ojos ajenos. Y, como si fuera una burla del destino, el cielo tronó primero para iluminarse después y la luz lo inundó todo. Fueron sólo unos instantes, pero junto a unos tojos pudo advertir el cadáver de un conejo que estaba siendo devorado por unos hurones ansiosos. Un grito se ahogó en su garganta y, aunque quiso cerrar los ojos, no pudo apartarlos de la bacanal. Ante ella, se hallaba el horror, un horror paralizante. Permaneció así, quieta, incapaz de ningún movimiento, hasta que una alarma que no pasó por su consciencia se encendió en ella y, si no su mente, sí su cuerpo, supo que tenía que huir. Apresuradamente, recogió el hato del suelo y echó a correr.

Corrió con miedo a las alimañas, a la oscuridad y a la lluvia fría que comenzaba a gotear sobre ella. Corrió sin ver, tropezando en un terreno irregular y lleno de vegetación desordenada. Y corrió sin medida, hasta llegar sin saberlo a la orilla del río y acabar, por la inercia, con su cuerpo en las aguas que tanto había temido. Fue tal la impresión que no pudo cerrar la boca. De pronto, sintió el frío en su cuerpo, las ropas se hicieron más pesadas y una repulsión al ahogo y al fango le impidió respirar por unos instantes. No sabía nadar y, aunque en ese punto apenas había profundidad, no podía saberlo. Sintió la atracción de las arenas del fondo, de un abismo oscuro y gélido y, en aquellos que podrían haber sido sus últimos estertores, se sintió perdida.

Fue el hato lo que la salvó. Por suerte, no lo había soltado al caer. La tela había formado una burbuja de aire y quedó flotando durante el tiempo justo para que ella pudiera incorporarse y alargar un brazo hacia una rama que se arqueaba sobre las aguas. Se agarró a ella con todas sus fuerzas y comenzó a avanzar con las manos, una tras otra, por aquel brazo salvador que le clavaba espinos en las palmas. Aguantó el dolor con estoicismo y, con brío, logró salir a la orilla. Se dejó caer para reponer fuerzas y, mientras jadeaba y temblaba de miedo, el hato que ya se hundía se alejaba corriente abajo.

En cuanto se levantó, algo más recuperada, se refugió de la tormenta debajo de un árbol y se quitó el pañuelo que aún cubría su cabello. Lo escurrió, y también apretó su larga trenza para que soltara el agua. Luego hizo lo mismo con su ropa. Estaba nerviosa, no sólo por el banquete de los hurones y la impresión de las frías aguas después, o por el hecho de haber estado a punto de ahogarse, sino porque sentía que había perdido su invisibilidad de un modo muy torpe.

Por mucho que estrujara sus ropas para que soltasen el agua que las impregnaba, no lograba escurrirse la sensación de que había en los árboles ojos que la observaban. Pero no podía dejarse amilanar por el miedo. Estaba sola y todo dependía de ella, así que era inútil quedarse a esperar ayuda en la intemperie de la tormenta estival. Antes de volver a ponerse en marcha, se santiguó y rezó un padrenuestro y un avemaría y pidió a la Virgen con todas sus fuerzas que el trayecto que aún quedaba fuera corto y sin sobresaltos. Ya no temblaba sólo de miedo y de frío, sino también de sugestión.

Emprendió de nuevo el camino, sin un hato al que aferrarse y sin un alma a la que encomendarse en aquella soledad forestal. Le molestaban los zapatos mojados más que las ropas y se sentía más pesada que cinco minutos atrás. Por momentos, notaba que arrastraba los pies y los matorrales continuaban atacando la piel bla

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