Sin elección

Clare Mackintosh

Fragmento

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CENTRAL:  ¿Cuál es su emergencia?

LLAMADA:  Estoy cerca del aeropuerto… Acabo de ver… ¡Dios mío!

CENTRAL:  ¿Podría confirmarme su ubicación, por favor?

LLAMADA:  El aeropuerto. Hay un avión que… acaba de dar la vuelta. Está bajando muy rápido. ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!

CENTRAL:  Los servicios de emergencia están de camino.

LLAMADA:  Pero no van a llegar a tiempo, ya [inaudible]… Se va a estrellar, se va a estrellar…

CENTRAL:  ¿Podría confirmarme que se encuentra usted a una distancia prudencial?

LLAMADA:  [Inaudible].

CENTRAL:  Oiga, ¿está usted bien?

LLAMADA:  Se ha estrellado, acaba de estrellarse, Dios mío, está ardiendo…

CENTRAL:  Los bomberos estarán allí en menos de un minuto. También hemos mandado una ambulancia. ¿Hay alguien más con usted?

LLAMADA:  Está todo el avión echando humo, está [inaudible]… Ay, Dios, acaba de explotar algo. Hay una especie de bola de fuego gigante…

CENTRAL:  Los bomberos acaban de llegar a la zona.

LLAMADA:  Ya apenas se ve el avión, solo humo y llamas. Demasiado tarde. Demasiado tarde. Nadie saldrá vivo.

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Prólogo

—No corras, que te vas a caer.

Pasado el parque, cuesta arriba. Espera al muñequito verde, aún no, aún no…

¡Ya!

Gato en la ventana. Como una estatua. Solo se le mueve la puntita de la cola: izquierda, derecha, izquierda.

Hay que cruzar otra calle. No hay muñequito verde ni señora de la señal de stop; tendría que estar ahí…

Mira a los lados. Aún no, aún no…

¡Ya!

—No corras, que te vas a caer.

Buzón, farola, parada de autobús, banco.

Escuela grande (no es la mía, aún no).

Librería, tienda vacía y luego la mobiliaria, que es donde venden casas.

Ahora la carnicería, pájaros colgados del cuello en el escaparate. Ojos cerrados con fuerza para no tener que ver los suyos mirándome.

Están muertos. Todos muertos.

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PRIMERA PARTE

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8.30
Mina

—Para, que te vas a caer.

La nieve de toda una semana se ha ido apelmazando hasta convertirse en hielo: un peligro cotidiano oculto bajo la capa de nieve en polvo que ha caído durante la noche. Cada pocos metros, las botas se me escapan más lejos de lo que pretendían mis pies y me da un vuelco el estómago, preparado para una caída. Avanzamos con lentitud; ojalá se me hubiese ocurrido traer a Sophia en el trineo.

Ella abre los ojos de mala gana y gira la cabeza como un búho, desviando la mirada de las tiendas y escondiendo la cara en mi manga. Le estrecho la manita enguantada. Le repugnan las aves que hay colgadas en el escaparate de la carnicería; las plumas del cuello, iridiscentes, contrastan cruelmente con los ojos sin vida que embellecen.

A mí también me repugnan.

Según Adam, soy yo quien le ha pasado esa fobia, como si fuera un resfriado o una joya que ya no me pongo.

—¿De dónde lo ha sacado, si no? —me soltó cuando protesté. Extendió las manos apelando a un público invisible, como si la ausencia de una respuesta demostrara su teoría—. De mí, no.

Por supuesto que no. Adam no tiene debilidades.

—Supermercado —dice Sophia, que vuelve a fijarse en las tiendas ahora que la amenaza de los pájaros ha quedado atrás.

Todavía lo pronuncia como «supremecado»; es tan mona que se me encoge el corazón. Son momentos como este los que más aprecio, los que hacen que todo merezca la pena.

Su aliento crea nubecillas en el aire.

—Ahora la zapatería. Ahora laaa… —estira la palabra, conteniendo la siguiente en la boca hasta que llega el momento— frutería —proclama cuando pasamos por delante del local.

«Furrutiría». La quiero con locura, a esta niña. Con locura.

El ritual comenzó en verano. Sophia bullía de nervios y de impaciencia por empezar la escuela; con cada respiración soltaba alguna pregunta: ¿cómo sería la maestra?, ¿dónde colgarían los abrigos?, ¿tendrían tiritas por si se raspaba la ro­dilla? «Explícamelo otra vez: ¿cómo iremos al cole?». Y yo volvía a explicárselo: «Subimos la cuesta, cruzamos una calle, luego otra y luego llegamos a la calle principal. Luego pasamos por delante de la parada del bus que hay al lado del instituto y después por la calle de las tiendas, donde están la librería, la inmobiliaria y la carnicería. Luego doblamos la esquina de la calle del supermercado y pasamos primero por la zapatería, después por la frutería y después por la comisaría; entonces subimos la cuesta, pasamos por delante de la iglesia y… ¡ya estamos!», le decía.

Con Sophia hay que tener paciencia, y eso a Adam le cuesta horrores. Tienes que repetirle las cosas una y otra vez, asegurarle que no ha cambiado nada, que no cambiará nada.

Adam y yo la acompañamos juntos al colegio aquel primer día, en septiembre. La llevamos cada uno de una mano, columpiándola entre los dos, como si todavía fuéramos una familia de verdad; me alegré de tener una excusa para las lágrimas que me afloraban a los ojos.

—Ya verás como se separa de ti sin pensárselo dos veces —había dicho la tía Mo al verme la cara al salir de casa. No es una tía de verdad, pero «señora Watt» queda demasiado formal para una vecina que prepara chocolate caliente y se acuerda de los cumpleaños.

Me esforcé por devolverle la sonrisa.

—Seguro que sí —contesté—. Qué tonta soy, ¿eh?

Tonta por desear que Adam todavía viviera con nosotros. Tonta por pensar que lo de aquel día era algo más que una pantomima por el bien de Sophia.

Mo se agachó para dirigirle una sonrisa a mi hija.

—Que vaya bien el día, florecilla.

—Me pica el vestido —respondió ella poniendo mala cara, aunque Mo, asombrosamente, no se dio ni cuenta.

—Pues qué bien, cariño.

A veces Mo se deja el audífono apagado para ahorrar batería. Cuando me paso por su casa, tengo que acabar poniéndome delante del parterre que hay delante de la ventana del salón y saludarla con la mano hasta que me ve. «¡Haber llamado al timbre!», me dice siempre, como si no llevara diez minutos haciéndolo ya.

—¿Qué viene ahora? —le pregunté aquel primer día a

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