La calle de los espías (Serie Jackson Lamb 4)

Mick Herron

Fragmento

Capítulo 1

1

De manera que la primavera en Londres era así: las mujeres con vestidos hasta la rodilla a rayas blancas y azules, los hombres con chaquetas oscuras sobre jerséis en tonos pastel. Ambos sexos con carteras al hombro provistas de más cierres y compartimentos de lo necesario, rojas o negras las de ellas y de un masculino y saludable color beige las de ellos. De tanto en tanto, gorras, o bien diademas —¡no hay que olvidar las diademas!— de franjas con los colores del arcoíris, que las mujeres hechas y derechas parecían llevar con excesivo entusiasmo, como si se aferraran con desespero a una moda de su juventud, y que las jóvenes usaban sin más. En los pies, sandalias o chanclas de goma; en las caras, ojos de ilusión y contento. El lenguaje corporal, mudo y expresivo al mismo tiempo, daba cuenta de un momento de dicha esparcido por todas partes. Estos celebrantes de la primavera, hechos de plástico, estaban iluminados desde arriba y desde abajo, y un piano tocaba para ellos una musiquilla de fondo melodiosa y absurda al ritmo inquebrantable de una cascada en miniatura, todo esto ante los ojos entornados y la mirada alerta y suspicaz de Samit Chatterjee.

Fuera, el primer día laborable del año avanzaba penosamente, abotargado y resacoso, hacia la media tarde, pero en el interior de Westacres —un cavernoso templo dedicado a los placeres consumistas en la franja occidental de Londres— todo giraba en torno a la primavera próxima, aunque, cuando llegara de verdad, los escaparates de las tiendas ya estarían evocando las perezosas jornadas al aire libre del verano. En su almanaque de imágenes, en una página a la que ya se había dado vuelta, el Año Nuevo se había representado con trineos, bufandas y simpáticos petirrojos, pero la realidad era terca y la vida a este lado de los escaparates guardaba una escasa semejanza con la que disfrutaban los maniquíes. Los clientes iban de tienda en tienda con cara de hastío, andando por el suelo mojado y arriesgándose a resbalar. Los más cansados se sentaban un momento en el banco de cemento que rodeaba la fuente ornamental, en la que flotaba un vaso desechable con el borde cubierto de espuma. Esa fuente era el elemento central de un hub donde convergían todos los pasillos, de manera que los clientes que entraban en Westacres tarde o temprano terminaban pasando por allí, por eso Samit solía apostarse en esta zona, idónea para vigilar a la clientela.

Una clientela con quien simpatizaba más bien poco. Si Westacres era un templo, como había oído decir, la observancia de los feligreses era más bien laxa. Un auténtico creyente nunca tiraría sobras de comida basura a las aguas de la fuente catedralicia, y a ningún defensor de los principios de su religión se le ocurriría consumir media docena de latas de cerveza Strongbow a las nueve y media de la mañana para acabar vomitando en el suelo de la iglesia. Como musulmán devoto, Samit aborrecía las prácticas de las que era testigo a diario, pero como miembro del equipo de Agentes Reguladores de la Comunidad de Westacres —o guardias de seguridad, como se llamaban entre sí— se abstenía de solicitar el castigo divino para los impíos y se contentaba con impartir severas advertencias a los más guarros y con poner a los borrachuzos de patitas en la calle. El resto del tiempo ofrecía indicaciones y ayudaba a localizar a los niños pequeños extraviados, aunque en una ocasión —aún lo recordaba a menudo— había perseguido y dado alcance a un ratero.

La tarde de ese día no prometía tanta aventura: la atmósfera era húmeda y tristona, y él notaba un cosquilleo en la garganta que sugería un resfriado inminente. Estaba preguntándose dónde podría gorronear un té caliente cuando de pronto vio aparecer a tres jóvenes por el pasillo este, uno de ellos cargado con una gran bolsa deportiva negra. Se olvidó de su garganta. Una de las grandes paradojas del centro comercial estribaba en que era imperativo, en aras del beneficio y la prosperidad, conseguir que los jovenzuelos entraran en el recinto, aunque en aras de la concordia y la paz, lo mejor era que no se quedaran mucho rato rondando por allí. Lo ideal era que entrasen, aflojasen la pasta y se diesen el piro de inmediato. En todo caso, cuando tres jovenzuelos como aquéllos aparecían juntos y además cargados con una gran bolsa negra de deporte, más valía sospechar que tenían motivos aviesos o, como mínimo, estar preparado para posibles jugarretas.

De modo que Samit hizo un barrido visual de 360 grados y advirtió que otros dos grupos llegaban por la avenida norte: el primero formado por unas cuantas jóvenes para las cuales, al parecer, el mundo entero era motivo de continua hilaridad; el segundo, mixto, con profusión de vaqueros con el tiro a la altura de las rodillas, zapatillas deportivas sin cordones y, en la voz, los giros jamaicanos típicos de los adolescentes nacidos en Londres. Y lo mismo ocurría por la avenida oeste: un significativo número de adolescentes se acercaba a la fuente. De pronto, los grupos ya no parecían llegar por separado, sino participar de una reunión multitudinaria gobernada por una única inteligencia. Y sí, claro, los jóvenes aún estaban de vacaciones y era de esperar que acudieran en masa al centro comercial, pero... «En caso de duda, tú llamas y avisas», le habían dicho a Samit. Y en ese caso había dudas, no sólo por la presencia de adolescentes, sino por su número —cada vez eran más— y porque se dirigían hacia él como si hubiera sido elegido para ser testigo ocular del florecimiento de un nuevo movimiento juvenil o, incluso, del derrocamiento del colosal templo que él debía custodiar.

Sus compañeros también iban llegando, arrastrados por aquella marea humana. Él les hizo una seña para que se apresuraran y sacó la radio mientras los tres chavales del grupito inicial se detenían en la fuente y dejaban la bolsa de deporte en el suelo. Presionó el botón de transmisión y, mientras hablaba, las decenas de adolescentes apiñados alrededor de la fuente bloqueando los accesos a los comercios o subidos al banco de cemento, se quitaron a la vez abrigos y chaquetas dejando al descubierto unas camisas vistosas y alegres de colores primarios con remolinos de color estampados. En ese momento uno de ellos pulsó una tecla del viejo y enorme radiocasete que acababan de sacar de la bolsa deportiva y el centro comercial se vio inundado por el ritmo de un bajo a todo volumen.

Living for the sunshine, oh, oh...

Y los chavales se pusieron a bailar levantando los brazos, pegando patadas al aire, meneando las caderas, moviendo los pies de aquí para allá... Estaba claro que ninguno de ellos había tomado clases de baile, pero ni falta que les hacía: sabían cómo divertirse y lo estaban haciendo en grande.

I’m living for the summer

Lo que tenía su gracia, ¿no? Se trataba de una flashmob, una quedada relámpago, comprendió Samit. Los encuentros de ese tipo, organizados a través de internet, habían hecho furor ocho o diez años atrás: él mismo había visto una en Liverpool Street y, aunque

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