Asesinato en Fleat House

Lucinda Riley

Fragmento

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Prefacio

Querido lector:

Espero que estés tan impaciente como yo por empezar a pasar las páginas de esta nueva novela de Lucinda Riley. Quizá ya seas un ávido seguidor de la saga de Las Siete Hermanas y estés esperando con entusiasmo que Lucinda te transporte a un reino nuevo y cautivador. O puede que no estés familiarizado aún con su obra y sientas curiosidad por la promesa de esta novela policiaca fresca y emocionante. En ese caso, a fin de poner en contexto las páginas que te dispones a devorar, he de empezar, tristemente, por el final. Para quienes no lo sepan, Lucinda —mamá— falleció el 11 de junio de 2021, después de que le diagnosticaran un cáncer de esófago en 2017. Yo soy su hijo mayor y coautor de alguno de sus proyectos (no de este, me apresuro a añadir). Juntos creamos la serie infantil de The Guardian Angels, y actualmente es mi cometido colmar su enorme legado literario completando la octava y última novela de la serie de Las Siete Hermanas.

Por dicha razón me gustaría contarte cómo llegó a materializarse Asesinato en Fleat House. En primer lugar, aunque nunca había visto la luz del día, la novela fue escrita en el año 2006. Una vez que sus hijos comenzamos a ir al colegio, Lucinda escribió tres novelas sin el respaldo de una editorial, dos de las cuales se publicaron posteriormente y tuvieron una excelente acogida: El secreto de Helena y La habitación de las mariposas. Siempre fue su intención publicar la tercera, la cual sostienes ahora en tus manos, después de terminar la serie de Las Siete Hermanas.

En el caso de El secreto de Helena y La habitación de las mariposas, Lucinda llevó a cabo revisiones exhaustivas antes de su publicación (como debería hacer cualquier escritor que revisitara un proyecto después de una década). Mi madre no tuvo la oportunidad de hacer eso mismo con Asesinato en Fleat House. Así las cosas, cuando tomé la decisión de sacar el libro a la luz, se me presentó un dilema. ¿Era mi responsabilidad corregir, adaptar y actualizar el texto tal como a ella le habría gustado hacer? Después de reflexionarlo largo y tendido, pensé que conservar la voz de mi madre debía ser la prioridad. Por tal razón, tan solo se ha realizado un trabajo editorial mínimo.

Todo lo que leerás, por consiguiente, es lo que Lucinda escribió en 2006.

Mi madre estaba sumamente orgullosa de este proyecto. Es la única novela policiaca que hizo, pero los lectores leales enseguida reconocerán su incomparable capacidad para plasmar los ambientes. Seguro que te interesará saber que, en el momento de escribirla, mi familia vivía en el vasto y misterioso condado donde transcurre la historia. Es más, el colegio de Norfolk que aparece en el libro está inspirado en gran medida en el colegio al que asistíamos sus propios hijos. Afortunadamente, puedo confirmar que nada tan dramático tenía lugar en los pasillos de sus residencias.

Como cabría esperar, los secretos ocultos del pasado influyen profundamente en los acontecimientos del presente, y Lucinda nos obsequia con una soberbia caracterización en la forma de la inspectora Jazz Hunter, quien, seguro que estarás de acuerdo, posee el potencial para liderar su propia serie.

Quizá lo hubiera hecho, en otra vida.

HARRY WHITTAKER, 2021

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Prólogo

Colegio St Stephen's, Norfolk, enero de 2005

Cuando la figura subió las escaleras que conducían al pasillo de las habitaciones de los alumnos del último curso —un laberinto de cuartos individuales del tamaño de una caja de zapatos—, tan solo se oía el traqueteo metálico de los vetustos radiadores, ineficientes centinelas de hierro que llevaban cincuenta años esforzándose por mantener caliente a los residentes de Fleat House.

Fleat House, uno de los ocho internados que integraban el St Stephen’s, llevaba el nombre del director al mando del colegio en el momento de su construcción, ciento cincuenta años atrás. Conocido por sus actuales ocupantes como «Fleapit», «El Tugurio», en clara referencia al destartalado estado en que se encontraba, el feo edificio de ladrillos rojos de estilo victoriano había sido convertido en residencia de estudiantes después de la guerra.

Fleat House era, además, la última residencia que iba a beneficiarse de una muy necesaria reforma. En los siguientes seis meses, los obreros arrancarían el agrietado linóleo negro que cubría los suelos de pasillos, escaleras, dormitorios y salas comunes, empapelarían las amarillentas paredes con un alegre color magnolia y reequipararían las arcaicas duchas con relucientes accesorios de acero inoxidable y lustrosas baldosas blancas. Todo ello para contentar a los exigentes padres empeñados en que sus hijos vivieran y aprendieran rodeados del confort propio de un hotel y no en una choza.

La figura se detuvo un instante frente al cuarto número siete y aguzó el oído. Como era viernes, lo más probable es que los ocho muchachos que residían en esa planta hubieran firmado su salida y hubiesen ido caminando hasta el pub del pueblo vecino de Foltesham, pero prefería asegurarse. Tras comprobar que no se oía nada, la figura giró el pomo y entró.

Cerró la puerta con sigilo, encendió la luz y casi de inmediato se percató del rancio olor a adolescente: la mezcla de calcetines sucios, sudor y hormonas descontroladas que con los años se había infiltrado en cada recoveco y cada grieta de Fleat House.

Estremeciéndose al comprobar que el olor despertaba recuerdos dolorosos, la figura estuvo a punto de tropezar con una pila de ropa interior tirada en el suelo de cualquier manera. Cogió los dos comprimidos blancos que cada noche estaban colocados sobre la taquilla del muchacho y los reemplazó por otros idénticos. Una vez hecho esto, giró sobre sus talones, apagó la luz y salió del cuarto.

En la escalera cercana, una figura menuda vestida con pijama se detuvo en seco al oír unos pasos. Presa del pánico, se ocultó en el hueco de la escalera del rellano inferior, fundiéndose con las sombras. Si lo pillaban levantado a las diez, lo castigarían, y ya había tenido suficiente por esa noche.

Inmóvil en la oscuridad, con el corazón desbocado y los ojos apretados con fuerza, como si eso pudiera ayudar, contuvo el aliento y escuchó que los pasos subían los escalones a solo unos centímetros de su cabeza, pasaban de largo y, seguidamente, se perdían en la distancia. Temblando de alivio, salió de su escondrijo y echó a correr por el pasillo hasta el dormitorio. Después de meterse en la cama y mirar su reloj, consciente de que faltaba una hora para que pudiera permitirse el refugio del sueño, se tapó la cabeza con las mantas y, finalmente, dio rienda suelta a las lágrimas.

Aproximadamente una hora más tarde, Charlie Cavendish entró en el cuarto número siete y se arrojó sobre la cama.

Las once de la noche de un viernes y ahí estaba, a los dieciocho años, encerrado como un crío en esa cutre madriguera.

Y tenía que levantarse a las siete para ir a la maldita capilla. Se la había saltado dos vec

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