El verano de los juguetes muertos (Inspector Salgado 1)

Toni Hill

Fragmento

1

Apagó el despertador al primer timbrazo. Las ocho de la mañana. Aunque llevaba horas despierto, una súbita pesadez se apoderó de sus miembros y tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse de la cama e ir a la ducha. El chorro de agua fría disipó el embotamiento y se llevó consigo una parte de los efectos del desajuste horario. Había llegado la tarde anterior, tras un interminable vuelo Buenos Aires-Barcelona que se prolongó aún más en la oficina de reclamación de equipaje del aeropuerto. La empleada, que en una vida anterior seguro que fue una de esas sádicas institutrices británicas, consumió sus últimas dosis de paciencia mirándolo como si la maleta fuese un ente con decisión propia y hubiese optado por cambiar a ese dueño por otro menos malcarado.

Se secó con vigor y notó con fastidio que el sudor se le insinuaba ya en la frente: así era el verano en Barcelona. Húmedo y pegajoso como un helado deshecho. Con la toalla enrollada a la cintura, se miró al espejo. Debería afeitarse. A la mierda. Volvió a la habitación y rebuscó en el armario medio vacío un calzoncillo que ponerse. Por suerte, la ropa de la maleta extraviada era la de invierno, así que no tuvo problemas para encontrar una camisa de manga corta y un pantalón. Descalzo, se sentó en la cama. Respiró hondo. El largo viaje se cobraba su precio; tuvo la tentación de volver a acostarse, cerrar los ojos y olvidarse de la cita que tenía a las diez en punto, aunque en su interior sabía que era incapaz de hacerlo. Héctor Salgado nunca faltaba a una cita. «Ni aunque fuera con mi verdugo», se dijo, y esbozó una sonrisa irónica. Su mano derecha buscó el móvil en la mesita de noche. Le quedaba poca batería y recordó que el cargador estaba en la dichosa maleta. El día anterior se había sentido demasiado agotado para hablar con nadie, aunque en el fondo quizá esperaba que fueran los otros los que se acordaran de él. Buscó en la agenda el número de Ruth y permaneció unos segundos mirando la pantalla antes de presionar la tecla verde. Siempre la llamaba al móvil, seguramente en un esfuerzo por ignorar que ella tenía otro número fijo. Otra casa. Otra pareja. Su voz, algo ronca, de recién levantada, le susurró al oído:

—Héctor…
—¿Te desperté?
—No… Bueno, un poco. —Él oyó al fondo una risa apagada—. Pero tenía que levantarme igualmente. ¿Cuándo has llegado?

—Disculpa. Llegué ayer por la tarde, pero esos boludos me perdieron la valija y me tuvieron medio día en el aeropuerto. Tengo el celular a punto de apagarse. Sólo quería que supieran que llegué bien.

De repente se sintió absurdo. Como un crío que habla de más. —¿Qué tal el viaje?
—Tranquilo —mintió—. Escuchame, ¿Guillermo está dormido?

Ruth se rió.
—Siempre que vuelves de Buenos Aires te cambia el acento. Guillermo no está, ¿no te lo dije? Ha ido a pasar unos días en la playa, a casa de un amigo —respondió ella—. Pero seguro que a estas horas está durmiendo —añadió enseguida.

—Ya. —Una pausa; en los últimos tiempos sus conversaciones se atascaban continuamente—. ¿Y cómo anda?

—Él bien, pero yo te juro que si la preadolescencia dura mucho, te lo reenvío con los portes pagados. —Ruth sonreía.

Él recordaba la forma de su sonrisa y aquel súbito brillo en sus ojos. El tono de ella cambió—: ¿Héctor? Oye, ¿sabes algo de lo tuyo?

—Tengo que ver a Savall a las diez.
—Vale, dime algo luego.

Otra pausa.
—¿Comemos juntos? —Héctor había bajado la voz. Ella tardó un poco más de lo necesario en contestar.

—He quedado ya, lo siento. —Por un momento él pensó que la batería se había agotado por completo, aunque finalmente la voz prosiguió—: Pero hablamos más tarde. Podríamos tomar un café…

Entonces sí. Antes de que pudiera responder, el teléfono se convirtió en un trozo de metal muerto. Lo miró con odio. Luego sus ojos fueron hacia sus pies desnudos. Y, de un salto, como si la breve charla le hubiera dado el impulso necesario, se levantó y se encaminó de nuevo hacia aquel armario acusador lleno de perchas vacías.

Héctor vivía en un edificio de tres plantas, en el tercer piso. Nada especial, uno de los tantos inmuebles típicos del barrio de Poblenou, situado cerca de la estación de metro y a un par de manzanas de esa otra rambla que no aparecía en las guías turísticas. Lo único destacable de su piso era el alquiler, que no había subido cuando la zona tomó ínfulas de lugar privilegiado cerca de la playa, y una azotea que, a efectos prácticos, se había convertido en su terraza privada porque el segundo piso estaba vacío y en el primero vivía la casera, una mujer de casi setenta años que no tenía el menor interés en subir tres tramos de escalera. Él y Ruth habían acondicionado la vieja azotea, cubriendo una parte y colocando varias plantas, ahora agonizantes, y una mesa con sillas para cenar en las noches de verano. Casi no había vuelto a subir desde que Ruth se marchó.

La puerta del primer piso se abrió justo cuando pasaba por delante y Carmen, la dueña del edificio, salió a recibirle.

—Héctor. —Sonreía. Como siempre, él se dijo que si llegaba a viejo quería ser como esa buena señora. O mejor aún: tener a una como ella a su lado. Se paró y le dio un beso en la mejilla, con cierta torpeza. Los gestos de cariño nunca habían sido su fuerte—. Ayer oí ruido arriba, pero pensé que estarías cansado. ¿Quieres un café? Acabo de hacerlo.

—¿Ya me está consintiendo?
—Tonterías —repuso ella con decisión—. Los hombres tienen que salir de casa bien desayunados. Ven a la cocina.

Héctor la siguió, obediente. La casa olía a café recién hecho.

—Extrañaba su café, Carmen.

Ella le observó con el ceño fruncido mientras le servía una generosa taza y añadía luego unas gotas de leche y una cucharadita de azúcar.

—Bien desayunados… y bien afeitados —añadió la mujer con intención.

—No sea dura conmigo, Carmen, que recién llegué —suplicó él.

—Y tú no te hagas la víctima. ¿Cómo estás? —Lo miró con cariño—. ¿Qué tal ha ido por tu tierra? Ah, y fúmate un cigarrillo, que sé que lo estás deseando.

—Es usted la mejor, Carmen. —Sacó el paquete de tabaco y encendió uno—. No comprendo cómo no la ha cazado algún abuelito ricachón.

—¡Será porque los abuelitos no me gustan! Cuando cumplí los sesenta y cinco, miré a mi alrededor y me dije: Carmen, ja n’hi ha prou, cierra el chiringuito. Dedícate a ver películas en casa… Por cierto, ahí tienes las que me prestaste. Las he visto todas —afirmó con orgullo.

La colección de películas de Héctor habría hecho palidecer de envidia a más de un aficionado al cine: desde los clásicos de Hollywood, los preferidos de Carmen, hasta las últimas novedades. Todas colocadas en una estantería que iba de pared a pared, sin orden aparente; uno de sus mayores placeres en las noches de insomnio era sacar un par al azar y tumbarse en el sofá a verlas.

—Maravillosas —prosiguió Carmen. Era una fan declarada de Grace Kelly, a quien, según le decían, se parecía cuando era joven—. Pero no intentes despistarme. ¿Cómo estás?

Él exhaló el humo despacio y apuró el café. La mirada de la mujer no daba tregua: aquellos ojos azules tenían que haber sido verdaderos asesinos de hombres. Carmen no era de esas ancianas que disfrutan evocando el pasado, pero gracias a Ruth, Héctor sabía que habían existido al menos dos maridos, «olvidables, pobrecitos», en palabras de la propia Carmen, y un amante, «un sinvergüenza de esos que no se olvidan». Pero a la postre había sido este últim

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