1795 (Trilogía de Estocolmo 3)

Niklas Natt och Dag

Fragmento

Capítulo 1

1

Tycho Ceton camina encogido mientras abandona el resguardo de los callejones y se dirige a paso ligero hacia la ruidosa Esclusa de Polhem. Atrás ha quedado la música de los arcos y las cuerdas que hasta hace un momento llenaba de paz el mundo y lo hacía olvidarse de todo. Oye doblar las campanas en la noche otoñal: sabe que alertan del incendio del orfanato, pero siente como si tañeran por él y por nadie más, como si avisaran de su presencia y lo mostraran vulnerable ante todo el mundo. Da un mal paso en el hueco que ha dejado un adoquín ausente y se arranca la hebilla del zapato, pero no quiere detenerse, simplemente anda un poco más despacio para no quedarse descalzo. De pronto se da cuenta de que está solo: Jarrick, su ayudante y hombre de confianza, el que siempre estaba a su lado, lo ha abandonado. Seguro que se ha marchado por alguna callejuela, sin despedirse, tras recibir el dinero exigido por darle el funesto mensaje de que se ha quedado sin defensa, sin protección. No lo sorprende, no se esperaba otra cosa: la lealtad no es más que traición postergada. Su vida tiene precio y muchos querrán ganarse unas monedas. Más le vale alejarse de allí cuanto antes en lugar de ver las cuerdas de la avaricia, tan distintas de las de los violines, tensarse hasta reventar esa misma noche.

Llega al puente levadizo y mira el Báltico extenderse hasta donde alcanza la vista. Sus aguas agitadas espumean bajo la luz de las estrellas, pero el viento parece concentrarse en azuzar al lago Mälaren, cuyas olas iracundas salpican entre los tablones del puente. Tiene que cogerse de la barandilla para no patinar y caer. La resaca que resbala por los pilotes parece susurrarle malévola: «Tus acreedores te pisan los talones, todas tus deudas han vencido y sólo te queda tu sangre para pagarlas.» Una vez en el otro lado, no tarda en ver un carro cuyo cochero duerme con las manos en las axilas y la barbilla apoyada en el pecho. Lo despierta, sube y se agazapa tras los cristales mugrientos y estrellados. Los cascos de los caballos muy pronto encuentran su ritmo.

Poco después se halla ante ese edificio que conoce tan bien. En medio de la oscuridad de la noche recuerda el revoco ocre, dorado a la luz del sol. Ahora es igual que cualquier otro. Unas hojas de rosal se han refugiado al pie del muro, pero las ráfagas de viento las levantan y arremolinan. Él cruza la verja y camina por el sendero empedrado. Gustava, la criada, abre apenas una rendija, pero él le espeta su nombre: «¡Soy Tycho Ceton!», empuja la puerta y le arrebata de las manos el candelabro de latón. Ella es lo bastante espabilada como para apartarse de su camino y dejarlo pasar hasta el vestíbulo. Allí ya es evidente el olor a podredumbre de la alcoba, que ni todas las flores del mundo podrían ocultar. Delante de la puerta, él se tapa la nariz con el pañuelo perfumado, pero enseguida cambia de idea y vuelve a metérselo en el bolsillo, decidido a mantener la imagen de que nada que proceda de ella puede condicionarlo, ni siquiera el asco. Nota el frío de la manilla de latón y titubea unos segundos, luego la gira.

El hedor que lo recibe es tan denso que parece materializar la penumbra, convertirla en niebla o humo. El candelabro lo ciega, más que iluminar sus pasos. Lo deja en una mesa junto a la pared y se queda un momento de pie ante la cama con dosel. Las sombras son como un velo que oculta a su ocupante. Procura calmarse para oír si ronca, si duerme, pero todo indica que está despierta. El resentimiento se apodera de él: una vez más se siente en desventaja. Ella está allí, echada como una serpiente en su madriguera, observándolo con toda la paciencia que los años le han dado y que él jamás podrá emular.

—Me has hecho esperar, querido Tycho.

Ceton se estremece ante esa voz demasiado aguda para corresponder a una mujer adulta. En su parálisis, aquel cuerpo se ha ido engrosando cada vez más, pero la voz sigue siendo la misma que brotaba del pecho esbelto de una jovencita. Su agonía debe de ser tremenda, pero su tono hace pensar en alguien que paladeara una copa de vino dulce. Él se obliga a responder mientras siente cómo el sudor empieza a correr bajo su camisa.

—Miranda.

Ella se echa a reír al oír su nombre de pila. Tycho nota la lengua torpe y la mente reacia: ha perdido la iniciativa y no puede más que esperar a que ella desvele sus intenciones.

—Ay, Tycho, te tiembla la voz, ¡y frente a tu propia esposa! Pero seguro que esa timidez no se debe sólo a mí: las campanas llevan horas doblando. He mandado a la pequeña Gustava a mirar desde lo alto de la colina y me ha dicho que hay un incendio en la isla de Kungsholmen, y acto seguido apareces tú, ¡y en qué estado! Has mojado de sudor la camisa y ese olor a angustia rivaliza con el de mis úlceras. Dime, ¿qué te ocurre, cariño mío?

El escarnio arde en cada palabra. Para su desgracia, la lengua de su mujer siempre ha sido un látigo que lo fustiga donde más le duele. El rencor no le deja espacio para formalidades, lo empuja a hablar sin tapujos:

—¿Cuánto de esto es obra tuya, Miranda?

—Bueno, Tycho... como comprenderás, alguien que, como yo, no es capaz ni de despegar un dedo de sus sábanas no puede contestar con certeza a esa clase de preguntas, pero espero que esta catástrofe se me pueda atribuir al menos en parte, teniendo en cuenta mi papel en ella. —Mueve la cabeza sobre la almohada y una campanilla tintinea—. Recibí una visita con la que llevaba mucho tiempo soñando despierta, y debo reconocer que al principio no cumplió mis expectativas. Eran un hombre alto y otro bajo; el alto estaba tan exhausto y maltratado que a duras penas parecía una persona, y tenía un brazo más corto, para colmo; el bajo... era evidente que no estaba del todo en sus cabales. En ningún momento dudé de que la tarea que se habían impuesto era imposible, ¿quién iba a creerles semejantes patrañas por muchas evidencias e incluso confesiones con que contaran? Pero el manco ardía de ira. Casi hizo encresparse el papel pintado de las paredes. Me pregunto qué mentiras le habrás contado o hasta qué punto has alardeado de tus atrocidades. En fin, que los mandé a la sala de anatomía con la esperanza de que ese hombre furioso te matara allí mismo, pero supongo que subestimé su autocontrol.

—¿Eso es todo?

—Bueno, también les conté algunas cosas sobre ti, querido Tycho, sobre tus muchos problemas. Aunque no les dije todo.

—¿Y por qué no?

—El pánico te ha nublado la mente. ¡Ya sabes por qué! Como te he dicho, no creo que esa singular pareja consiga su objetivo, pero si ellos no vuelven queriendo averiguar más, pronto vendrán otros, y yo se lo contaré a menos que me concedas lo que llevo tanto tiempo anhelando.

Él la deja continuar sin decir nada. Siente palpitar las sienes.

—Vas a liberarme, Tycho. No tienes otra opción, aunque sé que preferirías ordenar a otras personas que lo hagan mientras tú miras. No busques a Gustava con el rabillo del ojo: ya no está aquí. Le he aconsejado que huyera sin mirar atrás en cuanto hubieses abierto la puerta. Esta noche, por una vez en la vida, tendrás que hacer la t

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