El hombre sin pasado (Trilogía de Lewis 2)

Peter May

Fragmento

Prólogo

El escaso terreno existente en esta isla azotada por las tormentas, a tres horas de la costa noroeste de Escocia, ofrece el calor y el sustento a sus pobladores. También se lleva a sus muertos. Y muy de cuando en cuando, como hoy, les devuelve uno.

La extracción de turba es un acontecimiento social. Familia, vecinos, niños… todos se reúnen en el páramo mientras sopla una brisa del sudoeste que reseca la hierba y mantiene a raya los mosquitos. Annag solo tiene cinco años. Esta es la primera vez que participa en la extracción de turba, y la recordará toda la vida.

Se ha pasado la mañana con la abuela en la granja, viendo cocer los huevos en la vieja cocina económica alimentada con la turba del año anterior. Ahora las mujeres cruzan el páramo cargadas con cestos, y Annag se adelanta corriendo, descalza, con el agua cenagosa metiéndosele entre los dedos de los pies, pisando brezo espinoso, embargada por la emoción del día.

Absorbe el cielo con la mirada. Un cielo que el viento ha desgarrado y hecho jirones. Un cielo que deja escapar, en destellos momentáneos, rayos de sol que se derraman sobre la hierba seca entre la que asoman los extremos blancos del algodón de pantano; se mecen frenéticamente de un lado a otro agitados por los remolinos de viento. En los próximos días, las flores silvestres de primavera y principios de verano transformarán el marrón del paisaje invernal en un estallido de amarillos y púrpuras, pero por ahora permanecen aletargadas, muertas.

A lo lejos, las siluetas de media docena de hombres vestidos con monos y tocados con gorras de tela se recortan contra el reflejo del sol sobre un océano que bate los acantilados de roca negra, irreducible. Es un resplandor casi cegador, y Annag alza una mano a modo de visera y los ve inclinarse y encorvarse mientras clavan el tarasgeir, el azadón, en el suelo negro y esponjoso para extraer bloques cuadrados, empapados de agua. Generaciones de cortadores de turba han dejado cicatrices en la tierra. Zanjas de entre treinta y cincuenta centímetros de profundidad, sobre las cuales se ponen a secar, primero por un lado y luego por el otro, los cuadrados de turba recién cortados. Dentro de unos días los cortadores regresarán para la cruinneachadh, la recogida de los bloques para hacer los rùdhain, pequeños montones triangulares por entre los cuales circula el viento para completar el secado.

Cuando sea el momento, los cargarán en un carro y se los llevarán a la granja, bloques secos y quebradizos, colocados unos encima de otros como ladrillos haciendo espiga, para formar la pila de turba que dará calor a la familia y les permitirá cocinar los alimentos con los que se llenarán el estómago el próximo invierno.

Así han sobrevivido los habitantes de esta isla de Lewis, la más septentrional del archipiélago escocés de las Hébridas, durante siglos. Y en esta época de inseguridad económica, en la que el precio del combustible se ha disparado, quienes tienen chimenea, estufa o cocina económica han vuelto todos a las tradiciones de sus antepasados. Pues lo único necesario aquí para calentar el hogar es el trabajo y la devoción a Dios.

En cambio para Annag es simplemente una aventura en este páramo barrido por el viento, que le entra en la boca cuando la abre para reír y llamar a gritos a su padre y a su abuelo, mientras a su espalda, en algún lugar distante, se oye la conversación a voces que mantienen su madre y su abuela. No es nada consciente de la tensión que se ha apoderado del pequeño grupo de cortadores de turba que tiene delante. No es capaz, dada su escasa experiencia, de leer el lenguaje corporal de los hombres agachados junto al tramo de zanja que se ha derrumbado a sus pies.

Ya es demasiado tarde cuando su padre la ve acercarse y le grita que se detenga. Ya es demasiado tarde para que ella aminore la velocidad o para responder a esa nota de pánico en el grito. Los hombres se yerguen de repente, se vuelven hacia ella, y Annag ve el rostro de su hermano, del color de las sábanas de algodón tendidas al sol para blanquearlas.

Y sigue la mirada de su hermano hacia el montículo de turba caído y el brazo estirado hacia ella, la piel curtida como pergamino marrón, los dedos agarrotados como si sujetaran una pelota invisible. Una pierna retorcida sobre la otra, una cabeza inclinada hacia la zanja como si buscara una vida perdida, unas cuencas negras donde deberían haber estado los ojos.

Por un momento, Annag se siente perdida en un mar de confusión, hasta que comprende y el viento le arrebata el grito de la boca.

1

Gunn vio los vehículos aparcados al borde del camino desde lejos. El cielo era negro y azul, amenazador, contuso, y se aproximaba desde el océano, bajo e infinito. El intermitente vaivén del limpiaparabrisas barría las primeras gotas de lluvia. El color peltre del océano estaba ribeteado por el blanco de las olas de tres o cuatro metros que rompían, y el solitario destello azul del coche de policía junto a la ambulancia resultaba insignificante, engullido por la inmensidad del paisaje.

Más allá de los vehículos, se apiñaban las casas de fachadas impermeabilizadas de Siader, plantando cara al clima, expectantes y cansadas, pero acostumbradas a su asalto implacable. Ni siquiera un árbol interrumpía el horizonte. Tan solo hileras de postes podridos a lo largo del camino, y los restos oxidados de tractores y coches en patios desiertos. Arbustos castigados de vigorosas puntas verdes se aferraban con raíces persistentes al delgado suelo, previendo tiempos mejores, y un mar de algodón de pantano se mecía formando ondas y corrientes, como el agua rielada por el viento.

Gunn aparcó junto al coche de policía y salió al vendaval. La mata de pelo grueso y oscuro que le crecía en forma de pico sobre la frente surcada de arrugas se le alborotó mientras se ponía el anorak negro acolchado. Maldijo que no se le hubiera ocurrido llevar unas botas y, al principio con cautela, avanzó sobre el blando suelo y sintió el frío del agua cenagosa que le calaba los zapatos y le empapaba los calcetines.

Alcanzó el primer banco de turba y siguió el camino que lo bordeaba, rodeando los bloques puestos a secar. Los agentes habían clavado estacas de metal en la tierra blanda para delimitar el escenario del crimen con cinta azul y blanca que restallaba y se retorcía, vibrando con el viento. Le llegó olor a humo de turba de las granjas más cercanas, algunas a unos ochocientos metros de distancia, próximas al borde de los acantilados.

Había un grupo de hombres alrededor del cuerpo, casi inclinados contra el viento; los técnicos de ambulancia, vestidos de amarillo fluorescente

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