Entre los muertos (Trilogía de Illumbe 3)

Mikel Santiago

Fragmento

Capítulo 1

1

Habíamos pasado el fin de semana más romántico de nuestra corta historia juntos. Dos días completos en su casa de la playa. Dos despertares sin prisa. Dos desayunos con sus amplias sobremesas, dos largos paseos, incluso un baño helador en el mar. Nada de oscuridades y rincones. Nada de contraseñas o de sexo prohibido en el interior de un coche. Todo a la luz del día, como si por una vez fuéramos una pareja de verdad y sin nada que ocultar.

Patricia, su mujer, llamó solo una vez en todo ese tiempo. Fue un momento tenso en medio de tanta felicidad. Era sábado por la tarde y bebíamos unas copas de vino frente a la chimenea. Kerman cogió la llamada y se metió en su despacho sin cerrar la puerta, así que le oí mentir. Hablarle de la aburrida monotonía de su fin de semana ermitaño en la playa, «ya sabes, todo igual». Le dijo que estaba trabajando en la reforma del granero, terminando uno de los baños de la planta baja. ¿Qué tal ella por Madrid?, preguntó. Yo estaba desnuda sobre la alfombra, con la copa en la mano, casi aguantando la respiración. Después, cuando Kerman regresó a mi lado, no supe si preguntarle por ella o si callarme. El cargo de conciencia, si tenía alguno, era suyo, y no quería abrumarlo. Pero él se sentó a mi lado, cogió su copa de vino y pasó por encima de la llamada como quien pasa la página de una noticia sin interés.

Hubo otros detalles que me llamaron la atención esa noche y al día siguiente. Detalles que en ese instante me parecieron triviales, pero que acabarían cobrando una relevancia inusitada. ¿Pequeñas mentiras, podría decirse? Aunque yo estaba sumida en tal borrachera emocional que no les di importancia. Iba fluyendo por las horas y los minutos como una flor caída en un arroyo.

Y de pronto, la flor se estampó contra una pared de piedra.

Llegó el dolor.

Un accidente.

¿Cómo pudo ocurrir? Por muchas vueltas que le dé, no le encuentro sentido. Cuando Kerman dio aquel volantazo en la curva, lo primero que pensé es que lo hacía a propósito, como un arrebato. Había ido besándole desde la gasolinera, mordisqueándole la oreja, acariciándole. Se nos acababa el tiempo y queríamos aprovecharlo al máximo. ¿Cuándo íbamos a volver a vernos tanto y tan bien?

Entonces el coche comenzó a girar en el sentido opuesto a la curva. Demasiado rápido, demasiado... y recuerdo que pensé: «Le ha dado un pronto y nos vamos a algún rincón oscuro». Pero no, nada de eso. Antes de que me diera cuenta estábamos cayendo entre árboles por una ladera empinada. Él empezó a gritar. Yo solo alcancé a abrir la boca y a agarrarme impulsivamente al sujetamanos, convencida de que íbamos a matarnos. Esos valles son como una garganta sin fondo. De un momento a otro nos estamparíamos contra un árbol y, a esa velocidad, sería el fin.

Sin embargo, el coche saltó como un caballo sobre piedras y matojos. Nos golpeamos con cosas en los laterales y arrollamos una zona de arbustos y zarzas que nos frenó un poco. Salió volando un espejo retrovisor y la luna frontal se cascó contra una rama. A partir de ahí, dejamos de ver, y unos segundos después chocamos contra algo. El coche ya no iba tan rápido, pero el golpe fue lo bastante fuerte como para que saltaran los airbags y los dos nos estampamos de cara contra ellos.

Por fin nos habíamos detenido y reinaba el silencio. En esos primeros segundos de un accidente creo que todo el mundo hace lo mismo. ¿Estoy viva? Sí. ¿Estoy entera? También. Como policía, se supone que estoy entrenada para reaccionar y ponerme en movimiento cuando los demás se quedan en shock, pero el meneo me había dejado congelada y tardé un poco en recobrarme. El airbag se había deshinchado sobre mi regazo y el de Kerman también. Él se movía y murmuraba algo..., una maldición. Vale, eso era una buena señal.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Creo que me he roto algo. Diría que el tobillo.

Hizo un movimiento y percibí que le rechinaban los dientes. Yo sentía un dolor recorriéndome el nervio ciático. Era el apretón que había dado con las piernas contra el suelo, una respuesta inconsciente a la caída, como esos pilotos que se rompen los brazos tratando de elevar un avión que cae sin remedio. Por lo demás, todo estaba en su sitio. Me desabroché el cinturón.

—¿Tienes una linterna?

—Sí —dijo—, en la guantera.

La saqué y la encendí apuntando a Kerman: tenía un gesto de dolor, aunque no había sangre. Su ventanilla se había partido y entraba el aire frío de la noche otoñal, pero no podía verse nada más; el airbag lateral se había desplegado como una cortina por encima de la ventana.

—Pásamela, por favor. —Kerman señaló la linterna—. Quiero mirar aquí abajo.

Se la tendí e iluminó debajo del volante, hacia sus pies. Con la mirada escrutadora y científica de un médico forense exploró su propia herida.

—Vale. No hay sangre al menos. —Movió un poco el pie y noté que respiraba más fuerte por el dolor—. Fractura en el tobillo izquierdo. De manual. ¿Tú?

—Nada, nada. Solo me duele un poco la pierna.

—¿El cuello? ¿Algún dolor? ¿Mareos?

—Nada.

—Bueno, las consecuencias de los latigazos tardan en hacerse presentes... —Retiró un poco el airbag lateral que cubría la ventana y vimos el roble contra el que nos habíamos dado—. Hemos tenido suerte.

El frío y la humedad del bosque ya se habían adueñado del interior del coche. Kerman intentó recostarse un poco, entre profundas inspiraciones. Le dolía.

—Pero ¿qué ha pasado? —le pregunté—. ¿Había algo en la carretera? ¿Por qué has dado el volantazo?

—El coche ha empezado a patinar. Es como si hubiéramos pisado aceite... No podía controlarlo.

—Bueno, que llevases la otra mano en mi entrepierna igual ha ayudado un poco.

Logramos reírnos, pese al dolor y lo caótico de la situación.

Probé a abrir la puerta. A veces se quedan bloqueadas por el golpe, pero abría.

—Voy a salir un segundo. Préstame eso —dije por la linterna.

La usé antes que nada para darle unos golpes al parabrisas y terminar de romperlo. Lo primero era comprobar que el coche no estaba suspendido en el aire ni nada por el estilo.

Apunté con la linterna a través del hueco del parabrisas. El haz de luz rebotó en una fina capa de neblina blanca. Detrás se veía una porción de bosque, árboles, gruesos troncos de un robledal. Todo indicaba que habíamos aterrizado en alguna parte llana, quizá muy cerca del fondo del valle.

Salí con cuidado. Estábamos entre helechos y matojos húmedos y apenas veía el suelo, pero había uno debajo de todo eso y pronto noté que mis deportivas absorbían aquella humedad que llevaba siglos esperando echarse sobre algo seco.

Se escuchaba el murmullo de un riachuelo, no muy lejos, quizá a unos veinte metros por debajo de nosotros, pero la oscuridad era insondable, incluso con la li

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