Hermanas (Comandante Servaz 5)

Bernard Minier

Fragmento

Hermanas

HERMANAS

El bosque se extendía, inmenso, enorme, ante ellas...

Eran las diez y media de un tibio crepúsculo de junio que se negaba a ceder paso a la noche. Casi había anochecido, pero no del todo. No del todo. Pese a que la oscuridad iba ganando terreno, todavía quedaba suficiente claridad para que las jóvenes pudieran distinguir, como una tapicería de colores desvaídos, el mosaico delicado del follaje en la penumbra, las manchas blancas e inmateriales de las florecillas que salpicaban la hierba, semejantes a palomitas de maíz, sus propias manos, pálidas, y sus vestidos claros y evanescentes que flotaban tras de sí como fantasmas. Bajo los árboles, en cambio, la negrura impedía ver nada. Se miraron y se sonrieron, pero sus corazones, sus corazones de adolescentes, ávidos e inflamados, latían demasiado deprisa, con demasiada fuerza. Avanzaron entre los troncos de los robles y los castaños, bajaron la suave pendiente hasta la vaguada, en medio de los helechos, cogidas de la mano. No corría ni el menor soplo de aire, ni la más mínima brisa. La noche mantenía una inmovilidad absoluta entre los árboles; las hojas no temblaban siquiera. El bosque parecía estar muerto. Muy lejos, más allá de la foresta, un perro ladró en el patio de una granja; después, un motorista pasó raudo por una carretera, reduciendo la velocidad en una curva para luego volver a acelerar. Una de ellas tenía quince años, la otra dieciséis, aunque cualquiera habría podido pensar que eran gemelas. Los mismos cabellos de color de la paja mojada, el mismo rostro alargado, los mismos ojos grandes que devoraban la cara, la misma silueta espigada... Eran bonitas, sin duda alguna; incluso hermosas, a su manera algo extraña. Sí, extraña. En sus miradas y en sus voces había algo que producía desasosiego. Un murciélago rozó el cabello de la que se llamaba Alice, que dejó escapar un grito ahogado.

—¡Silencio! —reclamó Ambre, su hermana mayor.

—¡Si no he dicho nada!

—Has gritado.

—¡No he gritado!

—¡Sí has gritado! ¿Es que tienes miedo?

—¡No!

—Mentira... Claro que tienes miedo, hermanita.

—¡Te he dicho que no! —protestó la menor, con una voz apenas salida de la infancia a la que, sin embargo, intentaba imprimir un tono de firmeza—. Sólo ha sido el susto.

—Pues deberías tener miedo —dijo Ambre—. Este bosque es peligroso. Todos los bosques lo son.

—Entonces ¿qué hacemos aquí? —replicó con tono provocador Alice, mirando a su alrededor.

—¿No quieres verlo?

—Claro que sí. Pero ¿de verdad crees que va a venir?

—Lo ha prometido —dijo Ambre con gravedad.

—Los hombres hacen promesas que se olvidan de cumplir.

Ambre soltó una risita.

—¿Qué sabrás tú de los hombres a tu edad?

—Sé lo suficiente.

—¿Ah, sí?

—Sé que papá se acuesta con su ayudante.

—¡Fui yo quien te lo dijo!

—Sé que Thomas se masturba.

—¡Thomas no es un hombre, sólo es un chico!

—¡Tiene dieciocho años!

—¿Y qué?

De esta manera avanzaban en medio del silencio del bosque, inmersas en una de aquellas pugnas verbales a las que se entregaban desde la infancia, hasta donde alcanzaba el recuerdo.

En pleno día, se habría distinguido mejor lo que las diferenciaba: la frente abombada de Alice, el semblante obstinado, los rasgos que se iban perfilando sobre los residuos de la infancia y, en contraste con ella, la espléndida belleza de Ambre, su cuerpo ya de mujer, que florecía y atraía las miradas, sus facciones más nítidas y definidas.

—¿Y por qué iba a venir? —preguntó la menor—. Para él sólo somos un par de idiotas.

—Te equivocas —respondió Ambre tocada en su amor propio, mientras rodeaban un viejo roble caído entre las madreselvas.

Sus raíces cargadas de tierra negra se erguían, como dedos retorcidos, hacia las estrellas. Un árbol robusto, vencido por algo más débil que él —el viento o un parásito—. Siempre ocurría lo mismo: los débiles siempre acababan derrotando a los fuertes.

—Para él somos otra cosa —declaró.

«Al menos yo, porque tú, claro, no eres más que una niña», le dieron ganas de añadir, pero se contuvo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que somos? —preguntó Alice con voz aguda, impregnada de curiosidad.

—Dos jóvenes muy inteligentes, las más inteligentes que ha conocido nunca.

—¿Y ya está?

—Por supuesto que no...

—¿Qué más somos? —quiso saber su hermana, con el mismo tono de expectación.

Ambre se detuvo para volverse hacia ella, con la mirada más acerada, más sombría, y las pupilas dilatadas.

—Mírame, hermanita.

Alice la observó.

—Te estoy mirando —dijo—. Y deja de llamarme «hermanita», que sólo nos llevamos un año.

—¿Qué ves?

—Una chica de dieciséis años con un vestido blanco anticuado —se mofó.

—Te he dicho que me mires.

—¡Ya te estoy mirando!

—¡No, porque no ves nada!

Ambre se desabrochó un botón del vestido.

—Unas tetas —respondió Alice más despacio.

—Sí.

—Un cuerpo de mujer...

—Sí.

—Una chica muy atractiva...

—Sí. ¿Y qué más?

—No sé...

—¡Piensa!

—¡No lo sé!

—¿Qué somos nosotras para él? —la ayudó Ambre, mostrándole el libro que tenía en la mano derecha.

—Unas admiradoras —respondió al instante Alice, con una excitación patente en la voz.

—Exacto, admiradoras, fans. Y a él le encanta eso de los fans, sobre todo si tienen tetas y coño.

Ambre retomó la marcha, haciendo crujir una rama seca bajo sus pies, y Alice la siguió.

—¿No somos un poco jóvenes para él? —preguntó mientras la alcanzaba—. Ya ha cumplido los treinta.

—Ahí está el quid de la cuestión.

Se abrieron paso entre los arbustos; ahora entreveían ya la mole del palomar, su sombra entre las hojas, erguida en el centro del claro. La luna iluminaba las tejas redondas y la piedra pálida, que le conferían un aire de torre de vigilancia.

—Dos chicas muy guapas, solas de noche con él, y que lo adoran, lo veneran. Eso es lo que él ve, y por eso va a venir.

—Se cree fuerte, guapo, inteligente, genial... —añadió Alice, siguiéndole el juego.

Ambre apartó una última rama, y el palomar apareció ante ellas.

—Sí. Pero nosotras somos más listas que él, ¿verdad, hermanita?

• • •

Él las observaba, escondido entre los arbustos. Caminaban en círculos, se estaban poniendo nerviosas, empezaban a discutir. No tardarían mucho en arrepentirse y echarse atrás. Se humedeció los labios con la lengua y luego tanteó con ella en el hueco de esa muela, la de arriba a la derecha

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