La hija del sol

Nacho Ares

Fragmento

cap-2

1

El rugido de una leona en mitad de la noche rompió el silencio que reinaba en la Casa del Regocijo.[1]

Hasta aquel momento el palacio había permanecido calmo, pero el estruendo producido por el misterioso felino hizo retumbar las entrañas de los muros de adobe de la residencia real.

O al menos eso sintió Isis…

La reina abrió los ojos de forma repentina y, sobresaltada, se incorporó y miró a ambos lados de la alcoba. Sin embargo, la oscuridad lo cubría prácticamente todo.

Aquel sonido tan sólo podía ser el anuncio de un terrible presagio, pensó.

Isis no albergaba duda alguna al respecto, pues desde niña tenía un don, una intuición especial para percibir las señales que la naturaleza le ofrecía y desentrañar su significado. Los dioses solían hablar por medio de algunos animales, de las montañas también, e incluso a través del sagrado río Hapy,[2] y el funesto gruñido de esa leona era para ella una prueba más del diálogo que mantenía con aquéllos. Ese quejido lastimero que la reina creía haber oído con claridad únicamente podía significar una cosa.

Isis tomó el espejo de bronce bruñido que había al lado de la cama y, ayudándose de la luz de la lámpara que brillaba junto a su lecho, intentó buscar una respuesta en las misteriosas imágenes que en ocasiones la superficie de metal le ofrecía. Pero solamente vio el reflejo de su rostro fatigado. Se observó con atención. A pesar de todo, se encontró hermosa. Había heredado de su madre los ojos, verdes y grandes. Tenía una nariz fina, al igual que los labios… Al reparar en su aspecto desaliñado se pasó una mano por el cabello, en un infructuoso intento por alisárselo.

Dado que no encontró explicación que disipara sus temores, la zozobra comenzó a embargar a la reina. Aun así, desde su lecho de madera dorada con patas en forma de garras de león, no veía nada extraño. Se sorprendió de que la alcoba real estuviera absolutamente tranquila cuando se sentó en la cama. Allí sólo descansaba ella. Observó las pinturas que decoraban los zócalos de los muros, unos pájaros azules y verdes que revoloteaban entre tallos de papiros. Todo estaba en silencio en los aposentos de Isis. Nadie en el palacio, salvo ella, parecía haberse inquietado por la llamada de atención de la leona. Una esbelta columna de madera cubierta de yeso y pintada en blanco, amarillo y verde simulando los colores de una flor de loto sustentaba uno de los espacios de la habitación donde el techo se abría en una celosía que proporcionaba iluminación a la estancia durante el día. A veces había visto algún animal nocturno entrar por ella y trepar hasta el capitel. En esa ocasión, sin embargo, no era así.

—¿Acaso lo he soñado? Parecía tan real… —dijo adormilada la reina con su dulce voz.

Las sombras permanecían quietas, y ni siquiera el brillante enlosado del suelo reflejaba movimiento alguno.

A Isis le sorprendió que el rugido no hubiera perturbado a los dos centinelas que acostumbraban vigilar sus aposentos. Ambos se mantenían impasibles a la entrada de la estancia, con el escudo alzado en una mano y empuñando con fuerza en la otra un cuchillo largo.

—Ha tenido que ser un sueño —pensó en voz alta la reina, y procuró tranquilizarse al tiempo que se dejaba caer sobre el lecho de nuevo y se recostaba en un hermoso reposacabezas de pasta vítrea azul.

Uno de los soldados asomó el rostro por el vano de la puerta al oír a Isis. Oteó en el interior a la espera de descubrir alguna anomalía, pero al no encontrarla volvió a su puesto.

Junto a la cama, la luz procedente del pebetero, en forma de flor de loto también, apenas iluminaba más allá del marco de la puerta que daba a la galería, cuya entrada estaba cubierta por una cortina de lino tan fina que parecía transparente. A través de ella podía verse la sagrada montaña de Uaset,[3] que se erigía con grandeza sobre la oscuridad no muy lejos, al oeste de la residencia real anexa al gran palacio.

El tenue brillo de la alborada anunció a Isis que no tardaría en amanecer.

Hacía mucho que el sol se había puesto sobre las rocas que resguardaban la residencia real por su flanco oriental, esas grandes elevaciones de piedra cuyo rojo intenso se había transformado al caer la noche en azabache, el mismo color que anunciaba el tránsito al mundo de los muertos más allá de sus escarpados riscos. Allí se encontraba el reino sagrado del dios Osiris, el esposo de la todopoderosa Isis, Grande en Magia.

Ahora, sin embargo, el cielo empezaba a ser de una tonalidad violácea intensa.

Desde su lecho la reina podía ver la estrella Sepedet,[4] cuyo brillo la hacía destacar entre el resto de las estrellas del alba. Se trataba de la representación en el firmamento de la propia diosa Isis, de la que sus padres tomaron su nombre. La joven había nacido el día que daba comienzo la inundación del sagrado río del dios Hapy, a principios del verano. Todos los años, Sepedet anunciaba la crecida de las aguas apareciendo a la vez que las primeras luces del amanecer. Después de permanecer oculta durante casi seis meses, su orto helíaco en el cielo de la mañana no sólo avisaba del arranque de las inundaciones vivificadoras de todas las tierras del valle, sino también del inicio de un nuevo año en el calendario egipcio. En cualquier caso, los sacerdotes magos interpretaron todo como un conjunto de señales que los dioses enviaban cuando la princesa nació, inaugurando otro ciclo en la familia real.

Precisamente, la reina Isis, inspirada por la magia de su diosa patrona, había interpretado el poderoso rugido de la leona como una nueva señal que aquélla le enviaba desde el cielo.

Pero las fuerzas la abandonaron. El agotamiento acabó atrapando a la esposa del faraón, haciéndole cerrar los ojos en su lecho.

De pronto, un nuevo rugido la alertó.

Sólo entonces se dio cuenta de que no se trataba de un sueño ni de una fantasía producto del cansancio. Estaba segura de lo que había oído. Era una señal de los dioses. Una señal de muerte y caos. No cabía otra posibilidad, y el miedo volvió a embargar a la joven reina.

Isis se incorporó de modo brusco. Al hacerlo, el reposacabezas cayó rompiéndose en mil pedazos contra el enlosado de calcita pulida del suelo. El ruido alertó a los centinelas que custodiaban el acceso a la habitación real y uno de ellos asomó de nuevo la cabeza a través de la delicada cortina. Se sorprendió al descubrir a la reina fuera del lecho, pero, desconcertado al verla desnuda, no reaccionó.

La suave brisa nocturna del desierto acarició el cuerpo de la joven. Isis sintió frío y se cubrió con los brazos. Se acercó al pie de la cama, donde las criadas habían dejado el día anterior sus vestidos, perfectamente doblados, dentro de un arcón de madera de cedro con forma de cartucho[5] en cuya tapa estaba inscrito su nombre en escritura jeroglífica con piedras semipreciosas.

Estaba sola, y el tiempo apremiaba. Así pues, no esperó a que sus criadas la ayudaran a vestirse, a pesar de que sin duda los soldados habrían ido a llamarlas. Tenía demasiada prisa para aguardar a que las jóvenes llegaran desde la zona del palacio donde se encontraban las habitaciones del servicio.

Isis estaba asustada. Era reina, pero dada su juventud había cosas que escapaban

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