El día antes del asesinato
Viernes 2 de abril de 1999
La última persona que la vio con vida fue Lewis Jacob, el dueño de una gasolinera situada en la carretera 21. Eran las siete y media de la tarde cuando se dispuso a salir de la tienda aneja a los surtidores. Se llevaba a su mujer a cenar para celebrar su cumpleaños.
—¿De verdad que no te importa cerrar? —le preguntó a la empleada que estaba en la caja.
—Ningún problema, señor Jacob.
—Gracias, Alaska.
Lewis Jacob se quedó un momento mirando a la joven: una preciosidad. Un rayo de sol. ¡Y tan simpática! En los seis meses que llevaba trabajando allí le había cambiado la vida.
—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Tienes planes para esta noche?
—Tengo una cita. —Sonrió.
—Por la cara que pones, parece algo más que una cita.
—Una cena romántica —confesó ella.
—Walter es un chico con suerte —dijo Lewis—. ¿Así que os van mejor las cosas?
Por toda respuesta, Alaska se encogió de hombros.
Lewis se arregló el nudo de la corbata en el reflejo de una luna del escaparate.
—¿Qué tal estoy? —preguntó.
—Está perfecto. Venga, lárguese ya, que va a llegar tarde.
—Buen fin de semana, Alaska. Hasta el lunes.
—Buen fin de semana, señor Jacob.
Volvió a sonreírle. Esa sonrisa no se le iba a olvidar nunca.
A la mañana siguiente, a las siete, Lewis Jacob estaba de vuelta para abrir la gasolinera. Nada más entrar echó el cerrojo de la tienda mientras se preparaba para recibir a los primeros clientes. De pronto, sonaron unos golpes frenéticos en la puerta acristalada. Se dio la vuelta y vio a una joven corredora, con la cara desencajada, soltando alaridos. Se apresuró a abrir y ella se le echó encima al tiempo que gritaba: «¡Llame a la policía! ¡Llame a la policía!».
Esa mañana, el destino de una pequeña ciudad de New Hampshire iba a dar un vuelco.
Prólogo
SOBRE LO QUE SUCEDIÓ EN 2010
Los años entre 2006 y 2010, a pesar de los triunfos y la gloria, han quedado inscritos en mi memoria como unos años difíciles. Sin duda fueron las montañas rusas de mi existencia.
Así pues, en el momento de contaros la historia de Alaska Sanders, que apareció muerta el 3 de abril de 1999 en Mount Pleasant, New Hampshire, y antes de explicaros cómo acabé metido en una investigación criminal que duraba ya once años y sobre la que trata este libro, tengo que retrotraerme brevemente al contexto personal en el que me hallaba en ese instante y, más concretamente, a la trayectoria de mi joven carrera como escritor.
Había arrancado de forma fulminante en 2006 con una primera novela de la que se vendieron millones de ejemplares. Con apenas veintiséis años entraba en el reservadísimo club de los escritores ricos y famosos, y me veía propulsado al cénit de las letras estadounidenses.
Pero no había tardado en descubrir que la gloria no carecía de consecuencias; quienes siguen mi trayectoria desde los comienzos saben hasta qué punto el éxito inmenso de mi primera novela iba a desestabilizarme. Atenazado por la celebridad, me veía incapaz de escribir. Escritor averiado, inspiración averiada, crisis de la página en blanco. La caída.
Luego llegó el caso Harry Quebert, del que seguramente habréis oído hablar. El 12 de junio de 2008, exhumaron el cuerpo de Nola Kellergan —desaparecida en 1975 a la edad de quince años— en el jardín de Harry Quebert, leyenda de la literatura estadounidense. Ese caso me afectó mucho: Harry Quebert había sido profesor mío en la universidad, pero sobre todo era por entonces mi amigo más íntimo. No podía creer que fuera culpable. Solo contra todos, recorrí New Hampshire para investigar por mi cuenta. Y, aunque al fin conseguí demostrar la inocencia de Harry, los secretos que descubrí sobre él destrozaron nuestra amistad.
De esa investigación saqué un libro: La verdad sobre el caso Harry Quebert, publicado a mediados del otoño de 2009, cuyo inmenso éxito me situó como escritor de importancia nacional. Ese libro era la confirmación que mis lectores y la crítica llevaban esperando desde mi primera novela para darme el espaldarazo definitivo. No era ya un prodigio efímero, una estrella fugaz que se había tragado la noche, un rastro de pólvora ya consumida: a partir de ahí era un escritor que contaba con el reconocimiento del público y con la legitimación de sus pares. Sentí un inmenso alivio. Como si me hubiera recuperado a mí mismo después de tres años extraviado en el desierto del éxito.
Así fue como durante las últimas semanas del año 2009 se adueñó de mí una sensación de serenidad. La noche del 31 de diciembre celebré la llegada del Año Nuevo en Times Square, entre una jubilosa muchedumbre. No había cumplido con esa tradición desde 2006. Desde que se publicó mi primer libro. Esa noche, anónimo entre los anónimos, me sentí bien. Se me cruzó la mirada con la de una mujer que me gustó en el acto. Estaba bebiendo champán. Me ofreció la botella con una sonrisa.
Cuando vuelvo a pensar en lo que ocurrió en los meses siguientes, rememoro esa escena que me brindó la ilusión de haber hallado por fin el sosiego.
Los acontecimientos del año 2010 iban a demostrar que estaba equivocado.
El día del asesinato
3 de abril de 1999
Eran las siete de la mañana. Corría sola, siguiendo la carretera 21, por un paisaje de verdor. Con la música en los oídos, avanzaba a muy buen ritmo. A zancadas veloces, controlando la respiración; dentro de dos semanas tomaría la salida en el maratón de Boston. Estaba lista.
Le dio la sensación de que era un día perfecto; los rayos del sol naciente caían sobre los campos de flores silvestres, tras los cuales se erguía el inmenso bosque de White Mountain.
No tardó en llegar a la gasolinera de Lewis Jacob, a siete kilómetros exactos de su casa. En principio no tenía previsto ir más allá, sin embargo decidió prolongar un poco el esfuerzo. Dejó atrás la gasolinera y siguió hasta el cruce de Grey Beach. Torció entonces por el camino de tierra que los veraneantes tomaban por asalto los días demasiado calurosos. Llevaba a un aparcamiento del que partía un sendero peatonal que se internaba en el bosque de White Mountain hasta llegar a una extensa playa de guijarros a orillas del lago Skotam. Al cruzar el aparcamiento de Grey Beach, vio de pasada un descapotable azul con matrícula de Massachusetts. Enfiló el camino y se dirigió a la playa.
Estaba llegando a la linde de los árboles cuando divisó, junto al lago, una silueta que la hizo detenerse en seco. Necesitó unos segundos para caer en la cuenta de lo que estaba ocurriendo. El espanto la dejó paralizada. Él no la había visto. Ante todo no hacer ruido, no revelar su presencia: si la veía, a la fuerza la atacaría también a ella. Se escondió detrás de un tronco.
La adrenalina le devolvió fuerzas para marcharse sigilosamente, a rastras, por el sendero; luego, cuando le pareció que estaba fuera de peligro, arrancó a toda velocidad. Corrió como no había corrido nunca. Había salido sin el móvil deliberadamente. ¡Cuánto se arrepentía ahora!
Volvió a la carretera 21. Tenía la esperanza de que pasara un coche, pero nada. Se sentía sola en el mundo. Entonces se marcó un esprint hasta la gasolinera de Lewis Jacob. Allí conseguiría ayuda. Cuando llegó por fin, sin resuello, se encontró con la puerta cerrada, pero, al ver dentro al dueño, se puso a golpearla hasta que le abrió. Se le echó encima al tiempo que vociferaba:
—¡Llame a la policía! ¡Llame a la policía!
EXTRACTO DEL INFORME POLICIAL
DECLARACIÓN DE PETER PHILIPPS
[Peter Philipps es agente de la policía de Mount Pleasant desde hace unos quince años. Fue el primer policía en llegar al lugar de los hechos. Su testimonio se recogió en Mount Pleasant el 3 de abril de 1999].
Cuando oí la llamada de la central sobre lo que estaba ocurriendo en Grey Beach, lo primero que pensé es que lo había entendido mal. Pedí al operador que lo repitiera. Estaba en el sector de Stove Farm, que no pilla muy lejos de Grey Beach.
¿Fue usted allí directamente?
No, primero me paré en la gasolinera de la carretera 21, desde donde la testigo había llamado a emergencias. En vista de la situación, me parecía importante hablar con ella antes de intervenir. Saber a qué atenerme en la playa. La testigo en cuestión era una joven aterrada. Me contó lo que acababa de ocurrir. En los quince años que llevo en el cuerpo nunca me había enfrentado a una situación semejante.
¿Y luego?
Acudí directamente al lugar de los hechos.
¿Fue usted solo?
No tuve elección. No había ni un minuto que perder. Tenía que encontrarlo antes de que escapara.
¿Qué ocurrió luego?
Conduje como un loco desde la gasolinera hasta el aparcamiento de Grey Beach. Al llegar, me fijé en un descapotable azul con matrícula de Massachusetts. Luego agarré la escopeta y fui por el camino del lago.
¿Y qué…?
Cuando llegué a la playa, todavía estaba allí, ensañándose con esa pobre chica. Le grité que parase, alzó la cabeza y me miró fijamente. Se me empezó a acercar despacio. Comprendí en el acto que éramos él o yo. Quince años de servicio y nunca había disparado un tiro. Hasta esta mañana.
Primera parte
DE LAS CONSECUENCIAS DEL ÉXITO
Una nieve primaveral caía sobre los inmensos hangares, situados a orillas del San Lorenzo, que albergaban los estudios cinematográficos. Allí llevaba unos meses rodándose la adaptación al cine de mi primera novela, Con G de Goldstein.
1. Después del caso Harry Quebert
Montreal, Quebec
5 de abril de 2010
Los azares del calendario habían querido que el inicio del rodaje coincidiera con la publicación de La verdad sobre el caso Harry Quebert. Con el impulso de mi éxito en librerías, la película ya estaba despertando un entusiasmo generalizado y las primeras imágenes habían dado mucho que hablar en Hollywood.
Mientras fuera de los estudios los copos de nieve revoloteaban con el viento, en el interior cualquiera hubiese creído que era pleno verano: un sol de justicia parecía acribillar a los actores y a los extras, bajo la luz de los potentes focos en el decorado de una calle muy concurrida y de sobrecogedor realismo. La escena era una de mis favoritas del libro: en la terraza de un café, entre una muchedumbre de transeúntes, ambos protagonistas, Mark y Alicia, vuelven a encontrarse por fin tras haberse perdido de vista durante años. No necesitan hablar, les basta con las miradas para recuperar el tiempo perdido el uno sin la otra.
Sentado detrás de los monitores de control, yo presenciaba la toma.
—¡Corten! —exclamó de pronto el director, truncando ese pasajero estado de gracia—. ¡Esta vale!
A su lado, el primer ayudante repitió la orden por la radio:
—Esta vale. Se acabó por hoy.
En el acto, el plató se convirtió en un hormiguero: los técnicos recogieron el material mientras los actores regresaban a los camerinos ante la mirada decepcionada de los extras, a quienes les hubiera gustado un cruce de palabras, una foto o un autógrafo.
Por mi parte, me quedé deambulando por el decorado. La calle, las aceras, las farolas, los escaparates: qué real parecía todo. Entré en el café, admiradísimo con el esmero en los detalles. Me daba la impresión de andar paseándome por mi novela. Me metí detrás de la barra, rebosante de sándwiches y de bollería: todo cuanto se veía en la pantalla tenía que parecer de verdad.
Esa contemplación duró poco. Una voz me arrancó de mis pensamientos.
—¿Está usted atendiendo, Goldman?
Era Roy Barnaski, el excéntrico director general de Schmid & Hanson, la editorial que me publicaba. Había llegado por sorpresa de Nueva York esa misma mañana.
—¿Un café, Roy? —le ofrecí, cogiendo una taza vacía.
—Póngame mejor uno de esos sándwiches, me muero de hambre.
No tenía ni idea de si esas cosas eran comestibles, pero, sin comprobarlo, le alargué a Roy uno mixto de pavo y queso.
—¿Sabe, Goldman? —me dijo tras hincarle el diente glotonamente a las gruesas rebanadas—. ¡Esta película va a ser sonada! De hecho, tenemos prevista una edición especial de Con G de Goldstein. ¡Va a ser algo sensacional!
Quienes hayan leído La verdad sobre el caso Harry Quebert están muy al tanto de mis relaciones ambivalentes con Roy Barnaski. Para el resto, baste con saber que la afinidad de Roy con sus autores variaba en función del dinero que le hacían ganar. En mi caso, mientras que dos años atrás quería crucificarme por no haber entregado la novela a tiempo, el récord de ventas de La verdad sobre el caso Harry Quebert me otorgaba en adelante un lugar privilegiado en su panteón de gallinas de los huevos de oro.
—Debe de estar flotando en una nubecita, Goldman —continuó Barnaski, que no parecía darse cuenta de que me estaba estorbando—. El éxito del libro y, ahora, esta película. ¿Se acuerda de hace dos años, cuando hice todo lo habido y por haber para que el papel de Alicia fuera para Cassandra Pollock y usted me lo reprochó tanto? ¿Ve como valía la pena? ¡Todo el mundo coincide en que está sensacional!
—Voy a tardar en olvidar eso, Roy. Le hizo usted creer a todo el mundo que estábamos liados.
—¡Y ahí tiene el resultado! ¡Siempre tengo buenas intuiciones, Goldman! ¡Por eso soy el jefazo! De hecho, si he venido es para hablarle de un tema muy importante.
En el preciso momento en que lo vi aterrizar de improviso en el rodaje, supe que no había venido a Montreal sin una buena razón.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Es una noticia que va a gustarle, Goldman. Quería comunicársela de viva voz.
Barnaski se andaba con miramientos, no era buena señal.
—Vaya al grano, Roy.
Se decidió.
—¡Estamos a punto de conseguir un contrato de adaptación de La verdad sobre el caso Harry Quebert con la MGM! ¡Va a ser algo tremendo! Tan tremendo que les gustaría firmar un principio de acuerdo enseguida.
—Me parece que no quiero que se haga una película —contesté, muy seco.
—Espere a ver el contrato, Goldman. ¡Solo con firmarlo ya se embolsa usted dos millones de dólares! Garabatea su nombre al pie de una hoja y, ¡zas!, le caen dos millones de dólares en la cuenta corriente. ¡Y eso por no mencionar los derechos sobre los beneficios de taquilla y todo lo demás!
Yo no tenía ninguna gana de andar argumentando.
—Cuénteselo a mi agente o a mi abogado —sugerí para zanjar el asunto, lo que irritó una barbaridad a Barnaski.
—¡Si me interesara la opinión de ese agente de mierda suyo, Goldman, no habría venido hasta aquí!
—¿El asunto no podía esperar hasta que volviera a Nueva York?
—¿Hasta que volviera a Nueva York? ¡Es usted peor que el viento, Goldman, no puede estarse quieto!
—A Harry no le gustaría una película. —Torcí el gesto.
—¿Harry? —se atragantó Barnaski—. ¿Harry Quebert?
—Sí, Harry Quebert. Y no hay más que hablar: no quiero una película porque no quiero volver a meterme ahí dentro. Quiero olvidarme de ese caso. Quiero pasar página.
—¡Menudo bebé llorica está usted hecho! —se indignó Barnaski, que no soportaba que le llevasen la contraria—. ¡Le ofrecen un cacillo de caviar, pero Bebé Goldman se pone caprichoso y no quiere abrir la boca!
Yo ya había oído bastante. Barnaski se arrepintió de haberme violentado e intentó recoger velas poniendo una voz meliflua:
—¡Marcus, hombre, déjeme que le explique el proyecto! Ya verá como cambia de opinión.
—Voy a empezar por cambiar de aires.
—¡Vamos a cenar juntos esta noche! He reservado en un restaurante del casco viejo de Montreal. ¿Le parece bien a las ocho?
—Esta noche ya he quedado, Roy. Hablamos en Nueva York.
Lo dejé plantado con su sucedáneo de sándwich en la mano y me fui del decorado, camino de la entrada principal de los estudios. Justo antes de llegar a las grandes puertas de vaivén había un puesto de comida. Todos los días, después del rodaje, me paraba allí para tomarme un café. Estaba siempre la misma camarera. Me alargó un vaso de cartón lleno de café antes incluso de que despegase los labios. Sonreí para darle las gracias y ella me devolvió la sonrisa. La gente me sonríe a menudo. Pero ya no sé si me sonríe a mí, el congénere humano al que están viendo, o al escritor al que han leído. Precisamente, y tras sacarlo de debajo de la barra, la joven enarboló un ejemplar de La verdad sobre el caso Harry Quebert.
—Lo acabé anoche —me dijo—. ¡Ay, este libro no hay quien lo suelte! ¿Podría usted firmármelo?
—Con mucho gusto. ¿Cómo se llama?
—Deborah.
Deborah, claro. Ya me lo había dicho dos veces.
Me saqué un bolígrafo del bolsillo y escribí en la portadilla la frase ridícula que utilizaba para las dedicatorias:
Para Deborah,
que ahora ya conoce toda la verdad sobre el caso Harry Quebert.
Marcus Goldman
—Que tenga un buen día, Deborah —me despedí al entregarle el libro.
—Que tenga un buen día, Marcus. ¡Hasta mañana!
—Mañana me vuelvo a Nueva York. Estaré aquí dentro de una semana.
—Hasta pronto entonces.
Cuando estaba a punto de alejarme, me retuvo.
—¿Ha vuelto a verlo? —me preguntó.
—¿A quién?
—A Harry Quebert.
—No, no he vuelto a saber nada de él.
Crucé la puerta de los estudios y me metí en el coche que me estaba esperando. «¿Ha vuelto a ver a Harry Quebert?». Desde la publicación del libro no habían dejado de preguntármelo. Y en todas las ocasiones me esforzaba en responder como si la pregunta no me inmutase. ¡Como si no pensara en ello a diario! ¿Dónde estaba Harry? ¿Y qué había sido de él?
Tras bordear el San Lorenzo, el coche se dirigió hacia el centro de Montreal, cuyos rascacielos no tardé en ver alzándose ante mí. Me gustaba esta ciudad. Me sentía a gusto en ella. Quizá porque tenía a alguien esperándome allí. Desde hacía unos meses, por fin había una mujer en mi vida.
En Montreal, me alojaba en el Ritz-Carlton, siempre en la misma suite del último piso. Acababa de cruzar las puertas del hotel cuando me paró el recepcionista para informarme de que me estaban esperando en el bar. Sonreí, ella ya había llegado.
La encontré sentada a una mesa discreta, junto a la chimenea, tomándose a sorbitos un Moscow Mule, aún con el uniforme de piloto. Cuando me vio de lejos, se le iluminó la cara. Me besó, la abracé. Cuanto más la veía, más me gustaba.
Raegan tenía treinta años, igual que yo. Era piloto de línea en Air Canada. Llevábamos más de tres meses viéndonos. A su lado, la vida me parecía más plena, más realizada. Era un sentimiento tanto más fuerte cuanto que me había costado muchísimo conocer a alguien que me gustara de verdad.
La última relación seria la había tenido cinco años antes —una chica llamada Emma Matthews— y no había durado más que unos pocos meses. Así que, nada más acabar La verdad sobre el caso Harry Quebert, me prometí dedicarme a mi vida amorosa. Tuve, pues, un buen número de aventuras, pero sin mucho éxito que digamos. Quizá me metí demasiada presión. Todos mis encuentros acababan pareciendo siempre entrevistas de trabajo: mientras observaba a la mujer con la que apenas llevaba hablando unos minutos, me preguntaba si sería una buena compañera y una buena madre para mis hijos. Y en el acto se presentaba mi madre, surgiendo de mi mente, como una intrusa. Agarraba una silla vacía, se sentaba al lado de la desdichada y se ponía a sacarle una ristra de defectos. Y mi madre —o más bien su fantasma— se convertía en árbitro de la cita. Me cuchicheaba, aplicándole una expresión trillada que le gustaba mucho: «Markie, ¿tú crees que esta es la definitiva?». Como si hubiera que comprometerse para toda la vida, cuando en el fondo ni siquiera sabíamos si llegaríamos vivos a la noche. Y, como mi madre contaba con que yo tuviera un gran porvenir, añadía: «Oye, Markie, ¿tú te ves en la Casa Blanca, en la ceremonia de entrega de la Medalla de la Libertad, con esta chica del brazo?». Esta frase solía decirla con desdén, como para hacerme renunciar. Y yo renunciaba. Así fue como mi pobre madre, sin saberlo, no hizo sino prolongar mi soltería. Hasta que, también gracias a ella, conocí a Raegan.
*
Tres meses antes
31 de diciembre de 2009
Como todas las Nocheviejas, había ido a Montclair, en New Jersey, a ver a mis padres. Estábamos tomando café en el salón cuando mi madre soltó esta frase tonta que decía a veces y que me irritaba sobremanera:
—¿Qué podemos desearte para el año nuevo, cariño, a ti que ya tienes de todo?
—Recuperar a un amigo perdido —respondí algo molesto.
—¿Se te ha muerto un amigo? —se preocupó mi madre, que no había pillado la alusión.
—Me refiero a Harry Quebert —aclaré—. Me gustaría volver a verlo. Saber qué ha sido de él.
—¡Harry Quebert, que se vaya al infierno! ¡No te ha traído más que problemas! Los amigos de verdad no traen problemas.
—Me ha servido para convertirme en escritor. Se lo debo todo.
—¡Tú no le debes nada a nadie, aparte de a tu madre, a quien le debes la vida! ¡Markie, no necesitas amigos, necesitas una novia! ¿Por qué no tienes novia? ¿No quieres darme nietos?
—Es difícil conocer a alguien, mamá.
Mi madre se esforzó en suavizar el tono.
—Pero, cariño, es que creo que le echas pocas ganas a conocer a alguien. No sales todo lo que deberías. Sé que a veces te pasas horas mirando un álbum de fotos tuyas y de Harry Quebert.
—¿Y tú cómo sabes eso? —pregunté sorprendido.
—Me lo ha dicho tu asistenta.
—¿Desde cuándo hablas con mi asistenta?
—¡Desde que ya no me cuentas nada!
En ese momento, me fijé casualmente en una foto enmarcada: en ella aparecían mi tío Saul, mi tía Anita y mis primos, Hillel y Woody, en Florida.
—¿Sabes? Si tu tío Saul…
—¡No hablemos de eso, mamá, por favor!
—Yo solo quiero que seas feliz, Markie. No hay razón alguna para que no lo seas.
Tenía ganas de irme. Me levanté y cogí la chaqueta.
—¿Qué haces esta noche, Markie? —me preguntó mi madre.
—Salgo con unos amigos —mentí, para tranquilizarla.
Le di un beso a ella, otro a mi padre y acto seguido me marché.
Mi madre tenía razón: conservaba en casa un álbum en el que me enfrascaba cada vez que me ponía nostálgico. De hecho, eso fue lo que hice al volver a Nueva York. Me serví un vaso de whisky y hojeé el álbum. La última vez que había visto a Harry fue exactamente un año antes, una noche de diciembre de 2008, cuando se presentó en mi casa para un último encuentro cara a cara. Desde entonces, ni una triste señal de vida. Al querer demostrar su inocencia en el crimen del que lo acusaban y limpiar su honra, lo había perdido. Lo echaba muchísimo de menos.
Por supuesto, había intentado dar con su pista, pero en vano. Estuve volviendo con regularidad a Aurora, en New Hampshire, donde él vivió los últimos treinta años. Me había pasado horas recorriendo esa pequeña ciudad. Horas vagabundeando por delante de su casa de Goose Cove. Hiciera el tiempo que hiciera, fuera la hora que fuera. Volver a dar con él. Poder repararlo todo. Pero Harry no reaparecía nunca.
Estaba enfrascado en mi álbum, dándole vueltas a los recuerdos de lo que ambos habíamos sido, cuando sonó el teléfono fijo. Por un momento, creí que era él. Me apresuré a cogerlo. Era mi madre.
—¿Por qué contestas, Markie? —me riñó.
—Porque me has llamado, mamá.
—Markie, ¡es Nochevieja! ¡Me dijiste que ibas a casa de unos amigos! ¡No me digas que estás solo en tu casa mirando esas malditas fotos! Le voy a tener que pedir a tu asistenta que las queme.
—Voy a despedirla, mamá. Por tu culpa, una mujer cumplidora acaba de quedarse sin trabajo. ¿Estás contenta?
—¡Sal de casa, Markie! Me acuerdo de cuando estabas en secundaria e ibas a Times Square para cambiar de año. ¡Llama a unos amigos y sal! ¡Es una orden!
No se desobedece a una madre.
Así fue como acabé en Times Square, solo, porque la verdad es que en Nueva York no tenía amigos a quienes llamar. Al llegar a las proximidades de la plaza, que llenaban cientos de miles de personas, me sentí bien. En paz. Dejé que me llevase la marea humana. Fue en ese momento cuando me encontré con una chica que bebía de una botella de champán. Me sonrió. Me gustó en el acto.
Al dar las doce, la besé. Así fue como Raegan entró en mi vida.
*
Después de conocernos, Raegan fue a verme varias veces a Nueva York y, cuando yo iba a los rodajes, quedábamos en Montreal. En el fondo, tres meses de trato más tarde, apenas si nos conocíamos aún. Planeábamos los encuentros entre dos vuelos o dos días de rodaje. Pero esa noche de abril, en el bar del Ritz de Montreal, sentía por ella algo muy intenso. Y, mientras estábamos hablando de algo-que-ya-ni-recuerdo, aprobó con nota el test materno: me la imaginaba en diferentes situaciones de la vida y, en cada una de ellas, la veía perfectamente a mi lado.
Raegan volaba al día siguiente a las siete de la mañana a Nueva York-JFK. Cuando le propuse salir a cenar, ella sugirió que mejor nos quedásemos en el hotel.
—El restaurante del hotel está muy bien —dije.
—Tu habitación está aún mejor. —Sonrió.
Nos encerramos en mi suite para pasar la velada. Estuvimos mucho rato relajándonos en la gigantesca bañera mientras por el ventanal, resguardados en la espuma y el agua calentita, admirábamos la nieve que seguía cayendo sobre Montreal. Luego llamamos al servicio de habitaciones. Todo parecía fácil, reinaba entre los dos una ósmosis. Lo único que lamentaba era no poder pasar más tiempo con Raegan. Los motivos: la distancia geográfica (yo vivía en Nueva York y ella en una ciudad pequeña a una hora del sur de Montreal, donde yo ni siquiera había ido aún), pero sobre todo sus horarios restrictivos de piloto, que la tenían acaparada. De hecho, este reencuentro no se libró de esa pauta y, una vez más, la noche fue corta: a las cinco de la mañana, cuando el hotel aún dormía, Raegan y yo estábamos acabando de prepararnos. Por la puerta del cuarto de baño, la estuve contemplando. Con el pantalón del uniforme puesto y aún en sujetador, se maquillaba mientras bebía una taza de café. Nos fuimos los dos a Nueva York, pero por separado. Ella, por los aires; yo, por carretera, pues había ido a Montreal en coche. La llevé al aeropuerto Trudeau. En el momento en que me paraba delante de la terminal, Raegan me preguntó:
—¿Por qué no viniste en avión, Marcus?
Titubeé un instante: no podía confesarle razonablemente lo que justificaba mi elección.
—Me gusta la carretera entre Nueva York y Montreal —mentí.
Esa explicación solo le resultó satisfactoria a medias.
—Tranquilízame: ¿no te dará miedo el avión?
—Claro que no.
Me besó y me premió con un «a pesar de todo me gustas mucho».
—¿Cuándo te vuelvo a ver? —inquirí.
—¿Cuándo vuelves a Montreal?
—El 12 de abril.
Miró la agenda.
—Pasaré la noche en Chicago y empalmo con una semana de viajes de ida y vuelta a Toronto.
Me notó la decepción en la cara.
—Luego tengo una semana de permiso. Te prometo que entonces tendremos tiempo para pasarlo juntos. Nos encerraremos en tu habitación del hotel y no nos moveremos de ahí.
—¿Y si nos fuéramos unos días? —sugerí—. Ni Nueva York ni Montreal. Solos tú y yo en alguna parte.
Asintió con la cabeza, con convicción, brindándome su mejor sonrisa.
—Me gustaría mucho —susurró, como si se tratase de una confidencia admisible a medias.
Me dio un beso muy largo y salió del coche, dejándome albergar enormes esperanzas sobre lo que podríamos llegar a ser juntos. Mientras la miraba desaparecer en el edificio del aeropuerto, decidí adelantarme a los acontecimientos y organizar una escapada a un hotel de las Bahamas que me habían elogiado: Harbour Island. Sin más demora, tecleé en el móvil y consulté la página web del hotel. El lugar, cobijado en una isla privada, parecía paradisiaco. Aquí era donde íbamos a pasar su semana de permiso: en una playa de arena fina a orillas de un mar turquesa. Hice la reserva sobre la marcha y emprendí la ruta para Nueva York.
Crucé los Cantons-de-l'Est hasta Magog —donde me detuve para comprar un café—, antes de bajar hacia la pequeña ciudad de Stanstead, limítrofe con Estados Unidos, de la que quizá hayáis oído hablar porque allí está la única biblioteca del mundo a caballo entre dos países.
En el momento de cruzar la frontera, el agente de aduanas estadounidense que me miró el pasaporte me preguntó por mera rutina de dónde venía y adónde iba. Cuando le contesté que iba de Montreal a Manhattan, me indicó: «Este no es el camino más directo para ir a Nueva York». Como creyó que me había perdido, me dio instrucciones para volver a la autopista 87. Lo escuché cortésmente sin la menor intención de seguir sus indicaciones.
Sabía de sobra adónde iba.
Iba a Aurora, a New Hampshire. Donde mi amigo Harry Quebert había pasado la mayor parte de su vida antes de desaparecer sin dejar señas.
El día del asesinato
3 de abril de 1999
Un Chevrolet Impala de incógnito, con la luz giratoria y la sirena encendidas, iba a toda velocidad por la carretera 21 que une la pequeña ciudad de Mount Pleasant con el resto de New Hampshire. La raya de asfalto cruzaba por un paisaje de flores silvestres y de estanques cubiertos de nenúfares, más allá de los cuales se extendía el gigantesco bosque de White Mountain.
Conducía el sargento Perry Gahalowood. A su lado, su compañero, el sargento Matt Vance, clavaba la vista en un mapa de la comarca.
—Dentro de nada hay que girar a la derecha —indicó Vance nada más dejar atrás una gasolinera—. Deberías ver un caminito que se bifurca y se mete en el bosque.
—La policía local habrá puesto a alguien para orientarnos.
Mucho distaban los dos policías de imaginar el comité de bienvenida que los estaba esperando; tras una última curva, se encontraron de repente con un atasco. Perry se lo saltó circulando por el carril opuesto despacio, no tanto por los vehículos que iban en sentido contrario como por las decenas de mirones que rondaban al borde de la carretera.
—Pero ¿qué follón es este? —renegó.
—La juerga de costumbre cada vez que ocurre un drama en una ciudad pequeña: todo el mundo quiere estar en primera fila.
Llegaron por fin a un cordón policial a la altura de la bifurcación del aparcamiento de Grey Beach. Perry sacó la placa por la ventanilla para enseñársela a los centinelas.
—Brigada criminal de la policía estatal.
—Sigan de frente por el camino de tierra —dijo uno de los policías, al tiempo que alzaba una de las cintas policiales que impedían el paso.
Tras recorrer unos cientos de metros, el Chevrolet Impala llegó a la linde del bosque que señalaba un ancho rellano cubierto de hierba. Un agente de la policía local paseaba arriba y abajo.
—Brigada criminal de la policía estatal —volvió a anunciar Gahalowood por la ventanilla abierta.
El agente parecía completamente abrumado por los acontecimientos.
—Aparquen aquí —sugirió—. Me parece que allí no hay quien se aclare.
Los dos inspectores se bajaron del coche para terminar el recorrido a pie.
—¿Por qué siempre pasa algo los fines de semana en que estamos de servicio? —preguntó Vance con tono fatalista mientras iban andando por el camino de tierra—. ¿Te acuerdas del caso Greg Bonnet? También cayó en sábado.
—Antes de que me emparejaran contigo, mis fines de semana eran de lo más tranquilo —bromeó Gahalowood—. Creo que eres gafe, chico. A Helen no le va a gustar nada, le prometí que la ayudaría a abrir las cajas esta noche. Pero como nos caiga un asesinato…
—De momento, ni siquiera tenemos la seguridad de que sea un asesinato. No sería la primera vez que nos mandan a un simple accidente de senderismo.
No tardaron en llegar al aparcamiento de Grey Beach, que abarrotaban diferentes vehículos de emergencias. El barullo estaba en pleno apogeo. Los recibió Francis Mitchell, el jefe de policía de Mount Pleasant, que los avisó de entrada:
—No es un espectáculo agradable, señores.
—¿Qué ha ocurrido exactamente? —preguntó Gahalowood—. Nos han hablado de una mujer muerta.
—Prefiero que lo comprueben con sus propios ojos.
El jefe Mitchell los condujo al sendero que llevaba al lago.
Tanto Perry Gahalowood como Matt Vance tenían experiencia con cadáveres y escenas de crimen pero, al llegar a la playa de guijarros, se quedaron de una pieza: nunca habían visto nada igual. El cuerpo de una mujer yacía con la cabeza hundida en el suelo blando, y a su lado había un oso muerto.
—Ha dado el aviso una corredora —explicó el jefe Mitchell—. Sorprendió al oso devorando a la mujer.
—¿Cómo que «devorando»?
—Que se la estaba zampando, vamos.
A juzgar por la forma en que la mujer yacía en la playa, casi cabía creer que estaba durmiendo. El rumor del agua del lago y el canto primaveral de los pájaros creaban en la zona un ambiente apacible. Solo el oso, tumbado en un charco de sangre que le daba lustre al pelaje negro, recordaba el drama que acababa de representarse allí.
Matt Vance le inquirió entonces al jefe Mitchell:
—Lo siento mucho por esta pobrecilla, pero la verdad es que me gustaría que me explicasen por qué han avisado a la brigada criminal por el ataque de un oso.
—Los osos negros abundan por aquí —contestó el jefe Mitchell—. Tenemos cierta experiencia, créame. Ya ha habido muchos incidentes con ellos y, cuando atacan a un ser humano, es para defender su territorio, no para comérselo.
—¿Dónde quiere ir a parar?
—Si ese oso ha consumido la carne de esa mujer es que acudió como carroñero. Ya estaba muerta cuando se la encontró.
Gahalowood y Vance se acercaron con cuidado al cadáver. A esa distancia no tenía ya nada de una apacible durmiente. Por la ropa, hecha jirones, asomaban profundas señales de mordiscos. Tenía el pelo pegajoso de sangre coagulada.
—¿Qué te parece, Perry? —preguntó Vance.
Gahalowood pasó revista a la víctima: llevaba un pantalón de cuero y botines elegantes.
—Va vestida de calle. Creo que la mataron anoche. Aunque las heridas que le ha hecho el oso parecen recientes.
—Así que ya estaba muerta cuando el oso se la encontró —fue la conclusión a la que llegó Vance—; seguramente de madrugada.
Gahalowood asintió:
—Esta historia huele fatal. Hay que llamar a la caballería.
Vance cogió el móvil para avisar a los refuerzos y a los servicios forenses.
Gahalowood, por su parte, seguía inclinado sobre el cadáver de la mujer. Se fijó entonces en un trozo de papel que asomaba del bolsillo trasero del pantalón. Se puso unos guantes de látex y agarró lo que resultó ser una hoja doblada en cuatro. La desdobló y se topó con un mensaje lacónico escrito con ordenador:
SÉ LO QUE HAS HECHO.
Eran casi las doce del mediodía cuando llegué a Aurora.
En la pequeña ciudad, igual que en el resto de Nueva Inglaterra, una fina capa de nieve se derretía bajo un sol radiante. Todos los pretextos eran buenos para venir y mantener vivos los recuerdos que me unían a Harry Quebert.
2. Recuerdos
New Hampshire
6 de abril de 2010
Si he de ser totalmente sincero, al principio había creído que escribir y publicar La verdad sobre el caso Harry Quebert me permitiría pasar página en esa amistad interrumpida de repente. Pero el entusiasmo generalizado que suscitó el libro no hacía sino recordarme hasta qué punto me había marcado. No tanto por la investigación, ya cerrada, ni por sus conclusiones, sino por esta pregunta que seguía pendiente: ¿dónde se había metido Harry Quebert? ¿Qué había sido de él? ¿Y por qué había desaparecido de mi vida?
Referí largo y tendido en La verdad sobre el caso Harry Quebert lo unidos que estábamos él y yo. No merece la pena abundar en ello aquí; lo único que necesito dejar claro es que Harry creyó lo bastante en mi porvenir de escritor como para invitarme a su casa y que trabajase allí en mis textos. La primera vez que fui a Aurora fue en enero de 2000. Descubrí a la vez su extraordinaria casa de Goose Cove —una casa de escritor, apartada del mundo, situada al borde del océano— y su soledad, que nunca había sospechado. El famoso Harry Quebert, personaje carismático y adulado, era en realidad un hombre increíblemente solo, sin mujer, sin hijos, sin nadie. Me acuerdo muy bien de aquel día: tenía la nevera desesperadamente vacía. Cuando se lo comenté, me explicó que no solía recibir a nadie. Me llevó entonces a comer al Clark's, el diner de la calle principal. Así fue como descubrí ese sitio que era parte integrante de la leyenda de Harry. Allí conocí a Jenny Quinn, la dueña, que llevaba veinticinco años colada por Harry. Él tenía una mesa adjudicada, la número 17, en la que Jenny Quinn había mandado atornillar una placa con la siguiente inscripción:
ESTA ES LA MESA EN LA QUE DURANTE EL VERANO DE 1975
HARRY QUEBERT ESCRIBIÓ SU FAMOSA NOVELA
LOS ORÍGENES DEL MAL
Los orígenes del mal, publicado en 1976, era el libro que le había brindado a Harry la fama y la gloria. Ante la admiración de mis preguntas al respecto, Harry torció el gesto.
—Solo soy el autor de un único éxito. Nada más se me conoce por esa novela.
—Pero ¡qué novela! ¡Una obra maestra!
Jenny acudió a tomar nota del pedido. Harry le dijo, refiriéndose a mí: «Si este joven empieza a escribir igual que boxea, Jenny, se convertirá en un gran escritor».
Cuando ella se fue, le pedí a Harry que se explicase. Entonces me contestó:
—Siempre se pretende que un gran escritor se parezca a los que lo precedieron, sin pensar que, si es un gran escritor, es precisamente porque no se les parece.
Como yo no parecía convencido, añadió:
—¿Sabe, Marcus? Lo he visto en mi casa, hace un rato sin ir más lejos, contemplando con pasión los clásicos en mis estanterías. Mira esos libros preguntándose si, dentro de cincuenta años, mirarán los suyos igual. Empiece por escribir un libro, que no es poco. Y deje de darnos la lata con la posteridad.
—Me gustaría ser como usted, Harry.
—No sabe de qué habla. Haré lo que haga falta para que no se me parezca. Justo por eso está usted aquí.
No entendí qué quería decir con esa frase. Solo era un joven que estaba descubriendo a su mentor. ¿Cómo iba a imaginarme en ese momento, cegado por mi ingenuidad, el caso que estallaría en el verano de 2008 en esa ciudad pequeña y tranquila y que acabaría presenciando cómo de la noche a la mañana retiraban Los orígenes del mal, esa novela considerada como una obra mayor de la literatura estadounidense, de los estantes de las librerías y de las bibliotecas?
Aquel día de abril de 2010, diez años después de haber ido allí por vez primera, aparqué delante del Clark's. Marcus, un estudiante soñador tiempo atrás, había regresado con una aureola de gloria, pero sin Harry.
Tras los acontecimientos del verano de 2008, habían traspasado el negocio. Dentro no conocía a nadie, cosa que me venía bien, pues la mayoría de los vecinos de la ciudad me daban la espalda desde que había sacado a la luz los entresijos de Aurora durante mi investigación sobre «el Caso». Aparte de los propietarios, no había cambiado nada. Ni la decoración ni el menú. La mesa de Harry estaba libre, así que me instalé en ella. Para los habituales, ahora era la mesa de los apestados; solo la gente de paso se sentaba allí. Después del verano de 2008 habían quitado la placa. Únicamente quedaban los agujeros de los tornillos, como impactos de bala, vestigios de una ejecución. Pedí una hamburguesa con queso y patatas fritas que me comí mirando por la ventana.
Estaba acabando de comer cuando se unió a mí Ernie Pinkas, el bibliotecario municipal y mi último apoyo en Aurora. Era un hombre con un corazón de oro y un enamorado de los libros, su única compañía desde que se había quedado viudo. Ernie llevaba la gestión de la Residencia Harry Quebert para Escritores, un proyecto que yo había puesto en marcha junto con la Universidad de Burrows para convertir la casa de Harry Quebert, en Goose Cove, en una residencia para escritores destinada a plumas jóvenes y prometedoras. El escándalo del verano de 2008 había empañado la reputación de Harry, pero su aura seguía intacta: los aspirantes hacían cola para tener la oportunidad de una estancia en ese lugar prestigioso y confortable. Ernie Pinkas se ocupaba de seleccionarlos junto con la Facultad de Letras de Burrows, que, por su parte, costeaba el mantenimiento de las instalaciones. La casa podía albergar hasta a seis escritores, que vivían allí tres meses en comunidad. En virtud de su nuevo cometido, Ernie disponía en Burrows de un despachito, de lo que estaba muy orgulloso.
Se sentó frente a mí.
—Marcus, ¿qué haces aquí otra vez?
Le extrañaba porque ya me había visto aquí una semana antes, cuando iba de camino a Montreal. Habíamos tomado un café en Goose Cove y yo había aprovechado para saludar a los nuevos residentes, que iban a quedarse hasta el verano.
—Pasaba por aquí —contesté— y me detuve a almorzar.
—¿Desde Montreal?
Por su tono me di cuenta de que no se lo tragaba. De que sabía que yo estaba aquí persiguiendo a Harry o a mis propios fantasmas.
—Tus trayectos se han convertido en peregrinaciones, Marcus —me dijo, poniendo el dedo en la llaga—. ¿Sabes quién más hacía esto?
—¿Hacer qué?
—Pasarse las horas muertas en el Clark's. Harry. Siempre me he preguntado a santo de qué se pasaba horas aquí mismo, en esta mesa, mirando al vacío, igual que haces tú. Creía que buscaba la inspiración. Pero, en realidad, estaba esperando a Nola.
Dejé escapar un largo suspiro.
—Me conformaría con una señal, Ernie.
—Harry no va a volver a Aurora.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Él sí ha pasado página. Deberías hacer lo mismo.
—¿Qué quieres decir?
—Ha pasado página gracias a ti, Marcus. Ahora sabe qué le pasó a Nola. Ya no necesita esperarla aquí. Por fin ha podido marcharse. Aurora era su cárcel y tú lo liberaste.
—No, Ernie, Aurora era…
—Sabes que tengo razón, Marcus —me interrumpió—. Sabes que Harry no volverá nunca aquí. No se puede esperar a los amigos como se espera el autobús. ¿Por qué te empeñas en volver aquí? Aprovecha la vida. Deja de torturarte la mente. Eres un chico estupendo, Marcus. Ya es hora de que pases a otra cosa.
Tenía toda la razón. Pero, tras acabar de comer, no pude por menos de hacer una peregrinación a Goose Cove. Anduve un rato por la playa que estaba a los pies de la casa de Harry, antes de sentarme en una roca grande para admirar el paisaje. Miraba la impresionante morada tan llena de recuerdos. Por la arena brincaban unas gaviotas. Poco a poco cubrió el cielo un velo de nubes grises y empezó a caer una lluvia fina. Fue entonces cuando vi aparecer, entre la cortina de bruma, a un hombre a quien consideraba un amigo muy querido: Perry Gahalowood, sargento de la brigada criminal de la policía estatal de New Hampshire. Se me acercó con una sonrisa burlona y un vasito de café en cada mano.
Quienes me conocen y me leen ya están al tanto de qué vínculos me unen a Perry Gahalowood. Para los demás, permítaseme que lo recuerde aquí brevemente: había conocido a Perry dos años antes, durante el famoso caso Harry Quebert, que tenía a su cargo. Juntos aclaramos por completo la muerte de Nola Kellergan. Habrá quienes digan que dilucidar el asesinato de Nola me permitió escribir mi segunda novela. En realidad, me permitió hacer que germinasen las semillas de la amistad que iba a trabar con ese policía fuera de serie que se parecía a los frutos del desierto: espinoso y de corteza gruesa por fuera, pero de pulpa dulce y corazón tierno por dentro. Así era Perry Gahalowood: rugoso, tosco e irascible, pero leal, recto y justo. Dicen que la familia de un hombre es la medida de su valía; yo conocía bien a la suya, y respiraba felicidad.
—Sargento —desde el día en que nos conocimos lo llamé «sargento» y él a mí «escritor», y la tradición se había perpetuado—, ¿qué hace aquí?
Me alargó uno de los vasitos de café.
—Debería devolverle la pregunta, escritor. Por si no lo sabe, cada vez que asoma por aquí, alguien llama a la policía. Señal de la buena impresión que dejó usted en esta ciudad.
—Es usted peor que mi madre, sargento.
Se echó a reír.
—¿Qué desacertado motivo lo ha traído a Aurora, escritor?
—Volvía de Montreal y he hecho una parada por el camino.
—Es un rodeo de dos horas —me hizo notar Gahalowood.
Indiqué con la barbilla la casa, al azote de los elementos.
—Quise a esa casa —dije—. Quise a esta ciudad. Cuando se quiere, se quiere a pesar de uno mismo; es para siempre.
—Si cree que ama esta ciudad, se equivoca, escritor. Ama los recuerdos que tiene aquí, eso se llama «nostalgia». La nostalgia es nuestra capacidad para convencernos de que nuestro pasado, en lo esencial, fue feliz y que, por consiguiente, tomamos las decisiones correctas. Cada vez que evocamos un recuerdo y nos decimos «qué bien estuvo», es de hecho nuestro cerebro enfermo el que rezuma nostalgia para convencernos de que lo que vivimos no fue en vano, de que no perdimos el tiempo. Porque perder el tiempo es perder la vida.
Al oírlo, creí que Gahalowood, siempre dispuesto a cuestionarlo todo, hablaba en general; no se me ocurrió que podría estar hablando de sí mismo. Como me di por aludido, le dije:
—A pesar de todo, Goose Cove estuvo bien.
—¿Bien para usted? No estoy tan seguro. Es el escritor de esta década y se dedica a vagar como un alma en pena por un pueblucho de New Hampshire. La última vez que lo vi aquí fue en octubre, ¿se acuerda?
—Sí.
—Pensaba que había venido a despedirse de esta casa. Nos tomamos una cerveza, más o menos aquí mismo, y me soltó el rollo de que partía en busca del amor. ¡Un fiasco, por lo visto! ¿Sigue con su piloto?
Perry Gahalowood era la persona mejor informada sobre cómo evolucionaba mi vida sentimental: lo había llamado después de cada nuevo encuentro. Cuando conocí a Raegan, fue el primero a quien se lo conté.
—Creo que lo mío con Raegan va bastante en serio.
—Vaya, al fin una buena noticia, escritor. No se le ocurra traerla de vacaciones aquí, si quiere que la cosa dure.
—Pues ya ve, me la llevo a las Bahamas.
—¡Buf! Me pone de los nervios, escritor.
—A una isla privada, un sitio extraordinario. ¿Quiere ver fotos?
—Me entran ganas de decir que no, pero sé que me las va a enseñar de todas formas.
Sentados los dos en nuestra roca, sin hacer caso de la llovizna que nos caía encima, tuvimos una conversación sin gran interés, un cruce de palabras trivial entre dos amigos, y si la menciono aquí es precisamente porque no mostré interés por Gahalowood. Le pregunté por su mujer, Helen, por sus hijas, Malia y Lisa, pero no le pregunté qué tal estaba él. No le di la oportunidad de sincerarse y nuestro encuentro terminó sin que yo sospechase ni por un segundo lo que se estaba urdiendo en su vida.
Una vez que se acabó el café, Gahalowood se levantó.
—¿Ya es hora de que vuelva a sus casos criminales? —le pregunté.
—No, he quedado con Helen. Es el cumpleaños de Lisa y tenemos que hacer unas cuantas compras. Hoy cumple once años.
—¡Once ya! ¿Qué se siente, papá sargento? ¿Van pesando los años?
Gahalowood respondió con un silencio apesadumbrado que me inquietó un poco.
—¿Va todo bien, sargento? No parece estar muy allá.
—Por desgracia, es una fecha que me trae un recuerdo doloroso. Hace exactamente once años, el 6 de abril de 1999, mi vida dio un vuelco.
—¿Qué sucedió?
Con la maña que solía tener cuando se trataba de hablar de sí mismo, Gahalowood cambió de tema.
—Da lo mismo, escritor. Esta noche damos una cena en casa para Lisa con toda la familia. Únase a nosotros. Es a las seis.
—Con mucho gusto. Puedo incluso llegar antes si quiere.
—¡Ni se le ocurra! ¡Terminantemente prohibido presentarse antes de las seis!
—¡A la orden, mi sargento!
Se alejó unos cuantos pasos antes de volverse hacia mí y decirme con su tono provocativo de costumbre:
—No vaya a creerse que lo considero un miembro de la familia, escritor. Pero Helen me mataría si no lo invitase.
—No me creo ni media —contesté sonriendo.
Se fue de una vez por todas y yo me quedé un ratito más en la playa preguntándome qué podría haber ocurrido en la vida de Perry once años antes. Distaba mucho de imaginarme el drama que llevaba años obsesionándolo hasta que llegaron los acontecimientos que me dispongo a contar aquí.
El día del asesinato
3 de abril de 1999
Un bullicio sin precedentes agitaba la pequeña ciudad de Mount Pleasant. Todo el mundo le hacía preguntas a todo el mundo, a la caza de información. De un local a otro, no se hablaba de otra cosa. Bien fuera en el Season, el café famoso por sus desayunos, en la librería de Cinzia Lockart o en la tienda de caza y pesca de la familia Carrey, los clientes se preguntaban unos a otros:
—¿Sabe algo?
—No. ¿Y usted? ¿Ha ido a ver lo que ocurre en Grey Beach?
—Mi mujer ha ido, pero la policía lo tiene todo acordonado.
Todo cuanto se sabía en Mount Pleasant era que habían encontrado a una mujer muerta en Grey Beach. El cadáver lo había hallado Lauren Donovan, la hija de Janet y Mark Donovan, los dueños de la tienda de alimentación, cuando salió a correr. A medida que iba circulando la noticia, todos acababan en Comestibles Donovan; se suponía que habían ido a hacer la compra, pero sobre todo buscaban información. En la tienda no cabía un alfiler, casi se podía hablar de una muchedumbre. Los clientes paraban a Mark o a Janet Donovan para preguntar sin rodeos:
—¿Está Lauren?
—No.
—¿Sabe algo de lo que ha pasado en Grey Beach?
—No sé nada nuevo. Lauren sigue con la policía. Perdone, pero hay muchos clientes a los que atender.
—¡Si se entera de algo, no deje de decírnoslo!
Mientras en Mount Pleasant las preguntas de los curiosos se quedaban en el aire, en ese preciso instante, en Grey Beach, los investigadores comenzaban a esbozar respuestas. Alrededor de cincuenta agentes de la policía local y de la policía estatal peinaban el bosque. En la playa, los equipos forenses se afanaban en torno al cuerpo, que yacía aún boca abajo. Y, en el aparcamiento, los expertos de la policía científica examinaban el descapotable azul. Según la matrícula, el coche pertenecía a una joven de veintidós años: Alaska Sanders. En el asiento del acompañante había un bolso, y el carnet de conducir estaba dentro.
Oír ese nombre había sido un impacto para los policías locales: Alaska era una joven de Mount Pleasant.
—Habría que verle la cara para confirmar que efectivamente es ella —explicaba el jefe Mitchell a Gahalowood y a Vance mientras el forense manipulaba el cuerpo inerte.
—¿Qué puede decirnos de ella? —preguntó Vance.
—Nada relevante. Ella y su novio se vinieron a vivir aquí hace unos meses. Trabajaba en una gasolinera cercana.
—¿Cómo es que la conocía?
—En Mount Pleasant todo el mundo se conoce.
Tras los primeros exámenes, el forense movió el cadáver y le dio la vuelta, revelando el rostro de la víctima. Al verlo, el jefe Mitchell soltó una palabrota. Varios policías locales acudieron y se alzó un murmullo.
—¿Es ella? —preguntó Gahalowood a Mitchell.
—Sí.
Gahalowood y Vance se acercaron al cuerpo.
—¿Y qué, doctor? —le preguntó Vance al forense.
—Ya me conoce, sargento. No me gusta pronunciarme antes de la autopsia. Pero lo que puedo decirle ahora mismo es que la muerte se sitúa en plena noche. La una o las dos de la madrugada. Probablemente se debe a un golpe que le dieron en la parte posterior de la cabeza. La víctima tiene una herida de consideración a la altura del occipucio. El oso no tiene nada que ver.
—O sea, que tenemos un asesinato.
—Sin la menor duda. La golpearon con un objeto contundente. Lo demás se lo contaré cuando haga la autopsia.
—¿Y eso cuándo será?
—Lo antes posible.
—Eso no es una respuesta —comentó Vance.
—Para mí, sí —bromeó el forense.
Gahalowood y Vance se quedaron un rato callados, contemplando el cadáver, hasta que de pronto una voz se dirigió a ellos:
—No soporto los crímenes en las ciudades pequeñas. Son siempre historias sórdidas.
Era el capitán Morris Lansdane, el responsable de la brigada criminal de la policía estatal.
—¿Qué hace usted aquí, capitán? —preguntó Vance—. Creía que estaba de permiso.
—Nunca cuando hay follón —contestó Lansdane—. El «gran jefe» (ese era el título con que aludían al jefe de la policía estatal de New Hampshire, cargo que, por cierto, acabaría ocupando Lansdane unos años después) quiere saber qué ocurre y me ha pedido que le resuma la situación. ¿Qué tenemos aquí?
Gahalowood inició el informe.
—La víctima es una joven de veintidós años que se llama Alaska Sanders. Nacida en Salem, Massachusetts. Murió anoche por un golpe en la parte posterior de la cabeza.
Vance tomó el relevo:
—Han encontrado su coche en el aparcamiento de la playa. No estaba cerrado. Hay una bolsa de viaje con algo de ropa en el maletero y, en el asiento del acompañante, un bolso.
—¿Un robo con homicidio? —preguntó Lansdane.
—Me extrañaría —contestó Gahalowood—. Hemos encontrado un mensaje amenazador que llevaba encima la víctima. Una frase escrita con ordenador: SÉ LO QUE HAS HECHO.
—Hummm… ¿Una venganza?
—A lo mejor. En cualquier caso, por la bolsa de viaje cabe pensar que se iba a algún sitio. O que huía de algo.
—Voy a buscar la dirección de sus padres —indicó entonces Vance—. Me gustaría avisarlos enseguida. Es una ciudad pequeña. Los polis locales seguramente se irán de la lengua. No me gustaría que la familia se enterase por las noticias.
—Tiene razón —asintió Lansdane—. Los dejo trabajar. Ah, esperen… ¿Qué es esa historia de un oso? No oigo hablar de otra cosa.
—El cuerpo lo ha descubierto una joven que había salido a correr y sorprendió al oso despedazando el cadáver —explicó Gahalowood.
Lansdane hizo una mueca de asco.
—¿Han hablado con la joven? —preguntó.
—Todavía no. Nos está esperando en la gasolinera de aquí al lado. Ahora iremos.
En ese momento fue a buscarlos un policía.
—Preguntan por ustedes en el bosque —anunció—. Han encontrado algo. ¡Vengan, síganme!
Gahalowood, Vance y Lansdane siguieron al agente por un camino forestal. El bosque estaba inundado de luz. Anduvieron serpenteando entre los helechos y los troncos centenarios hasta llegar a una caravana abandonada, invadida de zarzas y matorrales; junto a ella esperaba un grupo de policías.
—No hemos entrado —explicó uno de ellos—, solo hemos echado un vistazo por la puerta entornada.
—¿Y? —preguntó Gahalowood.
—Véalo usted mismo —sugirió el policía, alargándole una linterna.
Las ventanas de la caravana estaban cegadas, y al principio Gahalowood no vio nada salvo oscuridad al asomarse dentro. Luego, en el haz de luz de la linterna, descubrió un tremendo desorden; colchones despanzurrados, desperdicios, colillas. Pero sobre todo, en el suelo, un jersey con manchas rojizas. Se arriesgó a dar un paso dentro de la caravana para acercarse más: la prenda tenía restos de sangre.
—Que venga ahora mismo la policía científica y peine este sitio —decidió.
Vance y él exploraron luego los alrededores. A unos diez metros localizaron un camino lo bastante ancho para que cupiera un vehículo, el sendero que usaban los guardas forestales. Vance divisó en el suelo los restos del piloto trasero de un vehículo y se fijó en un tronco con marcas de un choque reciente.
—Parece pintura negra —dijo, mirando de cerca el rastro oscuro en la corteza.
*
Eran las doce del mediodía cuando Robbie y Donna Sanders recibieron la llamada del sargento Matt Vance. Tras concluir la conversación, los padres de la joven se quedaron pegados al teléfono, anonadados. Destruidos. Su mundo se derrumbaba.
A doscientos kilómetros de allí, en el prado florido que separaba el bosque de Grey Beach de la carretera 21, Vance cerró la tapa del móvil y volvió junto a Gahalowood, que lo estaba esperando apoyado en el coche de incógnito.
—Todas estas flores de mierda en un día así —renegó Vance, pisoteando adrede un racimo de lirios trucha—. Los padres de Alaska llegarán al cuartel general hoy a última hora.
—Gracias por encargarte tú —le dijo Gahalowood dándole una palmada amistosa en el hombro.
—Es lo lógico, Perry, tienes una criatura a punto de nacer. Ni siquiera deberías estar aquí viendo semejantes horrores.
—Son gajes del oficio. Por cierto, el jefe Mitchell me ha dado las señas de Alaska en Mount Pleasant. Un piso en la calle principal, en el que vivía con su novio. El novio en cuestión por lo visto trabaja en una tienda de caza y pesca que está justo debajo. De hecho, está allí ahora mismo.
—Comencemos por la gasolinera y vamos a Mount Pleasant luego —sugirió Vance.
El Chevrolet Impala subió por el camino de tierra hasta la carretera 21, donde Gahalowood tuvo que encender la sirena para abrirse paso entre policías, mirones y periodistas. Giró a la izquierda, en dirección a Mount Pleasant. Un kilómetro más allá, llegaron a la gasolinera donde todo había empezado aquella mañana. Había un coche de la policía local aparcado delante.
En la tienda encontraron a Lauren Donovan, la joven corredora, y a Lewis Jacob, el dueño, llorando y consolándose uno al otro ante la mirada de impotencia del agente Peter Philipps.
—¿Es verdad? ¿Es Alaska? ¿La muerta es Alaska? —exclamó Lewis Jacob al ver a los policías.
Gahalowood y Vance cruzaron una mirada: la información estaba circulando.
—Me temo que sí —indicó Gahalowood.
—Pero ¿cómo? ¿Se la ha comido un oso? Eso es lo que me ha dicho Peter. Pero los osos no se comen a nadie. Y menos los osos negros de por aquí. El otoño pasado tenía un par que venían cada dos por tres a rebuscar en los cubos de la basura y puedo asegurarles que bastaba con un buen grito para que se largasen.
—No la mató un oso —dijo Vance.
—Pero entonces ¿cómo ha muerto?
Vance eludió la pregunta.
—¿Cuándo vio a Alaska por última vez? —preguntó.
—Ayer por la tarde. Me fui de aquí a las siete y media; ella tenía que cerrar la tienda a las ocho.
—¿Y lo hizo?
—Sí, cuando he llegado esta mañana estaba puesta la alarma, todo parecía normal.
—¿Qué tal la vio ayer?
—Como solía ser ella. Nada de particular. Siempre tan simpática, ¿sabe?, siempre decía algo amable, sin cambios de humor. Era una maravilla esa muchacha.
—¿Tenía planes para la noche? ¿Mencionó algo?
—Dijo que tenía una «cena romántica». Usó esas mismas palabras.
—¿Con su novio?
—Se lo pregunté y no me contestó. Sé que últimamente tenían sus más y sus menos. ¿Han hablado con Walter?
—Walter es el novio, ¿no?
—Sí, Walter Carrey.
—Vamos a ir ahora.
Gahalowood miró al techo y se fijó en una cámara de seguridad.
—¿Podemos echar un vistazo a las grabaciones?
—Justo eso estaba explicando hace un rato: no sé manejar ese chisme para retroceder —reconoció Lewis Jacob—. Nunca me ha hecho falta. Pero sé que es posible. Fue mi sobrino el que me instaló ese trasto. Lo he avisado para que venga, está pasando el fin de semana en Vermont.
—Nos llevaremos el disco duro, si nos lo permite.
—Llévese todo lo que quiera, sargento.
*
Hasta el asesinato de Alaska Sanders, en Mount Pleasant se respiraba calidad de vida y tranquilidad. Era un pueblo encantador en la frontera con Maine, a dos horas en coche de Canadá y en medio del bosque nacional de White Mountain.
A lo largo de la calle principal había frondosos arces que se cubrían de nieve en invierno y daban generosa sombra en verano. A ambos lados de las espaciosas aceras, comercios reputados en toda la comarca: Comestibles Donovan, con artículos selectos que nada tenían que ver con los de los supermercados; la famosa librería Lockart, que regentaba Cinzia Lockart e invitaba a muchos escritores de la Costa Este para firmar ejemplares de sus obras; Caza y Pesca Carrey, de la familia Carrey, muy apreciada por la calidad de su material y por sus expertos consejos; o también el bar deportivo National Anthem, que retransmitía los partidos de las ligas nacionales de fútbol, béisbol y hockey, a las que el dueño era muy aficionado.
Esa mañana, los chismorreos corrían entre los paseantes de dicha arteria; aseguraban los rumores que era a Alaska Sanders a quien habían encontrado muerta. Varias mujeres casadas con policías lo sabían por sus maridos. De repente, todo el mundo se calló y las miradas fueron siguiendo el Chevrolet Impala de incógnito —reconocible por la luz giratoria pegada al techo con un imán— que avanzaba calle arriba. El vehículo se detuvo ante la tienda de alimentación de los Donovan. El sargento Gahalowood salió para abrirle la portezuela a Lauren Donovan.
—Gracias, sargento —le dijo ella.
—Ánimo, Lauren. Si quiere preguntarnos algo, ya tiene mi tarjeta.
Ella asintió y entró en la tienda evitando las miradas incisivas de los curiosos. Una vez dentro, se metió a toda prisa detrás del mostrador para reunirse con su madre en un abrazo.
—Cariño…
—¡Ay, mamá, ha sido horrible!
En el acto, la clientela allí presente comenzó a atosigarla con sus preguntas: «¿Es verdad que la chica muerta es Alaska? ¿Qué viste? ¿Qué está pasando en Grey Beach?».
Janet Donovan se llevó a su hija a la trastienda, a salvo del barullo. Mark Donovan, el padre, tuvo que ponerse firme para que los clientes se quedasen donde estaban y echó a los que no habían ido a comprar.
En la trastienda, Janet Donovan le sirvió un café a su hija y la ayudó a sentarse en una silla. Se unió a ellas Eric, el hermano mayor de Lauren, que trabajaba en la tienda con sus padres.
—Es cierto, la chica muerta es Alaska —dijo entonces Lauren, con voz trémula.
—¿Cómo? —balbució Eric, impactado—. No me lo puedo creer.
—Esa escena en la playa. Eric, era terrible. No la reconocí en el momento aunque en realidad tampoco vi gran cosa, menos mal.
—A