La gallera

Ramón Palomar

Fragmento

cap-0

Basilio Galipienso, traje impecable de lino blanco cortado a medida, atraviesa junto a su amada Esmeralda Sarasola, infinitas pestañas postizas y rojo pasión realzando sus carnosos labios, los amplios jardines en plena efervescencia de trópico cimarrón que circunvalan sus dominios neocoloniales de Puerto Rico.

Se detienen bajo una pérgola frondosa de hiedra. Se miran a los ojos como dos quinceañeros.

Se besan.

Basilio le masajea el trasero y Esmeralda le devuelve la caricia manoseando su entrepierna.

Basilio y Esmeralda están tan enamorados como el primer día y la calentura entre diabólica y húmeda les relampaguea justo en la crisma.

No hay testigos.

Basilio, con sólo una mano, desabrocha los botones de la blusa de Esmeralda acusando espléndido entrenamiento.

Entonces suena en el aire un cocoricó profundo. Es su nuevo gallo triunfador, campeonísimo.

La sincronización con su gladiador emplumado resulta tan extraordinaria que el bicho ha detectado el subidón sexual de su entrenador. Seguro.

Basilio y Esmeralda sonríen y sus mejillas adquieren tonalidad rosácea. El pudor les embarga y separan sus cuerpos derrotados. Basilio y Esmeralda contemplan extasiados sus posesiones.

Son ricos.

Se les envidia.

Se les respeta.

Pero no siempre fue así y ambos entienden que escaparon del mundanal infierno.

A veces, tras la cena, cuando los lacayos y las doncellas desaparecen, empinan el codo y recuerdan aquellos tiempos broncos de venganzas, amistades, traiciones y sangre.

Durante esas noches húmedas, su nuevo gallo campeón emite hondos cocoricós de victorias recientes y a Basilio se le escapa alguna lágrima furtiva en memoria de aquellos amigos caídos.

Venganzas, amistades, traiciones…

Y sangre.

Qué tiempos…

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PRIMER ASALTO

Año 2000

cap-1

1

Sólo vio la foto durante una milésima de segundo con el rabillo del ojo, pero intentó borrar de su mente las caras allí amortajadas en un clásico marco de plata sin duda regalado por la esposa de ese consumado vendedor de coches.

No deseaba grabar ninguna huella familiar entre los pliegues de su cerebro de sicario a punto de doctorarse.

Borrar.

Se esforzó en diluir cualquier rastro, pero sabía que recordaría durante mucho tiempo aquellos rostros. Mieeerda.

El jefe del concesionario, sublime mercachifle de lengua hiperactiva, continuaba con su cháchara, narrando sin cesar las bondades de un Nissan Patrol que Gustavo Montesinos Yáñez, alias Gus, fingía comprar con un punto de desdén.

¿Y por qué aquel cabrón de vendedor lavacoches y comecabezas plantificaba la foto frente a la butaca donde se sentaban los clientes? La rastrera artimaña insultaba incluso la inteligencia menos frondosa: para ablandar la voluntad de los posibles compradores. Una familia feliz representaba honradez, corrección, mansedumbre, seriedad, medianía, normalidad, un nicho vulgar en la sociedad y en su carrusel de servidumbres y modales encorsetados, domesticados, aburridos.

Una fotofeliz familiar decía: «Mírame, soy como tú, tengo una mujer tan fea o más que la tuya y unos niños al menos tan repugnantes y burros como los tuyos».

Una fotofeliz de cutrefamilia te susurraba ladina: «Mírame, tengo que alimentarlos y pagar el colegio y los zapatos y los abriguitos y las medicinas para la tos y la bollería de la merienda y todo lo demás».

Una fotofeliz apastelada gracias a esa cortina azul clara de fondo te indicaba: «Mírame, mírame, mírame… y cómprame el coche porque tengo que cumplir con los objetivos este mes, no me hundas, compadre, por favor. Compra, compra, compra. Por caridad o por cojones. Pero compra».

Gus desvió su mirada hacia el rótulo de metacrilato donde se exponía el nombre del vendedor. Sergio Esquemas, se llamaba.

Aunque conocía su nombre y sus costumbres desde que le habían contratado para el encargo, todavía le asombraba que alguien se llamase así de verdad.

«Esquemas.»

No te jode.

Y no parecía mal tipo, el tal Esquemas, con su rollo continuo sobre coches y esa carita ambigua, entre la bondad y el desfalco.

Pero Gus sabía que aquel tipo no podía ser un ángel, pues en ese caso no le habrían contratado.

El vendedor escondía sus poderosas entradas ayudándose por un flequillo ridículo que le caía sobre la frente como una cortina despeluchada. Rondaba los cuarenta y con su residual verborrea mostraba enorme capacidad para camelar al prójimo y encalomarle su niquelada ferralla rodante.

Mientras gastaba saliva, Gus no pudo evitar recordar los caretos de su familia.

Mierda. No había logrado evaporar aquellos contornos.

Una niña de seis o siete años con unas gafas que revelaban unas dioptrías de topo, un crío algo más mayor de mejillas sonrosadas y aire bobalicón que vestía el uniforme del Celta de Vigo, y una esposa gastando melena ochentera, acaracolada y horripilante, formaban esa santísima tríada de aplastante vulgaridad.

El vendedor Sergio Esquemas tiró de intimidad doméstica para ablandar a aquel cliente lacónico.

—Roxana, la pequeña se llama Roxana… Sí, la de las gafas, pobrecilla…

—¿Cómo dice? —preguntó Gus sin entender.

—Roxana, así la bautizamos, sí, suena raro, ya lo sé, pero así consta en el registro… Al cura no le sentó nada bien, pero al final tragó; a ver, ¿qué iba a hacer? Estamos en los noventa, ¿no? Nada, mi parienta, que se empeñó en ese nombre para la niña… Es que mi mujer es una apasionada de Alejandro Magno, ¿sabe usted? No sé de dónde le viene ese empeño… Pero se lo sabe todo… De lo demás ya puede usted preguntarle que ni idea tiene… Pero de Alejandro, ah, en ese tema ganaría un concurso… No sé de dónde le viene esa fijación, pero, bueno, si ella disfruta pues yo callado… Roxana era la mujer de Alejandro… Y yo le dije: «Pero, mujer, que nuestra niña no tiene ni idea ni de leches históricas ni de Alejandro ni de nada, y además es gallega, de las que habla con acento galleguiño y se mete empanadilla por la vena siempre que puede… Pero nada, no hubo forma. Cuando la parienta se encabrona… Bueno, ya sabe usted cómo son las mujeres… ¿verdad?».

A Gus le desagradaba la gente que usaba el término «parienta» para denominar a su esposa.

Qué zafio.

Decidió cortar, ya era casi la hora del cierre del concesionario y empezaba a dolerle la cabeza tanta leche de cigüeñal, pistón, cilindrada, bujías y la madre que

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