El aroma del delito

Katarzyna Bonda

Fragmento

cap-1

Prólogo

Huddersfield, Inglaterra

Invierno de 2013

—¿Sasza?

Era una voz de hombre. Autoritaria, ruda. La mujer repasó mentalmente los rostros que pudieran corresponderse con aquellas características. No se le ocurrió ninguno. El extraño decidió ayudarla formulando otra pregunta:

—¿Sasza Załuska? ¿Es así como te haces llamar ahora?

Rememoró de repente toda una serie de sucesos en los que aquel oficial había tomado parte.

—Es mi nombre.

—Vaya… No le pega a una buena chica como tú.

Oyó que el hombre daba una calada.

—Hace mucho que no trabajo —afirmó ella—. Ni para ti ni para nadie.

—Sin embargo, estás preparándote para ocupar un puestecito en un banco polaco —replicó él riendo—. Vuelves en primavera. Lo sé todo.

—Eso es cierto. Pero no que lo sepas todo.

Tendría que haberle colgado. No obstante, la había provocado. Y decidió seguirle el juego, como de costumbre. Ambos sabían que lo haría.

—¿Te molesta? —añadió dándose por vencida—. Me gano la vida honradamente. Y no es asunto tuyo.

—¡Uuuy…! ¡Qué agresiva! ¿Quieres decir que el sueldo te dará para pagarte el alquiler de esa casita junto al hotel Grand? Debe de costar al mes dos mil o así, ¿no? ¿De dónde sacas la pasta?

—¿A ti qué te importa? —Notó que el vello de la nuca se le erizaba. Conocía sus planes, a pesar de que ella no se los había contado a nadie, aparte de a su familia. Seguramente habían hackeado su ordenador—. Además, no hace falta que disimules. Si has llamado a este número, es que sabes dónde vivo y dónde voy a vivir; contaba con ello. Mi respuesta es: no.

—¿Y para mantener a tu hija? —Estaba claro que quería provocarla—. Menudo sorpresón. Nuestra Pulgarcita de repente es mamá. Quién se lo iba a imaginar. ¿Y quién es el padre? ¿El profesor ese? Ah, y en cuanto al banco, no sé si te cogerán, ¿eh? Depende de si cooperas.

Sasza se mordió la lengua para no despotricar.

—¿Qué quieres?

—Tenemos una vacante.

—Ya te he dicho que paso.

—Estamos en pleno desarrollo. Tarifas más altas. Y el tra­bajo será limpio, nada de oficina de atención al cliente… —De pronto se puso serio—. Un amigo me ha pedido que le recomiende a alguien con experiencia y buen nivel de inglés. Y he pensado en ti.

—¿Un amigo? —Sasza inspiró. Contó mentalmente hasta diez. Le habría venido bien una copa de vodka en ese momento, pero descartó la idea al instante—. ¿Un amigo tuyo o de ambos?

—No te arrepentirás.

Sasza dejó el teléfono en la mesa y se asomó a la puerta entreabierta de la habitación de su hija. Karolina dormía en su cama tapada con el cobertor hasta el cuello y los brazos estirados de manera cómica. Tenía la boca ligeramente abierta y respiraba con fuerza. No se despertaría aunque pusiera música a todo volumen. Sasza cerró la puerta, cogió un paquete de tabaco y abrió la ventana. Mientras fumaba observó con atención la calle desierta. El gato de los vecinos se coló por la verja entornada del jardín. Bajó la persiana. Regresó y echó la última boca­nada de humo sobre el auricular. El hombre que había al otro lado de la línea callaba, pero Sasza estaba segura de que sonreía satisfecho.

—Te pondremos protección, no como la última vez —aseguró. Parecía sincero.

Permanecieron en silencio un buen rato. Cuando Sasza volvió a hablar, su voz era firme, sin rastro de duda.

—Di a tu amigo que, aunque se lo agradezco, no estoy interesada.

—¿Estás segura? —replicó él incrédulo—. ¿Sabes lo que eso significa?

Se quedó callada un momento.

—Y no me llames más —dijo con decisión finalmente.

Se disponía a colgar cuando el hombre añadió en un tono más suave:

—¿Sabes que ahora estoy en la policía judicial? Quién lo habría imaginado, ¿eh?

—Seguro que no lo pediste tú. ¿Te han degradado? —No pudo ocultar su satisfacción—. ¿Dónde?

—Por ahí —contestó él, evasivo—. Pero en un par de años colgaré el uniforme.

—Ya te he oído decir eso. No recuerdo cuándo… Una vez.

—Tienes razón, Milena. Como de costumbre.

—Milena nunca ha existido.

—Vale, Pulgarcita ha desaparecido. En cualquier caso, me alegra que vuelvas. Algunos te echan de menos. Incluso a mí se me ha escapado alguna lagrimita. Y, además, he ganado una apuesta.

—¿Qué apostaste? ¿Una botella de whisky o algo más?

Sasza tragó saliva. Tenía que comer algo cuanto antes. Hambre, rabia y demasiado trabajo, justo lo que debía evitar.

—Aposté una caja entera. De vodka —puntualizó él.

—Nunca has valorado a las mujeres de la empresa —comentó ella, aunque se sentía halagada—. Me voy a dormir. Este teléfono deja de estar operativo.

—La patria lo lamentará, emperatriz.

—Pero yo no, así que peor para la patria.

porta-1

INVIERNO DE 1993

cap-2

 

A medida que el vapor se desvanecía, los muslos y las nalgas de las gimnastas se hacían visibles poco a poco.

A veces era posible incluso atisbar los pechos incipientes. Pero si se llegaba demasiado tarde, la cortina de gotitas de agua de las cabinas de las duchas impedía espiar como era debido. Por si fuera poco, no se podía aguantar indefinidamente de pie sobre la cornisa, porque las piernas se entumecían enseguida y no había dónde agarrarse. Por eso siempre iban en pareja.

Ese día, de manera excepcional, habían llevado a un tercero. Igła no tenía derecho a mirar. Su misión era vigilar, y se contentaba con que le hubieran dejado acompañarlos. Era un año menor que ellos.

El momento más delicioso era cuando comenzaba la cacería y asociaban las caras de las chicas que salían del entrenamiento con cada uno de aquellos cuerpos. Echaban a suerte a la cerilla más larga quién sería el primero. Cada uno escogía a una chica, y después ambos mantenían en secreto su elección durante toda la noche. Marcin solía llevar consigo la guitarra. No tocaba muy bien; en realidad, solo se sabía algunos temas de Nirvana, como «Rape me», «In bloom» o «Smells like teen spirit», o alguna balada de My Dying Bride. Por lo general, sin embargo, dejaba el instrumento muy pronto y canturreaba algo propio, a medio camino entre un poema y una canción. Un ácido con la imagen de Astérix o un poco de hierba lo ayudaban a ser creativo.

Ese día llegaron en el momento perfecto. Antes de que las gimnastas aparecieran por la puerta, oyeron ya sus risitas. Marcin notó que se le secaba la garganta. La excitación se mezclaba con el temor a que alguna de ellas advirtiera su rostro en la ventana, cubierta tan solo po

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