Quien esté libre de culpa

Anna Bailey

Fragmento

Capítulo 1

1

Cuesta distinguir el rugido de la hoguera del ruido que hacen los chicos del parque de caravanas y las muchachas que bailan gritando a la sombra de los Tall Bones. Es la típica noche pueblerina —la última que Whistling Ridge verá en muchos años, aunque nadie lo sabe todavía—, en la clase de pueblo donde los coyotes se dedican a mascar colillas y jaurías de muchachos aúllan a la luna.

Abigail Blake se vuelve al alcanzar el límite de los árboles y mira a Emma con una sonrisa. Este será el recuerdo de Abigail que Emma conserve mucho después de que el resto desaparezca en el fondo de tantos vasos: alargada y pálida como un rayo de luna, la roja cabellera suelta, levemente encrespada por la humedad reinante, las manos metidas en las mangas, andando de puntillas, como si fuese a echar a correr en cualquier momento.

—No pasa nada —dice.

Sus ojos la delatan al saltar hacia el bosque. Han pasado pocos días del mes de septiembre, pero el otoño llega antes en las montañas y ya ha anochecido sobre las copas de los pinos, cuya sombra opaca solo se ve interrumpida por el haz de luz de una linterna.

—Pero ¿cómo vas a llegar a tu casa?

Tiene una leve marca en la frente, piensa Emma, justo de la forma y del tamaño adecuados para la yema de su pulgar.

—Em... —Parece que tiene que acordarse de volver a sonreír—. Llamaré a un taxi o algo así. Ya lo pensaré. De verdad, no pasa nada.

Contempla la luz que se asoma entre los árboles y, tras ella, la vaga silueta de un chico. Emma sigue su mirada, pero está demasiado oscuro para distinguirlo bien.

—Creo que no deberías ir.

La sonrisa de Abigail parece tan tensa que debe de dolerle.

—Voy a pasar un buen rato, Em. No te preocupes.

Emma se preocupa. No es alta como Abigail, no tiene el mismo hueco entre los muslos que todas las adolescentes quieren; lo único que ha recibido de su padre es su tez latina, que la ha perseguido desde que entró en el colegio; no es la clase de muchacha a la que los chicos invitan a adentrarse en el bosque. ¿Qué sabe ella? Aun así, sacude la cabeza y fija la mirada en la oscuridad.

—Te espero aquí.

—¡No! —Abigail respira hondo y vuelve a sonreír con firmeza. Huele a bálsamo labial de fresa—. Vamos, Em, déjame vivir un poco, ¿eh? No me pasará nada. ¡Te lo prometo!

Abigail Blake tiene diecisiete años y, como todas las chicas de su edad, cree que va a vivir para siempre. En el fondo, Emma también lo cree. Por eso deja a su amiga allí, donde la hierba pisoteada del campo se encuentra con los árboles, y sale encorvada, pasa junto a los Tall Bones y se dirige a su coche. El fuego sigue crepitando; su luz se refleja, serpenteante, en las rocas pálidas e imponentes. Los jóvenes brindan con latas de cerveza y las arrojan al fuego, chillando encantados cuando unas fuertes llamaradas se alzan en la oscuridad.

Emma no vuelve la vista atrás. De hacerlo, quizá vería a Abigail vacilar, tender la mano como si tal vez, al final, no esperase que Emma se marchara.

Hay otro joven que la observa desde el otro lado de la hoguera. Tiene una mirada maliciosa que hace que Emma sienta que está tiritando, aunque no sea verdad. Lo ha visto por allí, dando vueltas por las afueras del pueblo desde la primavera, pero solo lo conoce de vista. Un perfil lo bastante afilado para cortar cocaína, un pelo oscuro que roza el cuello de su gastada cazadora de cuero: hay algo en el movimiento de sus caderas, en su forma de sacar la barbilla, que sugiere que en una vida anterior pudo haber sido un bandolero. La lluvia del anochecer se ha llevado el calor del día, y ahora su aliento de tabaco flota en el aire fresco como las nubes de tormenta flotan en torno a los picos de las montañas. Cuando Emma vuelve a mirar, él se ha ido.

—¿Dónde estabas? —Dolly Blake apaga el cigarrillo mientras su hijo mayor trata de cerrar la puerta de la calle a sus espaldas, sin hacer ruido.

—En ningún sitio.

Noah emerge de las tinieblas del recibidor. Dolly se tensa por un instante al ver en su silueta alta y flaca la de su marido. Desde lejos, los confunden a menudo: las ajadas camisas a cuadros, el cabello de un rojo vivo, los hombros alzados, como si les preocupase que alguien pudiera asomarse y ver algo que no debe. Sin embargo, aunque a sus veintidós años Noah ya es un hombre, su rostro conserva los rasgos suaves de la juventud, que su padre, Samuel Blake, cambió tiempo atrás por una barba áspera y rizada y una piel curtida por muchas horas de acarrear madera. Dolly suspira aliviada.

—Tienes suerte de que papá se haya acostado temprano —dice—. ¿Qué has hecho con los vaqueros? Están hechos un asco.

—No es asunto tuyo.

Encima de él, en la pared, está colgada la gran cruz con gemas que a Dolly le regaló su suegra el día de su boda, hace casi un cuarto de siglo. Tras esa cruz, hay un agujero en el punto en que Samuel atravesó una vez el yeso de un puñetazo.

—No me vengas con esas, jovencito —dice ella, pero no está mirando a su hijo; está mirando la cruz—. Me da igual la edad que tengas. Mientras vivas bajo este techo, volverás a casa a la hora y le hablarás a tu madre con más respeto.

—A Abi nunca la agobias tanto.

El chico pasa junto a ella con las largas piernas manchadas de fango y sube las escaleras hasta su habitación con su duro tatuaje a cuestas.

Dolly exhala un suspiro y se clava las uñas en el cuero cabelludo. Ojalá no fuese el único con el que puede permitirse perder los estribos, pero sabe que a veces tiene que hacerlo. De lo contrario, algún día podría estallar.

Emma enciende la radio del coche. Oye a una vidente nocturna que nada dice de los sucesos venideros, así que se aleja de Abigail sin pensárselo dos veces. Los charcos de la carretera del condado lanzan destellos amarillos a la luz de los faros, y el olor del asfalto mojado que entra por los orificios de ventilación le recuerda el de los lápices de cera. Se conoce bien la ruta, incluso de noche. A los lados de la vía, empinados taludes cubiertos de coníferas ascienden en dirección a unos polvorientos picos montañosos donde los árboles crecen achaparrados y desaparecen por completo al acercarse a la zona de tala.

Al cabo de un kilómetro y medio, la línea de bosque que sigue la curva de la carretera se interrumpe. Los escarabajos descortezadores han infestado los pinos, dejando grandes áreas de árboles frágiles y grises. A través de sus delgadas ramas muertas, a la luz del día es posible atisbar las ruinas ennegrecidas de la vieja casa de los Winslow, arrasada por el fuego hace más de un siglo. Emma suele mirar hacia el otro lado a través de las ventanas vacías y, aunque sabe que a oscuras no verá nada, al pasar en ese momento lanza una ojeada, llevada por la costumbre.

Hay una luz.

Algo brilla tenuemente más allá del viejo marco de una ventana. Emma aminora la velocidad, pero la luz oscila de pronto, con

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