Agatha Raisin y el paseo mortal (Agatha Raisin 4)

M.C. Beaton

Fragmento

Capítulo 1

1

Agatha Raisin contemplaba los rayos de sol reflejados en la pared de su oficina en la City de Londres. A través de las rendijas de la persiana veneciana descendían largas flechas de luz a medida que avanzaba el día, como líneas de un reloj solar de la jornada laboral de Agatha.

Al día siguiente todo habría acabado, su breve etapa como empleada en su antigua empresa de relaciones públicas llegaría a su fin, y podría volver a casa. La verdad era que no había disfrutado de su vuelta al trabajo. El poco tiempo que llevaba retirada le había arrebatado el entusiasmo necesario para negociar la publicidad de sus clientes con los periódicos y los canales de televisión.

Si bien conservaba suficiente de su antigua energía y agresividad como para salir airosa del desafío, echaba en falta el pueblo de Carsely, en los Cotswolds, y a sus amigos. Al principio había ido a pasar allí algún fin de semana, pero la atormentaba tanto volver a Londres el domingo que al final había optado por quedarse en la ciudad y seguir trabajando.

Había pensado que su recién descubierto talento para hacer amigos le habría servido en la City, pero la mayoría del personal de la agencia era mucho más joven que ella, que ya pasaba de la cincuentena, y prefería reunirse para almorzar y después de la jornada. Roy Silver, el joven amigo que la había embaucado para que trabajara para Pedmans durante seis meses, también había estado esquivándola; siempre que Agatha le proponía salir a tomar algo o se acercaba a charlar con él, Roy le decía que estaba «demasiado ocupado».

Suspiró y miró el reloj. Ese día había quedado con un periodista del Daily Bugle para cenar y tomar unas copas, y no le apetecía nada. Tenía que hablarle de una nueva estrella del pop, Jeff Loon, cuyo verdadero nombre era Trevor Biles. Le resultaba difícil promocionar a alguien como Jeff Loon, un jovencito esmirriado, cubierto de acné y que parecía tener una alcantarilla por boca. Pero al parecer poseía una voz de tenor irlandés muy apreciada y hacía poco había grabado algunos temas románticos antiguos, que habían obtenido un gran éxito. Así que había que darle una nueva imagen de joven apreciado por la Inglaterra de clase media, el tipo de chico al que adoraban los papás y las mamás. Y para conseguirlo había que mantenerlo alejado de la prensa todo lo posible y en su lugar mandar a Agatha Raisin a hablar con los periodistas.

Agatha entró en el lavabo del personal y se cambió; se puso un vestido negro y un collar de perlas, que le pareció el atuendo más indicado para potenciar la imagen sobria de su cliente. No conocía al periodista con el que iba a encontrarse, pero había indagado sobre él. Se llamaba Ross Andrews. En el pasado había sido un reportero de primera línea, aunque al hacerse mayor lo habían expulsado a la página de espectáculos. Los periodistas de cierta edad a menudo se ven relegados a escribir en las páginas de sociedad o de entretenimiento o, peor aún, a responder las cartas de los lectores.

Habían quedado en la City, pues desde que las empresas periodísticas se habían mudado al East End, Fleet Street había dejado de ser la calle de la prensa. Se encontrarían en el bar del City Hotel y cenarían en el restaurante del mismo hotel, que era aceptable y sus ventanas ofrecían una buena vista del río Támesis.

Mientras se miraba en el espejo se meneó para encajarse bien el vestido, que pese a ser una compra reciente le quedaba sospechosamente ceñido. Demasiadas comidas y cenas a cuenta de la empresa. En cuanto volviera a Carsely se quitaría los kilos de más.

Al pasar por el vestíbulo, el portero, Jock, se levantó de un salto para abrirle la puerta y, con una sonrisa empalagosa, le dijo:

—Buenas noches, señora Raisin. —Pero en cuanto Agatha se alejó, añadió por lo bajini—: ¡Vieja bruja asquerosa!

En una ocasión ella le había dicho: «Es usted el portero, ¿verdad? Pues abra la maldita puerta cada vez que me vea. ¡Y deprisa!», y el holgazán de Jock nunca se lo había perdonado.

Agatha caminó junto con la gente que volvía a casa; era una mujer fornida y resuelta, con el pelo corto, pequeños ojos de oso y unas bonitas piernas.

El hotel estaba sólo a unas calles de distancia. Dejó la luz del atardecer y se sumió en la penumbra del bar del hotel. Aunque nunca había visto al tal Ross Andrews, su experimentada mirada lo distinguió de inmediato. Llevaba un traje oscuro y corbata, aunque tenía el típico aire desastrado y astuto de un reportero veterano. El pelo, que empezaba a escasearle, lucía un sospechoso tono negro, su cara era gruesa, la nariz, rojiza, y los ojos, azul claro. En sus buenos tiempos tal vez pudo haber sido atractivo, pensó Agatha al acercarse a él, pero los años de alcoholismo le habían pasado factura.

—¿Señor Andrews?

—Señora Raisin. Llámeme Ross. He pedido una copa y la he cargado en su cuenta —dijo animadamente—. Supongo que todo corre a cargo de la agencia, ¿no?

Agatha pensó que los periodistas eran expertos en colar falsas facturas de comidas que no se habían celebrado para embolsarse el dinero. Pero cuando se trataba de una cuenta de gastos ajena, parecían no tener límite.

Tras saludarlo con un gesto de la cabeza, Agatha se sentó frente a él y le pidió un gin-tonic al camarero.

—Llámame Agatha —dijo—. ¿Cómo van las cosas por el Daily Bugle? —preguntó, pues sabía que no valía la pena entrar en materia hasta que el periodista creyera que había tomado las suficientes copas para justificar el esfuerzo de escribir unas líneas.

—No muy bien, qué quieres que te diga —comentó con tono lúgubre—. El problema es que los periodistas de hoy en día no tienen ni idea del oficio. Salen de esas penosas facultades de periodismo y están a años luz de profesionales como nosotros, que aprendimos buscándonos la vida. Vuelven de un trabajo y dicen: «Oh, no he podido preguntárselo, el marido acaba de morir», o alguna memez por el estilo. Yo les digo: «Niñato, en mis tiempos lo sacaríamos en primera plana y pasaríamos olímpicamente de los sentimientos de la gente.» Pero sólo buscan caer bien. Un buen reportero nunca cae bien.

—Eso es verdad —dijo Agatha con cierto énfasis.

Él llamó al camarero y le pidió otro whisky con agua sin preguntarle a Agatha si le apetecía tomar otra copa.

—El problema empezó cuando dieron la gestión de los periódicos a los contables, esa gentuza cutre y envidiosa que recortan los gastos y discuten por cada céntimo. Vaya, recuerdo...

Agatha sonrió y dejó de prestarle atención. ¿Cuántas veces se había encontrado en situaciones similares y oído quejas por el estilo? Al día siguiente sería libre y no volvería a trabajar nunca más, al menos como relaciones públicas. Había vendido su propia empresa del sector para poder jubilarse antes de tiempo y retirarse a Carsely, que había acabado seduciéndola con su población acogedora y cálida. Echaba de menos su vida allí. Añoraba la Asociación de Damas de Carsely, las meriendas en la vicaría, la plácida existencia

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