Sálvame de los hombres peligrosos

S.A. Lelchuk

Fragmento

Capítulo 1

1

El bar estaba en West Oakland. No era más que un bloque de hormigón achaparrado en mitad de un aparcamiento. Los carteles de neón de Bud Light proyectaban una luz azul sobre la docena de coches y camionetas destartalados estacionados delante. Nunca había estado allí. Seguramente no volviera. Me detuve en un extremo del parking, en la periferia de las luces. Apagué el motor de mi Aprilia roja. Entré. Eran las primeras horas de la noche de un viernes, poco más de las nueve. Había alrededor de media docena de hombres de aspecto tosco junto a la barra, otros cuantos sentados a las mesas y dos en el billar. Y solo otra chica, que conformaba la mitad de una pareja embutida en un oscuro reservado esquinero, con una jarra de cerveza en medio. Llevaba un pendiente de aro en la nariz. Siempre había sentido curiosidad por saber si esos pendientes dolían tanto como parecía.

Me quedé de pie junto a la barra.

—Una Heineken.

—Son cinco dólares.

El camarero era un tipo canoso, grande y panzudo que pasaba de los cincuenta. Me miró de arriba abajo sin molestarse en disimularlo. Igual que el resto de la parroquia. Pues vale.

Cogí la cerveza, le di un trago y me dirigí al baño de mujeres. Olía a desinfectante Lysol y a abrillantador de suelos. Clavé la mirada en el espejo desconchado y me observé con detenimiento. Era alta, medía un metro setenta y seis. Algo más con las pesadas botas de motorista que llevaba puestas. Me alisé el pelo de color caoba que el casco me había alborotado. Nadie me habría descrito como delgada, pero me mantenía en forma. Eché un vistazo a los ajustados vaqueros lavados a la piedra y a la camiseta negra de cuello redondo que llevaba bajo una cazadora de cuero negro sin abrochar. Un poco de sombra alrededor de los ojos verdes y un toque de carmín rojo que en circunstancias normales no me habría puesto jamás. Tenía buen aspecto.

Podía empezar.

Me dirigí a la mesa de billar y arrojé una moneda sobre el tapiz.

—Soy la siguiente —dije.

Los dos hombres que estaban jugando tenían más o menos mi edad, treinta y tres años. Me lanzaron esa mirada hambrienta que los hombres lanzan a las mujeres. Casi depredadora. Como si quisieran devorarme de un bocado rápido. Como si al hablarles me hubiera acercado a mordisquear el lóbulo de una oreja, a susurrar algo obsceno. El más alto sujetaba el taco con una sola mano, despreocupado. Se volvió de nuevo hacia la mesa. Llevaba una gorra de los Raiders, negra y plateada, con la visera hacia atrás. Apuntó con cuidado y metió la última bola rayada. La golpeó con más fuerza de la necesaria. Era algo habitual en los hombres. Solo los jugadores buenos de verdad eran capaces de resistir la tentación de pegar fuerte, de presumir. Apuntó de nuevo. Tiró un poco más despacio, la bola blanca impactó contra la ocho y la envió con suavidad hacia una tronera. Ganó.

Se volvió hacia mí.

—Te toca, entonces.

Hizo ademán de agacharse para meter las monedas.

—He retado yo. Pago yo.

Se detuvo y se encogió de hombros.

—Tú misma.

Recuperé el cuarto de dólar que había lanzado sobre la mesa y me saqué otros tres del bolsillo. Dejé el bolso junto a la cerveza y me agaché para meter las monedas por la ranura. Noté que todo el bar me miraba el culo, apretado en los vaqueros ajustados. Me hirvió la sangre.

—¿Sabes coger bien el palo? —me preguntó su amigo.

Esbozó una expresión lasciva al decirlo y enfatizó la palabra «palo». Era más bajo, con una barriga cervecera prominente bajo una camiseta llena de manchas. Como si su pregunta fuera a provocarme ganas de llevármelo al baño para hacerle una paja rápida. No me molesté en contestar. Me limité a acercarme al soporte de los tacos, tirar del que parecía más recto y hacerlo rodar sobre la mesa. Había vivido épocas mejores, pero valdría.

—¿Nos jugamos unos besos, cariño?

Ocurrencia de mi futuro oponente. El Gorra de los Raiders. La misma mierda en todos los bares del país, casi seguro. En todos los bares del mundo.

Levanté la mirada hacia él.

—Si quiero darme besitos con alguien, iré al baile de graduación.

—Te haces la dura —contestó como si estuviera coqueteando con él—. Pero todas termináis ablandándoos.

No aparté la vista de él.

—No me hago la dura. Juego por dinero. A menos que solo quieras jugarte unas copas. Es tu mesa. Tú decides.

Cuando dije eso, no le quedó otra opción.

—No suelo aceptar dinero de las chicas.

Me llevé la mano al bolsillo trasero. Lancé un billete de cincuenta dólares sobre la mesa.

—El más pequeño que tengo.

Intercambió una mirada con su amigo, perplejo.

Todo el mundo nos estaba observando.

Bien.

—De acuerdo. —Hurgó en su billetera. Sacó dos billetes de veinte y uno de diez—. Rompo yo.

Cuando había dinero sobre la mesa, la gente siempre espabilaba un poco. Rompió con un buen golpe. Metió dos bolas lisas y tuvo suerte en el resto de la distribución de la tirada. Coló otras dos antes de fallar un tiro de banda. Eso le ponía más o menos al mismo nivel de los jugadores de billar que podían encontrarse en cualquier bar con una mesa. Ni muy malo ni muy bueno. En la media. Eso estaba bien. En realidad, la primera partida no iba de ganar. Tenía más que ver con descubrir qué tipo de cosas quería hacer la otra persona y hasta qué punto era probable que lograse hacerlas. Ganar era secundario.

Bebí un trago largo de cerveza y metí la mitad de mis bolas sin decir una palabra.

Sosegada, sin prisas. Dejando que cada disparo posicionara el siguiente. Secuencial. Cada movimiento preparando el próximo. Pensando no en lo que estaba haciendo, sino en lo que quería hacer a continuación. Las bolas emitieron pequeños y educados clics a lo largo y ancho del fieltro verde y arañado. Una vez oí decir que lo único que diferenciaba a los ajedrecistas aficionados de los grandes maestros era la cantidad de movimientos que eran capaces de ver con antelación.

Siempre me había imaginado que en el billar también era un poco así.

Cuando fallé, mi oponente cogió el taco con una expresión resuelta en la cara. Concentrado, consciente de que tenía entre manos algo más que un culo bonito. Y tampoco tenía ganas de perder sus cincuenta dólares. No lo culpaba. Nunca había conocido a nadie a quien le gustara perder dinero.

Disparó y falló. Nervios, tal vez. Había más gente mirándonos.

Yo me sentía bien. Tranquila. Relajada. Metí la otra mitad de las bolas rayadas. Le di unos golpecitos con el taco a la tronera de la esquina más alejada y apunté a la ocho sin decir nada en absoluto.

Entró con suavidad. Gané.

Cogí su dinero de la mesa y me lo guardé en el bolsillo. Dejé mis cincuenta dólares donde estaban.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos