Los crímenes de Saint-Malo (Comisario Dupin 9)

Jean-Luc Bannalec

Fragmento

El primer día

El primer día

—Un trozo de brillat-savarin, por favor.

Vaciló un instante, pero al final Georges Dupin, comisario de la policía de Concarneau, no pudo contenerse. Se le hacía la boca agua. Era uno de sus quesos favoritos, un queso blando, peculiar, divino. Triple crème. Especialmente delicioso en una baguete recién salida del horno, crujiente y calentita.

El queso era un alimento básico para Dupin. Si no había más remedio, podía privarse de muchas cosas, pero no del queso, que iba justo después del café en su ranking personal. A continuación, le seguían otras cosas imprescindibles, como la baguete y el vino. Y la buena charcutería. Y, por supuesto, los entrecots. Y las cigalas. De hecho, bien pensado, había tantas cosas que el concepto de imprescindible en sí resultaba absurdo.

Dupin fue de un lado a otro ante el puesto de quesos del fantástico mercado de Saint-Servan, un barrio situado en la parte oeste de Saint-Malo.

—Y otro de langres, por favor.

En el mercado reinaba una gran actividad, pero no había ajetreo. Se percibía el peculiar ambiente de inicio de semana: la gente aún estaba animada y el futuro inmediato parecía superable. También el langres estaba entre los favoritos de Dupin: un queso blando, de color rojo anaranjado, hecho con la leche cruda de las vacas de la región de Champaña-Ardenas y madurado durante varias semanas con calvados. Tenía un sabor intenso, con un toque salado y picante.

—Y póngame también un trozo de rouelle du tarn —añadió tras fingir que dudaba.

Un queso de cabra del sur, de aroma equilibrado, con delicadas notas de nuez.

En el escaparate había docenas de quesos dispuestos en fila y apilados: de leche de cabra, de oveja y de vaca, y de distintos tamaños, formas, texturas y colores. Era una auténtica delicia.

En el letrero que había encima del puesto se leía LES FROMAGES DE SOPHIE. El aire estaba impregnado de distintos aromas a queso que se fundían con los delicados olores procedentes de los puestos que había alrededor: hierbas aromáticas recién cortadas, especias conocidas y exóticas, embutidos, patés, abultados tomates corazón de buey, fresas, frambuesas, frutos secos, fruta confitada, bollería irresistible… Una sinfonía de fragancias con tonos sabrosos y dulces, que abría el apetito y despertaba la gula.

—Pruebe este, señor. Un ferne de la moltais. Es una tomme de la Bretaña, un queso de montaña, de la zona de Rennes. Es de leche de vaca y tiene unos sorprendentes matices afrutados. Es un poco más duro, de una textura fabulosa, ya verá.

La simpática joven, de cabello oscuro y corto, con gafas y un pañuelo azul atado al cuello, le mostró un trozo. Dupin no necesitaba las explicaciones de la vendedora de quesos para entusiasmarse, le bastaba con mirar, pero aquellas palabras hacían que todo resultara aún más delicioso.

—Vamos, lléveselo —le animó con tono severo y las cejas enarcadas la señora mayor de pelo blanco que iba detrás de él en la cola—. Joven, se encuentra usted ante uno de los mejores puestos de queso de la ciudad. Y créame que hay muchos. Salta a la vista que usted no es de aquí.

Sus palabras sonaron a reproche.

Aquella anciana lo había identificado con acierto como forastero, pero el comisario no entendía por qué. Aunque se hallaba «muy al norte», en el límite oriental de la Bretaña del Canal, no muy lejos de la frontera normanda, Saint-Malo formaba parte de la Bretaña. De hecho, la primera reacción de Nolwenn y Le Ber cuando les comunicó que se ausentaría unos días para asistir a un seminario de la policía en Saint-Malo ya le había hecho sospechar que la cuestión era mucho más compleja de lo que parecía. Al parecer, esa ciudad tenía un estatus muy especial, ya que tanto su maravillosa secretaria como su primer inspector solo la habían visitado una vez, y eso que Dupin tenía la impresión de que ambos habían estado varias veces en las demás localidades de la Bretaña. Además, y eso resultaba muy sospechoso, en esta ocasión no había tenido que aguantar ninguna de las prolijas explicaciones que Dupin solía recibir cada vez que se ausentaba de Concarneau y visitaba otro lugar de la Bretaña. Tanto Nolwenn como Le Ber habían mencionado de inmediato el lema de Saint-Malo, que distinguía desde hacía siglos a esa orgullosa ciudad: «Ni Français, ni Breton: Malouin suis!». (¡Ni francés ni bretón, soy malouino!)

Le Ber le había contado de forma sucinta que, entre los siglos XVI y XIX, la ciudad se había enriquecido mucho, primero gracias al comercio textil y luego, sobre todo, por el negocio del corso, la piratería que los monarcas franceses legalizaron. Rica, poderosa e independiente, Saint-Malo pasó de ser una pequeña ciudad a una audaz potencia marítima sin nada que envidiar a las demás. Así se había forjado el carácter malouino: triunfante, dueño de sí mismo, orgulloso. Aunque para muchos como Nolwenn y Le Ber eso más bien significaba soberbio, arrogante y presuntuoso. Para colmo de males, aquella afirmación inusitada, indignante incluso, de no considerarse bretones era una tremenda provocación. En cambio, el hecho de no sentirse franceses despertaba las más cálidas simpatías entre los bretones. Como no podía ser de otro modo, la oposición a todo tipo de dominación extranjera, el amor incondicional a la libertad y la voluntad obstinada de defenderla y salvaguardarla con la vida era algo profundamente bretón, hasta el punto de que Le Ber, al final de su explicación, escueta como pocas, había llegado a una paradoja temeraria: que Saint-Malo no quisiera ser bretona la convertía en una ciudad especialmente bretona; de hecho, genuinamente bretona. Además, pronunció un elogio inmenso: esa región era, «hay que admitirlo», el corazón culinario de la Bretaña. «¡Es un festín de delicias sin igual! —dijo—. De hecho, no solo Saint-Malo, sino toda la región, Dinard y Cancale incluidas.»

En ese momento, la quesera interrumpió los pensamientos de Dupin.

—Afinan la tomme durante más de diez semanas con ingredientes secretos —decía—. El queso bretón está en auge desde hace algunos años, caballero. Los jóvenes afinadores están causando furor con unas creaciones fantásticas.

Dupin adoraba probar comida en las paradas. Formaba parte de la visita al mercado. Siempre salía saciado cuando iba al de Concarneau los sábados por la mañana. Le encantaban esos lugares, unos paraísos culinarios capaces de provocar un dulce delirio con su gran oferta, variedad y abundancia. Un elemento invariable de la rica cultura de los mercados eran también las tiendas de utensilios de cocina, sobre todo ollas y cuchillos. Dupin sentía debilidad por los buenos cuchillos.

El marché de Saint-Servan en Saint-Malo era un mercado especialmente notable. No solo por su ubicación, en el corazón de un barrio muy animado, sino por el edificio que ocupaba, de una belleza excepcional. Dupin dedujo que debía ser de los años veinte. E

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