Todo arde (Todo arde 1)

Juan Gómez-Jurado

Fragmento

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1

Un arranque

Todo lo que va a suceder —los muertos, la riada de titulares en los periódicos, el cambio que dará un vuelco al país— comienza de la forma más prosaica.

No es nada extraño. Las mejores historias tienen inicios humildes. Una manzana prohibida, otra que cae en la cabeza de un físico, otra sobreimpresa en la carcasa de un ordenador. Cuando quieres darte cuenta, te han echado del paraíso, has descubierto la gravitación universal o fundado una empresa billonaria.

Esta historia no arranca con una manzana.

Esta historia arranca con un bote de champú del Mercadona. Y nada volverá a ser lo mismo.

Quien sostiene el bote de champú —dos botes, de hecho— es Aura Reyes.

Cuarenta y cinco años, viuda, madre de dos niñas (ma-ra-vi-llo-sas, dicho así, separando mucho las sílabas y abriendo mucho la boca). A punto de tener una revelación trascendental.

Violenta, incluso.

De esas que sólo un individuo entre un millón experimenta una vez en la vida.

A Aura le llega en la ducha, con el agua resbalándole por el pelo empapado. Tan caliente que la espalda ya ha comenzado a enrojecerse. Aura mira los dos botes y comprende que ya no podrá ver la vida de la misma forma, nunca más.

Lo que, tan sólo tres horas después, provoca un desastre de proporciones épicas.

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2

Un capó

Cuando el rostro de Aura golpea contra el capó del coche patrulla, la rabia se transforma en miedo.

No es la fuerza del impacto. Es el conjunto.

El peso del policía sobre la espalda, apretándola contra la carrocería.

Su olor, mezcla de colonia deportiva, café de máquina y algo más (dentro de unos días Aura descubrirá que es lubricante para armas, pero no nos adelantemos).

El frío de las esposas en torno a las muñecas. El ruido que hace el mecanismo al cerrarse, un crujido doble. La presión del acero contra el hueso, dolorosa e ineludible.

El calor del motor del coche, aún en marcha, que le inunda las mejillas. La resistencia del capó, que ha cedido unos centímetros, pero que aguarda impaciente regresar a su posición.

Las luces del coche, reflejándose en el cristal del escaparate. Los flases de los teléfonos móviles de los transeúntes ociosos de Serrano, que relumbran en el crepúsculo, iluminando los ojos abiertos y asustados de Aura.

La voz rasposa del segundo policía, al que Aura logra escuchar, con esfuerzo, a través del caos.

—Identificación, señora —repite.

Con poco aire en los pulmones, el pavor en la garganta y la boca seca como el corcho, Aura lucha por formar palabras. Finalmente se oye decir, muy bajito y con voz de otra persona:

—En mi bolso.

Que aún sigue unido a su hombro, y el agente tiene que soltar brevemente las esposas para poder cogerlo. Aura aprieta los puños por puro instinto de huida. El agente que la sujeta aumenta la presión sobre ella. Un breve recordatorio de su indefensión.

El cuero del bolso —un Prada tote original, colección otoño invierno de 2019— hace un ruido esponjoso al aterrizar sobre el capó cubierto de lluvia. El policía no quiere saltarse el procedimiento, y se ha cuidado mucho de que la detenida vea cómo hurga en sus pertenencias.

Democracia uno, dignidad cero, piensa Aura.

Un brillo de labios rueda fuera del bolso, pasa frente a su nariz —con el logo de Dior girando a toda velocidad— y cae al suelo.

Aura va a protestar —es el último que le queda—, pero la voz del segundo policía se lo impide.

—Señora, hemos comprobado su DNI y nos consta que tiene usted pendiente un ingreso en prisión.

El policía que la sujeta relaja la presión sobre ella, ayudándola a incorporarse. Como si el descubrimiento de que es una criminal convicta y condenada hubiese reducido su peligrosidad física inmediata. Igual que entrar a la tienda de Nespresso y ver que la expresión de la encargada cambia cuando le alargas la tarjeta de fidelización. No quiere un café gratis, es clienta habitual.

Con el policía, lo mismo. Incluso le coloca un poco la chaqueta, que había hecho un burruño a media espalda con tanto forcejeo. Y tiene el detalle de recogerle el pintalabios.

Aura se vuelve hacia ellos, tratando de serenarse. De dialogar. Lo suyo es convencer a la gente, al fin y al cabo.

—El ingreso es dentro de tres semanas —dice apoyándose en el coche.

Endereza la espalda y trata —inútilmente— de componer una imagen de ciudadana ejemplar.

El primer policía, el que la sujetaba, es un joven alto, de rostro aniñado. Se da la vuelta y se mete en la tienda intentando no pisar los cristales rotos. El otro, más bajo y corpulento, observa a Aura mientras se da golpecitos en la mano con el borde de su DNI.

—¿Puede explicarme qué es lo que ha pasado ahí dentro, señora?

Aura mira hacia el escaparate destrozado, como si fuera la primera vez que lo viera.

Uno de los neones del escaparate parpadea, moribundo, y elige ese momento para descolgarse del último cable que lo sostenía y hacerse añicos sobre la acera.

—Un malentendido, agente.

El policía asiente con la cabeza y se sacude restos de cristales de la bota. Podría pasarle a cualquiera, dice su rostro. Si no amable, al menos comprensivo. Un encogerse de hombros, un en Madrid está lloviendo y todo sigue como siempre.

—Ya veo. Pues va a tener que explicárselo al juez, para que él lo entienda.

El sol se ha puesto ya, las farolas se han encendido, no son horas para que un juez vea a nadie. Eso Aura lo sabe, el policía también. Y eso es lo que provocaba el miedo de Aura. Certificado por la realidad de las esposas, del arma en la cintura del policía. De las luces estroboscópicas que le rebotan en los ojos y con cada vuelta anclan su pensamiento en una única idea.

Pase lo que pase, esa noche no puede dormir en el calabozo.

—No he hecho nada.

El agente vuelve a asentir con la cabeza. Otro encogerse de hombros, un amiga mía, no sé qué decir ni qué hacer para verte feliz.

—Es la primera vez que lo oigo, señora.

Adelanta una mano y la coge del brazo. El mero contacto disipa su elocuencia y hace estallar su miedo.

No habla.

No razona. No dialoga.

Aura se revuelve, forcejea, grita.

—¡Mis hijas! ¡Mis hijas!

Hay más flases de curiosos, más risas. Por fin tienen su espectáculo, su foto para el grupo de WhatsApp de la oficina, su story en Instagram. Hashtag#Serrano; hashtag#pijatarada.

El momento más celebrado es cuando la agarran del cuello para meterla en el coche intentando que no se golpee con la cabeza al entrar.

Sin éxito.

Aura se desploma en el asiento de atrás, con la visión borrosa, sin fuerzas. El portazo que sella su destino es lo último que escucha antes de desmayarse.

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