La presidenta

Alicia Giménez Bartlett

Fragmento

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Capítulo 1

 

 

 

 

—¿Ustedes han visto las imágenes de una ballena, hermoso animal, varada y muerta en la playa? Boca arriba, monstruosa por el tamaño, pero que impacta porque tiene la dignidad de un gigante. Es curioso, nos sentimos un poco culpables, como si hubiéramos contribuido a matarla por la historia del cambio climático, el planeta hecho trizas y todo lo demás. Aparece como de la nada y la gente se entera enseguida y va a contemplarla, le hacen fotos, se preguntan cómo ha llegado al lugar y por qué.

»Bueno, pues esa es exactamente la impresión que me dio cuando entré en su habitación del hotel. Estaba completamente vestida, no vayan a pensar, con su collarón de grandes perlas en el cuello, que no se lo quitaba ni para dormir. Los ojos abiertos mirando al techo. ¡Dios!, sé que no debía haberla tocado para nada, pero lo primero que hice fue cerrárselos. No lo podía soportar. Aquellos ojazos suyos, que igual se reían que se convertían en los de una fiera a punto de atacar. Y de la boca saliéndole aquella espuma rara..., esa boca que daba una orden y te entraban ganas de cuadrarte como un militar. Todos le tenían miedo, yo también, ¿para qué negarlo?, era una fuerza de la naturaleza y eso está muy bien, pero ya sabemos que un ciclón se te lleva por delante sin preguntar. Aún no puedo creérmelo, disculpen.

Al testigo le flaqueó un poco la voz. Se apretó los párpados por debajo de las gafas, que al elevarse le enmarcaron la frente dándole el aspecto de un insecto.

—Tranquilícese, por favor.

—Estoy un poco alterado.

—No es para menos. Mejor lo dejamos, ya tendrá tiempo de testificar con calma. Señor Badía, estamos ante un tema muy delicado. Usted ha sido jefe de prensa de la señora Castellá durante los últimos seis años que estuvo en activo.

—Sí. Poco antes yo había dimitido por ella, en cuanto vi que el partido la dejaba tirada como una colilla. No pertenezco al partido y además soy una persona leal.

—Está bien, está bien, de acuerdo. Pero ahora no me interrumpa, por favor. Lo que voy a decirle es muy importante. ¿Ha hablado con alguien de todo esto?

—Con nadie en absoluto. Avisé al director del hotel y él les llamó a ustedes.

—¿En algún momento entró el director del hotel en la habitación de la señora Castellá?

—No. Cuando le dije cómo la había encontrado se puso muy nervioso, cogió el teléfono para avisarles a ustedes y no quiso ver nada.

—Muy bien, muy bien, perfecto. ¿Por qué tenía usted la llave de la habitación de la señora Castellá?

—Vine a acompañarla desde Valencia para que no estuviera sola frente a su declaración ante el Supremo. Cuando trabajábamos juntos yo siempre me quedaba otra tarjeta de su puerta por si..., por si no oía el despertador.

—¿Solía pasarle eso?

Cabeceó con incomodidad, visiblemente remiso a responder.

—Bueno..., en ocasiones..., si se había celebrado alguna cena la noche anterior..., ella podía sentirse un poco mal.

—Se pasaba con el alcohol. ¿Es eso lo que quiere decir?

Asintió dolorosamente. El comisario continuó:

—No es necesario que le diga, señor Badía, que todo esto no es confidencial. Sí, ha oído bien, no es confidencial sino absolutamente secreto, una especie de secreto de Estado. No sabemos qué saldrá de todo este terrible asunto, pero, dada la personalidad pública y política de la finada, el secreto es básico, crucial hasta que no se aclaren las cosas. Me ha entendido, ¿verdad?

Badía asintió repetidamente con la cabeza. Estaba confuso, estaba asustado, pero entendía a la perfección lo que acababa de escuchar, aun cuando ni siquiera sabía con quién hablaba. Su interlocutor acabó de inquietarlo cuando añadió a sus palabras anteriores:

—No comente con nadie este tema. Con nadie, y aquí incluyo a su familia o personas allegadas. Si cometiera alguna indiscreción, podría caer sobre usted todo el peso de la ley. Espero que no le haya quedado ninguna duda.

—No, ninguna duda. ¿Puedo saber con quién estoy hablando, señor?

—Juan Quesada Montilla, director de la Policía Nacional. En días sucesivos le informaré de lo que debe hacer.

 

 

Juan Quesada Montilla no era un hombre que se amilanara con facilidad. No se llega a un cargo como el suyo sin un carácter fuerte, resolutivo, audaz. Sin embargo, soltó para sus adentros casi todos los denuestos que conocía. Luego, empezó con silenciosas imprecaciones divinas: «¡Dios eterno, me queda un año hasta la jubilación!, ¡Virgen santa!, ¿por qué ha tenido que tocarme a mí?». Aun desgranando aquellas letanías mentales, que solo buscaban una cierta relajación momentánea, fue capaz de ponerse a pensar muy en serio antes de que empezaran a lloverle las piedras. Se entrevistó con quien debía, hizo todo lo que era necesario hacer, dio todas las órdenes que se requerían, repitió unas cien veces la palabra «urgente» y, cuando todo estuvo en marcha, desconectó su teléfono móvil y se fue al parque del Retiro para pasear. Había comprobado en su larga carrera que era maravilloso ausentarse en los momentos de máxima tensión. Aplicar aquella estrategia le había funcionado siempre. Uno enciende la maquinaria, seguro de encontrar preparado lo que necesita, y se esfuma en el aire durante un tiempo prudencial. El evitar reacciones viscerales, broncas improductivas y preguntas imposibles de responder resultaba básico para su competencia profesional.

Como el mediodía era claro y de temperatura agradable, en el parque había niños jugando, jóvenes parejas que paseaban, ancianos sentados plácidamente al sol. Todas aquellas personas a las que veía dependían en cierto modo de él, o al menos eso le gustaba creer. La seguridad de la gente, su bienestar, su paz, todo eso le había sido encomendado. Siempre fue un policía vocacional. A lo largo de los años sus ascensos sucesivos lo convencieron de haberlo hecho razonablemente bien. Era cierto que, a medida que se iba incrementando su responsabilidad en los diferentes puestos, llegó a la conclusión de que para velar por el bienestar general no siempre se podía transitar por el camino de la ortodoxia. No, obviamente había que saltarse pasos de cebra, acelerar en trechos de velocidad limitada, adelantar en cambio de rasante y dejarse desabrochado el cinturón. Pero nunca antes se había encontrado en una situación como la que ahora se le presentaba. ¿Qué infracción debería cometer para salir airosamente de este trance? Los símiles que le venían a la cabeza incrementaban su inquietud: sentarse al volante con los ojos cerrados, o sin tener el ca

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