Índice
Cubierta
El resplandor
PRIMERA PARTE PRELIMINARES
1. ENTREVISTA DE TRABAJO
2. BOULDER
3. WATSON
4. EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
5. LA CABINA TELEFÓNICA
6. PENSAMIENTOS NOCTURNOS
7. EN OTRO DORMITORIO
SEGUNDA PARTE EL DÍA DEL CIERRE
8. VISTA PANORÁMICA DEL OVERLOOK
9. LIQUIDACIÓN DE CUENTAS
10. HALLORANN
11. EL ESPLENDOR
12. RECORRIDO SOLEMNE
13. LA ENTRADA PRINCIPAL
TERCERA PARTE EL AVISPERO
14. EN LO ALTO DEL TEJADO
15. EN LA TERRAZA
16. DANNY
17. EN EL CONSULTORIO
18. EL ÁLBUM DE RECORTES
19. ANTE LA PUERTA 217
20. CONVERSACIÓN CON EL SEÑOR ULLMAN
21. PENSAMIENTOS NOCTURNOS
22. EN LA FURGONETA
23. EN LA ZONA INFANTIL
24. LA NIEVE
25. EN EL INTERIOR DE LA 217
CUARTA PARTE AISLADOS POR LA NIEVE
26. EL PAÍS DE LOS SUEÑOS
27. EL CATATÓNICO
28. «¡FUE ELLA!»
29. CONVERSACIÓN EN LA COCINA
30. NUEVA VISITA A LA 217
31. EL VEREDICTO
32. EL DORMITORIO
33. EL VEHÍCULO PARA LA NIEVE
34. LOS SETOS
35. EL VESTÍBULO
36. EL ASCENSOR
37. EL SALÓN DE BAILE
QUINTA PARTE CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE
38. FLORIDA
39. EN LAS ESCALERAS
40. EN EL SÓTANO
41. A LA LUZ DEL DÍA
42. EN VUELO
43. INVITA LA CASA
44. CONVERSACIONES EN LA FIESTA
45. AEROPUERTO DE STAPLETON, DENVER
46. WENDY
47. DANNY
48. JACK
49. EL VIAJE DE HALLORANN
50. REDRUM
51. LA LLEGADA DE HALLORANN
52. WENDY Y JACK
53. LA DERROTA DE HALLORANN
54. TONY
55. LO QUE FUE OLVIDADO
56. LA EXPLOSIÓN
57. LA SALIDA
58. EPÍLOGO/VERANO
Doctor sueño
Notas
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Dedico este libro
a Joe Hill King, que esplende.
Algunos de los más hermosos hoteles de temporada del mundo se hallan situados en el estado de Colorado, pero el que se describe en estas páginas no se basa en ninguno de ellos. El Overlook y la gente que con él se vincula no existen más que en la imaginación del autor.
En ese aposento… se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del reloj salía un tañido claro, resonante, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que de hora en hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir… para escuchar el sonido; y las parejas danzantes cesaban por fuerza en sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y mientras aún resonaban los tañidos del reloj, se notaba que los más vehementes palidecían y los de más edad y más sensatos, se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a un confuso ensueño o meditación. Pero apenas los ecos cesaban, livianas risas se difundían por la reunión…; y se sonreían de su nerviosidad… mientras se prometían unos a otros en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas al cabo de sesenta minutos… el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación de antes.
Mas a pesar de esas cosas, la jarana era alegre y magnífica…
E. A. POE
La máscara de la Muerte Roja
El sueño de la razón produce monstruos.
GOYA
Cuando esplenda, esplenderá.
Dicho popular
PRIMERA PARTE
PRELIMINARES
1. ENTREVISTA DE TRABAJO
Menudo empleaducho engreído, pensó Jack Torrance.
Ullman no pasaría de un metro sesenta y cinco de estatura, y al moverse lo hacía con la melindrosa rapidez propia de los hombres bajos y obesos. La raya del pelo era milimétrica, y vestía un traje oscuro, sobrio, aunque reconfortante. Aquel traje parecía invitar a las confidencias cuando se trataba de un cliente cumplidor, pero transmitía un mensaje más lacónico al ayudante contratado: «más vale que sea usted eficiente». Llevaba un clavel rojo en la solapa, probablemente para que por la calle nadie confundiera a Stuart Ullman con el empresario de pompas fúnebres.
Mientras hablaba, Jack pensó que, en aquellas circunstancias, probablemente a nadie le habría gustado estar al otro lado de la mesa.
Ullman le había hecho una pregunta, sin que él alcanzara a oírla. Mala suerte, se dijo. Ullman era una de esas personas capaces de archivar en su computadora mental los errores de este tipo para tenerlos en cuenta más adelante.
–¿Qué decía?
–Le preguntaba si su mujer conoce realmente el trabajo que ha de hacer aquí. También está su hijo, por supuesto –echó un vistazo a la solicitud que tenía ante sí– … Daniel. ¿A su esposa no le asusta la idea?
–Wendy es una mujer extraordinaria.
–¿Su hijo también lo es?
Jack esbozó una amplia sonrisa de «relaciones públicas».
–Creemos que sí. Para sus cinco años es un chico bastante seguro de sí mismo.
Ullman no le devolvió la sonrisa. Guardó la solicitud de Jack en una carpeta, que fue a parar a un cajón. La mesa quedó completamente despejada, salvo por un secante, un teléfono, una lámpara y una bandeja de Entradas/Salidas, también vacía.
Ullman se levantó y se dirigió hacia el archivador, colocado en un rincón.
–Por favor, acérquese, señor Torrance. Vamos a ver los planos del hotel.
Volvió con cinco hojas grandes, que desplegó sobre la brillante superficie de nogal del escritorio. Jack se quedó de pie junto a él, y percibió claramente el olor de la colonia de Ullman. «Mis hombres usan English Leather, o no usan nada.» El anuncio le vino a la mente sin motivo alguno, y tuvo que morderse la lengua para dominar un acceso de risa. Desde el otro lado de la pared, llegaban débilmente los ruidos de la cocina del hotel Overlook. Al parecer, estaban terminando el servicio de comidas.
–La última planta –comentó Ullman–, es el desván. En la actualidad no hay más que trastos. El Overlook ha cambiado de manos varias veces desde la guerra, y parece que cada uno de los directores echó en el desván todo lo que no quería. Quiero que pongan ratoneras y cebos envenenados. Algunas camareras de la tercera planta aseguran que han oído ruidos ahí arriba. Aunque no lo creo, no debe haber una sola oportunidad entre cien de que una rata se aloje en el Overlook.
Jack, que sospechaba que todos los hoteles del mundo alojaban al menos un par de ratas, guardó silencio.
–Por supuesto, no dejará que su hijo suba al desván bajo ninguna circunstancia.
–No –convino Jack, y volvió a sonreír afablemente. Qué situación más humillante, pensó. ¿Acaso este empleaducho engreído cree que dejaré jugar a mi hijo en un desván con ratoneras, atestado de trastos y de sabe Dios qué otras cosas?
Ullman apartó el plano del desván y lo puso debajo de los otros.
–El Overlook tiene ciento diez habitaciones –anunció con solemnidad–. Treinta de ellas, todas suites, están en la tercera planta; diez en el ala oeste (incluyendo la suite presidencial), diez en el centro y las otras diez en el ala este. Todas ellas tienen una vista estupenda.
¿No podrías, por lo menos, interrumpir tu discurso?, se preguntó, pero guardó silencio, ya que necesitaba el empleo.
Ullman puso el plano de la tercera planta debajo de los demás y los dos examinaron el de la segunda.
–Cuarenta habitaciones –prosiguió Ullman–, treinta dobles y diez individuales. Y en la primera planta, veinte de cada clase. Además, hay tres armarios de ropa blanca en cada planta, un almacén en el extremo este de la segunda planta y otro en el extremo oeste de la primera. ¿Alguna pregunta?
Jack negó con la cabeza y Ullman guardó los planos de la primera y segunda planta.
–Bueno, ahora la planta baja. Aquí, en el centro, está el mostrador de recepción; detrás de él la administración. El vestíbulo mide veinticinco metros a cada lado del mostrador. En el ala oeste están el comedor Overlook y el salón Colorado. El salón de banquetes y el de baile ocupan el ala este. ¿Alguna pregunta?
–Sólo referente al sótano, que para el vigilante de invierno es el lugar más importante –respondió Jack–. Vamos, donde se desarrolla la acción…
–Todo eso se lo enseñará Watson. El plano de los sótanos está en la pared del cuarto de calderas –frunció el entrecejo con aire de importancia, quizá dando a entender que, como director, no le concernían aspectos del funcionamiento del Overlook tan terrenales como las calderas y la fontanería–. Tal vez no sea mala idea poner algunas ratoneras también ahí abajo. Espere un minuto…
Garabateó una nota en un bloc que sacó del bolsillo interior de la chaqueta (cada hoja llevaba en bastardilla la inscripción «De la mesa de Stuart Ullman»), arrancó la hoja y la dejó en el apartado de «Salidas» en la bandeja. El bloc pareció desaparecer en su bolsillo, como si acabara así un truco de magia. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Este tipo es un verdadero artista, pensó Jack.
Volvieron a la posición del principio, Ullman detrás de la mesa del despacho y Jack frente a él, entrevistador y entrevistado, solicitante y patrón reacio. Éste entrecruzó sus pulcras manos sobre el papel secante y miró fijamente a Jack; Ullman era un hombre menudo y calvo, con traje de banquero y discreta corbata gris. La flor que lucía en la solapa contrastaba con una pequeña insignia, sobre la que se leía en pequeñas letras doradas: PERSONAL.
–Francamente, señor Torrance, Albert Shockley es un hombre muy poderoso. Tiene grandes intereses en el Overlook… que por primera vez en su historia ha dado beneficios en la última temporada. El señor Shockley pertenece también al Consejo de Administración, pero no es hombre de hostelería, y él sería el primero en admitirlo. Ahora bien, en lo que respecta a este asunto del vigilante, ha expresado claramente sus deseos: quiere que le contratemos a usted, y así lo haré. Pero de haber tenido libertad de acción en esta cuestión, yo jamás le habría admitido.
Sudorosas, luchando una con otra, las manos de Jack se trababan tensamente. Empleaducho engreído, maldito cretino, se dijo.
–No creo que le importe mucho mi opinión, señor Torrance, ni a mí me interesa la suya. Sin duda sus sentimientos hacia mí no tienen nada que ver con mi convicción de que no es usted el hombre adecuado para este trabajo. Durante la temporada que va del quince de mayo al treinta de septiembre, el Overlook emplea a ciento diez personas en dedicación completa; es decir, una por cada habitación del hotel. No creo que a muchos de ellos les caiga simpático, y sospecho que algunos me consideran un tanto odioso. Puede que tengan razón al opinar así de mi carácter; para administrar este hotel de la manera que merece, tengo que ser un poco odioso.
Miró a Jack en espera de que hiciera algún comentario, pero se limitó a desplegar su sonrisa de «relaciones públicas», amplia e insultantemente llena de dientes.
–El Overlook –explicó Ullman– fue construido entre 1907 y 1909. La ciudad más próxima es Sidewinder, situada a sesenta y cinco kilómetros al este de aquí, por carreteras que desde finales de octubre o noviembre quedan bloqueadas hasta abril. Lo construyó un hombre llamado Robert Townley Watson, el abuelo de nuestro actual encargado de mantenimiento. Aquí se han alojado los Vanderbilt, los Rockefeller, los Astor y los Du Pont. Y la suite presidencial la han ocupado cuatro presidentes: Wilson, Harding, Roosevelt y Nixon.
–De Harding y Nixon no estaría tan orgulloso –murmuró Jack.
Ullman frunció el entrecejo con indiferencia.
–Para el señor Watson fue excesivo, de manera que vendió el hotel en 1915. Volvió a ser vendido en 1922, 1929 y 1936, y estuvo vacante hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. Luego fue adquirido y completamente renovado por Horace Derwent, millonario inventor, piloto, productor de cine, empresario.
–He oído hablar de él –comentó Jack.
–Por supuesto. Parecía que todo lo que tocaba se convertía en oro… a excepción del Overlook. Invirtió en él más de un millón de dólares antes de que el primer huésped de posguerra atravesara sus puertas para convertir esta reliquia decrépita en un lugar de moda. Derwent hizo instalar las canchas de roqué que le vi admirar cuando llegó.
–¿De roqué?
–Un antecedente británico de nuestro cróquet, señor Torrance. El cróquet es un roqué bastardeado. Según cuenta la leyenda, Derwent aprendió el juego de su secretario social y quedó completamente prendado de él. Es posible que la nuestra sea la mejor cancha de roqué en Norteamérica.
–Estoy seguro –asintió seriamente Jack. Una cancha de roqué, un jardín ornamental con arbustos recortados en forma de animales… ¿qué más podía esperar? Empezaba a cansarse del señor Stuart Ullman, pero era obvio que aún no había terminado. Sin duda iba a decir lo que se había propuesto, hasta la última palabra.
–Después de perder tres millones, Derwent vendió el hotel a un grupo de inversionistas californianos, cuya experiencia fue igualmente nefasta. No era gente de hostelería, eso es todo.
»En 1970 el señor Shockley y un grupo de sus asociados compraron el hotel y me confiaron su administración. También nosotros hemos tenidos números rojos durante varios años, pero me satisface decir que la confianza que los actuales propietarios depositaron en mí jamás se ha debilitado. El año pasado no tuvimos pérdidas. Y este año, por primera vez en casi siete décadas, las cuentas del Overlook se escribieron con tinta negra.
Jack supuso que su orgullo estaba justificado, pero de inmediato volvió a embargarle una profunda sensación de desagrado.
–No veo relación alguna entre la historia del Overlook, realmente interesante, lo admito, y su sospecha de que no valgo para el puesto, señor Ullman –señaló.
–Una de las razones por las que el Overlook ha perdido tanto dinero consiste en la depreciación que se produce todos los inviernos, y que reduce el margen de ganancias mucho más de lo que creería, señor Torrance. Los inviernos son de una crudeza extrema. Para hacer frente al problema contraté a un vigilante permanente, que mantuviera encendidas las calderas y distribuyera diariamente las partes del hotel que reciben calefacción. Debía reparar las averías que se produjeran, de manera que los elementos no pudieran vencernos, mantenerse alerta para solucionar todas y cada una de las contingencias posibles. Durante nuestro primer invierno contraté a una familia en lugar de un hombre solo, y se produjo una tragedia… una tragedia horrible.
Ullman miró a Jack con mirada fría.
–Cometí un error y no tengo inconveniente en admitirlo. El hombre era alcohólico.
Jack sintió que en su boca se dibujaba una mueca áspera y lenta, la antítesis de la sonrisa que hasta el momento había esbozado.
–¿Conque era eso? Me sorprende que Al no se lo haya dicho. Yo he dejado la bebida.
–Sí, el señor Shockley me comentó que ya no bebía. También me habló de su último trabajo… es decir, de su último cargo de responsabilidad. Usted enseñaba inglés en una escuela preparatoria de Vermont, y tuvo un acceso de mal genio… creo que no es necesario que sea más explícito. Sin embargo, casualmente creo que el caso de Grady tiene cierta relación, y por eso he mencionado el tema de su… historia anterior. Durante el invierno del 70 al 71, después de la restauración del Overlook, pero antes de nuestra primera temporada, contraté a ese… desdichado llamado Delbert Grady, y que ocupó las habitaciones que ahora compartirá usted con su mujer y su hijo. Él tenía mujer y dos hijas. Yo tenía mis reservas, entre las cuales las principales eran el rigor de la estación invernal y el hecho de que los Grady pasarían de cinco a seis meses aislados del mundo exterior.
–Pero en realidad, no es así, ¿verdad? Aquí hay teléfono y quizá también una radio de aficionado. Además, el Parque Nacional de las Montañas Rocosas está dentro del alcance de vuelo de un helicóptero, y estoy seguro de que con una extensión tan grande deben de tener un par de esos aparatos.
–No lo sé –admitió Ullman–. El hotel tiene un emisor y receptor de radio que el señor Watson le enseñará, y también le dará una lista de las frecuencias en que debe transmitir si necesita ayuda. Las líneas telefónicas con Sidewinder todavía son aéreas, y casi todos los inviernos caen en algún punto; en ese caso es probable que queden por el suelo entre tres semanas y un mes y medio. En el cobertizo hay un vehículo para la nieve.
–Así pues, el lugar no está realmente aislado.
El señor Ullman parecía apenado.
–Imagine que su mujer o su hijo cayeran por las escaleras y se rompieran el cráneo, señor Torrance. ¿Pensaría entonces que el lugar no está aislado?
Jack comprendió a qué se refería. Un vehículo para la nieve, a toda velocidad, le permitiría llegar a Sidewinder en una hora y media… con suerte. Un helicóptero del servicio de rescate de los parques podría tardar tres horas… en llegar… en condiciones óptimas. Pero si había una tormenta de nieve, no podría despegar, ni se podía contar con ir a toda velocidad en un vehículo de esos, aunque se arriesgara uno a salir con una persona gravemente herida, afrontando temperaturas que podían ser de veinticinco grados bajo cero… o de cuarenta y cinco, teniendo en cuenta el viento como factor de enfriamiento.
–En el caso de Grady –continuó Ullman–, hice el mismo razonamiento que al parecer ha hecho el señor Shockley con usted. La soledad en sí misma puede ser peligrosa. Es mejor que un hombre tenga consigo a su familia. Pensé que, si hay algún problema, lo más probable es que no sea algo tan urgente como una fractura de cráneo o un accidente con alguna de las herramientas mecánicas o un ataque epiléptico. Un caso grave de gripe, una neumonía, un brazo roto… incluso una apendicitis… cualquiera de esas cosas habría dejado tiempo suficiente.
»Sospecho que lo que sucedió fue consecuencia de un exceso de whisky barato (del que sin que yo lo supiera, Grady había hecho una abundante provisión) y de una extraña reacción a la que antes solían llamar «fiebre de encierro». ¿Conoce la expresión? –preguntó Ullman con una sonrisa de suficiencia, dispuesto a explicarla tan pronto como su interlocutor hubiera admitido su ignorancia.
Pero Jack, ni corto ni perezoso, le respondió con rápida precisión:
–Es la forma popular de denominar una reacción claustrofóbica que puede darse cuando varias personas se encuentran encerradas durante un tiempo prolongado. La sensación de claustrofobia se exterioriza como aversión hacia la gente con quien uno se encuentra encerrado. En casos extremos puede dar como resultado alucinaciones y violencia, que pueden llevar al asesinato por motivos tan triviales como una comida quemada o una discusión sobre a quién le toca lavar los platos.
Ullman le miró un tanto perplejo, de lo cual Jack se sintió muy feliz. Decidió llevar un poco más lejos su ventaja, mientras silenciosamente prometía a Wendy que conservaría la calma.
–Supongo que también se equivocó en eso. ¿Grady les hizo daño?
–Las mató, señor Torrance, y después se suicidó. Asesinó a las pequeñas con un hacha y a su mujer con una pistola, con la que luego se suicidó. Tenía una pierna rota. Sin duda estaba tan borracho que se cayó por las escaleras.
Ullman separó ambas manos, mientras miraba virtuosamente a Jack.
–¿Tenía estudios?
–No –respondió Ullman con cierta rigidez–. Creí que un hombre… poco imaginativo sería menos susceptible a los rigores, a la soledad…
–Pues ése fue su error –declaró Jack–. Un hombre necio es más propenso a la fiebre de encierro, de la misma manera que tiene más propensión a matar a alguien por una partida de naipes o a cometer un robo siguiendo el impulso del momento. Porque se aburre. Cuando nieva, no se le ocurre otra cosa que ver la televisión o hacer solitarios, y hacerse trampa cuando no puede sacar todos los ases. No tiene otra cosa que hacer que quejarse a su mujer, reñir a los niños y beber. Le cuesta dormir sin oír más que el silencio. Entonces se emborracha para dormir y después despierta con resaca. Se pone quisquilloso. Y para colmo se queda sin teléfono y el viento le tira la antena de televisión y no puede hacer nada más que pensar y hacer trampas en el solitario y ponerse cada vez más y más quisquilloso. Y por último… bum, bum, bum.
–¿Y en cambio un hombre más culto, como usted, digamos?
–A mi mujer y a mí nos gusta leer. Estoy escribiendo una obra de teatro, como tal vez le haya dicho Al Shockley. Danny tiene sus rompecabezas, sus libros para colorear y su radio de galena. Tengo intención de enseñarle a leer y también a usar las raquetas para la nieve. A Wendy también le gustaría aprender a manejarlas. Sí, creo que podríamos mantenernos ocupados y no tirarnos los trastos a la cabeza unos a otros si se nos averiara la televisión –hizo una pausa–. Y Al le dijo la verdad cuando le contó que yo había dejado de beber. Lo hice, antes, y la cosa llegó a ser grave; pero en los últimos catorce meses no he probado ni un vaso de cerveza. No tengo la intención de traer aquí ni una gota de alcohol, ni pienso que haya oportunidad de conseguirlo después de que empiece a nevar.
–En eso tiene razón –convino Ullman–. Pero mientras estén aquí ustedes tres, los posibles problemas se multiplican. Se lo advertí al señor Shockley, y él dijo que asumía la responsabilidad. Ahora se lo he advertido a usted y, al parecer, también está dispuesto a asumirla.
–Así es.
–De acuerdo. Lo aceptaré, ya que no tengo otra opción. No obstante, preferiría tener un joven universitario sin familia que quisiera tomarse un año de descanso. En fin, quizá usted lo haga bien. Ahora le presentaré al señor Watson, que le enseñará el sótano y los terrenos adyacentes al hotel. A menos que tenga que hacerme alguna pregunta.
–No, ninguna.
Ullman se puso de pie.
–Espero que no queden entre nosotros resentimientos, señor Torrance. Le aseguro que en todo lo que le he dicho no hay nada personal. Sólo pretendo lo mejor para el Overlook. Es un gran hotel, y quiero que siga siéndolo.
–Por supuesto que no hay ningún resentimiento –dijo Jack, sonriendo de nuevo, pero se alegró de que Ullman no le tendiera la mano.
2. BOULDER
Al mirar por la ventana de la cocina lo vio sentado en la acera, sin jugar con los camiones ni el vagón, ni siquiera con el planeador de madera de balsa que tanto le había divertido durante la semana anterior, cuando Jack se lo llevó. Simplemente estaba sentado, esperando que apareciera el descolorido Volkswagen, con los codos apoyados en las piernas para sostenerse el mentón con ambas manos. Era un chiquillo de cinco años esperando a su padre.
De pronto, Wendy se sintió mal. Estaba a punto de echarse a llorar.
Colgó el paño de la barra que había junto al fregadero y bajó la escalera mientras se abrochaba los dos botones superiores de la bata. ¡Jack y su orgullo! «Eh, no, Al no necesito un adelanto. Voy tirando por ahora.» Las paredes del pasillo estaban llenas de rayaduras, de marcas de tiza y de lápices, de pintura; la escalera, empinada, llena de astillas. El edificio entero olía a rancio. ¿Acaso era un lugar apropiado para Danny, después de la pulcra casa de ladrillos de Stovington? Los vecinos del tercero no estaban casados y, aunque a Wendy eso no le preocupara, la inquietaban las constantes y rencorosas peleas. Le daban miedo. El hombre se llamaba Tom, y cuando los bares cerraban y ellos regresaban a casa, empezaban las disputas en serio… en comparación, el resto de la semana no eran más que preliminares. Jack las llamaba «las peleas nocturnas de los viernes», pero no eran ninguna broma. La mujer, Elaine, terminaba siempre entre sollozos, repitiendo una y otra vez: «No, Tom. Por favor, no. Por favor, no…» Y él no dejaba de gritar. En cierta ocasión incluso habían llegado a despertar a Danny, que dormía como una piedra. A la mañana siguiente Jack se encontró con Tom al salir y estuvo un rato hablando con él en la acera. Tom empezó a fanfarronear, Jack habló en voz demasiado baja para que Wendy lo oyera, y Tom se limitó a menear hoscamente la cabeza y se marchó. Durante unos días las cosas fueron mejor, pero el fin de semana siguiente volvieron a la «normalidad…»
La sensación de congoja volvió a inundarla, pero ya había llegado a la acera y la dominó. Alisándose el vestido, se sentó junto a su hijo en el bordillo de la acera.
–¿Qué pasa, doc?1
El pequeño esbozó una tímida sonrisa.
–Hola, ma.
Tenía el planeador entre los pies, calzados con playeras, y Wendy advirtió que una de las alas estaba rajada.
–¿Quieres que trate de arreglarlo, cariño?
Danny volvía a mirar fijamente la calle.
–No, papá lo arreglará.
–Es posible que no vuelva hasta la hora de la cena, doc. Estos recorridos de montaña son muy largos.
–¿Crees que se romperá el cacharro?
–No.
Su hijo le había dado un nuevo motivo de preocupación. Gracias, Danny. Era lo que necesitaba, pensó.
–Papá dijo que era posible –comentó Danny, aburrido–. Dijo que la bomba de la gasolina se iba a la mierda.
–No digas eso, Danny.
–¿Bomba de la gasolina? –inquirió con auténtica sorpresa. Wendy suspiró.
–No, «se iba a la mierda». No digas eso.
–¿Por qué?
–Es vulgar.
–¿Qué es vulgar, ma?
–Es como cuando te hurgas la nariz en la mesa o vas a hacer pis y no cierras la puerta del cuarto de baño. O decir cosas como «se iba a la mierda». Mierda es una palabra vulgar. La gente educada no la dice.
–Papá la dice. Mientras miraba el motor del coche dijo: «Cristo, la bomba de la gasolina se va a la mierda.» ¿Papá no es gente educada?
¿Cómo te metes en estos líos, Winnifred?, pensó y luego respondió:
–Claro que sí, pero además es una persona mayor, y tiene mucho cuidado de no decir cosas así en presencia de personas que no las entenderían.
–¿Como el tío Al?
–Sí.
–¿Cuando yo sea mayor podré decirlo?
–Supongo que sí, aunque a mí no me guste.
–¿A qué edad?
–¿Qué te parece a los veinte, doc?
–Es mucho tiempo para esperar.
–Sí, creo que sí, pero inténtalo.
–Bueno.
El niño volvió a mirar la calle. Sus músculos se contrajeron un poco, como si fuera a levantarse, pero el coche que se aproximaba era mucho más nuevo y de un rojo más brillante. Volvió a relajarse. Wendy pensaba en lo difícil que debía de haber sido para él la mudanza a Colorado. Aunque el niño no hubiera dicho una palabra, a ella le preocupaba el tiempo que pasaba solo. En Vermont, tres de los colegas de Jack en la facultad tenían niños de la misma edad de Danny, pero en este barrio del chico no tenía con quién jugar. La mayoría de los apartamentos estaban ocupados por estudiantes universitarios y de los pocos matrimonios que vivían en Arapahoe Street, casi ninguno tenía hijos. Wendy había visto quizá una docena de chicos que estarían ya en la escuela secundaria o al término de la primaria, tres bebés y nada más.
–Mami, ¿por qué se quedó sin trabajo papá?
Arrancada bruscamente de su ensueño, Wendy buscó desesperadamente una respuesta. Ella y Jack se habían planteado distintas maneras de responder a la previsible pregunta de Danny, que iban desde la evasión hasta la verdad pura y simple, sin ambages. Pero el pequeño jamás había hecho la pregunta. Sin embargo, la había formulado en el peor momento, cuando ella estaba deprimida y menos preparada que nunca para recibirla. El niño la miraba, leyendo tal vez la confusión en su rostro y formándose sus propias ideas sobre el asunto. Pensó que, para los niños, los motivos y las acciones de los adultos debían de parecer tan enormes y amenazadores como las alimañas que se vislumbran entre las sombras de un bosque en la oscuridad. Pensó que debían de sentirse manipulados como marionetas, sin tener más que vagas nociones de los motivos. La idea la llevó otra vez peligrosamente al borde del llanto, y mientras trataba de reprimirlo, se inclinó parar recoger el planeador y empezó a darle vueltas entre las manos.
–Papá dirigía el grupo de controversia, Danny. ¿Te acuerdas de eso?
–Claro –respondió el niño–. «Discutir es disputar, pero por gusto», ¿era eso?
–Sí.
Con la mirada fija en la marca SPEEDOGLIDE y en las calcomanías azules de las alas, sin dejar de dar vueltas al planeador, Wendy empezó a contar a su hijo la verdad exacta.
–En el grupo había un muchacho que se llamaba George Hatfield, a quien papá tuvo que excluir porque no era tan bueno como los demás. George dijo que papá lo había excluido porque le resultaba antipático, no porque no sirviera. Después hizo algo muy feo, creo que eso ya lo sabes.
–¿Fue él quien nos pinchó los neumáticos del coche?
–Así es. Fue después de clase, y papá lo sorprendió haciéndolo. –Wendy volvió a vacilar, pero ya no había alternativa, debía decir la verdad o mentir–. Papá… a veces hace cosas que después lamenta. No piensa como debería. No es que le suceda a menudo, pero a veces sí.
–¿Hizo daño a George Hatfield como cuando yo le desparramé todos sus papeles?
Wendy parpadeó para hacer retroceder las lágrimas y recordó a Danny con un brazo escayolado.
–Algo así, cariño. Papá le golpeó para que dejara de pincharle los neumáticos, y George le dio un golpe en la cabeza. Luego las personas que dirigen la escuela decidieron que George no podía seguir siendo alumno y que papá no podía seguir siendo profesor. –Aterrorizada, se interrumpió en espera del diluvio de preguntas.
–Ah –murmuró Danny, y volvió a ensimismarse mirando la calle. Al parecer, el tema se había agotado. Wendy deseó poder darlo tan fácilmente por terminado.
Se levantó y dijo:
–Voy a preparar una taza de té, cariño. ¿Quieres un par de galletas y un vaso de leche?
–Prefiero esperar a papá.
–No creo que llegue a casa antes de las cinco.
–Tal vez venga temprano.
–Tal vez –convino Wendy.
Se alejaba por la acera cuando el niño la llamó.
–¿Mami?
–¿Qué, Danny?
–¿Tú quieres que vayamos a vivir a ese hotel todo el invierno?
¿Cuál de las cinco mil respuestas debía darle? ¿La que había sentido la noche anterior o aquella misma mañana? Todas eran diferentes, abarcaban todo el espectro, desde el rosado más feliz a un negro mortal.
–Si es lo que papá quiere, yo estoy de acuerdo –hizo una pausa y preguntó–: ¿Y tú?
–Supongo que sí –contestó Danny–. Aunque allí no hay mucha gente con quien jugar.
–Echas de menos a tus amigos, ¿verdad?
–A veces echo de menos a Scott y a Andy.
Wendy volvió junto a su hijo para besarlo y le mesó su rubio cabello, que empezaba a perder la sedosidad de la infancia. Era un muchacho muy solemne, y en ocasiones Wendy se preguntaba cómo se las arreglaba para sobrevivir teniéndolos a ella y a Jack como padres. Después de tantas esperanzas, se habían visto reducidos a un sórdido edificio de apartamentos en una ciudad que no conocían. La imagen de Danny con el brazo escayolado volvió a alzarse ante ella. En el Servicio de Asignaciones Sociales de Dios alguien se había equivocado, y a veces Wendy temía que fuera un error que jamás podría rectificar y que tendría que pagar el más inocente de todos. Abrazó a su hijo y dijo:
–No cruces la calle, doc.
–Sí, mami.
Wendy volvió a subir, entró en la cocina y puso a calentar el agua para el té. Dejó un par de galletas en un plato, por si Danny decidía subir mientras ella estaba acostada. Con el gran tazón de cerámica frente a ella, se sentó a la mesa y volvió a mirar al niño por la ventana; seguía sentado al borde de la acera, con sus vaqueros y la camisa de color verde oscuro de la escuela, demasiado grande para él. El planeador estaba a su lado. Las lágrimas que le habían amenazado durante todo el día la invadieron súbitamente y Wendy, envuelta en el vapor rizado y fragante de la tetera, estalló en un llanto lleno de dolor y pérdida por el pasado, de terror ante el futuro.
3. WATSON
«Tuvo usted un acceso de mal genio», había dicho Ullman.
–Bueno, aquí está el horno –dijo Watson mientras encendía una luz en la oscura habitación, que olía a humedad. Era un hombre musculoso, de cabello ensortijado, camisa blanca y pantalón verde oscuro. Abrió una pequeña puerta enrejada que había en la panza del horno y él y Jack se inclinaron para mirar dentro.
–Ésta es la luz piloto.
Un incesante chorro azul se elevaba con un silbido. Fuerza destructiva canalizada, pensó Jack, pero la palabra clave era destructiva, no canalizada. Si uno metía la mano allí dentro, en tres segundos quedaría asada.
Un acceso de mal genio, recordó Jack una vez más. Danny, ¿estás bien…?
El horno, sin duda el más grande y viejo que Jack había visto en su vida, ocupaba todo el recinto.
–El piloto tiene un seguro –le explicó Watson–. Este pequeño automático de aquí mide el calor. Si baja de cierto punto, el piloto automático acciona un timbre que suena en sus habitaciones. Las calderas están al otro lado de la pared. Ahora se las enseñaré.
De un golpe cerró la portezuela enrejada y, rodeando el horno, condujo a Jack hacia otra puerta. El hierro irradiaba un calor abrumador y, sin saber por qué, Jack pensó en un enorme gato dormitando. Watson hizo tintinear las llaves, mientras silbaba.
Un acceso de… Los recuerdos no dejaban de acecharle. Recordó que cuando volvió a entrar en su despacho y vio a Danny allí, de pie, vestido sólo con unas bragas y sonriendo, una espesa y lenta nube de rabia le eclipsó la razón. En el fondo de su alma pensó que todo había ocurrido lentamente, pero de hecho debió de ocurrir en menos de un minuto. Esta presunta cadencia debía de ser la misma que induce a pensar que algunos sueños son lentos. Sin embargo, se trataba más bien de una pesadilla. Parecía que mientras había estado fuera, las puertas y los cajones de su despacho hubieran sido saqueados, así como el armario, los estantes y la biblioteca de puertas corredizas. Todos los cajones de la mesa estaban abiertos. Su manuscrito, la comedia en tres actos sobre la que venía trabajando lentamente, basada en una novela corta escrita siete años atrás, antes de graduarse, estaba desparramada por el suelo. Jack estaba bebiendo una cerveza mientras corregía el segundo acto, cuando Wendy le dijo que tenía una llamada telefónica. Danny aprovechó el momento para derramar sobre las páginas la lata de cerveza. «Para ver la espuma, para ver la espuma…» Las palabras se repetían en su mente como un acorde surgido de un piano desafinado, cerrando el circuito de su cólera. Lentamente avanzó hacia su hijo de tres años, que lo miraba sonriendo, satisfecho de lo que acababa de hacer en el despacho de papá. Danny empezó a decir algo y en ese momento le aferró la mano y se la dobló para que soltara la goma de borrar y el lápiz portaminas que sostenía. Danny lanzó un alarido desgarrador. ¡Qué difícil era recordarlo todo a través de la bruma de cólera, el golpe seco y desafinado de ese único acorde! Wendy preguntó desde alguna parte qué pasaba… Era una cuestión entre ellos dos. Jack agarró a Danny para darle unos azotes. Sus gruesos dedos se hundieron en la delicada carne del pequeño antebrazo, apretando hasta cerrar el puño. El chasquido del hueso al romperse no fue muy fuerte, trató de convencerse Jack, aunque en realidad le había parecido ensordecedor, abriéndose paso como una flecha a través de la bruma roja. Sin embargo, en vez de dejar entrar la luz del sol, aquel ruido había dejado paso a las nubes oscuras del remordimiento y la vergüenza, del terror, de la angustiosa convulsión del espíritu. Fue un ruido preciso, que separaba el pasado del futuro, un sonido como el que hace un lápiz cuando se quiebra, o una astilla para el fuego, después de romperla con la rodilla. Hubo un momento de espantoso silencio en el otro lado, tal vez por respeto hacia el futuro que comenzaba, hacia el resto de su vida. Vio cómo el rostro de Danny palidecía, cómo abría desorbitadamente los ojos, poniéndose vidriosos, y estuvo seguro de que se desplomaría en el charco de cerveza y papeles. Oyó su propia voz, débil y ebria, farfullando, procurando hacer que todo retrocediera, buscando una manera de olvidar el chasquido del hueso al quebrarse y de volver al pasado, como si hubiera un statu quo en la casa, preguntando: ¿Estás bien, Danny? Recordó el alarido de Danny por respuesta y después Wendy, aterrada, boquiabierta al acercárseles y ver el grotesco ángulo que formaba el antebrazo de Danny con el codo; en el mundo de las familias normales no había brazos que articularan así. Ella gritó al abalanzársele para tomarlo en brazos, balbuceando: «¡Oh Dios, Danny, querido, oh santo Dios, tu pobre bracito!» Él, aturdido e inmóvil, trató de comprender cómo podía haber sucedido una cosa así. No se movió hasta que sus ojos se encontraron con los de su mujer y en ellos vio que Wendy lo odiaba. En ese momento no se le ocurrió qué podía significar aquel odio; sólo más adelante cayó en la cuenta de que esa noche ella podría haberle abandonado, haberse ido a un motel, haber presentado una demanda de divorcio a la mañana siguiente o haber llamado a la policía. Lo único que vio fue que su mujer lo odiaba y eso le hizo sentirse abrumado, completamente solo, horriblemente mal. Era algo parecido a la proximidad de la muerte. Después, Wendy corrió hacia el teléfono para marcar el número del hospital, con su vociferante hijo sostenido en el nido del brazo, sin que él se moviera. Permaneció inmóvil, en medio de su despacho en ruinas, oliendo a cerveza y pensando…
«Tuvo un acceso de mal genio…»
Ásperamente se pasó la mano por los labios y siguió a Watson al cuarto de calderas. Era un lugar húmedo, pero no era sólo la humedad lo que le cubrió de un sudor enfermizo y pegajoso la frente, el vientre y las piernas, sino que fue el recuerdo, ese azote cruel capaz de hacer que aquella noche de hacía dos años pareciera algo ocurrido hacía dos horas. No había distancia en el tiempo. Volvieron la vergüenza y la repulsión, la sensación de no valer nada, esa sensación que le empujaba a tomar un trago, lo que era motivo de una desesperación aún más sombría. ¿Habría una semana, un día, una simple hora de vigilia en que la ansiedad de beber no lo atacara por sorpresa?
–La caldera –anunció Watson. Se sacó del bolsillo trasero del pantalón un pañuelo azul y rojo, se sonó la nariz y volvió a guardar el pañuelo, no sin mirarlo brevemente para ver si encontraba algo interesante.
La caldera se erguía sobre cuatro bloques de cemento; era un largo depósito cilíndrico de metal, recubierto de cobre y remendado en muchas partes. Se extendía bajo una amalgama de cañerías y conductos que zigzagueaban hacia arriba hasta perderse en el techo del sótano, alto y decorado de telarañas. A la derecha de Jack, dos grandes tubos de calefacción atravesaban la pared que los separaba del horno colocado en la habitación contigua.
–Aquí está el manómetro –Watson le dio un golpecito–. Mide en libras por pulgada cuadrada. Supongo que ya lo sabe. Ahora lo tengo en cien, por la noche las habitaciones están un poco más frías, pero no hay muchos clientes que se quejen, qué demonios. De todas formas, en septiembre enloquecen por venir. Pero esta nena está vieja. Tiene más remiendos que un mono conseguido en la seguridad social. –De nuevo asomó el pañuelo. Tras repetir la operación anterior, agregó–: Pesqué un maldito resfriado, como siempre me pasa en septiembre. Primero aquí con esta vieja puta, después fuera, cortando el césped o rastrillando esa cancha de roqué. Primero enfriamiento, luego resfriado, solía decir mi anciana madre, que Dios la bendiga. Murió hace seis años, de cáncer. Cuando lo agarra a uno el cáncer, más vale que vaya haciendo testamento.
»Necesitará mantener la presión en no más de cincuenta o sesenta. El señor Ullman propone calentar un día el ala oeste, al siguiente el ala central, un día después el ala este. ¿No cree que está chiflado? ¡Cómo odio a ese cabrón! Todo el día ladrando como uno de esos perritos que le muerden a uno en el tobillo y después echan a correr por ahí meando la alfombra. Si los sesos fueran pólvora, no le alcanzarían para volarse la nariz. Es una lástima, las cosas que hay que ver cuando uno tiene un arma…
»Fíjese aquí. Este registro se abre y se cierra con estas anillas. Como ve, lo tengo todo marcado. Las cañerías que tienen etiquetas azules van a las habitaciones del ala este, las de etiqueta roja van al medio, las amarillas al ala oeste. Cuando quiera calentar el ala oeste debe acordarse de que es la parte del hotel que sufre realmente el clima. Cuando sopla viento, esas habitaciones se ponen peor que un mujer frígida con un cubo de hielo ya sabe dónde. Cuando sople el viento del oeste eleve la presión a ochenta. Es lo que yo haría.
–Esos termostatos de arriba… –empezó a decir Jack, pero Watson meneó vehementemente la cabeza. El pelo, esponjoso, le ondulaba sobre el cráneo.
–No están conectados. No son más que un adorno. Algunos clientes de California no están conformes si no tienen calor suficiente para cultivar palmeras en los jodidos dormitorios. Todo el calor viene de aquí abajo. Pero tiene que vigilar la presión. ¿Ve cómo va subiendo?
Dio un golpecito sobre el dial principal, que de cien libras por pulgada cuadrada había pasado a marcar ciento dos durante el soliloquio de Watson. Jack sintió que un escalofrío le recorría la espalda y tuvo una premonición funesta. Después Watson giró el regulador de presión para hacer bajar la caldera. Se escuchó un silbido y la aguja cayó bruscamente a noventa y uno. Watson cerró la válvula y el silbido se extinguió, como de mala gana.
–Ya ve cómo sube –continuó Watson–. Pero dígaselo a ese gordo de Ullman con cara de pájaro carpintero, y lo único que hará será sacar sus libros y pasarse tres horas demostrando que hasta 1982 no puede comprar otra. Le aseguro que el día menos pensado todo esto volará por los aires y espero que ese gordo cabrón esté aquí para montar en el cohete. ¡Dios, ojalá yo pudiera ser tan caritativo como era mi madre! Ella era capaz de ver algo bueno en todos, pero yo soy tan bueno como una serpiente con sarna. ¡Qué demonios, uno no puede ir en contra de su naturaleza!
»Bueno, acuérdese de bajar aquí dos veces al día y otra vez por la noche antes de meterse en la piltra. Tiene que comprobar la presión porque si se olvida, irá subiendo y subiendo y lo más probable es que usted y su familia despierten en la maldita Luna. Si la baja un poquito, no tendrá problemas.
–¿Cuál es el límite?
–Bueno, está regulada para dos cincuenta, pero mucho antes de llegar a ese punto habrá volado. No me obligaría a bajar y quedarme junto a ella si esa aguja estuviera marcando ciento ochenta.
–¿No tiene interruptor automático?
–Por supuesto que no. Cuando construyeron esto, no exigían esas cosas. Ahora el gobierno se mete en todo, ¿no? El FBI abre las cartas, la CIA te llena la casa de malditos micrófonos… mire lo que le pasó a Nixon. ¿No fue un espectáculo penoso? Pero si baja regularmente a vigilar la presión, no habrá problemas. Y acuérdese de alternar los conductos como él dice. No quiere que ninguna de las habitaciones esté a mucho más de diez grados, a no ser que tengamos un invierno asombrosamente suave. El apartamento donde ustedes se alojen pueden mantenerlo a la temperatura que quieran.
–¿Y qué hay de las cañerías?
–Sí, a eso iba. Es por aquí…
Entraron en una habitación rectangular que daba la impresión de tener kilómetros de longitud. Watson tiró de un cordón y una bombilla de 60 vatios arrojó un resplandor enfermizo y vacilante sobre la estancia, al final de la cual vieron el fondo del ascensor, con sus cables cubiertos de grasa que se deslizaban sobre poleas de seis metros de diámetro y su enorme motor, engrasado y sucio. Por todas partes había periódicos, en paquetes, sueltos o en cajas –en algunas se leía «Registros», «Facturas» o «Recibos»–. Todo lo invadía un color amarillento y fangoso. Algunas cajas se caían a pedazos, derramando por el suelo hojas amarillentas que debían de tener más de veinte años. Jack miraba alrededor, fascinado. En aquellas cajas podridas podía estar enterrada la historia del Overlook.
–No es fácil mantener en funcionamiento el jodido ascensor –dijo Watson, señalándolo con el dedo pulgar–. Sé que Ullman está pagando unas cuantas cenas al inspector de ascensores para no tener que arreglar esa porquería. Aquí tiene la instalación central de fontanería.
Frente a ellos se elevaban cinco grandes cañerías, cada una de ellas con un revestimiento aislante y sujeta por bandas de acero, que ascendían hasta perderse de vista entre las sombras.
Watson señaló una estantería llena de telarañas que había junto al pozo de ventilación. Sobre ella había un montón de trapos grasientos y una carpeta archivadora de hojas separables.
–Ahí tiene los planos de fontanería –explicó–. No creo que tenga ningún problema de filtraciones porque nunca las hubo, pero a veces las cañerías se congelan. La única manera de evitarlo es dejar correr un poco los grifos durante la noche, pero en este jodido palacio hay más de cuatrocientos grifos. El gordo maricón de arriba iría gritando todo el camino hasta Denver cuando viera el recibo del agua, ¿no cree?
–Supongo que es un análisis notablemente agudo.
Watson lo contempló con admiración.
–Oiga, usted sí que es hombre de estudios, ¿sabe? Habla como un libro. Admiro a la gente así, siempre que no sean de esos tipos mariposones… ¿Sabe quién tuvo la culpa de todos esos líos de las universidades hace unos años? Los homosexuales. Como están frustrados, tienen que soltarse, salir del molde, eso dicen. ¡Bendita mierda, no sé adónde irá a parar el mundo!
»Bueno, si se le congela, lo más probable es que sea en este pozo, que no tiene calefacción, fíjese… Si ocurre, tiene esto –buscó dentro de un cajón de naranjas roto hasta encontrar un pequeño soplete de gas–. Cuando encuentre el tapón de hielo, quite el aislante y aplíquele directamente el calor. ¿De acuerdo?
–Sí. Pero ¿y si se hiela una de las cañerías que no están dentro del pozo de ventilación?
–Eso no sucederá si usted trabaja bien y mantiene el lugar caliente. De todas formas, no puede acceder a las otras cañerías. No se preocupe por eso, no tendrá problemas. ¡Menudo lugar de muerte este agujero! Está lleno de telarañas. Me da escalofríos, créame.
–Ullman me contó que el primer vigilante de invierno mató a su familia y luego se suicidó.
–Sí, ese tipo llamado Grady. Un mal bicho, lo supe desde que lo vi, siempre con esa sonrisa de zorro… sucedió cuando todo empezó de nuevo aquí. Ese jodido gordo de Ullman habría contratado al estrangulador de Boston con tal de aceptar el salario mínimo. Los encontró un guardabosques del parque nacional; el teléfono estaba cortado. Todos estaban en el ala oeste, en la tercera planta, convertidos en bloques de hielo. Una pena las pobres niñas. Tenían seis y ocho años de edad. Eran preciosas como capullos. ¡Y qué infernal revoltijo! El jodido Ullman, que durante la temporada baja administra un hotelucho de Florida, tomó un avión a Denver y alquiló un trineo para que le trajera desde Sidewinder porque los caminos estaban cerrados… ¡Un trineo! ¿No es increíble? Por poco se hernió tratando de impedir que saliera en los periódicos. Lo hizo bastante bien, tengo que admitirlo. Salió una nota en el Denver Post y, por supuesto, en ese diario de mierda que tienen en Estes Park, pero nada más. Sí, bastante bien, considerando la reputación que ha alcanzado este lugar. Esperaba que algún reportero empezara a escarbar de nuevo y pusiera a Grady como excusa para remover los escándalos.
–¿Qué escándalos?
Watson se encogió de hombros.
–Todos los grandes hoteles tienen escándalos –respondió–. Lo mismo que cualquier gran hotel tiene fantasmas. ¿Por qué? Demonios, la gente viene y va. A veces alguno estira la pata en su habitación, un ataque al corazón, un derrame o algo así. Los hoteles son lugares supersticiosos, ¿sabe? No hay planta trece ni habitación trece, ni se pone un espejo colgado de la puerta por donde se entra, ni cosas así. Verá, en el último mes de julio perdimos una fulana. Ullman tuvo que ocuparse del asunto, y puede apostar la cabeza a que lo hizo. Por algo le pagan veintidós mil por temporada, y por más que me disguste ese tipo, reconozco que se los gana. Parece que hubiera gente que viene aquí sólo para vomitar y que contrataran a un tipo como Ullman para limpiar los vómitos. Pues bien, vino esa mujer, que debía de tener sus malditos sesenta años… ¡mi edad!, con el cabello teñido más rojo que la luz de una casa de putas, las tetas caídas hasta el ombligo, no llevaba sostén, unas venas varicosas en las piernas que parecían un par de mapas de carreteras, ¡y las joyas que llevaba en el pescuezo, los brazos y las que le colgaban de las orejas! Vino con un chico que no podía tener más de diecisiete años, con el pelo largo hasta el trasero y el pantalón ajustado como si lo rellenara con las páginas de chistes. Pasaron aquí un semana o unos diez días, no sé, y todas las noches la misma historia… En el salón Colorado, de cinco a siete, ella tragando ponches como si al día siguiente fueran a declararlos fuera de la ley, y él con una botellita de Olympia que nunca se acababa. La zorra contando chistes y diciendo todas esas cosas ingeniosas, y cada vez que decía una él hacía una mueca como un jodido mono, como si le hubieran atado hilos a los extremos de la boca. Sólo que después de unos días a él le costaba cada vez más sonreír, y sabe Dios en qué tendría que pensar para conseguir que le funcionara el arma a la hora de acostarse. Bueno, después iban a cenar, él caminando y ella tambaleándose, borracha como un pato. Imagínese, el muchacho pellizcando a las camareras y sonriéndoles cuando ella no miraba. Créame que hasta hicimos apuestas a ver cuánto duraría. –Watson se encogió de hombros–. Entonces, una noche, alrededor de las diez, él bajó diciendo que su «mujer» estaba «indispuesta», es decir, que se había desmayado como todas las noches que estuvo aquí, y que iba a buscarle un remedio para el estómago. Se largó en el Porsche en que había llegado y ésa fue la última vez que se le vio el pelo. A la mañana siguiente ella bajó y trató de mantener el tipo, pero cada vez iba poniéndose más y más pálida, hasta que el señor Ullman le preguntó, muy diplomático, si querría notificar el hecho a la policía del Estado, por si él hubiera tenido un accidente o cualquier cosa. Ella se le echó encima como una gata, diciendo que era un conductor estupendo, que ella no estaba preocupada, que él volvería para la cena y cosas así. De modo que esa tarde, sobre las tres, ella fue al Colorado y no cenó nada. A las diez y media se metió en su habitación y ésa fue la última vez que la vimos viva.
–¿Qué sucedió?
–El juez del Condado dijo que se había tomado unos treinta somníferos, además de todo el alcohol. Al día siguiente apareció el marido, un gran abogado de Nueva York, y paseó al viejo Ullman por todos los corredores del infierno. Que lo demandaré por esto, lo procesaré por lo otro y cuando acabe con usted, no podrá encontrar ni un par de calzoncillos limpios y cosas por el estilo… Pero Ullman no es tonto, el muy mamón. Al final logró calmarlo. Supongo que preguntó al figurón qué le parecía que su mujer apareciera en todos los periódicos de Nueva York: Esposa de prominente blablablá neoyorquino aparece muerta con la panza llena de somníferos, después de haber estado jugando al escondite con un chico que podía haber sido su nieto…
»La policía encontró el Porsche en la parte trasera de ese bar nocturno en Lyonos, y Ullman tiró de algunos hilos para conseguir que lo devolvieran al abogado. Después, entre los dos presionaron al viejo Archer Houghton, el juez del Condado, y consiguieron que cambiara el fallo por el de muerte accidental, ataque al corazón. Y ahora el viejo Archer conduce un Chrysler. Yo no lo critico. Un hombre tiene que aprovechar lo que encuentra, especialmente cuando van pasando los años.
Volvió a sacar el pañuelo, a sonarse y, tras mirarlo, lo guardó una vez más en el bolsillo.
–¿Y qué pasa luego? Una semana después esa estúpida camarera, Delores Vickery, da un grito infernal mientras está haciendo la habitación de esos dos y cae desmayada. Cuando vuelve en sí, dice que ha visto a la muerta en el cuarto de baño, tendida en la bañera, desnuda. «Con la cara de color púrpura e hinchada. Me sonrió», dice. Así que Ullman la despidió pagándole dos semanas y le dijo que se esfumara. Calculo que en este hotel deben de haber muerto unas cuarenta o cincuenta personas desde que mi abuelo empezó el negocio en 1910. –Clavó en Jack una mirada penetrante