UNO
Viernes, 18 de junio de 1920
Pocas veces se ve a un hombre con un diamante en la barba, pero supongo que cuando a un príncipe ya no le queda espacio en las orejas, los dedos ni la ropa, los bigotes son un sitio tan bueno como cualquier otro.
Las grandes puertas de caoba de Government House se habían abierto a las doce en punto, dejando salir en lenta procesión a todo un zoo de marajás, nizams, nababs y demás fauna: un total de veinte y todos ellos cargados de seda, oro, piedras preciosas y perlas como para hundir un escuadrón entero de condesas viudas. Uno o dos se proclamaban descendientes del sol o de la luna; otros, de alguna de los centenares de deidades del hinduismo. «Los príncipes», decíamos nosotros, metiéndolos a todos en el mismo saco.
Esos veinte en concreto eran de los reinos más cercanos a Calcuta. En toda la India había más de quinientos, y las tierras bajo su gobierno sumaban dos quintas partes del país; al menos era lo que se decían a sí mismos, y nosotros no teníamos ningún reparo en confirmarlos en su engaño siempre y cuando entonasen a coro el Rule, Britannia! y jurasen sumisión al rey emperador de allende los mares.
Desfilaban como dioses, con estricto arreglo a la jerarquía, encaminándose tras el virrey hacia una docena de sombrillas de seda para resguardarse de un sol abrasador. A un lado, detrás de una hilera impenetrable de soldados con turbante de la guardia de corps del virrey, se acumulaban sin orden ni concierto consejeros reales, funcionarios y parásitos de todo pelaje, y al fondo de todo estábamos Surrender-not y yo.
Un cañonazo repentino —una salva disparada por la artillería dispuesta sobre el césped— dispersó a los cuervos que se habían posado en las palmeras. Conté los disparos: un total de treinta y uno, honor reservado al virrey, dado que ningún príncipe nativo había merecido nunca más de veintiuno. Así se hacía hincapié en que aquel funcionario británico en particular superaba en rango a cualquier figura autóctona, por muy descendiente que pudiera ser del sol.
La sesión a la que acababan de asistir los príncipes era puro teatro, al igual que los cañones. El trabajo de verdad lo harían más tarde sus ministros y los integrantes de la administración británica. Para el gobierno del Raj, lo importante era ver juntos a los príncipes, sobre la hierba, posando ante la cámara.
El virrey, lord Chelmsford, paseaba cansino sus mejores galas, con las que nunca se le notaba a gusto, y que le daban aires de portero del Claridge. Teniendo en cuenta que solía parecer un enterrador desnutrido, se había acicalado bastante, aunque al lado de los príncipes pasaba tan desapercibido como una paloma en medio de un campo repleto de pavos reales.
—¿El nuestro cuál es?
—Ese de allá —contestó Surrender-not, señalando con la cabeza a un personaje alto y bien parecido, con un turbante de seda rosa.
El príncipe a quien veníamos a ver había sido el tercero en bajar por la escalera, y ocupaba el primer puesto en la línea sucesoria de un recóndito reino de las selvas de Orissa, al suroeste de Bengala. Su alteza serenísima Adhir Singh Sai, príncipe heredero de Sambalpur, era quien había requerido nuestra presencia, o mejor dicho la de Surrender-not, con quien había estudiado en Harrow. Yo sólo estaba allí porque me lo habían mandado: órdenes directas de lord Taggart, el comisario de policía, que decía transmitirlas en nombre del mismísimo virrey. «Estas conversaciones son de la máxima relevancia —había sentenciado—, y para su éxito es crucial el beneplácito de Sambalpur.»
Se me hacía difícil creer que Sambalpur pudiera ser crucial en algún aspecto. Incluso para localizarlo en un mapa —donde lo tapaba la erre de «Orissa»— eran necesarias una lupa y una paciencia que últimamente me faltaba. Era un reino diminuto, del tamaño de la isla de Wight, con un número acorde de habitantes, pero ahí estaba yo, a punto de escuchar con disimulo una conversación entre su príncipe heredero y Surrender-not porque el gobierno de la India lo consideraba un asunto de importancia imperial.
Los príncipes rodearon al virrey para la foto oficial. Los más importantes estaban sentados en sillones dorados, y los de menor categoría tras ellos, en un banco. El príncipe Adhir se había situado a la derecha del virrey. Mientras los acomodaban, los príncipes intercambiaron algunas palabras cohibidas, hasta que el fotógrafo dio la señal; entonces, obedientes, pusieron fin a sus conversaciones y miraron a la cámara. Después de un fogonazo de bombillas que dejó constancia de la imagen para la posteridad, por fin quedaron libres.
El príncipe heredero Adhir pareció reconocer a Surrender-not. Se acercó tras desembarazarse del marajá con el que estaba conversando, en cuyo orondo cuerpo se distribuía todo el contenido de una caja fuerte, y de cuyo hombro colgaba una piel de tigre. Para ser indio, el príncipe era alto y de tez clara, con un porte de oficial de caballería o jugador de polo. Vestía con bastante sencillez, al menos en comparación con los otros que lo rodeaban: una túnica azul claro con botones de diamante, una faja dorada, pantalones blancos de seda y zapatos ingleses negros, muy lustrosos. Un broche con incrustaciones de esmeraldas y un zafiro del tamaño de un huevo de ganso le sujetaba el turbante a la cabeza.
Según lord Taggart, el padre del príncipe, el marajá, era el quinto hombre más rico de la India y, como sabía todo el mundo, el más rico de la India también lo era del mundo.
Una sonrisa asomó a su rostro al aproximarse a nosotros.
—¡Bunty Banerjee! —exclamó con los brazos abiertos—. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?
«Bunty.» Nunca había oído llamar así a Surrender-not, y eso que compartíamos piso desde hacía un año. Ese nom de guerre lo había mantenido en secreto, y no podía reprochárselo: si a alguien en el colegio le hubiese dado por apodarme Bunty, yo tampoco lo habría ido pregonando. Claro que tampoco Surrender-not era su auténtico nombre: se lo había asignado un compañero en la época de su ingreso en la Policía Imperial. El que le habían puesto sus padres era Surendranath, que significaba «rey de los dioses», y que a mí se me seguía resistiendo un poco, aunque me acercara bastante a la pronunciación correcta en bengalí. Según él, no era culpa mía, sino de que el inglés no contenía las consonantes necesarias: por lo visto faltaba una «d» blanda. A decir de Surrender-not, era una de las muchas carencias de la lengua inglesa.
—Es un honor volver a verle, alteza —dijo con una pequeña inclinación de cabeza.
El príncipe puso cara de consternación, como tienen por costumbre muchos aristócratas cuando fingen querer que los trates como a personas normales.
—Vamos, Bunty, yo creo que podemos dejar a un lado esas formalidades. ¿Quién te acompaña? —preguntó al tiempo que me tendía una mano cubierta de piedras preciosas.
—Permítame presentarle al capitán Wyndham —dijo Banerjee—, que ha trabajado en Scotland Yard.
—¿Wyndham? —repitió el príncipe—. ¿El que capturó a ese terrorista, Sen, el año pasado? Debe de ser usted el policía favorito del virrey.
Sen era un revolucionario indio que llevaba huyendo de la justicia los últimos cuatro años. Yo lo había detenido por asesinar a un funcionario británico, y casi me declaran héroe del Raj. La verdad era bastante más compleja, pero no tenía tiempo ni ganas de corregir la versión más extendida, y por encima de todo no tenía permiso del virrey, que se acogía a la Ley de Secretos Oficiales de 1911. En resumidas cuentas, sonreí y le estreché la mano al príncipe.
—Encantado de conocerle, alteza.
—Llámeme Adi, por favor —dijo él afablemente—. Todos mis amigos lo hacen. —Pensó un momento—. La verdad es que me alegro de tenerlo aquí, porque me gustaría hablar con Bunty de un tema bastante delicado, y la opinión de un hombre con sus credenciales podría ser de gran valor. De hecho, es justo lo que necesito. —Se animó—. Su presencia debe de estar inspirada por los dioses.
Podría haberle dicho que el inspirador era el virrey, más que los dioses, pero en la India británica no había mucha diferencia entre una cosa y la otra, y el hecho de que el príncipe quisiera hablar conmigo al menos me evitaba el tener que mantenerme a una distancia prudencial aguzando el oído como una madre india en la noche de bodas de su hijo.
—Estaré encantado de servirle, alteza.
Llamó con un chasquido de los dedos a un hombre calvo y con gafas que merodeaba por ahí, y cuyo nerviosismo parecía más propio de un bibliotecario perdido en un barrio peligroso de Calcuta. A pesar de sus galas, no tenía el aplomo de un príncipe, ni tampoco las joyas.
—Por desgracia aquí no se dan las mejores circunstancias para hablar del asunto —dijo el príncipe mientras el hombre se apresuraba a llegar a nuestro lado—. Si quisieran acompañarme usted y Bunty al Grand, para poder conversar a nuestras anchas...
No parecía una pregunta. Sospeché que muchas de las órdenes del príncipe estaban formuladas con un tono similar. Detrás de él el hombre calvo se embarcaba en una reverencia profunda.
—Está bien, está bien —dijo el príncipe con tono de cansancio—. Capitán Wyndham, Bunty, es un placer presentarles a Harish Chandra Davé, dewan de Sambalpur.
Dewan quiere decir «primer ministro», y pronunciado por los indios suena como «diván».
—Alteza... —dijo el dewan con una sonrisa obsequiosa, incorporándose. Estaba sudoroso. Lo estábamos todos, con la única excepción del príncipe, en apariencia. El dewan nos echó un vistazo a Banerjee y a mí, antes de hundir una mano en el bolsillo, sacar un pañuelo rojo de algodón y secarse el brillo de la frente—. Si me permite unas palabras en privado...
—Si es sobre mi decisión, Davé —dijo el príncipe de mal humor—, me temo que es irrevocable.
El dewan negó con la cabeza, incómodo.
—Permítame decirle, alteza, que dudo mucho que eso concuerde con las intenciones de su alteza vuestro padre.
El príncipe suspiró.
—Y yo dudo mucho que a mi padre le importe un comino todo este montaje. Además, mi padre no está aquí, y, a menos que él o el virrey hayan tenido a bien ascenderte al rango de yuvraj, te aconsejo que cumplas mis deseos y te pongas manos a la obra.
El dewan se pasó de nuevo el pañuelo por la frente y, tras otra profunda reverencia, retrocedió como un perro apaleado.
—Malditos burócratas... —murmuró el príncipe antes de volverse hacia Surrender-not—. No te lo creerás, Bunty, pero es guyaratí, y se cree más listo que nadie.
—El problema, Adi —dijo el sargento—, es que a menudo lo son.
El príncipe le dedicó una sonrisa irónica.
—Aun así, en cuanto se refiere a estas conversaciones, espero por su propio bien que se ciña a mis órdenes.
Por lo poco que me había dicho lord Taggart, las conversaciones en cuestión versaban sobre la creación de algo denominado Cámara de los Príncipes, que, aunque sonase a título de opereta de Gilbert y Sullivan, era la última gran idea del gobierno de Su Majestad para paliar el clamor por la autonomía, cada vez más extendido entre la población autóctona. Lo presentaban como una Cámara de los Lores india, una voz potente de y para los indios, e invitaban encarecidamente a todos los príncipes nativos a que se uniesen a ella. A mi modo de ver, la idea tenía cierta lógica perversa: a fin de cuentas, si en la India había algún grupo más desconectado que nosotros del ambiente que se respiraba entre las capas populares del país, eran esos quinientos y pico príncipes, gordos e inútiles. Suponiendo que tuviéramos a algún autóctono de nuestra parte, probablemente fueran ellos.
—¿Puedo preguntarle cuál es su postura? —dije.
El príncipe se rió con frialdad.
—Todo el asunto es una tomadura de pelo. Será una simple tertulia de café. No engañará a nadie.
—¿No lo ve factible?
—Al contrario. —Sonrió—. Mi previsión es que irá como la seda, y que el año que viene ya estará todo en marcha, pero, claro, sin que se unan los pesos pesados: Hyderabad, Gwalior... Haría tambalearse la ficción de que son países de verdad. En cuanto a Sambalpur, le aseguro que tampoco participará. Ahora bien, los pequeños (Koch Bihar, los rajputs secundarios, los estados del norte) prácticamente se pondrán de rodillas para que los dejen entrar. Con tal de fortalecer su postura les vale cualquier cosa. Hay que reconocer que ustedes, los británicos, no tienen rival cuando se trata de apelar a nuestra vanidad. Hemos puesto nuestro país en sus manos y ¿de qué nos sirve? Un discursito por ahí, un título rimbombante por allá..., las migajas de la mesa donde comen ustedes, y por las que nos peleamos nosotros como calvos por un peine.
—¿Y los otros principados del este? —preguntó Surrender-not—. Tengo entendido que en la mayoría de las cuestiones se dejan guiar por Sambalpur.
—Es verdad —contestó el príncipe—, y lo más probable es que esta vez también lo hagan, pero sólo porque los financiamos, aunque si les dan a elegir me imagino que todos estarán a favor.
Al otro lado del jardín se oyeron los primeros compases de la banda militar y, mientras flotaban por encima de la hierba los archisabidos acordes de God Save the King, se levantaron tanto príncipes como plebeyos, volviéndose hacia los músicos. Muchos se pusieron a cantar; no así el príncipe, que por primera vez no mostró del todo la serenidad consustancial al título.
—Creo que ha llegado el momento de retirarnos —dijo—. Todo apunta a que el virrey se dispone a pronunciar uno de sus aplaudidos discursos, y en lo que a mí respecta no pienso seguir malgastando un día tan bonito en escucharlo... A no ser que prefieran quedarse, claro.
No hubo objeciones. El virrey poseía el carisma de un guiñapo. Ese año yo ya había tenido el placer de escuchar uno de sus discursos durante un acto de promoción de nuevos agentes, y no es que me muriera de ganas de repetir la experiencia.
—Decidido, pues —dijo el príncipe—: Nos quedamos hasta el final de la canción, y después cogemos la puerta.
Se apagaron las últimas notas del himno y, mientras los asistentes reanudaban sus conversaciones, el virrey se dirigió con determinación hacia un estrado montado sobre el césped.
—¡Aprovechemos el momento! —exclamó el príncipe—; vámonos ahora que aún estamos a tiempo.
Se dio la vuelta y reemprendió el camino de regreso al edificio, acompañado por Surrender-not y seguido por mí. Mientras el virrey empezaba su discurso, varias caras se giraron para mirarnos con consternación, pero el príncipe les hizo el mismo caso que el elefante del proverbio a una manada de chacales.
Daba la impresión de que sabía orientarse por el laberinto de Government House. Después de pasar entre varias y apretadas hileras de criados con turbantes que abrían y cerraban otras tantas puertas, salimos de la residencia, pero en esta ocasión lo hicimos por la alfombra roja de la escalera principal de la fachada.
Al parecer, nuestra prematura partida había tomado por sorpresa al séquito del príncipe, y así, en plena y repentina explosión de actividad, un hombre —un auténtico toro con túnica roja y pantalones negros— empezó a lanzar órdenes a diestro y siniestro. Con su uniforme, su porte y los decibelios que manaban de su boca se le podría haber confundido perfectamente con un coronel de los Guardias Escoceses; de no ser, claro está, por su turbante.
—¡Ah, Shekar, aquí estás! —exclamó el príncipe.
—Alteza —fue la respuesta, acompañada de un rígido saludo militar.
El príncipe se volvió hacia nosotros.
—El coronel Shekar Arora, mi edecán.
Tenía una constitución como la cara norte del Kanchenjunga, y una expresión no menos gélida. Su piel era morena, curtida, y sus ojos de un verde grisáceo que llamaba la atención. Todo ello parecía propio de un hombre de las montañas con unas gotas de sangre afgana, como mínimo, aunque lo más impactante era su vello facial, al estilo de los guerreros de la antigua India: la barba muy recortada y el bigote escueto, con las guías enceradas y torcidas.
—El coche está en camino, alteza —dijo con voz firme—. No tardará en llegar.
—Muy bien. —El príncipe asintió—. Me muero de sed. Cuanto antes lleguemos al Grand mejor.
Apareció un Rolls-Royce descapotable de color plateado, y un lacayo con librea se acercó corriendo para abrir la puerta. Hubo un momento de vacilación. Contando al chófer éramos cinco, uno más de la cuenta. En circunstancias normales podríamos habernos encajado tres en la parte trasera y dos delante, pero el príncipe no parecía muy acostumbrado a las circunstancias normales, y tampoco era coche para tan indecorosas apreturas. La solución la propuso él mismo:
—¿Por qué no conduces tú, Shekar?
Otra orden formulada como una pregunta.
El fornido edecán hizo entrechocar sus talones y rodeó el vehículo hacia el lado del conductor.
—Tú puedes sentarte aquí detrás conmigo, Bunty —dijo el príncipe, acomodándose en la banqueta de cuero rojo—. Y el capitán, delante con Shekar.
En cuanto Surrender-not y yo cumplimos sus indicaciones, el Rolls-Royce avanzó por el largo camino de grava, entre palmeras y céspedes impolutos.
El Grand Hotel quedaba a unos minutos de la verja del este de la residencia, pero por cuestiones de seguridad sólo estaba abierta la que daba al norte. El coche la cruzó como una exhalación y se detuvo casi de inmediato: desde allí las carreteras que iban en dirección este estaban cortadas, así que el edecán dio marcha atrás y enfiló Government Place hacia Esplanade West.
Me di la vuelta para ver mejor a Banerjee y al príncipe. No estaba acostumbrado a ir delante. Fue como si el príncipe me adivinase el pensamiento.
—Qué raras son las jerarquías, ¿verdad, capitán? —Sonrió.
—¿En qué sentido, alteza?
—Fíjese en nosotros tres —dijo—: un príncipe, un inspector de policía y un sargento. En principio, nuestra ubicación en la pirámide parece clara, pero las cosas pocas veces son tan simples. —Señaló la verja del Bengal Club a la izquierda—. Por muy príncipe que sea yo, mi color de piel no me permite entrar en esta augusta institución, y lo mismo cabe decir de Bunty. En cambio, usted, como inglés, no ha de vérselas con ese problema. En Calcuta tiene todas las puertas abiertas. De repente ha cambiado un poco nuestra jerarquía, ¿no?
—Ya veo a qué se refiere —contesté.
—Pero aún hay más —añadió él—: nuestro amigo Bunty es brahmán y, como miembro de la casta sacerdotal, supera en rango incluso a un príncipe, por no decir, me temo, a un policía inglés sin casta. —Sonrió—. Ya ha vuelto a cambiar la jerarquía. ¿Alguien puede decir cuál de las tres es más legítima?
—Un príncipe, un sacerdote y un policía pasan por delante del Bangal Club en Rolls-Royce... —dije—. Parece el principio de un chiste sin demasiada gracia.
—Al contrario —dijo el príncipe—. Si lo piensa, en realidad tiene mucha gracia.
Me fijé en la carretera. El itinerario que estábamos siguiendo iba en dirección contraria al Grand Hotel. No tenía ni idea de hasta qué punto conocía el edecán las calles de Calcuta, pero mi primera impresión era que no mucho más que yo los bulevares de Tombuctú.
—¿Sabe adónde va? —le pregunté.
El edecán me lanzó una mirada capaz de helar el Ganges.
—Sí. Por desgracia, hay una procesión religiosa y han cortado todas las carreteras hacia Chowringhee. Por eso nos vemos obligados a tomar una ruta alternativa a través del Maidan.
Me pareció una elección un poco extraña, pero hacía buen día y había peores maneras de pasar el rato que cruzar el gran parque de Calcuta en un Rolls-Royce. En los asientos traseros, Surrender-not y el príncipe estaban conversando.
—Bueno, Adi, ¿de qué querías hablar?
Me volví a tiempo de ver que el príncipe se ponía serio.
—He recibido unas cartas —dijo, toqueteando el diamante con que se abrochaba el cuello de su túnica de seda—. Lo más seguro es que no sea nada, pero al enterarme por tu hermano de que eres sargento de la policía se me ha ocurrido pedirte consejo.
—¿Qué tipo de cartas?
—Para serte sincero, llamarlas «cartas» ya les confiere una importancia que no se merecen. Son simples notas.
—¿Y cuándo las recibió? —pregunté yo.
—La semana pasada, en Sambalpur, pocos días antes de salir para Calcuta.
—¿Las lleva encima?
—Las tengo en mi suite —dijo el príncipe—. Pronto las verá. Pero ¿cómo es que no estamos ya allí? —Irritado, se volvió hacia su edecán—. ¿Qué pasa, Shekar?
—Desvíos, alteza —contestó el edecán.
—¿Y se las ha enseñado a alguien? —pregunté.
El príncipe señaló a Arora.
—Sólo a Shekar.
—¿Cómo llegaron a sus manos? Porque supongo que no será tan fácil mandar una carta al palacio real a la atención del príncipe heredero de Sambalpur...
—Eso es lo raro —respondió el príncipe—. Dejaron las dos en mis aposentos: la primera, debajo de las almohadas de mi cama, y la segunda, en un bolsillo de un traje. Y en ambas ponía lo mismo...
El coche frenó un poco antes de girar a la izquierda para entrar en Chowringhee. De repente un hombre con la túnica azafranada de los sacerdotes hinduistas se nos echó encima. Apenas vimos una mancha naranja que desapareció por debajo del eje delantero después de que el coche diera un frenazo.
—¿Lo hemos atropellado? —preguntó el príncipe, levantándose del asiento trasero.
El edecán soltó una maldición, abrió la puerta y se bajó del coche de un salto. Corrió hacia el frontal del coche y vi que se arrodillaba junto al hombre tendido en el suelo boca abajo. A continuación se oyó un golpe sordo, ese ruido nauseabundo del impacto de algo pesado con carne y huesos, y me pareció que el edecán se desplomaba.
—¡Dios mío! —exclamó el príncipe, que al estar de pie veía mejor lo que estaba pasando.
Abrí de golpe la puerta de mi lado, pero antes de que pudiera bajarme del coche, el hombre de la túnica naranja se puso en pie. Tenía los ojos desorbitados, el pelo revuelto, apelmazado, la barba descuidada y en la frente una especie de rayas verticales de ceniza. En su mano brillaba un objeto. Se me helaron las entrañas.
—¡Agáchese! —grité, acercando la mano al botón de la funda de mi pistola, pero el príncipe parecía un conejo hipnotizado por una cobra.
El atacante levantó el revólver y apretó el gatillo. La primera bala se incrustó ruidosamente en el parabrisas, partiendo el cristal. Al volverme, vi que Surrender-not se había aferrado al príncipe en un intento desesperado de obligarlo a agacharse.
Demasiado tarde.
Al oír los siguientes dos disparos supe que darían en el blanco. Ambos alcanzaron al príncipe en el pecho. Estuvo unos segundos quieto, como si fuera divino de verdad y las balas lo hubieran traspasado sin hacerle daño. Luego empezaron a filtrarse manchas rojas de sangre por la seda de su túnica, y se plegó como un vaso de cartón sacudido por un aguacero.
DOS
Lo primero en lo que pensé fue en ir a socorrer al príncipe, pero a la pistola del asesino aún le quedaban balas, de modo que no había tiempo.
Desde el asiento me tiré al borde de la carretera justo cuando él disparaba por cuarta vez. No supe adónde fue a parar la bala, sólo que no me acertó. Me lancé al otro lado de la puerta abierta del Rolls, mientras el agresor volvía a disparar. La bala impactó en el coche justo delante de mi cara. He visto balas que atraviesan el metal como si fuera papel, de ahí que me pareciera un milagro que la puerta detuviese el proyectil. Más tarde me enteré de que el Rolls del príncipe estaba chapado de plata maciza: dinero bien gastado.
Cambié de postura esperando un sexto disparo, sin embargo lo que se oyó fue el maravilloso clic de una pistola descargada. Eso era señal de que o bien el revólver tenía sólo cinco recámaras o bien el asesino sólo contaba con cinco balas. Si lo primero era inusual, lo segundo era inaudito. Hasta entonces nunca me había topado con un asesino profesional que racanease con la munición. Me arriesgué a desenfundar mi Webley, levantarme y disparar. Fallé: la bala hizo saltar astillas en el tronco de un árbol. Mientras tanto, el asesino ya corría.
Surrender-not, arrodillado junto al príncipe, intentaba cortarle la hemorragia del pecho con su camisa. En la parte delantera del coche, el coronel Arora se incorporó y, tambaleándose, se palpó el cuero cabelludo ensangrentado. Había tenido suerte: por lo visto, gran parte del impacto lo había absorbido su turbante. De lo contrario quizá no se hubiera levantado tan deprisa, o simplemente no se hubiera levantado.
—¡Lleve al príncipe a un hospital! —le grité mientras echaba a correr en pos del atacante, que me sacaba más de veinte metros de ventaja y ya estaba en el otro lado de Chowringhee.
Había elegido bien el lugar para cometer el ataque. Chowringhee era una calle peculiar: la acera de enfrente era una de las vías más transitadas de la ciudad, y había hordas de peatones pululando por sus tiendas, hoteles y soportales, pero nosotros estábamos en el borde de la enorme extensión del Maidan, que habitualmente estaba desierto, y con el sol de cara. En ese momento, la única presencia humana en nuestro lado de la calle eran dos culis, que no son lo que se dice el tipo de persona que acude corriendo a ayudar cuando oye disparos.
En mi persecución del asesino esquivé de milagro varios coches que circulaban por los cuatro carriles de la calzada. Lo único que me impidió perderle la pista entre el gentío que se arremolinaba delante de los muros encalados del Museo Indio fue el naranja encendido de su túnica. En plena multitud habría sido peligroso abrir fuego. Es más: hacerlo contra alguien vestido de santón hindú, con tanta gente cerca, habría sido una locura, y sólo me faltaba provocar disturbios por motivos religiosos.
El asesino se internó en el laberinto de callejuelas del este de Chowringhee. Estaba en forma, más que yo en todo caso, y cada vez nos separaba una mayor distancia. Al llegar al principio de la callejuela intenté tomar aliento y le grité que parase, sin grandes esperanzas: es raro encontrarse a un asesino con pistola y ventaja que tenga el detalle de hacer caso a semejante petición, pero, para mi sorpresa, éste lo hizo. Se detuvo, se dio la vuelta, alzó la pistola y disparó. Debía de haberla recargado mientras corría. Impresionante. Justo cuando me lanzaba al suelo, oí el impacto de la bala en el muro a mi espalda, del que brotó una nube de ladrillo y polvo. Me levanté, y mi disparo de respuesta volvió a perderse en el aire. Él dio media vuelta y huyó por el dédalo de calles. Lo perdí de vista cuando torció a la izquierda por una callejuela, pero seguí corriendo. Delante se oía un extraño rumor, como de muchas voces y tambores. Al salir del callejón por Dharmatollah Street frené de golpe. Aun siendo una calle ancha, no cabía ni un alma, y todo eran nativos. El ruido era ensordecedor, una marea de cánticos acompasados a los golpes de tambor. Delante de la multitud había un artilugio enorme, monstruoso, con ruedas, de una altura equivalente a una casa de tres pisos y una apariencia similar a la de un templo hindú. Se movía despacio, arrastrado por una masa de hombres que tiraban de cuerdas de unos treinta metros. Miré como un loco en todas direcciones, buscando al asesino, pero era inútil: había demasiada gente y demasiadas túnicas azafranadas. Se había esfumado.
TRES
—¡¿Y cómo demonios se lo explico yo al virrey?! —bramó lord Taggart, descargando un puñetazo sobre su escritorio—. ¡Le pegan un tiro al príncipe heredero de un estado soberano, a plena luz del día y con dos de mis hombres a su lado, que no sólo no lo evitan, sino que dejan que el asesino se escape impunemente! —Parecía que la vena de la sien fuera a reventársele en cualquier momento—. Si la situación no fuese tan grave, los apartaba a los dos ahora mismo del servicio.
Surrender-not y yo estábamos sentados en el amplio despacho del comisario, situado en la tercera planta de la jefatura de policía, en Lal Bazar. Mientras yo sostenía la mirada de Taggart, Surrender-not se concentraba en sus zapatos. El calor se hacía difícil de aguantar, entre otras cosas por el rapapolvo que estaba echándonos el comisario.
No perdía los papeles a menudo, pero esta vez tenía toda la razón. Ya hacía más de un año que Surrender-not y yo trabajábamos juntos, y no podía decirse que pasáramos por nuestro mejor momento. Surrender-not debía de estar en estado de shock por haber presenciado la muerte de su amigo. Yo, por mi parte, me sentía como al principio de una gripe, aunque sabía que lo que anunciaba era algo muy distinto.
Después de perderle la pista al asesino había vuelto al Maidan, donde ya no estaba el Rolls. Tampoco quedaba el menor rastro de lo sucedido más allá de unas marcas de neumático y unos cuantos cristales rotos. Sin embargo, al buscar por el borde de la hierba había encontrado dos casquillos. Tras guardármelos había parado un taxi para ir a College Street, al hospital universitario, que era el centro médico más próximo al lugar de los hechos, además del mejor de Calcuta. Seguro que Surrender-not había llevado allí al príncipe.
Cuando llegué ya había terminado todo. Los médicos habían hecho cuanto estuvo en su mano para estabilizarlo, pero, tras recibir los dos balazos, el príncipe tenía las horas contadas. Poco más podíamos hacer que volver a Lal Bazar y darle la noticia al comisario.
—Vuelve a explicarme cómo se te ha escapado.
—Lo he perseguido por los callejones desde Chowringhee —contesté—, y al llegar a Dharmatollah no he podido disparar porque había mucha gente. Luego, cuando hemos vuelto a meternos por las callejuelas, he pegado un par de tiros.
—¿Y has fallado?
Extraña pregunta, teniendo en cuenta que el comisario ya sabía la respuesta.
—Sí, señor.
Puso cara de incredulidad.
—¡Pero, Wyndham, por Dios! —estalló—. ¡Estuviste cuatro años en el ejército! Algo de puntería debieron de enseñarte, ¿no?
Yo podría haberle dicho que la mitad de ese tiempo lo había pasado en inteligencia militar, a sus órdenes directas, y casi todo el resto sentado en una trinchera, esforzándome por evitar que me cayera encima de improviso un proyectil alemán. A decir verdad, en casi cuatro años apenas había disparado a nadie.
Recuperó un poco la compostura.
—Y después, ¿qué ha pasado?
—Ha seguido corriendo hacia Dharmatollah Street —respondí—, y lo he perdido en medio de una especie de procesión religiosa, con miles de personas tirando de un trasto enorme.
—El Juggernaut, señor —dijo Surrender-not.
—¿Qué? —preguntó Taggart.
—La procesión que ha impedido seguir al capitán Wyndham, señor: es el Rath Yatra, el recorrido del carro del Señor Jagannath, una deidad hinduista. Cada año, miles de devotos arrastran su carro por las calles. En algún momento los británicos confundieron el nombre del dios con el de su carro, y de ahí viene la palabra inglesa juggernaut, «gigante» o «camión de grandes dimensiones».
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Taggart.
Surrender-not puso cara de perplejidad.
—¿El Señor Jagannath?
—El asesino, sargento, no la deidad.
—Delgado, de estatura media y piel morena —le contesté yo—. Llevaba barba, y una melena tan apelmazada que parecía no habérsela lavado en varios meses. También tenía unas marcas raras en la frente: dos líneas de ceniza blanca que se juntaban sobre el puente de la nariz con otra línea roja más fina en el centro.
—¿Le dice algo, sargento? —preguntó Taggart.
Ya hacía tiempo que, al igual que yo, el comisario se había dado cuenta de que en lo tocante a la idiosincrasia autóctona era preferible consultar a alguien del país.
—Tiene un sentido religioso —le contestó Surrender-not—. Esas marcas las llevan muy a menudo los sacerdotes.
—¿Cree que el asesino podía tener algo que ver con la procesión? —preguntó Taggart.
—Es posible, señor —contestó Surrender-not—. Quizá no haya sido una coincidencia que se haya mezclado con la multitud en Dharmatollah.
—Llevaba una túnica azafranada —añadí—, y en la multitud había mucha gente con ropa del mismo color.
—O sea, que puede haber sido un ataque religioso —dedujo Taggart, casi con alivio—. ¡Dios te oiga! Mientras no haya motivaciones políticas, cualquier cosa me va bien.
—Aunque la túnica podría ser un disfraz —le advertí.
—¿Y por qué iba a querer matar un extremista religioso al príncipe heredero de Sambalpur? —preguntó Surrender-not—. Hacía tiempo que lo conocía, y nunca me pareció una persona religiosa.
—Eso tendrán que averiguarlo el capitán y usted —dijo Taggart—. De todos modos, no descartemos el enfoque religioso. El virrey preferiría oír que ha sido un ataque religioso, sin ninguna relación con los discursos que tanto le gusta pronunciar. La participación de Sambalpur comporta la de casi una docena de otros principados, y lord Chelmsford tiene la esperanza de que sea el empujón que convenza a algunos de los reinos de medio pelo más recalcitrantes. —Se quitó las gafas para limpiárselas con un pañuelo y se las volvió a poner con suavidad—. Por ahora, ustedes dos van a atrapar al asesino, y lo van a hacer rapidito, no vayan a írsenos de la ciudad unos cuantos marajás y nababs con la excusa de que su seguridad no está garantizada. —Se levantó de la mesa—. Y ahora, señores, si no se les ofrece nada más...
—Hay algo más que debería usted saber, señor.
Me miró con recelo.
—¿Y de qué se trata, Sam?
—Parece que el príncipe había recibido unas cartas que le preocupaban. Por eso quería hablar hoy con el sargento Banerjee.
Su expresión se demudó.
—¿Las has visto?
—No, señor, pero el príncipe nos reveló que las tenía en su suite del Grand Hotel.
—Pues ya están tardando en ir a buscarlas, ¿no les parece?
—Es lo que pensaba hacer justo después de darle el parte, señor.
—¿Y qué más pensabas hacer, capitán? —preguntó con sequedad.
—Interrogar al edecán del príncipe y al dewan de Sambalpur, un tal Davé. Me ha parecido detectar cierta tensión entre el príncipe y él. También me gustaría encargar un dibujo del atacante; así podremos publicarlo mañana en la prensa matinal, la inglesa y la nativa, y con algo de suerte, si aún está en la ciudad, alguien nos dará su paradero.
Taggart se quedó callado, y al cabo de un rato señaló la puerta.
—Pues nada, ¿a qué esperan?
En el extremo del pasillo opuesto al del despacho de Taggart había una sala que, según los rumores, gozaba de las mejores vistas del sur de la ciudad. Debería haberla ocupado algún alto funcionario, pero como tenía tan buena luz se la habían asignado a un civil, el dibujante de la policía: un escocés diminuto de nombre Wilson.
Llamé, y al entrar me encontré el ventanal y las paredes cubiertos con dibujos a lápiz, en su inmensa mayoría bustos de hombres, casi todos ellos nativos. Wilson estaba en el centro de la habitación, sentado a una mesa inclinada. Era un individuo entrecano y con la actitud agresiva de un terrier, un apasionado de la Biblia y la cerveza que dedicaba los domingos a la primera, y casi todas las noches del resto de la semana a la segunda. De hecho, su presencia en Calcuta se debía a la suma de ambos factores. Después de una ronda, o de tres, estaba encantado de contarle a cualquiera su vida: que en su juventud había albergado la ambición de recorrer toda la barra del Bon Accord de Glasgow sin dejar de beber, cosa que nunca había logrado sin que lo hospitalizasen; que en el hospital había encontrado a Dios; que Dios, suponía yo que en broma, le había pedido que viajase a Calcuta en calidad de misionero, labor que no se avenía en nada con su forma de ser, dada la escasa concordancia entre su afición a usar los puños y la ética del misionero; y que al final se había alejado de sus correligionarios y, sin saber muy bien cómo, había acabado dibujando para la policía bengalí.
—¡Dichosos los ojos, capitán Wyndham! —dijo con una sonrisa burlona, mientras se ponía en pie—. ¡Y viene acompañado nada menos que del fiel sargento Banerjee! ¡Qué alegría! ¿Qué les trae por aquí? ¿Han venido a admirar las vistas?
—Venimos en busca de un buen dibujante —contesté—. ¿Conoce a alguno?
—Muy gracioso. Bueno, venga, dígame qué quiere.
—Necesitamos un retrato, el retrato de un indio. Es urgente.
—Pues están de suerte: los indios son mi especialidad. ¿Qué ha hecho, si puede saberse?
—Pegarle un tiro a un príncipe —dijo Surrender-not.
—Eso es grave. —Wilson asintió solemnemente—. ¿Y el testigo presencial? ¿Dónde lo tienen?
—Delante de usted —contesté.
Levantó una ceja y se rió.
—¿Ustedes? ¿Estaban presentes cuando se cargaron al pez gordo?
Asentí con la cabeza.
—¿Y lo dejaron escapar? ¡Jesús bendito! Menuda chapuza, ¿no, Wyndham? ¿Y Taggart qué ha dicho?
—Se lo ha tomado con filosofía.
—Apuesto a que sí. Seguro que le habrá soltado unas cuantas reflexiones, a cuál más filosófica. Ése, cuando se enfada, habla peor que los estibadores.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté.
—Su despacho está aquí al lado, hombre, ¡lo oigo todo! ¿Y usted se hace llamar «inspector»? ¡Válgame Dios! Me sorprende que no les haya puesto a dirigir el tráfico y pedirles el permiso de conducir a los wallahs de rickshaw. Bueno, mejor que me vayan describiendo al indio ese. A ustedes igual les sobra el tiempo, pero yo tengo muchas cosas que hacer.
Empecé a describirlo: la barba, la ceniza en la frente. Al cabo de un rato, Wilson negó con la cabeza.
—O sea ¿que se les ha escapado un sacerdote? ¡Menudo espectáculo el suyo, caballeros! Me gustaría haberlo visto.
—Iba armado —me respaldó Surrender-not.
—Sí, y su jefe también. —Wilson me señaló con un dedo manchado de carboncillo.
Hablaba sin parar de dibujar, adaptando el pelo o los ojos del retratado a nuestras observaciones. El resultado final me dejó satisfecho.
—No está mal —dije.
—Vale —contestó—, pues entonces se lo pasaré a los per