Los príncipes de Sambalpur (Los casos del capitán Sam Wyndham 2)

Abir Mukherjee

Fragmento

Uno

UNO

Viernes, 18 de junio de 1920

Pocas veces se ve a un hombre con un diamante en la barba, pero supongo que cuando a un príncipe ya no le queda espacio en las orejas, los dedos ni la ropa, los bigotes son un sitio tan bueno como cualquier otro.

Las grandes puertas de caoba de Government House se habían abierto a las doce en punto, dejando salir en lenta procesión a todo un zoo de marajás, nizams, nababs y demás fauna: un total de veinte y todos ellos cargados de seda, oro, piedras preciosas y perlas como para hundir un escuadrón entero de condesas viudas. Uno o dos se proclamaban descendientes del sol o de la luna; otros, de alguna de los centenares de deidades del hinduismo. «Los príncipes», decíamos nosotros, metiéndolos a todos en el mismo saco.

Esos veinte en concreto eran de los reinos más cercanos a Calcuta. En toda la India había más de quinientos, y las tierras bajo su gobierno sumaban dos quintas partes del país; al menos era lo que se decían a sí mismos, y nosotros no teníamos ningún reparo en confirmarlos en su engaño siempre y cuando entonasen a coro el Rule, Britannia! y jurasen sumisión al rey emperador de allende los mares.

Desfilaban como dioses, con estricto arreglo a la jerarquía, encaminándose tras el virrey hacia una docena de sombrillas de seda para resguardarse de un sol abrasador. A un lado, detrás de una hilera impenetrable de soldados con turbante de la guardia de corps del virrey, se acumulaban sin orden ni concierto consejeros reales, funcionarios y parásitos de todo pelaje, y al fondo de todo estábamos Surrender-not y yo.

Un cañonazo repentino —una salva disparada por la artillería dispuesta sobre el césped— dispersó a los cuervos que se habían posado en las palmeras. Conté los disparos: un total de treinta y uno, honor reservado al virrey, dado que ningún príncipe nativo había merecido nunca más de veintiuno. Así se hacía hincapié en que aquel funcionario británico en particular superaba en rango a cualquier figura autóctona, por muy descendiente que pudiera ser del sol.

La sesión a la que acababan de asistir los príncipes era puro teatro, al igual que los cañones. El trabajo de verdad lo harían más tarde sus ministros y los integrantes de la administración británica. Para el gobierno del Raj, lo importante era ver juntos a los príncipes, sobre la hierba, posando ante la cámara.

El virrey, lord Chelmsford, paseaba cansino sus mejores galas, con las que nunca se le notaba a gusto, y que le daban aires de portero del Claridge. Teniendo en cuenta que solía parecer un enterrador desnutrido, se había acicalado bastante, aunque al lado de los príncipes pasaba tan desapercibido como una paloma en medio de un campo repleto de pavos reales.

—¿El nuestro cuál es?

—Ese de allá —contestó Surrender-not, señalando con la cabeza a un personaje alto y bien parecido, con un turbante de seda rosa.

El príncipe a quien veníamos a ver había sido el tercero en bajar por la escalera, y ocupaba el primer puesto en la línea sucesoria de un recóndito reino de las selvas de Orissa, al suroeste de Bengala. Su alteza serenísima Adhir Singh Sai, príncipe heredero de Sambalpur, era quien había requerido nuestra presencia, o mejor dicho la de Surrender-not, con quien había estudiado en Harrow. Yo sólo estaba allí porque me lo habían mandado: órdenes directas de lord Taggart, el comisario de policía, que decía transmitirlas en nombre del mismísimo virrey. «Estas conversaciones son de la máxima relevancia —había sentenciado—, y para su éxito es crucial el beneplácito de Sambalpur.»

Se me hacía difícil creer que Sambalpur pudiera ser crucial en algún aspecto. Incluso para localizarlo en un mapa —donde lo tapaba la erre de «Orissa»— eran necesarias una lupa y una paciencia que últimamente me faltaba. Era un reino diminuto, del tamaño de la isla de Wight, con un número acorde de habitantes, pero ahí estaba yo, a punto de escuchar con disimulo una conversación entre su príncipe heredero y Surrender-not porque el gobierno de la India lo consideraba un asunto de importancia imperial.

Los príncipes rodearon al virrey para la foto oficial. Los más importantes estaban sentados en sillones dorados, y los de menor categoría tras ellos, en un banco. El príncipe Adhir se había situado a la derecha del virrey. Mientras los acomodaban, los príncipes intercambiaron algunas palabras cohibidas, hasta que el fotógrafo dio la señal; entonces, obedientes, pusieron fin a sus conversaciones y miraron a la cámara. Después de un fogonazo de bombillas que dejó constancia de la imagen para la posteridad, por fin quedaron libres.

El príncipe heredero Adhir pareció reconocer a Surrender-not. Se acercó tras desembarazarse del marajá con el que estaba conversando, en cuyo orondo cuerpo se distribuía todo el contenido de una caja fuerte, y de cuyo hombro colgaba una piel de tigre. Para ser indio, el príncipe era alto y de tez clara, con un porte de oficial de caballería o jugador de polo. Vestía con bastante sencillez, al menos en comparación con los otros que lo rodeaban: una túnica azul claro con botones de diamante, una faja dorada, pantalones blancos de seda y zapatos ingleses negros, muy lustrosos. Un broche con incrustaciones de esmeraldas y un zafiro del tamaño de un huevo de ganso le sujetaba el turbante a la cabeza.

Según lord Taggart, el padre del príncipe, el marajá, era el quinto hombre más rico de la India y, como sabía todo el mundo, el más rico de la India también lo era del mundo.

Una sonrisa asomó a su rostro al aproximarse a nosotros.

—¡Bunty Banerjee! —exclamó con los brazos abiertos—. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

«Bunty.» Nunca había oído llamar así a Surrender-not, y eso que compartíamos piso desde hacía un año. Ese nom de guerre lo había mantenido en secreto, y no podía reprochárselo: si a alguien en el colegio le hubiese dado por apodarme Bunty, yo tampoco lo habría ido pregonando. Claro que tampoco Surrender-not era su auténtico nombre: se lo había asignado un compañero en la época de su ingreso en la Policía Imperial. El que le habían puesto sus padres era Surendranath, que significaba «rey de los dioses», y que a mí se me seguía resistiendo un poco, aunque me acercara bastante a la pronunciación correcta en bengalí. Según él, no era culpa mía, sino de que el inglés no contenía las consonantes necesarias: por lo visto faltaba una «d» blanda. A decir de Surrender-not, era una de las muchas carencias de la lengua inglesa.

—Es un honor volver a verle, alteza —dijo con una pequeña inclinación de cabeza.

El príncipe puso cara de consternación, como tienen por costumbre muchos aristócratas cuando fingen querer que los trates como a personas normales.

—Vamos, Bunty, yo creo que podemos dejar a un lado esas formalidades. ¿Quién te acompaña? —preguntó al tiempo que me tendía una mano cubierta de piedras preciosas.

—Permítame presentarle al capitán Wyndham —dijo Banerjee—, que ha trabajado en Scotland Yard.

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