Agatha Raisin y el veterinario cruel (Agatha Raisin 2)

M.C. Beaton

Fragmento

Capítulo 1

1

Agatha Raisin llegó al aeropuerto de Heathrow de Londres luciendo un bonito bronceado, pero la procesión iba por dentro, y en realidad empujaba el equipaje hacia la salida sintiéndose una completa idiota.

Se había pasado dos semanas en las Bahamas buscando desesperadamente a su atractivo vecino, James Lacey, que un día había dejado caer que disfrutaría de sus vacaciones en el hotel Nassau Beach. Cuando le gustaba un hombre, Agatha se mostraba tan implacable como en los negocios. Así que había gastado una fortuna llenando su maleta de ropa fabulosa mientras adelgazaba de forma drástica para enfundar su rejuvenecida figura de mediana edad en un bikini... Pero allí no había ni rastro de James Lacey. A pesar de que había alquilado un coche y visitado todos los hoteles de la isla, e incluso había contactado con el alto comisionado británico con la esperanza de obtener alguna noticia, todo había sido en vano. Días antes de su regreso, tras una llamada de larga distancia a Carsely, el pueblo de los Cotswolds donde vivía, se había atrevido a preguntarle a la señora Bloxby por el paradero de James Lacey.

Todavía podía oír la voz de la esposa del vicario, yendo y viniendo por la mala conexión de la línea, como si la arrastrara la marea: «El señor Lacey cambió de planes en el último momento. Decidió irse de vacaciones con un amigo a El Cairo. Pero sí que había hablado de irse a las Bahamas, es cierto, y recuerdo que la señora Mason comentó: “¡Qué casualidad! Ahí es adonde va nuestra señora Raisin. ”Y al poco nos enteramos de que lo había invitado ese amigo suyo de Egipto.»

Agatha había pasado tanta vergüenza que todavía le quemaba por dentro. Era evidente que aquel hombre había cambiado de planes sólo para no encontrársela. Aunque, viéndolo en retrospectiva, quizá su persecución había sido un poco descarada.

Pero había otro motivo por el que no había disfrutado de las vacaciones. Había dejado a Hodge, un regalo del sargento Bill Wong, en una residencia para gatos, y tenía el presentimiento de que el animal había muerto.

En el aparcamiento del aeropuerto cargó su equipaje en el maletero del coche. Se pasó todo el viaje de regreso a Carsely preguntándose una vez más por qué se había jubilado tan pronto —al fin y al cabo, hoy en día a los cincuenta y pocos una todavía es joven— y vendido su negocio para encerrarse en un pueblo de la campiña.

La residencia se encontraba a las afueras de Cirencester. La dueña, una mujer delgada y larguirucha, la recibió con descortesía.

—La verdad, señora Raisin —dijo—, tengo que salir ahora mismo. Habría sido más considerado de su parte llamar antes.

—Tráigamelo ya —le soltó Agatha, clavándole una mirada hosca—. Y rapidito.

La mujer salió con paso airado, exteriorizando su ofensa con cada gesto de su cuerpo. Al cabo de pocos minutos volvió con Hodge, que maullaba en su cesto trasportín. Agatha ignoró sus recriminaciones y pagó la factura. En cuanto tuvo al animal en sus brazos, la invadió tal consuelo que se preguntó si ya se había convertido en una de esas pueblerinas locas por los gatos.

Su casa, un cottage achaparrado bajo un pesado techo de paja, apareció ante sus ojos como un viejo perro guardián ansioso por darle la bienvenida. Una vez encendida la chimenea, alimentado el gato y con un whisky doble entre pecho y espalda, Agatha supo que saldría de ésta. ¡Que le den a James Lacey! ¡Que les den a todos los hombres!

Por la mañana se acercó a Harvey’s, el colmado del pueblo, para comprar algo de comida y presumir de bronceado. Allí se encontró con la señora Bloxby. Agatha aún se sentía avergonzada por haberla llamado, pero la señora Bloxby, siempre tan discreta, ni se lo mencionó; sólo le recordó que esa misma noche había reunión de la Asociación de Damas de Carsely en la vicaría. Agatha dijo que asistiría, aunque le deprimió un poco pensar que su vida social parecía limitarse a tomar el té en la vicaría.

Estuvo tentada de no presentarse. En lugar de ir a la vicaría, se pasaría por el pub, el Red Lion, y aprovecharía para cenar allí mismo. Pero ya se lo había prometido a la señora Bloxby, y por alguna misteriosa razón uno jamás incumplía una promesa hecha a la señora Bloxby.

Cuando salió de casa aquella noche, una niebla espesa se había asentado sobre el pueblo, una bruma densa y gélida que amortiguaba los sonidos y transformaba los arbustos en atacantes agazapados.

Al llegar a la vicaría se las encontró a todas cómodamente sentadas en medio del agradable desorden del salón. No había cambiado nada. La señora Mason seguía ejerciendo de presidenta —presidenta, no presidente; aunque, como decía la señora Bloxby, una sabe cuándo empiezan pero no cuándo terminan esos cambios de género, y el día menos pensado acabaremos llamando cantantas a las cantantes— y la señorita Simms, con sus zapatos blancos y su minifalda a lo Minnie Mouse, era la secretaria. Todas insistieron en que les explicara cosas de las vacaciones, así que Agatha alardeó tanto del sol y la playa que ella misma acabó creyendo que se lo había pasado bien.

Tras la lectura de las actas se habló de los preparativos para organizar una colecta para Save the Children y también una salida con los ancianos. Luego hubo más té y pastas. Fue en ese momento cuando Agatha se enteró de la noticia: el pueblo de Carsely tenía por fin una consulta veterinaria. Las obras de ampliación del edificio de la biblioteca habían terminado, y Paul Bladen, veterinario de Mircester, pasaba consulta allí dos veces por semana, los martes y los miércoles por la tarde.

—Al principio no pensábamos ir —dijo la señorita Simms—, porque estamos acostumbrados a acudir al de Moreton, pero el señor Bladen es muy bueno.

—Y muy guapo —intervino la señora Bloxby.

—¿Joven? —preguntó Agatha con un destello de interés.

—Oh, yo diría que ronda los cuarenta —dijo la señorita Simms—. No está casado. Divorciado. Mirada profunda y manos preciosas.

Pero Agatha seguía pensando en James Lacey y la figura del veterinario no despertó su curiosidad; sólo deseaba que su vecino regresara cuanto antes para así demostrarle que no estaba interesada en él. Mientras las señoras se deshacían en elogios hacia el nuevo veterinario, se sentó a fantasear con la conversación que mantendrían a su vuelta, recreándose en lo que diría ella y contestaría él —e imaginando la cara de sorpresa del caballero en cuestión— al hacerse evidente que la supuesta persecución tan sólo eran gestos amables de buena vecina.

Sin embargo, los hados se conjuraron a fin de que Agatha conociera a Paul Bladen al día siguiente en la carnicería. Fue a comprarse un bistec para comer y unos higadillos de pollo para Hodge.

—Buenos días, señor Bladen —saludó el carnicero, y Agatha se dio la vuelta.

Paul Bladen era un hombre atractivo. De cuarenta y pocos años, pelo rubio canoso, tupido y ondulado, ojos castaño claro, que entornaba como si le deslumbrara el sol del desierto, boca de expresión firme y agradable y mentón cuadrado. Era delgado, de estatura media, y llevaba una chaqueta de tweed con coderas, pantalones de franela y, como el día era gélido, una vieja bufanda de la Universidad de Londres alrededor del cuello. A Agatha le recordó los viejos tiempos, cuando los estudiantes universitarios vestían como estudiantes universitarios, antes de que llegaran las camisetas y los vaqueros deshilachados.

Por su parte Paul Bladen vio a una mujer de mediana edad, regordeta, con el pelo castaño brillante, los ojos pequeños, como de oso, y la piel bronceada. Una mujer que vestía, se fijó, ropa muy cara.

Agatha le tendió la mano, se presentó y le dio la bienvenida al pueblo con afectación, con su mejor acento de aristócrata. Él sonrió mirándola a los ojos, le sostuvo la mano y masculló algo sobre el tiempo tan espantoso que hacía. Agatha se olvidó por completo de James Lacey. O casi. Que se pudra en Egipto. Deseó que pillara una buena diarrea o le mordiera un camello.

—En realidad —susurró Agatha embobada—, pensaba ir a verle. Con mi gato.

¿Había visto un fugaz velo de frialdad en esa mirada entornada? Sin embargo, el hombre dijo:

—Esta tarde hay consulta. ¿Por qué no trae al animal? ¿Le parece bien a las dos?

—Es fantástico tener por fin nuestro propio veterinario —afirmó Agatha con entusiasmo.

Él le dedicó de nuevo aquella sonrisa suya tan cálida y Agatha salió levitando de la tienda. La niebla seguía cubriendo el campo, pero en las alturas, muy arriba, un diminuto sol rojo forcejeaba por abrirse paso y proyectaba una débil luz rosácea sobre el paisaje escarchado. Le recordaba los calendarios de adviento de su niñez, llenos de imágenes invernales decoradas con purpurina. Agatha pasó a toda prisa por delante de la casa de James Lacey; ni siquiera la miró, iba absorta pensando en qué ponerse. Qué pena que toda su ropa nueva fuera de verano.

Se estudió la cara en el espejo de la cómoda mientras Hodge, su gatito atigrado, la observaba con curiosidad. El bronceado estaba muy bien, pero una gruesa capa de maquillaje hacía maravillas en una cara madura. Cada vez se veía la papada más abultada. Y las arrugas del rictus más pronunciadas, más que antes de las vacaciones. No tendría que haber olvidado las alarmantes advertencias de los médicos sobre los estragos del sol en la piel.

Se aplicó una crema nutritiva y, tras revolver un rato su armario, se decidió por un vestido rojo cereza y un abrigo negro entallado con solapa de terciopelo. Su pelo lucía reluciente y saludable, así que optó por no llevar sombrero. Hacía mucho frío y era imperativo calzarse unas botas, pero ese nuevo par de zapatos italianos de tacón de aguja le hacían unas piernas tan bonitas...

Tras dos horas de diligentes preparativos, estaba a punto de salir cuando recordó que antes debía coger al gato, que se había escondido en un rincón de la cocina. Lo metió sin contemplaciones en el cesto de mimbre. Los maullidos de queja de Hodge rasgaban el aire. Agatha, por una vez impasible ante los ruegos de su mascota, se encaminó a la consulta a paso ligero, contoneándose sobre sus tacones. Cuando llegó, tenía los pies congelados, como dos muñones doloridos.

Abrió de golpe la puerta de la consulta y se plantó en medio de la sala de espera. Parecía llena: Doris Simpson, su mujer de la limpieza, con su gato; la señorita Simms, con su Tommy; la señora Josephs, la bibliotecaria, con un enorme gato sarnoso llamado Tweks; y dos granjeros, Jack Page, al que conocía, y un hombre achaparrado y fornido al que tan sólo conocía de vista, Henry Grange. También había una forastera.

—Es la señora Huntingdon —le susurró Doris—. Ha comprado la vieja casa de Droon, en la parte alta del pueblo. Es viuda.

Agatha miró a la nueva con celos. A pesar de los denodados esfuerzos del Movimiento de Liberación Animal para que las mujeres dejaran de llevar pieles, la señora Huntingdon lucía un abrigo de visón de granja a juego con un elegante sombrero también de visón. La envolvía un delicado halo de perfume francés. Tenía la cara pequeña y bonita, como de muñeca de porcelana, grandes ojos de color avellana, unas pestañas larguísimas (¿postizas?) y la boca pintada de rosa. Su mascota era un pequeño terrier jack russell que ladraba con furia, agitándose al final de la correa como si quisiera abalanzarse sobre los gatos. La señora Huntingdon parecía no darse cuenta del ruido ni de las torvas miradas que le clavaban los dueños de los gatos. Por si fuera poco, se había sentado delante del único radiador y acaparaba todo el calor.

Había rótulos de PROHIBIDO FUMAR en todas las paredes, pero la señora Huntingdon se encendió un cigarrillo y soltó una bocanada de humo. En la sala de espera de un médico, donde los pacientes sólo están preocupados por ellos mismos, habría habido quejas. Pero la de un veterinario es un lugar donde la gente suele estar bastante cohibida, quizá debido a la preocupación por sus mascotas o a presencias femeninas un tanto intimidatorias.

A un lado de la sala, había una mesa con una enfermera-recepcionista. Era una chica normal y corriente, de cabello castaño lacio y con el acento gangoso de Birmingham. Se llamaba señorita Mabbs.

Doris Simpson fue la primera en pasar y sólo estuvo dentro cinco minutos. Agatha se frotó disimuladamente los tobillos helados. Por lo menos no sería una larga espera. Pero la siguiente, la señorita Simms, estuvo dentro media hora; cuando salió le brillaban los ojos y tenía las mejillas sonrojadas. Era el turno de la señora Josephs, que al cabo de un buen rato salió murmurando:

—Qué buena mano tiene el señor Bladen.

Su viejo gato yacía espatarrado boca arriba en el cesto, como si estuviera muerto.

Cuando entró la señora Huntingdon, Agatha se acercó a la mesa de recepción y le indicó a la señorita Mabbs:

—El señor Bladen me ha dicho que viniera a las dos. Y ya llevo un buen rato esperando.

—La consulta empieza a las dos. Seguramente se refería a eso —respondió la señorita Mabbs—. Tiene que esperar su turno.

Agatha no se había puesto de punta en blanco para nada, así que se resignó, cogió con desgana una revista Vogue de junio de 1988 y volvió a su dura silla de plástico.

Se dispuso a esperar pacientemente a que la alegre viuda y su perro reaparecieran, pero los minutos pasaban y Agatha no dejaba de oír risas saliendo de la consulta. Se preguntó qué estarían haciendo allí dentro.

En los tres cuartos de hora que siguieron Agatha terminó el ejemplar de Vogue, otro mejor conservado de Good Housekeeping de 1981 y se quedó absorta leyendo un reportaje de un viejo anuario de Scotch Home sobre un atractivo terrateniente de las Highlands que había abandonado a su amada Morag en los valles escoceses y se había fugado con Cynthia, una pintarrajeada furcia de Londres. Por fin salió la señora Huntingdon con su perro. La mujer sonrió vagamente a su alrededor antes de marcharse, y Agatha la fulminó con la mirada.

Sólo quedaban dos granjeros y Agatha.

—Me parece que yo aquí no vuelvo —dijo Jack Page—. Un día entero perdido, vaya que sí.

Pero él salió rápidamente porque sólo había ido a buscar una receta de antibióticos, que le entregó la señorita Mabbs. El otro granjero también quería medicamentos y Agatha respiró aliviada al verlo reaparecer al cabo de un momento. Había pensado reprender al veterinario por haberla hecho esperar tanto tiempo, pero allí estaban aquella dulce sonrisa de nuevo, aquel firme apretón de manos, aquella mirada íntima y tan cercana.

Se sentía alterada por su presencia, pero también culpable, porque en realidad a Hodge no le pasaba nada. Así que le devolvió la sonrisa un tanto aturdida.

—Ah, señora Raisin —dijo el veterinario—, veamos ese gato. ¿Cómo se llama?

Hodge.

—Como el gato del doctor Johnson.

—¿Quién es? ¿Su colega de Mircester?

—El doctor Samuel Johnson, señora Raisin.

—Vale, ¿cómo iba a saberlo? —replicó Agatha con irritación.

Para ella el tal doctor Johnson era uno de esos intelectuales pelmazos, como sir Thomas Beecham, que sólo servía para que la gente pedante lo citara en las cenas. James Lacey, por ejemplo, lo había mencionado. Para ocultar su irritación, subió el cesto de Hodge a la mesa del veterinario y lo abrió.

—Vamos, sal, sal —dijo Agatha, tratando de engatusar a un hosco Hodge, hecho un ovillo al fondo del cesto.

—Permítame —afirmó el veterinario apartando a Agatha.

El hombre metió la mano y, levantándolo por el cogote, lo sacó brutalmente a la luz. Hodge, atemorizado, no paraba de maullar.

—Oh, no haga eso. Lo está asustando —se quejó Agatha—. Déjeme a mí.

—Muy bien. Parece muy sano. ¿Qué le pasa?

Hodge escondió la cabeza en la apertura del abrigo de Agatha.

—Esto... No come nada —dijo ella.

—¿Vómitos, diarrea?

—No.

—Bueno, le tomaremos la temperatura. ¡Señorita Mabbs! —La chica entró y se quedó con la cabeza gacha—. Aguante al gato —le ordenó.

La señorita Mabbs lo arrancó de los brazos de Agatha y lo colocó con mano firme sobre la mesa de reconocimiento. El veterinario se acercó a Hodge con un termómetro rectal. ¿Acaso iba a introducir ese termómetro en el trasero del pobre Hodge a la fuerza? El gato aulló, se soltó, se bajó de un salto de la mesa y se agazapó en un rincón de la consulta.

—He cometido un error —dijo Agatha, desesperada por sacar a su mascota de allí—. Si muestra algún síntoma grave, volveré a traerlo.

La señorita Mabbs salió. Agatha metió a Hodge con ternura en el cesto.

—Señora Raisin.

—¿Sí? —Agatha lo examinó con sus ojos de oso, en los que se había apagado por completo el brillo del amor.

—Hay un restaurante chino bastante bueno en Evesham. He tenido un día muy largo y creo que me merezco un premio. ¿Le gustaría cenar conmigo?

Agatha sintió una oleada de calorcillo placentero recorriendo su cuerpo maduro. ¡Que le den a Hodge y a todos los gatos!

—Me encantaría —contestó casi sin aliento.

—Entonces nos vemos allí a las ocho —dijo sonriendo mientras la miraba a los ojos—. Se llama Evesham Diner; es una casa antigua del siglo XVII, en High Street. No tiene pérdida.

Agatha salió a la ahora vacía sala de espera esbozando una sonrisa de suficiencia. Le habría gustado haber sido la primera «paciente» para poder contarles a todas las demás mujeres que tenía una cita.

De camino a casa, se pasó por el colmado y le compró a Hodge una lata del mejor salmón para descargar su mala conciencia. Al llegar, tras hacerle unos mimos al gato y dejarlo delante de una chimenea crepitante, se convenció de que el veterinario había sido firme y eficiente con el animal, no deliberadamente cruel.

El deseo de alardear de su cita era tan fuerte que llamó por teléfono a la esposa del vicario, la señora Bloxby.

—¿Sabe qué? —dijo Agatha.

—¿Otro asesinato? —aventuró la esposa del vicario.

—Mucho mejor. Nuestro nuevo veterinario me ha invitado a cenar esta noche.

Siguió un largo silencio.

—¿Está usted ahí? —preguntó Agatha secamente.

—Sí, aquí sigo. Me estaba preguntando...

—¿Qué?

—¿Por qué la invita?

—Yo diría que es obvio —le espetó Agatha—. Le gusto.

—Perdóneme. Claro que sí. Sólo que me da la impresión de que ese hombre es frío y calculador. Ándese con cuidado.

—No tengo quince años —dijo Agatha, ofendida.

—Precisamente.

Agatha interpretó ese «precisamente» como «Es usted es una mujer de mediana edad y es normal que se sienta adulada por las atenciones de un hombre más joven».

—En cualquier caso —prosiguió la señora Bloxby—, tenga mucho cuidado en la carretera, está empezando a nevar.

Agatha colgó, un tanto apagada, pero al instante sonrió. ¡Claro! La señora Bloxby estaba celosa; todas las mujeres del pueblo se habían quedado prendadas del veterinario. Pero ¿qué había dicho de la nieve? Agatha apartó la cortina y se asomó. Nevaba, pero la nieve todavía no cuajaba en el suelo.

A las siete y media se sentó al volante de su coche obviando la incomodidad de sentarse con un body ceñido, un vestido negro de lana de Jean Muir y un voluminoso collar de perlas. Los tacones eran muy altos, así que se los quitó y condujo descalza colina arriba para salir del pueblo.

La nieve caía cada vez con más fuerza y de pronto, casi en la cima de la colina, cruzó una especie de frontera nevada y se encontró conduciendo sobre una espesa capa blanca. Por suerte tenía por delante la tentadora ilusión de la cena con el veterinario.

Al acercarse a la A-44, pisó con fuerza el freno para reducir la velocidad y el coche patinó. Todo pasó muy rápido, increíblemente rápido. Los faros giraron alumbrando enloquecidos el paisaje invernal y oyó un crujido espeluznante al chocar contra un muro de piedra a su izquierda. Con mano trémula, apagó las luces y el motor y se quedó quieta.

Un coche que circulaba en sentido contrario, en dirección al pueblo, se detuvo a su lado. Se abrió y cerró una puerta. Una figura oscura se inclinó hacia el lado del coche donde estaba sentada Agatha, que bajó la ventanilla.

—¿Está bien, señora Raisin? —dijo la voz de James Lacey.

Antes de conocer al veterinario, antes del fiasco de las Bahamas, Agatha había fantaseado a menudo con que James Lacey la rescataba de un accidente. Sin embargo, en aquel momento sólo podía pensar en su anhelada cita.

—Creo que no me he roto nada —dijo Agatha, y entonces golpeó el volante, frustrada—. ¡Maldita nieve! ¿Puede acercarme a Evesham?

—¿Está de broma? La cosa va a peor, o eso indica el parte meteorológico. Van a cerrar Fish Hill.

—Oh, no —gimoteó Agatha—. A lo mejor podríamos ir por otra ruta. Tal vez por Chipping Camden.

—No sea tonta. ¿Le funciona el motor?

Agatha lo puso en marcha y el coche cobró vida.

—¿

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