Momoko y la gata

Mariko Koike

Fragmento

De pronto se oyeron los maullidos de un gato.

Yukiko dejó de fregar los platos y echó un vistazo por la ventana de la cocina. En el jardín trasero, debajo de un cerezo de ramaje no demasiado bonito, estaba sentado un gato andrajoso. El animal la miró en medio de la lluvia de pétalos y soltó un maullido agudo y cristalino.

Era un gato adulto al que nunca había visto por la zona. Estaba manchado de un color parduzco, como si hubiera pasado mucho tiempo vagabundeando. Tenía barro seco pegado detrás de las orejas, y le colgaba en forma de bolitas apelmazadas.

—¿Tienes hambre? —le preguntó a través de la ventana.

En medio de la luz primaveral, el gato parpadeó con sus grandes ojos azulados y bostezó abriendo mucho el hocico.

Yukiko sacó el envase de leche de la nevera, la vertió en un platito y abrió con cuidado la puerta trasera. Desconocía si a la dueña de aquella casa, Masayo Hariu, le gustaban los gatos. Hacía justo cinco años que había empezado a trabajar para ella encargándose de las tareas del hogar. Jamás habían hablado sobre gatos. Entre otras cosas, porque Masayo siempre estaba encerrada en su taller y nunca se habían puesto a charlar.

Puede que la dueña la regañase si la viera haciendo aquello. Nerviosa, Yukiko prestó oído al interior de la casa. El taller se encontraba en silencio y nada parecía indicar que Masayo hubiera salido de allí.

Al posar el plato de leche frente al animal, este lo olfateó dubitativo y, al rato, por fin empezó a beber con ansia. Aunque estaba todo sucio, parecía sano y tenía el pelaje bastante lustroso. Además, tampoco estaba demasiado delgado. Con un poco de champú y un lazo en el pescuezo, podría resultar tan primoroso como cualquiera de las mascotas que se contoneaban por el barrio.

Tras terminar hasta la última gota de leche, el gato se relamió el hocico y levantó la cabeza para mirar con el cuello ladeado a Yukiko, como queriendo saber qué iba a recibir acto seguido. Era la misma expresión de quien ha terminado de tomarse la sopa y abre un menú.

Yukiko sonrió sorprendida y volvió a la cocina. Abrió el frigorífico, sacó una loncha de jamón cocido y, tras pensárselo un momento, cogió una lata de pescaditos secos. Le hacía ilusión. Desde que era niña, no podía encontrarse un gato o un perro callejeros y pasar de largo. En una ocasión, siendo estudiante de secundaria, llevó al veterinario un gato salvaje ensangrentado al que había atropellado un coche y logró salvarle la vida.

Yukiko se acuclilló con el mandil remangado, rasgó el jamón en tiras y se lo dio al gato. El animal engulló todo en un abrir y cerrar de ojos y, fijándose de inmediato en la lata de pescaditos, emitió un ligero ronroneo.

Ella abrió la lata y sirvió cinco o seis pescados en el platito. El gato empezó a comer con fruición y chasqueando la lengua. Tenía levantada la cola, larga y hermosa, y la movía con precisión de un lado al otro, igual que un metrónomo marcando el ritmo.

Era una pena que no pudiera quedárselo y criarlo. Acababa de casarse, y en el edificio donde vivía con su marido estaban prohibidas las mascotas. Además, él, que trabajaba en una pequeña tienda local de fotografía, detestaba los animales.

Masayo Hariu vivía sola, pero era poco probable que quisiese adoptar aquel gato sucio. Pese a tener cincuenta y cuatro años, el reuma de sus piernas se había agravado hasta tal punto que le costaba desplazarse por el taller. Si le pidiera que, por favor, se quedase con el gato, sin duda su patrona la fulminaría con una mirada glacial.

Yukiko le acarició suavemente el lomo. Los pétalos de cerezo no cesaban de caer sobre aquel lomo sucio. La brisa le llevó un tenue olor a mar. Era una tarde cálida y soñolienta. «Cómo me gustaría poder echarme una siesta a la sombra del cerezo con este gato cochambroso», pensó conteniendo un bostezo.

—¿Qué pasa, Yukiko? —dijo de repente una voz a su espalda.

Al levantarse del susto, la lata de pescaditos cayó de su regazo y chocó contra el suelo. El gato retrocedió con el cuerpo en tensión.

Masayo Hariu miraba a Yukiko desde el umbral de la puerta trasera. Debía de dolerle la pierna, porque estuvo un rato frotándose la rodilla derecha por encima de la falda larga de tela guateada.

—No pasa nada. —Yukiko hizo como que se sacudía el polvo del mandil, aun cuando no era necesario, y recogió la lata—. Es que hay un gato... Pero lo espanto ahora mismo.

Masayo se quedó callada. La chica recogió el platillo vacío y se lo metió deprisa en el bolsillo del mandil creyendo que la señora le reprocharía que diese de comer a los gatos callejeros, porque acaban por instalarse y, cuando una menos se lo espera, la zona de debajo de la galería exterior de la casa se llena de crías.

—Es un gato callejero, ¿no? —Masayo estiró el cuello y echó un vistazo al exterior.

—Solo es un gato sucio —respondió Yukiko al tiempo que se acercaba a la puerta de la cocina—. Estaba lleno de barro... Debe de haber andado correteando bajo la lluvia. Disculpe. Enseguida acabo de fregar los platos.

Masayo se quedó un buen rato mirando fijamente al animal.

—¿No había una lata de corned-beef ? —soltó de pronto.

—¿Mmm?

—Deja los platos para luego y ábrele la lata de carne, por favor.

—Pero..., señora...

—Pobrecillo —dijo Masayo mirando al gato con ternura. El animal le devolvió la mirada y se sentó derecho, como un huésped acomodado de rodillas sobre un cojín—. Yukiko, ¿podrías encargarte de lavarlo?

—¿Lavarlo?

Masayo asintió.

—Lávalo una vez que se haya comido la carne, haz el favor. Te doy permiso para usar la bañera.

A Yukiko se le iluminaron los ojos.

—¿Va a quedárselo, señora?

—No he dicho nada de eso. —Masayo sonrió brevemente y se dispuso a cruzar la cocina arrastrando la pierna mala—. Bastante he tenido ya en mi vida con los animales. Pero me da no sé qué ver una criatura sucia y con hambre. Lávalo, sécalo y luego, adiós muy buenas. Si está limpio, puede que alguien lo recoja.

Yukiko asintió y miró al gato, que permanecía allí quieto como si estuviera entendiendo la conversación. Puestos a lavarlo, podía quedarse ya con él, pensó ella, pero no lo dijo en voz alta.

Estaba acostumbrada a lavar gatos. En la casa familiar, su abuela había recogido y cuidado a menudo mininos abandonados, porque le encantaban. Si se los dejaba sueltos, enseguida se llenaban de pulgas. La función de Yukiko siempre había consistido en lavarlos a fondo con champú antipulgas. De vez en cuando, alguno agresivo le llenaba los brazos y la cara de arañazos, pero el rencor desaparecía al ver la facha lastimosa que presentaba recién lavado. Le hacía gracia verlos empapados, lamiéndose el pelo y secándose al sol primero, y con el pelaje esponjoso más tarde, como la ropa cuando se lava con suavizante.

Yukiko abrió la lata, dio la carne al gato y, en cuanto este terminó de comérsela, lo cogió con suavidad en el regazo. Pensaba que se resistiría y huiría, pero, contra todo pronóstico, el animal se mostró manso.

Lo llevó a la bañera y lo mojó con el agua tibia de la ducha. El gato se puso un poco tenso, pero no le clavó las uñas.

A medida que la mugre se iba con la espuma del jabón, a Yukiko se le abrían cada vez más los ojos. El pelaje del gato era blanquísimo. Todo su cuerpo era blanco como la nieve, sin una sola mancha o sombra de otro color. Al aclararlo con agua, se fijó en que incluso la zona detrás de las orejas donde se le habían formado bolitas de barro seco era de un blanco puro.

Yukiko comprobó que el gato era en realidad gata y la llamó Shiro-chan, «Blanquita».

—¿De dónde ha salido esta princesa con este pelo tan bonito?

Tras aclarar todo el jabón, la secó rápidamente con una toalla y le pasó el secador a baja intensidad. La gata seguía dejándose hacer.

Una vez que tuvo el pelo seco y el aspecto de una liebre blanca, Yukiko la levantó en brazos y la llevó hasta la puerta del taller. Quería enseñarle a la señora aquella hermosura. A lo mejor, ante tanta belleza, se quedaba arrobada y se animaba a acogerla.

—¿Puedo pasar? —dijo tras golpear la puerta con los nudillos y llamar a la señora.

Una voz ronca le dio permiso. Yukiko giró el pomo y entró.

Masayo estaba de espaldas a ella, sentada en una silla giratoria desde la cual admiraba el océano, que, como en una foto panorámica, se extendía al otro lado de un gran ventanal. El mar resplandecía en su totalidad a la luz de aquella tarde de primavera; un gran remolino centelleante trazaba multitud de pequeños círculos irisados en las paredes y el techo del estudio.

Junto a la silla había un cuadro a medio pintar apoyado sobre un caballete enorme. Los pinceles, la paleta y los óleos estaban desparramados por el suelo, aunque, como de costumbre, nada indicaba que se hubiesen usado. Como pintora, y pese a todos los prestigiosos galardones de bellas artes que había recibido, Masayo Hariu pasaba la mayor parte de los días en aquella acogedora casa, con la mirada perdida en el mar de la península de Izu. Muy rara vez..., quizá una al año o ni siquiera eso..., encaraba el lienzo como poseída por una fuerza incontrolable, y en menos de lo que canta un gallo terminaba una obra de envergadura. El resto del tiempo, sin embargo, no hacía más que observar desde la silla de su taller cómo el sol salía por el mar y se iba poniendo en el extremo de las montañas.

El reuma no debía de ser el único motivo por el que no conseguía pintar. Siempre había sido una señora callada y mohína, pero saltaba a la vista que los últimos seis meses esa tendencia había empeorado. No era raro que se pasase el día entero sin pronunciar una sola palabra. Yukiko se dijo que debía de andar con el ánimo bajo. Tras cinco años a su lado, era capaz de detectar enseguida esas cosas. De su madre había aprendido que todas las personas que se dedican al arte tienen, en mayor o menor medida, esa propensión. Pero, aun siendo una cuestión ajena, los últimos cuatro o cinco días la señora había empezado a dejar en el plato más de la mitad de las tres comidas diarias, y no podía sino sentirse preocupada por ella.

Masayo no hizo ni un solo gesto cuando Yukiko entró en el taller. Parecía haberse olvidado ya de la gata.

—Señora —la llamó Yukiko—. Fíjese en la gata... Mire qué limpia ha quedado.

Masayo giró despacio la silla, como en una película a cámara lenta, y miró de frente a Yukiko. Sus ojos parecían azulados como si, a fuerza de contemplar el mar tanto rato, proyectasen el color de sus aguas.

Yukiko levantó a la gata en brazos y se la acercó para que la viese mejor. Los ojos de Masayo captaron al animal y, durante un instante, se quedaron inmóviles.

Sus manos flacas se asieron al reposabrazos. Se la oyó tragar saliva varias veces, como engullendo algo duro. Una bruma nubló sus ojos y acabó por cubrirlos de blanco, como si estuviese enferma de cataratas.

Yukiko sintió una desazón repentina. De pequeña había oído contar a su abuela que un anciano murió asfixiado al tragarse su propia lengua. No estaba claro que aquello fuese cierto, pero el rostr

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