La lista del juez

John Grisham

Fragmento

Capítulo 1

1

La llamada llegó a través de la línea fija del despacho, por medio de un sistema que tenía al menos veinte años de antigüedad y había combatido contra todos los avances tecnológicos. La atendió una recepcionista tatuada llamada Felicity, una chica nueva que se marcharía antes de que llegara a entender por completo los teléfonos. Todos se marchaban, al parecer, especialmente los trabajadores administrativos. La rotación de personal era ridícula. Los ánimos estaban por los suelos. La Comisión de Conducta Judicial acababa de ver cómo una asamblea legislativa que apenas conocía su existencia le recortaba el presupuesto por cuarto año consecutivo.

Felicity consiguió desviar la llamada pasillo abajo hasta el abarrotado escritorio de Lacy Stoltz.

—Tienes una llamada por la línea tres —anunció.

—¿Quién es? —preguntó Lacy.

—No me lo ha dicho, pero es una mujer.

Había muchas formas de reaccionar. Sin embargo, en ese momento Lacy estaba aburrida y no le apetecía malgastar la energía emocional necesaria para reprender como era debido a aquella cría y ponerla firme. Las rutinas y los protocolos se estaban viniendo abajo. La disciplina de la oficina caía en picado al mismo tiempo que la CCJ se convertía en un caos carente de liderazgo.

Como veterana, como la única veterana, era importante que Lacy diera ejemplo.

—Gracias —dijo, y pulsó la luz parpadeante—. Lacy Stoltz.

—Buenas tardes, señora Stoltz. ¿Tiene un momento?

Mujer, culta, sin ningún tipo de acento, de unos cuarenta y cinco años, tres arriba, tres abajo. Lacy siempre probaba suerte en el juego de la voz.

—¿Con quién tengo el placer de hablar?

—De momento me llamo Margie, pero uso otros nombres.

A Lacy le hizo gracia y a punto estuvo de reírse.

—Bueno, al menos es sincera al respecto. Normalmente tardo un tiempo en averiguar lo de los alias.

Las llamadas anónimas eran habituales. Las personas que se quejaban de los jueces siempre se mostraban cautelosas y dudaban a la hora de dar la cara y enfrentarse al sistema. Casi todas temían que los poderes superiores tomaran represalias.

—Me gustaría hablar con usted en algún lugar privado —continuó Margie.

—Mi despacho es privado, si le parece bien.

—Uy, no —replicó ella enseguida, y dio la sensación de que la idea la asustaba—. Eso no va a poder ser. ¿Conoce el edificio Siler, que está ahí al lado?

—Por supuesto —contestó Lacy, que se puso de pie y miró por la ventana hacia el edificio Siler, una de las varias insulsas sedes gubernamentales del centro de Tallahassee.

—Hay una cafetería en la planta baja —prosiguió Margie—. ¿Nos vemos allí?

—De acuerdo. ¿Cuándo?

—Ya. Voy por el segundo café con leche.

—No tan deprisa. Deme unos minutos. ¿Me reconocerá?

—Sí. Su foto aparece en el sitio web. Estoy al fondo, a la izquierda.

El despacho de Lacy era, en efecto, privado. El de su izquierda estaba vacío, lo había dejado vacante un excompañero que se había trasladado a una agencia más grande. El despacho del otro lado del pasillo se había convertido en un trastero improvisado. Lacy echó a andar hacia Felicity, pero se metió en el despacho de Darren Trope, un hombre que llevaba allí dos años y que ya estaba al acecho de otro trabajo.

—¿Estás ocupado? —le preguntó tras interrumpir lo que fuera que estuviese haciendo.

—No mucho.

Daba igual lo que estuviera o no estuviera haciendo: si Lacy necesitaba cualquier cosa, Darren le pertenecía.

—Necesito un favor. Voy a acercarme al Siler a reunirme con una desconocida que acaba de reconocer que usa un nombre falso.

—Guau, cómo me gustan las operaciones clandestinas. Mucho más que estar aquí sentado leyendo sobre un juez que le hizo comentarios lascivos a una testigo.

—¿Cómo de lascivos?

—Bastante explícitos.

—¿Hay fotos o vídeos?

—Todavía no.

—Avísame si los consigues. Bueno, ¿te importaría acercarte dentro de quince minutos y sacar una foto?

—Claro. Sin problema. ¿No tienes ni idea de quién es?

—Ni la más mínima.

Lacy salió del edificio, dio la vuelta a la manzana tomándoselo con calma, disfrutando de aquellos instantes de aire fresco, y después entró en el vestíbulo del edificio Siler. Eran casi las cuatro de la tarde y a esa hora no había más clientes tomando café. Margie estaba sentada a una mesita del fondo, a la izquierda. Levantó brevemente la mano para saludar, como si alguien fuera a darse cuenta y no quisiera que la pillaran. Lacy sonrió y se acercó a ella.

Afroamericana, unos cuarenta y cinco años, profesional, atractiva, culta, pantalones de pinzas y tacones, vestida con más elegancia que Lacy, aunque desde hacía un tiempo en la CCJ se permitía cualquier tipo de atuendo. El anterior jefe quería trajes y corbatas y odiaba los vaqueros, pero se había jubilado hacía dos años y la mayoría de las normas se marcharon con él.

Lacy pasó por delante de la barra, donde la camarera holgazaneaba con ambos codos clavados en la formica y sosteniendo en las manos un teléfono rosa que la tenía fascinada por completo. La chica no alzó la vista ni se le cruzó por la cabeza saludar a una clienta, así que Lacy decidió prescindir de más cafeína.

Sin levantarse de la silla, Margie le tendió una mano y dijo:

—Encantada de conocerla. ¿Quiere un café?

Lacy sonrió, le estrechó la mano y se sentó al otro lado de la mesa cuadrada.

—No, gracias. Margie, ¿verdad?

—Por ahora.

—Vale, empezamos con mal pie. ¿Por qué usas un alias?

—Necesitaría horas para contarle mi historia y no tengo claro que quiera oírla.

—Entonces ¿a qué viene esto?

—Por favor, señora Stoltz.

—Lacy.

—Por favor, Lacy. No tienes ni idea del trauma emocional por el que he pasado para llegar hasta este punto de mi vida. Ahora mismo estoy desquiciada, ¿vale?

No parecía estar tan mal, aunque sí un poco nerviosa. Quizá fuera el segundo café con leche. La mujer lanzó una mirada rápida a derecha e izquierda. Tenía los ojos bonitos y enmarcados bajo una enorme montura morada. Seguro que los cristales eran de pega. Las gafas formaban parte del atuendo, un disfraz sutil.

—No sé muy bien qué decir —repuso Lacy—. ¿Por qué no empiezas a hablar, a ver si llegamos a algún sitio?

—He leído bastante sobre ti. —Margie se agachó para meter la mano en una mochila y, con destreza, sacó un expediente—. Sobre el caso del casino indio, no hace mucho tiempo. Pillaste a una jueza robando dinero en efectivo y la encerraste. Un periodista lo describió como el mayor escándalo de soborno en la historia de la jurisprudencia estadounidense.

El expe

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