Miasma

Elisabeth Sanxay Holding

Fragmento

1

Dennison encuentra empleo

Antes de trasladarse al pequeño pueblo de Shayne, Alexander Dennison lo calculó todo con sumo cuidado. Recopiló estadísticas sobre la población, estudió las tasas de natalidad y mortalidad; conjeturó el porcentaje probable de accidentes y enfermedades y se convenció de que había sitio para otro médico en Shayne.

Alquiló una casita, contrató una mujer para que cocinara e hiciera la limpieza, colgó su placa y esperó.

«Desde luego —escribió a su prometida—, lo más difícil es empezar.»

Esperó. La placa anunciaba que las horas de visita eran de 9.00 a 10.00 y de 14.00 a 16.00, y pasó aquellas horas sentado en su pequeña consulta. Era consciente de que no debería fumar allí, el aroma del tabaco no parecería apropiado; se limitó a esperar, mirando la calle tranquila a través de la ventana. Terminadas las horas de visita, pasaba al triste y minúsculo comedor, encendía la pipa y leía o meditaba. Y todos los días, hiciera buen o mal tiempo, salía a dar un largo paseo, tras darle a la cocinera instrucciones detalladas de que, si alguien telefoneaba, dijera que el médico volvería a tal y cual hora.

Nadie telefoneó. En un mes, tuvo solo dos pacientes: un muchacho vagabundo que se había cortado en un dedo, y un automovilista que pasaba por el pueblo y se había torcido la muñeca al arrancar el coche. Lo más probable era que ninguno de los dos volviera ni fuese a recomendarlo a nadie.

A principios del segundo mes, Dennison decidió que podría pasarse sin cocinera y que solo necesitaba que le limpiaran la casa dos veces por semana. A finales de dicho segundo mes pensó que él mismo podía ocuparse de hacerlo y escribió a varias compañías navieras preguntando si necesitaban un médico en algún barco. Pasaba las tardes haciendo cálculos, llenando páginas y páginas de números ordenados y tratando de averiguar cuánto tiempo resistiría si seguía una dieta extremadamente frugal.

Era un joven delgado de aspecto más bien arisco, rostro fino e inteligente y rictus terco y obstinado. Era poco apuesto y nada divertido; su inteligencia era más porfiada y honrada que brillante. La chica con la que estaba comprometido siempre le decía que debía hacerse notar más.

«Tienes que relacionarte con la gente y hacer amigos, cariño —le escribió—. Debes hacer contactos. Estoy convencida de que es el único modo de sacar adelante una consulta.»

Él estaba dispuesto a admitir que tal vez estuviese en lo cierto, pero no se le ocurría cómo hacerlo. Era demasiado pobre para pertenecer a ningún club, y, como nadie iba a verle, no tenía muchas ocasiones de hacer amigos. Además, no se le daba bien «relacionarse con la gente». No era eso lo que quería hacer. Era médico y quería una oportunidad para curar a los enfermos.

Su prometida se oponía frontalmente a su idea de embarcarse.

«Tan solo significa que tendremos que posponer indefinidamente nuestro matrimonio —le escribió—. Si haces dos o tres viajes, tendrás que volver a empezar cuando dejes el barco. Alec, cariño, quédate donde estás. Sabes que no necesito mucho. En cuanto estés ganando tres mil al año, podremos casarnos, y estoy segura de que encontraré el modo de ayudarte.»

Aquellas cartas lo llenaban de una especie de rabia, impaciencia y tristeza. Por supuesto, la pobre chica no lo entendía. No sabía nada de dinero; vivía en casa de su padre, cuidada y protegida; no imaginaba lo que era no tener nada. Dennison era joven y fuerte; estaba dispuesto a sufrir penalidades, pero tenía que comer.

Por fin, recibió una respuesta de una compañía naviera; viajó a Nueva York para asistir a una entrevista y le ofrecieron un camarote en un pequeño vapor dedicado al transporte de mercancías. Pidió veinticuatro horas para considerar la oferta y regresó a su casita con la cabeza tan pesada como si fuera de plomo.

Tendré que escribir a Evelyn, pensó, y pensará que soy un fracasado. Su padre también lo pensará. Pero ¡no lo soy! Las cosas terminarán mejorando. Lo que pasa es que todo requiere su tiempo.

Llegó a casa al atardecer de un lluvioso día de abril. La lluvia helada había calado su fino abrigo; tenía los pies mojados, estaba cansado y hambriento. Pero aceptó sin más aquellas incomodidades. Lo que más le preocupaba era la carta que debía escribir a su novia.

No queda otro remedio que decirle que la libero de nuestro compromiso, pensó. No puedo exigirle que me espere indefinidamente. No sería justo para ella.

Y la recordó tal como la había visto la última vez, en la cena que celebraron en la confortable residencia de su padre: tan guapa y alegre como siempre.

Como es natural, la casa estaba a oscuras. No había nadie esperándole. Pero al abrir la puerta vio algo en lo que no había reparado antes: una nota que alguien había deslizado por debajo de la puerta. La cogió, encendió la luz y la abrió.

«¿Puede pasar a ver al doctor Leatherby esta tarde?»

Se llevó una decepción, pues había tenido la esperanza de que se tratara de algún paciente.

De todos modos, se dijo, es posible que el tal doctor Leatherby tenga algún trabajo que ofrecerme…

Frunció el ceño con aire reflexivo. Antes de instalarse en Shayne, había tenido una charla con el farmacéutico del pueblo, quien le había proporcionado información sobre los demás médicos del lugar.

«Y luego está el doctor Leatherby —le había dicho el farmacéutico casi al final de la conversación—. Pero está prácticamente jubilado. Recibe a unos cuantos pacientes antiguos en su consulta…, hace dos o tres visitas al día. Pero casi no cuenta.»

¿Qué querrá de mí?, se preguntó Dennison.

Era consciente de los muchos trabajos indignos que podían ofrecérsele a un médico joven y necesitado, y, tal vez porque estaba cansado y hambriento y se sentía desdichado, tuvo una especie de presentimiento de que aquel sería uno de esos trabajos. Sería pedir demasiado que, justo en el último momento, llegase un golpe de suerte.

De todos modos iré a verlo, decidió.

Cerró la puerta y volvió a ponerse en camino bajo la lluvia. Había buscado la dirección del doctor Leatherby en la guía, y sabía cómo llegar a su casa. Era un largo paseo, y tendría tiempo de sobra para meditar. Y así lo hizo.

Al llegar, le sorprendió lo grande e imponente que era la residencia del doctor Leatherby, que estaba un tanto apartada de la calle en mitad de un jardín bien cuidado. Recorrió el camino de entrada, subió los escalones que conducían a una terraza iluminada y llamó al timbre. Un criado salió a abrirle la puerta.

—Soy el doctor Dennison… —empezó el joven.
—¡Pase, caballero, tenga la bondad! —respondió el criado, y le hizo pasar a una sala donde ardía un fuego deslumbrante; una habitación lujosa y elegante, cálida, tenuemente iluminada y con las paredes cubiertas de libros. Dennison se acercó a la lumbre y se quedó allí, lúgubre y alicaído, pensando en su gélida e incómoda casita, y en la cena a base de pan y arenques en lata que le esperaba.

Si Leatherby tiene un trabajo que ofrecerme…, pensó, pero no veo por qué…

El lujo de aquel ambiente no le tranquilizó. ¡Al contrario! No era frecuente que un médico de cabecera jubilado viviera de aquel modo en un pueblo tan pequeño. Además, su temperamento le empujaba a desconfiar del lujo; había tenido una vida dura y solitaria, y no comprendía otras cosas. El tal doctor Leatherby cada vez le inspiraba más desconfianza.

¡En fin, ya veremos!, se dij

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