Esperando noticias (Detective Jackson Brodie)

Kate Atkinson

Fragmento

PRIMERA PARTE

En el pasado

La siega

El calor que desprendía el asfalto parecía quedar atrapado entre los densos setos que descollaban sobre sus cabezas como almenas.

—Es agobiante —comentó la madre. También ellos se sentían atrapados—. Como el laberinto de Hampton Court, ¿os acordáis?

—Sí —contestó Jessica.

—No —respondió Joanna.

—Tú eras solo un bebé —dijo la madre—. Como Joseph ahora.

Jessica tenía ocho años, y Joanna, seis.

La estrecha carretera (siempre la llamaban «la vereda») serpenteaba de un lado a otro, de forma que no se veía qué había más allá. Tenían que llevar al perro de la correa y permanecer cerca de los setos por si un coche «salía de la nada». Jessica era la mayor, de modo que era quien siempre sujetaba la correa del perro. Pasaba mucho tiempo adiestrándolo: «¡Aquí!», «¡Siéntate!», «¡Ven!». Ma­má decía que ojalá Jessica fuera tan obediente como el perro. Jessica era la que siempre estaba al mando. La madre le decía a Joanna: «Es bueno tener una opinión propia. Deberías hacerte valer, pensar por ti misma», pero Joanna no quería pensar por sí misma.

El autobús los dejó en la carretera principal y continuó su ruta. Bajar del autobús fue «un número». Mamá cogió a Joseph bajo el brazo como un paquete y con la otra mano forcejeó para abrir la moderna sillita de paseo. Jessica y Joanna compartieron la tarea de bajar la compra del autobús. El perro se ocupó de sí mismo. «Nadie echa nunca una mano —decía la madre—. ¿Os habéis fijado?» Sí, se habían fijado.

—La jodida idílica visión del campo de vuestro padre —añadió cuando el autobús se alejó en medio de una bruma azul de humo y calor, y luego soltó de manera automática—: Vosotros no digáis tacos. La única que tiene permitido decir tacos soy yo.

Ahora ya no tenían coche. Su padre («el muy cabrón») se había largado en él. Papá escribía libros, «novelas». Había cogido una de la estantería para mostrársela a Joanna; señaló su fotografía en la contraportada y dijo: «Este soy yo», pero a ella no le estaba permitido leerla, pese a que ya leía bien. («Todavía no, algún día. Escribo para adultos, me temo. —Rió—. Hay cosas ahí dentro que…, bueno…»)

Su padre se llamaba Howard Mason y la madre, Gabrielle. A veces la gente se entusiasmaba y decía con una sonrisa «¿De verdad es usted Howard Mason?». (Otras veces, sin sonreír, «Conque es usted Howard Mason», que no era lo mismo, aunque Joanna no sabía muy bien por qué.)

Mamá decía que su padre los había arrancado de raíz para plantarlos «en medio de la nada». «O en Devon, como lo suelen llamar», añadía papá. Él había dicho que necesitaba «espacio para escribir» y que sería bueno para todos estar «en contacto con la naturaleza». «¡Sin televisión!», añadió, como si eso fuese a gustarles.

Joanna aún echaba de menos el colegio y a sus amigas, a Wonder Woman y una casa en una calle desde la que podías ir andando a una tienda a comprar cómics de Beano y regaliz y elegir entre tres clases distintas de manzanas, en lugar de tener que recorrer una vereda y una carretera y coger dos autobuses y luego volver a hacer todo eso al revés.

Lo primero que hizo papá cuando se mudaron a Devon fue comprar seis gallinas rojas y una colmena llena de abejas. Se pasó todo el otoño cavando en el huerto de delante para que estuviese «listo para la primavera». Cuando llovía, el huerto se convertía en barro, y el barro acababa invadiendo la casa, lo encontraban hasta en las sábanas. Cuando llegó el invierno, un zorro se comió las gallinas sin que hubiesen puesto un solo huevo y las abejas murieron congeladas, algo insólito según su padre, que dijo que iba a poner todas esas cosas en el libro («la novela») que estaba escribiendo. «Bueno, eso lo arregla todo», comentó mamá.

Su padre escribía en la mesa de la cocina porque era la única habitación de la casa que estaba remotamente caliente, gracias a la enorme y temperamental caldera Aga, que, según su madre, iba a llevarla «a la tumba». «No tendré esa suerte», musitaba su padre. (El libro no marchaba bien.) Todos andaban pululando siempre a su alrededor, incluida mamá.

—Hueles a hollín —le dijo papá a mamá—. Y a repollo y a ­leche.

—Y tú hueles a fracaso —contestó ella.

Mamá solía oler a toda clase de cosas interesantes: a pintura y aguarrás y tabaco y al perfume Je Reviens, que papá llevaba comprándole desde que tenía diecisiete años y era una «colegiala católica», y que significaba «volveré» y era un mensaje para ella. Según papá, mamá era «una belleza», pero ella decía que era «una pintora», aunque no había pintado nada desde que se mudaron a ­Devon.

«En un matrimonio no hay sitio para dos talentos creativos», decía mamá con aquella forma tan suya de arquear las cejas mientras inhalaba el humo de los pequeños cigarrillos marrones que fumaba. Lo pronunciaba marcando mucho la «c» y la «r», como una extranjera. De niña había estado en sitios muy lejanos, y algún día los llevaría a esos lugares. Era de sangre caliente, decía, no un reptil como su padre. Mamá era lista, divertida y sorprendente, y no se parecía en nada a las madres de sus amigos. «Exótica», opinaba papá.

La discusión sobre quién olía a qué por lo visto no había acabado, porque mamá cogió una jarra de rayas azules y blancas del aparador y se la arrojó a papá, que estaba sentado a la mesa, mirando la máquina de escribir como si las palabras fueran a escribirse por sí solas si tenía la suficiente paciencia. La jarra le dio de lleno en la sien, y él soltó un alarido de sorpresa y dolor. A una velocidad que Joanna no pudo más que admirar, Jessica arrancó a Joseph de la trona, le dijo «Ven» a ella, y se fueron al piso de arriba, donde le hicieron cosquillas a Joseph en la cama de matrimonio que ambas compartían. En aquel dormitorio no había calefacción y sobre la cama se amontonaban edredones y viejos abrigos de su madre. Al final, los tres se quedaron dormidos, acurrucados en una mezcolanza de olores a humedad, naftalina y Je Reviens.

Al despertar, Joanna vio a Jessica recostada sobre las almohadas, con guantes, unas orejeras y uno de los abrigos de la cama cubriéndola como una tienda de campaña. Estaba leyendo un libro a la luz de una linterna.

—Se ha ido la luz —dijo, sin apartar la vista del libro.

Del otro lado de la pared les llegaban los horribles ruidos de animal que significaban que sus padres volvían a ser amigos. En silencio, Jessica le ofreció a Joanna las orejeras para que no los oyera.

Cuando por fin llegó la primavera, en lugar de plantar un huerto, su padre regresó a Londres a vivir con «su otra mujer», lo que supuso una gran sorpresa para Joanna y Jessica, pero no para su madre, por lo visto. La otra mujer de papá se llamaba Martina, «la poetisa»; mamá escupía esa palabra como si fuera un insulto. A veces se refería a esa otra mujer (la poetisa) con unas palabrotas tan horribles que cuando se atrevían

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos