Headhunters

Jo Nesbo

Fragmento

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Prólogo

Una colisión entre dos vehículos es pura cuestión de física. Todo depende de las casualidades, y las casualidades pueden explicarse con una ecuación: fuerza multiplicado por tiempo es igual a masa multiplicado por aceleración. Y si consideramos esas casualidades como variables, obtendremos un relato sencillo, verídico e implacable. Un relato que da cuenta, por ejemplo, de lo que sucederá si un camión de veinticinco toneladas que circula cargado hasta los topes a una velocidad de ochenta kilómetros por hora alcanza a un turismo que va a la misma velocidad, pero que pesa ochocientos kilos. Dependiendo de esas casualidades que son el punto de impacto, el tipo de carrocería y el ángulo en que se encuentran los dos implicados el uno con respecto al otro, puede existir un sinfín de versiones de un mismo relato, aunque todas tendrán dos consecuencias claras: todas esas versiones son tragedias y es el turismo el que lleva las de perder.

Reina un silencio extraño; puedo oír el susurro del viento entre los árboles y el rumor del agua bajando por el río. Tengo el brazo paralizado y estoy boca abajo, apretado contra el acero. Sobre mí, desde el suelo, caen gotas de sangre y gasolina. Abajo, en el techo, que hace un dibujo como de tablero de ajedrez, hay un cortaúñas, un brazo arrancado, dos cadáveres y una beauty bag abierta. El mundo no tiene belleza, solo beauty. La reina blanca está destrozada, yo soy un asesino y aquí dentro no respira nadie. Ni siquiera yo. Así que no tardaré en morir. Cerraré los ojos y me rendiré. Es maravilloso rendirse. Ya no quiero esperar más. Y por eso urge contar este relato, esta variante, esta historia sobre el ángulo en que uno de los implicados se halla en relación al otro.

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PRIMERA PARTE

 

PRIMERA ENTREVISTA

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Candidato

El candidato estaba muerto de miedo.

Iba equipado con armadura de Gunnar Øye, un traje gris de Ermenegildo Zegna, una camisa de Borelli hecha a medida y una corbata de color borgoña, probablemente de Cerruti 1881, con estampado de espermatozoides. De lo que sí que estaba seguro era de los zapatos: unos Ferragamo, también hechos a medida. Yo mismo había tenido un par como aquellos.

Los documentos que tenía delante certificaban que el candidato también iba armado con un título de la Escuela Superior de Comercio de Bergen, con una nota media que rozaba el siete, un periodo en el Parlamento como representante del Høyre, el partido conservador, y una historia de cuatro años de éxitos como director ejecutivo de una empresa industrial mediana.

Y, sin embargo, Jeremias Lander estaba muerto de miedo. Tenía el bigote empapado de sudor.

Levantó el vaso de agua que mi secretaria había dejado encima de la mesita que había entre él y yo.

—Me gustaría... —empecé con una sonrisa, no ese tipo de sonrisa sincera e incondicional que invita a un extraño a sentirse cómodo, no ese tipo de sonrisa poco seria. Sino la sonrisa educada, semicálida que, según los manuales, demuestra profesionalidad, objetividad y una conducta analítica por parte del entrevistador. Es precisamente la falta de implicación emocional lo que hace que el candidato demuestre su integridad. Solo de este modo, dicen los manuales, se conseguirá que el candidato ofrezca una información más sincera y objetiva, ya que habrá tenido la sensación de que lo descubrirán si hace teatro, lo pillarán si exagera, lo castigarán si recurre a alguna argucia. Pero no sonrío así porque lo digan los manuales. Yo me cago en los manuales que no son más que una sarta de gilipolleces razonadas. Lo único que necesito es el modelo de interrogatorio en nueve pasos de Inbaud, Reid y Buckley. No, sonrío porque soy así: soy profesional, analítico y no tengo ningún interés emocional. Soy un «cazatalentos». No es muy difícil, pero yo soy el rey de la colina.

—Me gustaría... —repetí— continuar. Cuéntame algo de tu vida fuera del trabajo.

—Pero ¿eso existe?

Dejó escapar una risa medio tono por encima de lo debido. Cuando se suelta un chiste breve en una entrevista de trabajo, uno no debe, además, reírse ni mirar fijamente al interlocutor para comprobar que lo ha pillado.

—Eso espero —dije, y la risa se transformó en un ca­rraspeo—. Creo que la cúpula de esta empresa concede mucha importancia al hecho de que el nuevo director lleve una vida equilibrada. Buscan a alguien capaz de funcionar durante bastante tiempo, un corredor de fondo que sepa controlar bien la carrera. Y que no esté agotado al cabo de cuatro años.

Jeremias Lander asintió con un gesto mientras tomaba otro sorbo de agua.

Medía unos catorce centímetros más que yo y era tres años mayor. Es decir, tenía treinta y ocho años. Algo joven para el puesto. Y él lo sabía, por eso se había teñido el cabello de las sienes de un gris casi imperceptible. No era la primera vez que veía algo así. No me queda nada por ver. Uno de los candidatos sufría un problema de sudor en las manos, así que había acudido a la entrevista con cal en el bolsillo derecho de la chaqueta. Tras el apretón, me dejó la mano blanca y seca. La garganta de Lander emitió un sonido de gorgoteo involuntario. Anoté en el informe de la entrevista: «Motivado. Busca soluciones».

—¿Así que vives aquí, en Oslo? —pregunté.

Él asintió.

—En Skøyen.

—Y estás casado con...

Pasé las hojas de su expediente y adopté esa expresión de impaciencia que da a entender a los candidatos que espero que tomen la iniciativa.

—Camilla. Llevamos diez años casados. Dos hijos. Van al colegio.

—¿Cómo definirías tu matrimonio? —pregunté sin levantar la vista. Le di dos largos segundos y proseguí sin que él hubiese dado aún con una respuesta—: ¿Crees que todavía seguiréis casados dentro de seis años, cuando ya hayas pasado dos tercios de tu vida de vigilia trabajando?

Levanté la vista. Tal y como esperaba, me miraba lleno de desconcierto. Yo no había sido consecuente. Una vida equilibrada. Exigencia de rendimiento. Lo uno no encajaba con lo otro. Pasaron cuatro segundos antes de que respondiera. O sea, como mínimo, un segundo de más:

—Eso espero.

Una sonrisa confiada y ensayada. Pero no lo suficiente. No para mí. Acababa de utilizar mis mismas palabras, y lo habría tomado como algo positivo si no hubiese sido por ese tono intencionado de ironía. Por desgracia, en este caso, no fue más que

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