El final de la fiesta (Trilogía de los Huesos 3)

Nagore Suárez

Fragmento

1. Porque la muerte me llama

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Porque la muerte me llama

6 de julio, 9.00 h

Cuando colgó el teléfono, Gabriel se tomó unos minutos más para terminar el café. Debería haber sabido que el día iba a ser una mierda desde el momento en el que se le había quemado un moca que le salía a veinte euros la bolsa. Aquella taza de brebaje chamuscado no podía ser el preludio de nada bueno.

Después de fregar la taza —en un gesto más de meditación que de limpieza—, salió del apartamento. Lo primero que oyó fue música, el sonido de una jota que se escapaba por la puerta entreabierta de un bar próximo. El ambiente festivo, las canciones y las risas inundaban cada rincón de Pamplona, pero él se sentía como un extraño. Daba igual que llevara una camiseta blanca y un pañuelo rojo guardado en el bolsillo trasero de los vaqueros; era un alienígena en un mundo desconocido, Gurb perdido en las avenidas de la Barcelona de los noventa.

Caminó por el casco viejo esquivando grupos de transeúntes ataviados de blanco y rojo. Algunos tenían aspecto de no haber pasado por casa todavía —ni tener intención de hacerlo—, y otros, con la ropa recién planchada, se incorporaban a la juerga. Varias cuadrillas colocaban mesas fuera de las bajeras y chamizos, preparándose para almorzar. El olor de la chistorra y los huevos fritos que empezaban a servir en los bares le hizo arrepentirse de haber desayunado copos de avena.

A pesar de que su destino no estaba muy lejos del centro, el movimiento de gente hizo que el camino le tomara más tiempo de lo habitual. Cuando por fin llegó al Portal de Francia o Zumalacárregui, la única puerta de la antigua muralla que conservaba su emplazamiento original, continuó caminando hasta atravesar un segundo portón de piedra y cruzó el puente levadizo de madera que todavía funcionaba y por el que solían entrar los Reyes Magos a la ciudad durante la cabalgata del 5 de enero. Tras el puente, avanzó por un camino asfaltado que, entre las murallas, descendía hasta una zona de césped y vegetación junto al río Arga. Allí, varios vehículos de la Policía Foral, una ambulancia y dos coches de la Municipal impedían el paso.

Según le había informado el comisario hacía ya una media hora, habían encontrado el cuerpo de una mujer joven, y todo apuntaba a un posible homicidio. Aquello era terrible en cualquier circunstancia, pero un 6 de julio y, encima, en Pamplona se convertía en una bomba de relojería: un imán para los medios, un arma arrojadiza política y una amenaza a la seguridad de miles de visitantes. En resumen, un marrón tremendo.

Gabriel Palacios no llevaba ni un año como inspector en la Foral, pero sumaba ya una década en el cuerpo, en el que había ingresado con apenas veintidós. Aquel era su primer San Fermín y, aunque sabía que solían ser unos días de mucho trabajo para todos, no había contado con tener que enfrentarse a un caso semejante. Le habría gustado poder darse un respiro: hacer los turnos que le tocaran, gestionar robos y denuncias, tener un rato libre para tomarse un vino con los amigos... Pero, por algún motivo, la vida se empeñaba en no darle la más mínima tregua. Los últimos doce meses habían puesto a prueba su capacidad profesional y su fortaleza mental en varias ocasiones, y aún se estaba recuperando anímicamente de su último caso importante.

Cuando llegó a la zona acordonada, localizó primero al juez Bernal, que estaba de pie a una distancia prudencial de lo que parecía la escena del crimen y se balanceaba de un lado a otro, nervioso, mientras hablaba con Idoia Olarra, inspectora de la Policía Científica. Se fijó en que Bernal había cambiado su habitual atuendo de traje o camisa por un polo blanco con un escudo de Navarra en el pecho, unos pantalones del mismo color, unas deportivas impolutas y un pañuelo rojo atado al cuello.

—Todavía no son las doce, Bernal —indicó Gabriel cuando llegó a su altura.

La tradición local de las fiestas dictaba que el pañuelico rojo debía colocarse en el cuello tras el chupinazo, a las doce del mediodía.

—¡Hoy necesito a san Fermín desde ya mismo! —exclamó el juez—. Esto es un desastre. Me ha llamado el alcalde. ¿Sabes la que se va a liar de un momento a otro? No quiero ni pensarlo: la prensa se va a poner las botas. Nos pasamos meses preparando un operativo de seguridad con los diferentes cuerpos policiales, asegurándonos de que esto sea más seguro que un convento, ¿y para qué? ¡Si hasta vigilamos las alcantarillas! Pero nada, el día del chupinazo, ¡pum!, un asesinato.

—El comisario tampoco estaba muy contento. Por desgracia, estas cosas pasan siempre en el peor momento. Ahora lo importante es identificar a la víctima, contactar con la familia e intentar coger al culpable cuanto antes. Es lo único que se puede hacer.

—¡Pues hazlo bien y, a ser posible, rápido! Porque nos estamos jugando el cuello.

Gabriel se mordió la lengua para no responderle que sabía perfectamente lo que estaba en juego. Por azar del destino, ejercía desde hacía unas semanas como jefe temporal del grupo de homicidios debido a la baja de su superior y el comisario le había dejado muy claro que aquel caso era su máxima prioridad, que debía vivir por y para él.

—Todos estamos haciendo lo que podemos —intervino la inspectora Olarra.

—Me temo que vais a tener que hacer más que eso —respondió Bernal.

—¿Ha terminado ya tu equipo? —le preguntó Gabriel a Olarra, ignorando el comentario del juez.

—No creo que les quede mucho, aunque ya te adelanto que no parece que hayamos encontrado nada relevante.

Gabriel asintió mientras inspeccionaba el terreno. Estaban a un lado del camino, cerca del cauce del río. Junto a ellos había una pequeña arboleda y un muro cubierto de zarzas. Los técnicos de la Científica iban y venían entre los matorrales tratando de no pincharse.

—¡Me cago en san Dios! —protestó uno de ellos al tiempo que se desenganchaba el pantalón de una zarza.

—¡Eh, tú! No escupas tan alto, que todo lo que sube baja —le advirtió Bernal, ofendido.

—¿Ha llegado ya el forense? —preguntó Gabriel.

—Sí, por lo visto es un chaval nuevo, bastante joven. La verdad, si queréis saber mi opinión, no me da mucha confianza... —respondió Bernal.

—Estupendo, entonces voy para allá —dijo Gabriel, interrumpiendo las quejas de Bernal, que veía la juventud como una especie de enfermedad.

Cuando se dirigía al lugar donde habían encontrado a la chica, vio aparecer al agente Javier Eraso, quien cubría la baja de maternidad de la compañera habitual de Gabriel. Rondaba los cuarenta y, aunque no era demasiado hablador, era organizado y eficiente, cualidades que Gabriel, maniático del orden y muy disciplinado, valoraba mucho.

—Buenos días, Palacios. ¿Aguantando el chaparrón? —saludó.

—Como el juez siga así, puede que tengamos otro asesinato pronto: la inspectora

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