Tres días de agosto (Inspector Mascarell 7)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

cap-1

1

Abrió un ojo cuando notó las cosquillas en las plantas de los pies.

Pero como le encantaba que ella lo hiciera, se quedó quieto, resistiendo las ganas de reír o de encoger las piernas.

El cosquilleo siguió unos segundos más.

—Sé que estás despierto —le dijo Patro finalmente.

Continuó inmóvil.

—Miquel...

Nada.

—Y además, sé que estás vivo porque hace un rato roncabas.

—Yo no ronco —protestó arrastrando la voz por el pantano de su boca.

—¡Oh, sí, querido: roncas!

—Antipática.

Patro dejó de hacerle cosquillas.

—Sigue —le pidió él.

—No, las antipáticas no hacemos esas cosas.

Le tocó abrir los ojos y darse la vuelta en la cama. No había sábana que resistiera el calor, así que dormían sin taparse. Tenía el pijama empapado. Patro ya se había vestido.

Recordó que era día de playa.

—¿Tienes prisa? —gruñó con un deje de amargura por no poder relajarse en la cama con ella al lado.

—No, pero no vamos a llegar a las tantas, digo yo.

—El mar no se va a mover.

—¿Qué quieres, que nos den una caseta peor?

—Si todas son iguales.

—Eso lo dirás tú. ¿O has olvidado la de hace un mes, al lado de la piscina de la entrada, con todos los niños gritando?

—Ni que fuéramos a quedarnos en ella. Sólo es para cambiarnos. —Se sentó en la cama mientras la veía ir de un lado a otro de la habitación, recogiendo las toallas, los bañadores, un gorro para protegerse el cabello...—. Hoy es día de entre semana. Hay casetas de sobra.

Patro puso los brazos en jarras.

—¿Y bañarte solo y tranquilo antes de que llegue más gente no te gusta?

Estaba preciosa.

El vestido ceñido, moldeando su silueta eternamente juvenil, recogiendo y dando forma a su pecho, entallándole la cintura, mostrando al final de la falda sus piernas esculpidas por un Miguel Ángel celestial, las sandalias abiertas ofreciendo la desnudez de los pies que tanto le gustaba acariciar. El color blanco del vestido le daba luz a la cara. Un resplandor. Seguía pareciendo la misma novia con la que se había casado un soplo de tiempo antes.

Él.

Asombroso.

Patro se echó a reír.

—Si vieras la cara que pones...

—De sorpresa.

—De bobo.

—Desde luego...

Ella se sentó a su lado, en la cama, y le dio un beso rápido y dulce en los labios.

—Va, no seas malo. Ya sabes que me encanta ir a nadar.

—Me asombra tu vitalidad en verano, con este calor.

—No te hagas el viejo, que no me vale.

—Anoche tardé en dormirme —quiso justificarse Miquel.

—¿Y yo qué? Lo mismo. Piensa que en menos de una hora estarás en el agua, fresquito.

—Vamos a los de San Sebastián —le propuso.

—Eso, tú de rico. —Abrió los ojos Patro—. ¡Sabes que son más caros que los de San Miguel! ¡A mí ya me están bien!

—Pero esa piscina interior de los baños de San Sebastián...

—¡Sí, muy bonita, pero el agua está helada, no me digas! ¡Debes de tener piel de elefante si no te da frío! ¡Yo es que no puedo ni meter un pie en ella, ya lo sabes, aunque estemos en agosto!

Le encantaba verla expresarse con pasión.

Lo malo es que estaba lento, todavía con sueño pegado a los párpados. Quiso abrazarla, pero Patro se zafó con agilidad.

—¡Ah, no, ni hablar, encima! ¿Para eso me he levantado antes y te he dejado dormir? ¡Ya tengo hasta los bocadillos y la tortilla de patatas hecha! ¡Todo a punto de marcha! ¿Quieres levantarte de una vez? ¡Nos prometimos un día libre, al completo!

El paraíso.

Un día libre, al completo, significaba ir a la playa por la mañana, comer allí, tomar un poco el sol por la tarde, cuando ya no quemaba, tal vez darse un último baño, y a eso de las seis o las siete ir al cine. Programa doble.

También significaba que quien decidía las películas era ella.

—¿Qué iremos a ver?

Murieron con las botas puestas y Scherezade, en el Alondra.

—No se dice «Scherezade», sino «Sherezade».

—¡En el periódico lo pone así! ¿Sabrás tú más que ellos?

Mundo cruel.

—¿Quieres ver una del Oeste en la que los indios masacran a los del Séptimo de Caballería? —la pinchó por otro lado.

—¿Lo ves? ¡Serás...! —exclamó Patro con disgusto—. ¡Ya me has contado el final!

—Mujer, que todo el mundo sabe la historia del general Custer.

—¡Pues yo no! —Se molestó todavía más—. ¡Y vamos a ir igualmente! ¡Quiero ver a Errol Flynn, ya sabes que me gusta mucho! ¡Y a ti Yvonne de Carlo, que hace la otra! ¡Con lo bien que las he escogido!

Se había enfadado.

Y era lo que menos le convenía.

Miquel se puso en pie.

—No sé por qué discuto contigo. —Suspiró—. Siempre pierdo.

—Estabas tú muy acostumbrado a ganar.

—Pues claro.

—Cállate, inspector de pacotilla —le riñó.

Miquel salió de la habitación con los ecos de la burlona palabra «inspector» revoloteando por su cabeza. ¿Inspector? A partir de enero del 39 ya no, y había llovido mucho desde entonces, aunque se había metido en suficientes problemas tras su regreso a Barcelona en julio del 47, tres años antes, volviendo a sus mejores días de policía por mucho que fuese obligado por las circunstancias, como si atrajera los líos.

Cuando se detuvo frente al espejo del lavadero se miró la cicatriz del hombro. Todavía le dolía un poco la articulación del brazo. La bala disparada el 24 de abril había dejado su huella. La bala del maldito espía ruso que iba a matarle.

Confiaba en que fuera su último «caso».

Abrió el grifo del lavadero y metió la cabeza bajo el chorro de agua fresca.

Julio del 47, agosto del 50.

Tres años y un mes de libertad.

Feliz.

Casado, sorprendentemente.

Sí, Patro merecía todo lo que hiciera por ella. Todo y más. Los ocho años y medio de esclavitud en el Valle de los Caídos, trabajando en aquel maldito mausoleo, siempre con el miedo de que se cumpliera la sentencia y lo fusilaran, estaban siendo compensados por aquel renacer, su segunda vida, su última oportunidad.

El amor de la vejez era tan distinto al amor de la juventud...

¿O era porque Patro apenas si era una niña de treinta años, tan llena de vida?

Tanta que se la contagiaba a él.

En invierno tiritaba de frío al lavarse. En verano lo agradecía. Lo incómodo, y más a sus años, era subirse al lavadero y meterse dentro. ¿Por qué no se hacían un cuarto de baño, como en las casas nuevas? Un cuarto de baño con una bañera.

Un sueño.

O no. La mercería iba relativamente bien. Ni siquiera se trataba de un lujo, sino de una necesidad. Calidad de vida.

—Date prisa o me voy

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