Ocho días de marzo (Inspector Mascarell 8)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

cap-2

1

La cortina no estaba corrida del todo, así que, mientras esperaba sentado en el despacho de la consulta, Miquel Mascarell podía atisbar los movimientos del doctor Recasens explorando a Patro, meticuloso y paciente, con los ojos casi cerrados, para concentrarse mejor. A ella, boca arriba, muy quieta y con las piernas en alto, no le veía la cara, sólo la parte inferior del cuerpo, pero la imaginaba tensa. Salvo con él, el único, ella le contó que siempre lo había estado cuando la tocaba algún hombre, aunque fuera un médico. El hecho de que no hablaran de ello no significaba que el pasado estuviese muerto y enterrado. Seguía allí, para los dos, bien oculto en sus silencios.

Por suerte, lo que no había ya era amargura.

La calma después de tantas tempestades.

—¿Le duele aquí? —oyó que le preguntaba el doctor.

—No.

La única exclamación de Patro a lo largo de aquellos minutos había sido un quedo «¡ay!» cuando Víctor Recasens la tocó por abajo. Y eso que no era de las de quejarse.

Otro minuto más. O tal vez fueran dos. Miquel prestaba atención fingiendo indiferencia. El médico iba y venía en torno al cuerpo de su paciente, una pequeña geografía convertida en continente, auscultándola, presionando el abultado vientre, dándole golpecitos con los dedos índice y medio de la mano derecha. Los pies de Patro, en alto y apoyados en los desgastados salientes acolchados, parecían dos pequeñas alas.

Tenía manos de ángel y pies de princesa.

Ah, sus pies...

Nunca se hubiera imaginado a sí mismo como fetichista.

O eran los años o la falta de todo antes de conocerla.

—Muy bien, querida. —Rompió el silencio el doctor Recasens—. Ya puede vestirse.

—¿Qué tal? —preguntó ella con un deje de ansiedad.

—Todo en orden —la tranquilizó de inmediato—. En orden y en su sitio. Una gestación estupenda, como no podía ser de otra manera dada su buena forma y mejor salud. Espere, déjeme ayudarla.

Miquel hizo ademán de levantarse de su silla, pero el médico ya había sostenido a Patro para que se incorporara después de bajar las piernas de los soportes. Ella puso sus pies descalzos en el suelo.

—Gracias —dijo.

—En una semana lo tendremos aquí, si todo sigue su curso —siguió hablando el hombre—. Quién lo iba a decir hace unos meses, ¿eh?

—Y que lo jure.

—¿No me diga que se le ha hecho largo?

—Un poco pesado, sí, sobre todo al final.

—Recuerde lo que cito siempre: «Madre sana y feliz, bebé sano y dispuesto». Nada de nervios. El primero siempre asusta un poco, pero usted como si nada. Ya verá como son los cinco minutos más bonitos de toda su vida.

—Si sólo son cinco minutos...

Mientras ellos hablaban, Miquel sintió un ramalazo de pánico.

¿El doctor Recasens acababa de decir «el primero»?

¿El maldito galeno esperaba que aún hubiera más?

¿Otro milagro?

La cortina se corrió del todo y Víctor Recasens alcanzó su asiento detrás de la mesa del despacho. Patro se metió en la pequeña habitación en la que se había quitado la ropa y puesto la bata para la última exploración de aquellos largos meses.

Los dos hombres se miraron.

—Ya lo ha oído —dijo el médico—. Tendrán un bebé estupendo. Y si es niña y se parece a su madre...

Miquel forzó una sonrisa.

Pese a los meses de embarazo, seguía sin creerse que fuera a ser padre otra vez, después de tantos años. La odisea llegaba a su fin, pero seguía antojándosele algo irreal. Vivía los últimos días de paz y calma en su nueva vida. Sabía que nada sería igual cuando fuesen tres. Le había sucedido ya con Quimeta.

—Ahora que se acerca el momento, estará usted flotando —siguió Víctor Recasens al ver que no decía nada.

—No sé si es la palabra exacta, pero sí —reconoció—. De todas formas, de tanto flotar y flotar, yo lo llamaría más bien vértigo.

—¿Quién no estaría en una nube? Padre a los... ¿Qué edad tiene, que no lo recuerdo?

—Sesenta y seis.

La mirada del médico tuvo una parte de admiración y otra de respeto.

—No está mal —ponderó.

—Supongo. —Suspiró Miquel, pragmático.

—¿Cuándo cumple usted años?

—El 28 de diciembre.

—Vaya.

—El día de los Santos Inocentes, sí.

—Mire, tenga la edad que tenga, lo va a disfrutar, y más siendo el primero.

Otra vez lo mismo.

Miquel no quiso hablarle de Roger, de su tumba en el Ebro, de que en otro tiempo ya supo lo que era ser padre, estar casado y ser feliz. Eso era privado. Víctor Recasens conocía sólo su pasado reciente, tras la guerra. Se lo contó, en su visita inicial como nuevo médico de cabecera, cuando le hizo el primer chequeo, casi tres años antes, por si su corazón estaba al límite, para que supiera dónde había estado, el hambre sufrida, las privaciones soportadas y el miedo constante en el Valle de los Caídos, sometido a la amenaza de su sentencia de muerte. El médico, a fin de cuentas, era un buen hombre y necesitaba esa información para estar al tanto. Incluso le había ayudado en aquella investigación de agosto del año anterior, cuando secuestraron a Patro para obligarle a meterse en su último lío.

Allí se enteró precisamente de que iba a ser padre.

Patro embarazada.

—Lo de disfrutarlo dependerá de los años que me queden —se resignó Miquel, recuperando las últimas palabras de Recasens.

—Está usted como un toro, se lo digo siempre. Ya me gustaría a mí llegar a su edad y tener su salud. Yo tengo sesenta y dos, y no se imagina la de porquerías que tomo. Que si para esto, que si para lo otro... Usted, en cambio, nada. Tiene la presión bien, el corazón perfecto, los riñones y el hígado a pleno rendimiento...

—¿Se receta usted mismo?

—Claro.

—¿No es malo ser el doctor de uno mismo?

—¡No lo sabe usted bien, oiga! —Soltó una risa sarcástica—. A un médico, cuando le duele algo, se le vienen a la cabeza diez diagnósticos posibles. Y si encima uno es pesimista, alarmista o hipocondríaco, ¡apaga y vámonos!

Patro apareció a su lado, ya vestida y con la enorme barriga por delante. Embarazada o no, seguía siendo irresistiblemente hermosa. Se había soltado el pelo y la inmensa mata negra se le desparramaba por encima de los hombros dándole un aire de actriz de Hollywood. Una actriz serena, de belleza clásica, lejos de las mujeres fatales de las películas policíacas. A Miquel a veces le recordaba la esbelta elegancia de Gene Tierney y otras la chispeante luminosidad de Carole Lombard. Todo dependía del momento o del humor.

—El parto en la Clínica del Pilar como lo hablamos, ¿no?

—Sí, sí, nos parece un buen lugar —habló Patro por primera vez.

—¿Ahora van a casa?

—Sí —le tocó el turno a Miquel.

—Van a tener que tomar un taxi, si lo encuentran, porque con lo del boicot a los tranvías...

—¿Boicot? —No pudo reprimirse—. Más bien es una huelga en toda regla.

—Cuidado con lo que dice, Mascarell, que ya no estamos en los años treinta —le previno el médico.

—Ellos lo llamarán como quieran, si es que lo llaman de alguna forma, p

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