Impostores

Robin Cook

Fragmento

cap-2

Prólogo

27 de junio, Boston, Massachusetts

 

Debido a la inclinación del eje de la Tierra, el amanecer del 27 de junio llegó con rapidez a Boston, Massachusetts, en claro contraste con las mañanas más frías de invierno, cuando la trayectoria del sol quedaba baja sobre el cielo del sur. Desde las 4.24, una luz veraniega cada vez más brillante llenaba con premura las calles del Italianate North End, los estrechos senderos del elegante Beacon Hill y los anchos bulevares de la señorial Back Bay. Exactamente a las 5.09, el disco solar al completo apareció en el horizonte sobre el océano Atlántico e inició su ininterrumpido ascenso por el despejado cielo matinal.

De los diversos capiteles del Boston Memorial Hospital, el BMH, el primero que recibió los rayos dorados fue el más alto del Stanhope Pavilion, el pabellón central de veintiún pisos. La moderna torre de cristal era la novedad más reciente del batiburrillo de estructuras que constituían el hospital universitario especializado de Harvard, que se elevaba sobre el puerto de Boston. Su silueta definida contrastaba enormemente con los viejos edificios bajos de ladrillo, cuya antigüedad se remontaba a más de ciento cincuenta años.

El vanguardista Stanhope Pavilion contaba con todos los elementos de cualquier hospital moderno, incluida una zona de veinticuatro quirófanos de última generación, los «quirófanos híbridos del futuro», cada uno de ellos equipado con la tecnología más puntera y con el aspecto de haber sido diseñado como un decorado de Star Trek, nada que ver con los quirófanos estándares más antiguos. El complejo lo formaban dos conjuntos de doce quirófanos dispuestos en torno a dos puestos de mando centrales. Unas ventanas permitían a los supervisores ver el interior de cada quirófano, además de a través de las imágenes ampliadas de los monitores.

Dentro de cada uno de estos quirófanos híbridos, en los cuales podían llevarse a cabo gran variedad de operaciones, desde cirugía cerebral hasta operaciones cardíacas o trasplantes rutinarios de rótula, había varios aparatos enormes colgados del techo a los que se accedía con comodidad, que representaban lo más puntero de la tecnología médica. Gracias al sistema de suspensión, se podía disponer al instante de cualquier equipo, a la vez que el suelo se dejaba libre para facilitar el movimiento del personal y acelerar las transiciones entre procedimientos. Uno de los soportes sostenía el equipo de anestesia; otro, un equipo de perfusión cardiopulmonar; el tercero contaba con un microscopio funcional y, por último, un sistema de arco en C que incluía un escáner biplano que, mediante una combinación de luz infrarroja y rayos X, generaba imágenes tridimensionales en tiempo real de la estructura interna del cuerpo humano. Cada quirófano contaba además con varias filas de pantallas de vídeo de alta definición conectadas al sistema de información clínica del hospital, que permitían que se vieran a la vez los datos de los pacientes y otras imágenes de interés médico, como las de rayos X, y que se activaban al instante por voz.

La razón de contar con este equipamiento ultramoderno y tan desproporcionadamente caro obedecía al propósito de incrementar la rapidez y eficacia de los procedimientos quirúrgicos y aumentar la seguridad del paciente. Sin embargo, en aquel hermoso día de finales de junio, toda aquella brujería tecnológica y diseño racional no iban a constituir una garantía contra las consecuencias involuntarias y los fallos humanos. Pese a la buena intención de los entregados trabajadores del departamento de cirugía del BMH, en el quirófano híbrido número ocho de Stanhope se estaba fraguando un desastre humano.

Tan pronto la luz inundó la entrada para vehículos del Stanhope Pavillion a las 5.30 de la mañana, empezaron a aparecer coches y taxis en fila ante la entrada porticada, y al abrirse las puertas se apeaban pasajeros con bolsas para pasar la noche. No había mucha conversación entre estos pacientes inminentes y los familiares que los acompañaban, mientras entraban en el hospital y subían en ascensor hasta la sección de admisiones diurnas de la cuarta planta. Hubo un tiempo, años atrás, en que se admitían pacientes el día antes de la operación, pero la práctica había quedado casi relegada al olvido por culpa de lo que dictaban las aseguradoras; aquella noche de más en el hospital se consideraba demasiado cara.

La primera remesa de pacientes representaba las primeras operaciones del día. Aquellos que habían sido programados como casos «de seguimiento» se les exigía que llegaran dos horas antes de lo que estipulara el horario. Aunque la duración de las operaciones podía calcularse de antemano hasta cierto punto, la estimación nunca era cien por cien segura. Si se producía un error de coordinación siempre redundaba en beneficio del hospital, no de los pacientes. A veces estos se veían obligados a pasar largas horas en las zonas de espera; para algunos esto suponía un problema, porque obligaban a todos a estar en ayunas desde la medianoche anterior a la operación; solo podían beber agua, y poca.

Aquel día, uno de los casos «de seguimiento» era una reparación de hernia inguinal abierta a la que tenía que someterse un hombre fortachón de cuarenta y cuatro años, sano, inteligente y sociable, llamado Bruce Vincent. Como el procedimiento tenía previsto empezar a las 10.15, le habían dicho que se presentase en el área de admisiones quirúrgicas a las 8.15. A diferencia de otros pacientes del día, no le preocupaba la inminente operación. Su indiferencia —en comparación— no se debía solo a la relativa simplicidad de la intervención; tenía más que ver con lo familiarizado que estaba Bruce con el BMH. Para él, el hospital no era un inframundo misterioso y siniestro, porque llevaba veintiséis años yendo allí casi cada día. Lo habían contratado nada más graduarse en el Instituto de Charleston, donde se había hecho popular gracias al deporte, para unirse al departamento de seguridad. Había sido una herencia simbólica: la madre de Bruce había sido auxiliar de enfermería en el hospital durante toda su vida, y su hermana mayor era una de las enfermeras con título.

Con todo, el hecho de ser empleado del hospital y de estar acostumbrado al entorno no era lo único que le hacía mantener la sangre fría aquella mañana. Estaba tan tranquilo porque, tras veintiséis años de profesión, se había hecho amigo de casi todo el mundo: médicos, enfermeras, administradores y personal de apoyo. En el ínterin, había aprendido muchísimo de medicina, sobre todo de medicina hospitalaria, hasta el punto de que los empleados del hospital decían en broma que se había graduado en la inexistente facultad de medicina del BMH. Bruce era capaz de mantener una conversación sobre una técnica quirúrgica con cirujanos ortopédicos, sobre la mala praxis con los de administración y sobre la dotación de personal con las enfermeras. Y lo hacía con frecuencia.

Cuando le dijeron que le tendrían que administrar anestesia espinal para una operación de hernia que a lo sumo duraría una hora, ya sabía perfectamente lo que era la anestesia espinal y por qué era más segura que la general. No había ningún misterio en aquello. Y además, tenía confianza plena en su cirujano, el legendario William Mason. También sabía que el voluble doctor Mason

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