Cuídate de mí

María Frisa

Fragmento

Solo la sed

el silencio

ningún encuentro

cuídate de mí amor mío

cuídate de la silenciosa en el desierto

de la viajera con el vaso vacío

y de la sombra de su sombra

ALEJANDRA PIZARNIK

Los monstruos nunca mueren.

Viajan dentro de ti, regresan siempre.

[…]

Pasa el tiempo, se pierde,

la memoria se pudre,

desolladero abajo de nosotros.

El amor se consume por obra de su fuego.

Los secretos terminan traicionándose,

cede la fiebre, el sol declina,

se nos muere la dicha del que fuimos,

el que somos se muere sin saberlo.

Pero los monstruos no.

Los monstruos nunca mueren.

CARLOS MARZAL,

«Los monstruos nunca mueren»

Capítulo 1

El arquero

Viernes, 10 de junio de 2013

En ese momento, comenzó el redoble de los tambores y la fanfarria de las trompetas.

Una multitud se había congregado en la atalaya natural de los Montes Blancos. Iluminados por la blanca claridad de la luna llena, los rezagados que aún paseaban entre las jaimas se apresuraron hacia el castillo cuidando de no tropezar en el irregular suelo.

El acto central de las Jornadas Medievales iba a comenzar y nadie quería perdérselo. Al amparo de la torre del homenaje se alzaba una enorme y compacta pira de leña de forma piramidal. Al fondo, a la izquierda, un grupo de veinte hombres vestidos de caballeros templarios se encontraba en formación. Unos portaban arcos y carcaj; otros, gallardetes o instrumentos musicales.

El gentío se arremolinaba detrás de las vallas que delimitaban la parte derecha de la pirámide. Los que iban con niños se colocaron en primera fila formando una barrera de carritos. Muchos padres llevaban a los pequeños en los hombros para contemplar el espectáculo.

Aunque se había levantado aire, el bochorno era asfixiante. Olía poderosamente al romero y al tomillo que clavaban sus ásperas raíces en los pelados montes.

Con gran ceremonia, Carlos Peiro, el Chaparrico, se adelantó: había sido el elegido para disparar la primera flecha incendiaria. Se encontraba nervioso e incómodo. A los arqueros les permitían prescindir del yelmo, pero no de la pesada cota de malla en forma de caperuza. Además, el gambesón blanco con la gran cruz roja le tiraba de la sisa porque había engordado, igual que todos los Chaparros en cuanto cumplían los veinte años.

En medio de una gran expectación, tensó el arco con la flecha y acercó la punta a la antorcha de cera y yute que le tendió uno de sus compañeros. La estopa, humedecida con petróleo y colocada en el inserto de la flecha, ardió enseguida. El calor del fuego le subió al rostro. Le hubiera gustado secarse las gotas que le resbalaban desde la frente.

Disparó desviándose un poco para combatir el aire. La flecha voló hasta alcanzar casi la base de la pirámide y arañó la pierna del hombre que alguien había ocultado dentro. Los sarmientos y las ramas de pino que la recubrían prendieron superficialmente.

La multitud aplaudió ante la efímera visión del fuego.

Los dos arqueros siguientes erraron por poco, las flechas se apagaron contra la arena y el gentío se impacientó.

Volvió a ser el turno del Chaparrico y, en un tiro complicado, clavó con tanta fuerza la flecha que atravesó el hueco entre los listones de los palés, que servían de andamiaje a la pira y camuflaban el cuerpo. Le dio de lleno en el ojo izquierdo, que se derramó alrededor de la punta de la flecha con una viscosidad espesa. La ropa del hombre y la yesca se inflamaron en una bola de fuego que ascendió poderosa haciendo arder la hoguera.

Lo vitorearon mientras los niños corrían alborozados simulando disparar. Carlos miró a Eva, que bebía un vaso de hidromiel de pie al lado de sus hermanas, y vio que sonreía orgullosa.

Para finalizar, los arqueros se colocaron en fila y lanzaron una andanada de flechas. Era hermoso contemplar la lluvia de chispas rasgando el aire. Se clavaron en el muslo, en el esternón, en el hombro, en el cuello… Una rebotó contra la puntera de acero de las botas Martens.

Se escucharon los últimos aplausos. El espectáculo había concluido. La multitud se dispersaba y nadie prestó demasiada atención al olor a carne a la brasa. Muchos ya se amontonaban ante las mesas donde unas empleadas del ayuntamiento, ataviadas de mesoneras, servían un refrigerio de chorizo y longaniza con un vaso de vino.

Solo los niños y unas adolescentes permanecieron contemplando el embrujo de las llamas agitándose por el viento contra el cielo de verano.

Capítulo 2

Berta

Lunes, 13 de junio

Berta se despertó sobresaltada y tardó en ubicarse. La blanca luz de la luna se colaba por la ventana entreabierta y ascendía por la sábana de flores, amontonada a los pies de la cama, hasta alcanzar sus rodillas flexionadas.

Luna llena, pensó.

La subinspectora Berta Guallar había aprendido a temer a la luna llena. Y a las tormentas. Su influjo despertaba la parte instintiva y atávica que duerme en todo ser humano: exaltaba a los maníacos, enardecía a los maltratadores, hacía que se sintieran poderosos e invulnerables. También desestabilizaba a los melancólicos y a los depresivos.

Extendió el brazo hasta la mesilla en un gesto cotidiano y comprobó el móvil. Nada. Desde que la destinaron al Servicio de Atención a la Mujer, el SAM, no se despegaba del teléfono. El móvil era inherente al puesto. Al menos ya no tenía que ponerlo debajo de la almohada, en modo vibración, para no despertar innecesariamente a Loren y a los niños. La ventaja de trabajar a las órdenes de la inspectora Lara Samper era que ella se ocupaba de las llamadas nocturnas.

Sentía el peso de un calor sofocante sobre su cuerpo. Se despegó el cabello de la frente con brusquedad. Depositó de nuevo el móvil en la mesilla y se dio la vuelta en la cama. La sábana estaba muy arrugada y la almohada un poco húmeda.

Loren dormía tranquilo a su lado, con ese ronquidito nasal que tanto la irritaba, en camiseta y calzoncillos. Ella, que dormía en bragas, nunca había entendido aquella manía de usar camiseta incluso en las asfixiantes noches de verano.

Alargó el pie y le propinó un golpe. Loren se colocó sobre la espalda.

Oyó una tos que llegaba desde el pasillo. Era Izarbe. Si sigue así, pensó, habrá que llevarla al pediatra a que le recete algo. Se sentía increíblemente cansada.

Loren comenzó a roncar otra vez. Joder. Estaba desvelada. Se sentó en la cama y permaneció un par de minutos con los pies apoyados en el suelo. Se pasó la lengua por la encía para desplazar la molesta férula dental. Había vuelto a utilizarla por si el bruxismo era la causa del dolor de cabeza y la tensión en las cervicales. Suspiró.

La invadió la convicción de que a nadie le resultaba tan fatigosa la vida. Era dulce dejarse llevar. En ocasiones se lo permitía. Sin embargo, esa mañana decidió que aprovecharía el tiempo, así que agarró el móvil y se arrastró hasta el baño.

Se tomó el primer café de pie en la cocina, vestida con las mallas negras y una camiseta de tirantes amplia para que no le marcara las caderas. Con la mano izquierda pellizcó el elástico del sujetador deportivo que se ceñía a su pecho como una boa y tiró de él hacia abajo. Cuando se lo quitara, tras varias contorsiones, dejaría en su carne la marca de cada uno de sus anchos bordes.

Su «nueva manía de correr», como la denominaba Loren, había comenzado hacía tres semanas. Fue su jefa quien le recomendó el ejercicio físico: «Es catártico y te ayudará a liberarte de las tensiones». Berta sonrió con escepticismo, sin embargo, Lara Samper tenía razón.

Aprovechaba el breve respiro que proporcionaba el amanecer y, paradójicamente, por cansada que se sintiera al abandonar la cama, al regresar siempre se encontraba más animada. Durante ese tiempo se evadía de la rabia y la impotencia que la atenazaban desde que, en abril, Santos Robles colgó en su blog la entrada: «Agresión por parte de la Policía». Era capaz de citar frases y párrafos de memoria: «detención arbitraria»; «humillación, tortura y coacción radical de la instructora»; «la instructora es uno de esos funcionarios tardofranquistas que no respeta los derechos constitucionales de los ciudadanos». Berta había sido la instructora del caso, y su nombre completo aparecía a menudo en el blog.

Se masajeó con fuerza la nuca y las cervicales mientras dejaba la taza en el fregadero. Soy la puta ama, se recordó. Funcionaba como un mantra cuando se sentía desfallecer. La pu-ta a-ma.

Cruzó la calle y realizó unos breves estiramientos en el carril bici. Prefería la solidez del cemento a la tierra compacta y fresca del magnífico soto porque, en alguna parte de la arboleda de Macanaz, sin ni siquiera una placa para honrar su recuerdo, se hallaba un enorme osario con miles de los caídos en el segundo de los Sitios de la ciudad y las víctimas de la epidemia de tifus durante el asedio.

Descendió la pendiente que la separaba de la ribera del Ebro, el principal legado de la Exposición Internacional celebrada unos años antes. Pensó, como en tantas ocasiones, cuánto costaba reconocer, en las orillas ajardinadas de anchos senderos de piedra y embarcaderos, aquella tierra indómita poblada por una maraña de sauces, olmos, fresnos, lianas y hojarasca. Se recogió con ambas manos el cabello castaño, muy rizado y abundante (trataba de domarlo desde que tenía memoria), y lo aprisionó con una goma. Comprobó que el móvil estaba conectado a la pulsera de actividad de su muñeca izquierda para recibir en esta las notificaciones. Cada vez que el teléfono sonaba a deshora, Berta aguantaba involuntariamente la respiración hasta escuchar esas primeras palabras tranquilizadoras: «No te asustes, no es un cadáver».

Comenzó su recorrido habitual, hasta el azud y el puerto fluvial de época romana. Ignoraba que esta vez la muerte la alcanzaría a traición. Sin un pitido. Sin un «No te asustes».

Capítulo 3

Lara

Lunes, 13 de junio

En la azotea del casco histórico, la claridad del amanecer iluminaba un vergel inesperado y abrumador de cientos de racimos de flores níveas, gordas y fragantes que destacaban sobre el verde lustroso de los tallos y las hojas. Lara Samper terminó de eliminar las malas hierbas de los macizos de hortensias trepadoras que cubrían los ladrillos de las paredes.

Comprobó con las yemas de los dedos la humedad de la tierra de las calas negras. Eran sus preferidas, las únicas que rompían la uniformidad cromática. Le gustaba imaginarlas creciendo silvestres en las aguas cenagosas de los pantanos del sur de África, de donde eran originarias. También a ellas las habían domesticado. Acarició el rizoma terso y jugoso, recorrió con suavidad el perfil del embudo. Pensó en las caricias. En que podía fechar la última vez que Use la tocó de ese modo: el día 25 de junio de 2007. En un par de semanas se cumplirían seis larguísimos años.

Un mosquito la sacó del ensueño. Vivían en los canalillos de riego que, con su carga de agua, fertilizantes y residuos, se mantenían ocultos bajo el entablado de teca que cubría el suelo. Se dio un manotazo sobre la piel desnuda. Después se lavó las manos, encendió un cigarrillo y se apoyó en la ancha barandilla. Una de las cosas que la complacía de su ático era el acceso que le brindaba a la vida de otras personas. Situaciones y gestos que se repetían a diario, en un despliegue de intimidades. Por eso prefería el verano, las ventanas abiertas, la vida expuesta.

Una a una, espió las ventanas de sus vecinos: Rosa, Chencho, Héctor… Todos dormían. Miró su reloj. Las seis y ocho. ¿Quién está despierto a estas horas?, pensó. Solo yo.

Ignoraba que en otra parte de la ciudad, exactamente a las seis y ocho minutos del viernes, una persona al contemplarse en el espejo del lavabo, se descubrió un rastro de sangre seca en la frente. Resopló. Esa persona, agotada por el esfuerzo de ocultar un cadáver, aún debía limpiar cualquier vestigio del homicidio. Aunque lo sucedido ya era inevitable. No se podía borrar.

Capítulo 4

Berta

Martes, 14 de junio

El policía Alfredo Torres, sofocado por la responsabilidad, pasó delante del escritorio de Berta. Se había incorporado recientemente y se esforzaba (demasiado, a juicio de algunos) por no cometer ningún error. Su obsesión era no decepcionar a Millán, el jefe del Servicio de Atención a la Familia, que incardinaba al Servicio de Atención a la Mujer y al Grupo de Menores.

Berta dejó de leer los partes de sala. Los revisaba para no ceder a la tentación de entrar en el blog y comprobar cuánto habían aumentado las visitas en la última media hora. La entrada del día anterior, «Odio en la Policía y autismo en la Judicatura», que incluía nuevas acusaciones contra ella, estaba resultando muy popular. La atormentaba que aquel miserable la atacara y ella no pudiera defenderse. Se sentía víctima de una persecución repetitiva y atosigante. Levantó la vista del parte de sala y observó a Torres. ¿Qué querrá este ahora? Alcanzó la puerta del despacho de la inspectora Lara Samper y golpeó con los nudillos.

—El jefe quiere verla.

De pie ante la mesa, el pequeño y compacto Torres jadeaba tras haber subido los tres pisos de estrechas escaleras. A través de la puerta, Berta oyó, divertida, las veces que Lara le hizo repetir la frase antes de levantarse y salir del despacho.

—Vamos —le dijo al pasar.

La inspectora giró a la izquierda.

—Jefa, jefa, que es a la derecha —le recordó Torres.

Durante un instante, Berta sintió un ramalazo de pena por el chico, pero lo desechó enseguida. No soporto a los lameculos, pensó.

La inspectora continuó sin aminorar el paso mientras Torres se apresuraba detrás mascullando explicaciones. Los siguió tranquila. Sabía adónde se dirigía Lara. Aunque no siempre entendía las reacciones de su jefa, un año a sus órdenes había bastado para saber que nada le molestaba tanto como lo que consideraba imposiciones externas. Un concepto que, en su caso, podía resultar muy amplio.

La puerta de la escalera de incendios ya se cerraba, pero Berta llegó a tiempo de sujetarla. Fuera, con parsimonia, la inspectora Samper se colocó las gafas de sol y encendió un cigarrillo con una calada profunda. Su aspecto era perfecto, impecable, como si la canícula no la afectara a pesar de vestir de negro.

Berta había aprendido en ese año que su jefa usaba el negro como un uniforme. Un uniforme discreto para no tener que molestarse en elegir ropa. Sin embargo, de haber echado un vistazo al amplio armario empotrado de su dormitorio habría descubierto los pantalones, americanas, camisetas o blusas que se sucedían en filas apretadas y dispuestas en un orden maniático, semejantes a las sardinas en una cuba de madera.

Imbécil, pensó Berta al ver a Torres conminar en silencio a la inspectora.

Lara Samper debió de formarse el mismo juicio porque soltó una bocanada de humo y le preguntó clavándole sus ojos negros e inescrutables:

—¿Sabes cómo murió Francis Bacon?

—No, jefa —respondió el policía, extrañado. El sol le achicharraba la cabeza, la camisa se le pegaba a la espalda.

—Bacon fue un visionario que supuso que la nieve conservaría la carne como lo hacía la sal, así que compró un pollo, lo rellenó de nieve y se quedó fuera de casa aguardando a que se congelara. El pollo no se congeló, pero él pilló una pulmonía que lo mató.

Torres la miró interrogante. Unos segundos más tarde dio un par de pasos hacia atrás, al amparo de la sombra. Berta pensó que la inspectora Lara Samper, con su extraordinario don de gentes, acababa de ganarse otro amigo. El «¿Sabes cómo murió?» era una forma de elaborado sarcasmo, su particular medidor de la estupidez humana. Cuando el año anterior conoció a Berta, empleó con ella la muerte del papa Adriano IV. La subinspectora tardó en perdonárselo.

Luis Millán vestía su habitual e impoluta camisa blanca de manga larga —siempre manga larga— con los tres primeros botones desabrochados y el cuello firme. Era alto, casi un metro noventa, fibroso, de abdomen firme y hombros anchos. Lucía el cráneo tan impecablemente rasurado como las mejillas, y por las bolsas que se le formaban bajo los ojos aparentaba más de los cuarenta años que acababa de cumplir.

Creía encarnar el lujo en un microcosmos de plebeyos porque era la oveja negra en una familia de consejeros delegados y rentistas. Sus abuelos maternos fueron los dueños de los terrenos del extrarradio donde se construyeron los bloques de pisos en los que creció Berta.

Su amplio despacho era uno de los pocos del destartalado edificio en el que el aire acondicionado funcionaba cada vez que lo encendían. La subinspectora sintió que el vello de los brazos se le erizaba por el contraste. Encima de su escritorio destacaba un único detalle personal: la foto de una niña, poco más que un bebé, en un balancín. El mismo azul de sus ojos, pero más grandes, más felices y luminosos.

—Vaya, vaya —dijo Millán. Se levantó y mostró su dentadura perfecta tras su irónica sonrisa—. ¿Son las doce? Cenicienta se ha dignado regresar a casa.

En silencio, la inspectora Lara Samper permaneció de pie observándolo. Frente a frente.

Berta se sintió incómoda. La tensión entre ambos le resultaba turbadora, y, aunque ya no creía que la presencia de su jefa en el Servicio de Atención a la Mujer se debiera a Millán, seguía otorgando a esa tensión un origen sexual latente, reprimido y oscuro. Berta era una romántica.

El inspector jefe dejó transcurrir un largo minuto antes de ordenarles que se sentaran. Después, en medio del silencio, se oyó una voz. La subinspectora dio un respingo. Millán había encendido el televisor. Se volvieron hacia la pantalla.

En la imagen, el cámara se acercaba, en un travelling inexperto, a las ruinas de un castillo en unos montes blancuzcos y pelados. Era la escena de un crimen, con los elementos habituales: coches patrulla (en este caso de la Guardia Civil), la ambulancia del Anatómico Forense, el equipo de la científica y una Peugeot Partner que llevaba un remolque metálico con la pintura descascarillada. Al lado de la furgoneta había dos palas sucias tiradas cerca de una carretilla con los mismos restos oscuros que se observaban en el remolque.

El movimiento de la cámara mostró un gran anillo de pesadas piedras, con una circunferencia de más de tres metros, que contenía los vestigios de una hoguera enorme: troncos y ramas bastante consumidos, muñones negruzcos, tizones, astillas y ceniza.

—Prestad atención —indicó Millán.

Congeló la imagen y la amplió poco a poco.

Berta se esforzó en interpretar lo que veía. La resolución de la pantalla era buena. Distinguió unos puntos que identificó como moscas volando parsimoniosas en torno a lo que parecían ser los retorcidos zarcillos de un sarmiento sin consumir.

Acto seguido, primero su estómago y unas décimas de segundo más tarde su cerebro comprendieron con aprensión qué había atraído a las moscas. Lo que Millán deseaba mostrarles con tanto detalle no eran zarcillos, sino cinco dedos encogidos, de piel reseca, ennegrecida y calcinada.

Era como en esos libros de imágenes en 3D ocultas en los que tras fijar la vista se ve la figura; después de los dedos distinguió un cuerpo encorvado, con las extremidades semiflexionadas como un boxeador defendiéndose con los puños cerrados.

—Como habréis apreciado, se trata de un cadáver —dijo Millán.

Berta no conseguía apartar los ojos de la imagen. Era imposible saber a simple vista si el boxeador era una mujer o un hombre, y mucho menos determinar su edad; sin embargo, la intuición le dijo que se trataba de una mujer. Y no de una mujer cualquiera, sino de una de sus mujeres. Era lo más lógico, ya que, si no se trataba de una de ellas, ¿por qué se lo enseñaba Millán? Ellas no se encargaban de homicidios a menos que les concernieran o que se produjeran en una de sus guardias.

—La noche del viernes —comenzó Millán—, durante los actos de unas Jornadas Medievales, se celebró una exhibición de arqueros. Se congregó una muchedumbre para contemplar cómo prendían fuego con sus flechas a una gran pira de leña.

—¿El viernes? —preguntó con incredulidad Lara Samper.

No, pensó Berta. El estómago se le encogió de golpe. No. No, por favor.

—Los operarios no fueron a recoger los restos hasta ayer. Al vaciar con las palas la ceniza lo encontraron… Luego le practicaron la autopsia, consiguieron sus huellas dactilares, las cotejaron en la base de datos y hace apenas una hora han enviado de El Escorial su identidad.

—¿Dónde ocurrió? —La inspectora necesitaba ubicarse.

—En Alfajarín.

Berta miró el cráneo: pelado, con las cuencas oculares vacías y el «rictus de la angustia» debido a la condensación de los tejidos. ¿Quién eres?

—Alfajarín es demarcación de los guardias —le recordó Lara.

¿Quién eres? Berta repasaba los casos más graves de las últimas semanas, las órdenes de alejamiento. Resultaba complicado sin consultar los expedientes; eran más de ciento ochenta las mujeres con medidas judiciales activas en Zaragoza. Pensó que podía descartar las de riesgo alto. El funcionario de Protección asignado jamás dejaría transcurrir tres días sin tener noticias suyas o sin llamarlas personalmente.

—Era competencia de la Guardia Civil —dijo Millán recalcando el verbo en pasado—. Pero desde que han identificado el cadáver es todo nuestro.

Intentó recordar los impresos que la Delegación del Gobierno le había enviado (semanalmente cursaban los presos con órdenes de alejamiento que disfrutaban de permiso penitenciario ese fin de semana); trató de visualizar sus nombres.

—Cuando la prensa descubra la identidad, se cebarán en el morbo —continuó su jefe.

Con un escalofrío Berta pensó en Ana Lucía. ¿Esa masa informe era Ana Lucía?

—¿Quién es? —preguntó Lara.

No. ¡Por favor!

Millán abrió la carpeta despacio, cargando el momento de dramatismo.

Berta tuvo tiempo de recordar el rostro nervioso y asustado de Ana Lucía. Sintió un regusto amargo en la boca y, al tragar, le bajó por la garganta. No consiguió persuadirla de que interpusiera la denuncia; le había fallado. Debería haberla ayudado a vencer el miedo a lo que vendría después.

—El tipo tenía veintidós años. Se llamaba…

¿Un crío de veintidós años?, se sorprendió. Y ahí mismo la muerte la alcanzó de la forma más inesperada.

—Se llamaba Manuel Velasco Ciprián.

A Berta le faltó el aire como a un pez al que sacan repentinamente de la pecera tirando de una aleta. Manuel Velasco. Eme. Aturdida, se aferró a los brazos del sillón. El cambio de Ana Lucía a Velasco resultaba abismal. Eran emociones demasiado enfrentadas para asimilarlas en apenas unos segundos.

—Supongo que lo recordáis —dijo Millán con su característica sonrisa aviesa.

La inspectora Lara Samper respondió con voz tranquila e imperturbable:

—Es un caso bastante reciente.

Si Millán no hubiera permanecido tan atento a la posible reacción de Lara, como acostumbraba, habría advertido la chispa de alegría en los ojos de la subinspectora. Pero para él Berta carecía de entidad propia, solo era parte de un problema con nombre y apellidos: Larissa Samper Ibramova.

Los expresivos ojos de Berta gritaban Manuel Velasco. El puto Eme. Toma ya.

Capítulo 5

Lara

Martes, 14 de junio

El Instituto de Medicina Legal de Aragón, el IMLA, ocupaba un solar en el apartado barrio de San Gregorio de Zaragoza. Antiguamente se hallaba en el emblemático paraninfo de la Universidad, un conjunto monumental de tres edificios. Por una de esas paradojas que entretejen la vida, lo que fue el Pabellón de Disección (por su tamaño y la cruz que lo coronaba, parecía la coqueta capilla de un antiquísimo pazo) era ahora un espacio de alegres colorines. El edificio en el que durante un siglo se diseccionaron los cadáveres de la ciudad se había convertido en una ludoteca municipal donde hacer reír a los niños.

Lara conocía el camino al IMLA. Aunque en pocas ocasiones debía enfrentarse a un cuerpo sin vida, acudía a menudo por otras causas.

La inspectora descubrió pronto que el verdadero peligro siempre eran los vivos. También que las huellas que dejan en el cuerpo puñetazos, patadas, pellizcos, puntapiés, cigarrillos…, aun siendo la parte más visible y aparatosa, no eran lo peor. Lo peor resultaba contemplar una y otra vez con qué facilidad cargaban los maltratadores a sus víctimas con las piedras de la culpa y de la responsabilidad hasta hundirlas bajo su peso. Esas heridas, sobre las que el forense por mucho que examinara no podía realizar un peritaje ni recoger muestras para el juez, eran las que tardaban en cicatrizar. O no lo hacían nunca.

Aparcaron en la explanada adyacente, un espacio acotado con una valla.

A pesar del calor sofocante, Berta Guallar caminaba delante, presurosa. Como si se dirigiera a una meta concreta y tuviera prisa por llegar, pensó Lara. Contemplar el cadáver calcinado de Manuel Velasco debía de puntuar muy alto en su escala de justicia. El vuelo de sus manos la delataba. Vibrante.

Ella llevaba unas gafas negras con las que aislarse del exceso de luz. Hasta las piedras la irradiaban haciendo visibles los objetos más minúsculos.

Esa noche había permanecido en un intranquilo duermevela durante cuatro o cinco horas. Apenas dormía desde aquello, aunque habían transcurrido casi seis años. Tras tantas noches de vigilia, en las que buscaba una explicación y repasaba inútilmente cada palabra, cada gesto, ya estaba acostumbrada a los desvelos.

Está bien así, pensó. Al despertar, Use ya no era su primer pensamiento, ya no se quedaba paralizada ni las lágrimas resbalaban mudas por sus mejillas hasta la almohada. Lágrimas de dolor y también de rabia. Ahora solo le ocurría algún amanecer y, a veces, en los meses buenos, incluso transcurrían una o dos semanas en paz, aunque luego su recuerdo regresaba envenenado con una punzada de culpa. Junio no era un mes bueno; de hecho, junio era el peor.

Como cada mañana, a las seis y media había salido de casa en dirección a la piscina. Se había ceñido el gorro, que le dejaba una marca profunda en la frente, colocado las gafas y zambullido de cabeza desde el poyete en un movimiento perfecto. Después, durante cincuenta minutos, había seguido su rutina de nadar con una tabla de secuencias fijas.

Ya en el vestuario y antes de ducharse, había encendido el móvil para dar un rápido vistazo al parte de sala. Desde su primer día en el cargo había ordenado que se lo enviaran vía correo electrónico para estar al corriente de qué había ocurrido y a qué tendría que enfrentarse. Sin embargo, sabía que si algo grave hubiera sucedido, habría recibido una llamada de alerta. A continuación se había dado una ducha larga y tranquila, y se había aplicado con calma la crema corporal de mandarina.

Héctor Chueca, uno de los treinta y ocho médicos forenses en plantilla, salió a su encuentro. Al ver a la inspectora Lara Samper no interpretó el sarcasmo en su rostro y sonrió amistoso, incluso ilusionado. Les tendió una mano un poco húmeda.

—Buenos días. —Sus ojillos relucieron satisfechos tras unas llamativas gafas azules—. Nos ha tocado un siniestro total.

—¿Perdona? —preguntó Lara sin comprender.

Él soltó una risa pueril, que consideraba seductora, antes de hablar.

—Ya sabéis que los forenses somos como los peritos de las compañías aseguradoras de coches. —Sonrió dando a entender lo contrario—. Vemos muchos, muchos golpes y abolladuras y, de vez en cuando, algún siniestro total. Hoy nos ha tocado uno.

Soltó otra risita. Lara lo contempló con dureza e intensidad.

—Como chiste no tiene gracia.

A Chueca la sonrisa se le quedó congelada en los labios, aunque el resto de sus rasgos reflejaban sorpresa y dolor. Ella mantuvo la pesada y silenciosa mirada sobre él. Prefería atajar los flirteos lanzando un ataque.

Muchos hombres en presencia de Lara o bien se mostraban nerviosos y azorados o bien querían impresionarla, demostrar su gran ingenio y perspicaz inteligencia. La inspectora gestionaba lo que consideraba un rasgo atávico de forma que no le hiciera perder el tiempo.

Chueca carraspeó y optó por una retirada.

—Seguidme, por favor —dijo encaminándose al semisótano.

A Lara le satisfizo el cambio porque consideraba al forense un profesional competente. Sus labios aflojaron la tensión y recuperó su seriedad. Aborrecía los cadáveres y se preparó para contemplar el de Velasco como la obra de un asesino, el resultado final de un proceso que alguien había planeado y ejecutado. Y se equivocó.

Desconocía que las vidas de los seres humanos, al igual que los canalillos de riego de su azotea, permanecían comunicadas entre sí durante sus complicados recorridos. Por ese motivo, pese a ser dispares, podían cruzarse de manera inextricable en algún momento alterando su curso.

Capítulo 6

Berta

Martes, 14 de junio

Entraron en la zona de autopsias y accedieron a la amplia sala. En una de las paredes se hallaban encastradas las cámaras colectivas, parecidas a nichos pero con puertas metálicas y cierre de maneta, donde se guardaban los cadáveres. Había dos cámaras de congelación y ocho de mantenimiento. Eran suficientes para una ciudad en la que se realizaba una media de cinco autopsias diarias.

Se acercaron a las de mantenimiento y Héctor Chueca leyó los folios de identificación de las fundas de plástico que cada puerta tenía adherida.

Berta sintió piedad por el forense, que continuaba cabizbajo. Pensó que, en numerosas ocasiones, la inspectora Lara Samper mostraba falta de empatía, la misma insensibilidad que la de una mano escaldada.

Cuando Lara llegó al SAM, Berta sintió una inmediata antipatía por ella. Una hostilidad compartida con el resto del equipo e incluso con los otros inspectores, subinspectores y oficiales del Servicio de Atención a la Familia. Fue una de las pocas ocasiones en las que todos se pusieron de acuerdo en algo; ellos, que ni siquiera eran capaces de unirse para comprar una cafetera y continuaban intoxicándose con el brebaje de la máquina.

El hecho de que trajeran a alguien de fuera, en vez de permitir una promoción interna, soliviantó los ánimos y avivó el debate sobre los méritos de Lara Samper. Para agravarlo, apenas un mes más tarde de su incorporación, sustituyeron al jefe del SAF, el competente Carcasona, por un desconocido.

Berta recordaba el sonrojo de Lara, habitualmente impertérrita, cuando el jefe de la Judicial lo presentó al Servicio. Se fijó en la forma en que arrugó el ceño y echó la cabeza hacia atrás, como si percibiera un olor potente y desagradable, aunque Berta solo advertía el caro perfume de Millán. Eso y que el cráneo rasurado le confería un punto de imperfección que lo dotaba de carisma y atractivo.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, claro.

—¿Lo conoces?

—No —respondió Lara con la respiración un poco agitada mientras Millán le clavaba sus pequeños y escrutadores ojos azules.

Antes de que continuara el interrogatorio, la inspectora la atajó con fiereza.

—¿Sabes cómo murió el papa Adriano IV?

La subinspectora se encogió de hombros.

—Le gustaba demasiado hablar, y un día, en el transcurso de un paseo, una mosca se le metió en la boca, se quedó atorada en la garganta y, por más que intentaron extraerla, no lo consiguieron. Murió asfixiado entre dolorosos espasmos.

Maldita jirafa, pensó Berta como respuesta, si bien se mantuvo callada.

La inspectora Lara Samper se sometió, aparentemente sin ningún asombro y ninguna queja, a todas las jugarretas y bromas malintencionadas. Sin embargo, a medida que las insinuaciones sobre su lujuria dejaron de ser más o menos veladas y, al contrario de lo habitual, fueron en aumento una vez perdida la gracia de la novedad, la impresión que Berta se había formado de ella, cambió.

El trato que recibía de los demás despertó no su clemencia, sino su sentido de la justicia. La despreciaban porque se mostraba obstinada, soberbia, irónica, o incluso lacerante, pero, sobre todo, porque Lara Samper era guapa. Tan profunda e irritantemente hermosa, que su belleza se imponía y anulaba sus otras cualidades y defectos.

Nadie le otorgaba demasiado crédito a una rubia de metro ochenta con hechuras de modelo, a pesar de que la inspectora era una policía concienzuda e inteligente. Una de las mayores expertas en Programación Neurolingüística, una rama de la Psicología dedicada al estudio de la conexión entre los procesos neurológicos, el lenguaje y los patrones de comportamiento aprendidos a través de la experiencia personal.

—¿Todavía conserváis a Juancho? —quiso saber Berta.

La subinspectora preguntó al forense por aquel cadáver que todos conocían. Juancho aguardaba desde hacía año y medio a que sus hijos ahorraran el dinero suficiente para su expatriación a Guatemala.

—Sí, ya es casi de la familia —respondió más relajado.

Chueca leyó el folio de la cámara contigua.

—La noche del jueves fue movidita —comentó—, aquí está el del atraco a la gasolinera.

La luna llena, recordó Berta. Supuso que su jefa estaría pensando lo mismo. Lara le había dicho en varias ocasiones que intuía que, al igual que el influjo de la luna concentraba la savia de las plantas en la zona superior, facilitando su trasplante, en los seres humanos ocurría un proceso similar. Las noches de luna llena, a los maltratadores se les subía la sangre a la cabeza y encontraban en cualquier nimiedad una razón ineludible para aplicar a sus parejas un buen correctivo.

—La gasolinera de Rausan, la de la Nacional II —puntualizó el forense.

Lara asintió.

—A las doce y cuarto de la noche del jueves, un tipo paró en Rausan. Al terminar de repostar, decidió que, en vez de pagar, era preferible sacar una pistola y amenazar al empleado. El arma se le disparó antes de que el hombre pudiera reponerse del susto.

Héctor Chueca señaló la puerta.

—Lo dejó tirado en el suelo con el dedo metido en el gatillo de la manguera sacudiéndose en espasmos sobre un charco de gasolina, y enfiló en dirección a Barcelona.

Berta se despistó rebuscando en su mochila para sacar su libreta y tomar notas de la autopsia. Era muy pertinaz en lo referente a registrar las palabras para no dar lugar a olvidos o tergiversaciones, aunque era imposible que supiera todavía la importancia de lo que acababa de oír y no anotó ni subrayó el nombre de la gasolinera: Rausan.

Capítulo 7

Lara

Martes, 14 de junio

—Manuel Velasco —dijo Chueca—. Este es el nuestro.

Les tendió un par de mascarillas. Lara lo miró con desdén y la apartó. Había soportado la desconfianza y el retintín de demasiados hombres y algo que le molestaba sobremanera: su afán de protegerla o de explicarle en tono condescendiente cosas que ella conocía. Mansplaining y pequeños micromachismos diarios, pensó.

—Créeme —insistió el forense tendiéndole de nuevo la mascarilla—, no se parece a los cadáveres que acostumbráis a ver.

Aunque escéptica, Lara recordó la grabación de la escena del crimen de la científica que les había mostrado Millán en su despacho, y la aceptó.

El forense abrió la cámara y una bocanada de aire frío las alcanzó. Acercó una camilla metálica y colocó encima la plancha en la que reposaba el cadáver.

Ambas tuvieron el acto reflejo de dar un paso hacia atrás, un movimiento de repulsión, cuando levantó la sábana que lo cubría. Su aspecto era más desagradable que en la pantalla del televisor; además, para practicarle la autopsia le habían abierto el pecho y la mandíbula con algún tipo de cizallas.

Lara apretó instintivamente los dientes al imaginar el sonido y dominó una náusea con esfuerzo.

Héctor Chueca señaló con el índice.

—El cadáver está apoyado sobre el plano y con la postura de un boxeador en posición de defensa, algo característico en los cadáveres carbonizados por incendios. El calor del fuego provoca la deshidratación y la contracción de los músculos flexores y extensores…

Siempre que Lara se hallaba frente a un cadáver, se planteaba esos quince o veinte segundos en que el cerebro permanece todavía consciente y en un chispazo da tiempo a comprender. Miraba los rostros de esas mujeres con compasión. ¿Qué pensaste al darte cuenta de tu error, de que sí que era un cabrón capaz de matarte?, les preguntaba.

En esta ocasión no lo hizo. Tanto ella como Berta sabían en qué se había equivocado Manuel Velasco.

—La superficie de la piel es negra, dura y seca —continuaba el forense— con roturas en los pliegues de flexión. Siguiendo el procedimiento establecido, lo radiografiamos en busca de fracturas o cualquier otro dato que nos indicara el motivo de la muerte.

Les explicó que, en los casos de cuerpos carbonizados, se establecía el diagnóstico diferencial entre las lesiones producidas por el fuego (fracturas o hematomas extradurales); las que se daban de un modo circunstancial y las que pudo haber antes del incendio por un acto criminal. La subinspectora anotaba con alguno de los signos de taquigrafía que recordaba.

—¿Encontraste alguna fractura?

—Una previa al incendio. Un menisco ya soldado.

Lara meditó un momento. Aún consideraba que el hecho de que el cuerpo de Velasco terminara en la hoguera era intencionado y necesitaba descubrir la causa.

—¿Han optado por calcinarlo para encubrir el modus operandi?

—Más bien creo que la intencionalidad era dificultar su identificación.

—¿Estás seguro de eso?

—Bueno…

Berta Guallar, que hasta entonces había permanecido callada, interrumpió al forense:

—¿Sabéis para qué lo hicieron?

La miraron con curiosidad.

—Para borrarle la jodida sonrisa de la cara —dijo luego con contundencia—. Para eso. Para borrársela.

Permanecieron en un silencio incómodo. En otras circunstancias, Lara la habría reprendido. Pero era evidente que el blog de Santos Robles le estaba afectando. Eran frecuentes las ocasiones en que se mostraba distraída y en las que la descubría rechinando los dientes o pasándose la mano por la nuca, mientras leía informes o consultaba el ordenador.

Para Lara, Robles era un pervertido, un pedófilo asqueroso. Habían transcurrido nueve meses desde su detención, el juicio ya se había celebrado y, en esos momentos, la única esperanza de lograr una condena era encontrar alguna prueba incriminatoria en su ordenador o en su móvil. Un técnico había realizado el volcado de los datos de ambos dispositivos, los había presentado en el juzgado y había enviado una copia a la unidad de Informática Forense de Madrid. Allí disponían de software muy potentes capaces de recuperar incluso lo que Santos Robles hubiera intentado destruir. La subinspectora Berta Guallar confiaba en que ese informe pericial sentenciaría a Robles.

Lara también se sentía intranquila desde que descubrió el blog, pero no por los comentarios ni por la cantidad de visitas (ese tipo de acusaciones contra la Policía siempre encontraba adeptos), sino porque estaba convencida de que el siguiente paso de Robles sería interponer una denuncia contra la subinspectora.

Por suerte o por desgracia, Berta, demasiado ofendida, todavía no se planteaba esa posibilidad.

Héctor Chueca prefirió omitir el comentario de la subinspectora y proseguir.

—Cuando los signos de identificación externos han desaparecido, es necesario el estudio de los órganos internos si no disponemos de una ficha dental, radiografías u otro dato clínico pre mórtem con el que comparar.

Se acercó un poco más y tocó con sus manos enguantadas la rodilla derecha.

—En vuestro caso, el foco incidió en las piernas, por lo que las cavidades no estallaron, y el cráneo, el tórax y el abdomen se encuentran bastante bien conservados. ¿Lo veis? El tipo tuvo suerte porque el puño derecho permaneció cerrado, lo que impidió la combustión de esa zona protegiendo las crestas.

—Si el tipo se viera ahora mismo, dudo de que se considerara afortunado. —Lara bufó.

—Ha bastado con quebrar los dedos para tomar las impresiones. —Señaló la mano, aquellos huesos calcinados que pertenecían a un ser humano.

—¿Cuándo tendremos la identificación definitiva?

—De momento es fiable al noventa y siete por ciento, pero mañana espero disponer de los resultados del ADN que hemos extraído de la cavidad pulpar de un molar.

Hasta que no estuvieran completamente seguros, sin ningún margen de error, no informarían a la familia.

—¿Cuál ha sido la causa del fallecimiento? —preguntó Lara. Deseaba terminar cuanto antes.

—No he podido determinarla todavía, si bien he descartado algunas como la intoxicación por monóxido de carbono —les explicó—. En las radiografías tampoco hemos observado ninguna contusión, y la única fractura es la rotura del radio del brazo izquierdo, con un origen pre mórtem. Las muestras obtenidas se encuentran en histopatología para que las identifiquen y realicen estudios tóxico e histológicos complementarios.

—¿Cuál es tu conclusión?

—Dado que no presenta evidencias de golpes o lesiones, o bien murió de una causa natural o bien por la acción de algún veneno. Los casos de cadáveres carbonizados son difíciles, ni siquiera es posible establecer un diagnóstico tanatocrono que determine la hora de la muerte…

Lara recordó el informe del equipo que acudió al lugar de los hechos. En el mes de junio se celebraban unas Jornadas Medievales y durante esos días Alfajarín recuperaba su pasado de enclave histórico, rememorando el siglo XI en que el rey de la taifa de Zaragoza ordenó construir el castillo para vigilar las márgenes del Ebro y proteger la ciudad de las tropas cristianas.

Durante las jornadas, los alfajarinenses, ataviados al modo medieval, representaban diversos episodios históricos: la distribución de los ejércitos, la toma del castillo por los templarios, el combate de espadas o la boda de doña Brianda de Luna y el señor de Cornel.

La noche del viernes unos arqueros prendían, con gran ceremonia y pompa, una enorme hoguera. La hoguera ardía durante horas como telón de fondo de otros actos, hasta que se consumía por sí sola. Sin embargo, este año la habían apagado debido al viento y al peligro de incendio. Protección Civil había activado la Alerta Roja.

Lara se había formado una idea acerca de cuál pudo ser el motivo que llevó al asesino a terminar de aquel modo con Velasco.

—Si no hubieran apagado la hoguera, ¿el cadáver se habría consumido y habrían desaparecido los restos?

—Es difícil determinarlo. No sé qué temperatura alcanza un fuego de esas características.

—¿Qué opinas basándote en tu experiencia?

El forense era uno de esos hombres a los que molestaba apartarse de rutinas y certezas, y aventurar hipótesis sin datos que las ratificaran. Aun así, suspiró y esbozó una sonrisa cómplice mirando a Lara.

—No creo que logre los grados necesarios. Por ejemplo, los hornos crematorios llegan a los novecientos o mil grados y están modificados para asegurar la eficiente desintegración del cuerpo dirigiendo las llamas al torso, que es donde reside la principal masa corporal.

—¿Cuánto dura el proceso?

—Entre dos y tres horas, si bien varía dependiendo del tamaño del difunto. Al concluir la cremación, subsisten fragmentos secos de hueso, compuestos en su mayor parte de fosfatos de calcio y minerales secundarios.

—Entonces, del cadáver de Velasco, ¿solo hubiéramos encontrado huesecillos?

—Fragmentos de hueso y el cráneo, por supuesto.

—¿El cráneo? No habías dicho nada del cráneo —objetó Berta.

—Me ha parecido tan obvio…

—¿Y en las incineraciones? ¿Dónde está el cráneo? —insistió.

—A los familiares solo les entregan cenizas porque un operador introduce los huesos y el cráneo en una máquina —respondió con fastidio—, en un cremulador donde se procesan hasta que adquieren la consistencia de granos de arena.

—¿Quemulador de quemar?

—No. Cremulador. Ce de Cáceres, erre de Rioja, e…

La subinspectora apuntó la palabra en la libreta. La subrayó para buscarla con calma.

—Si el cráneo del cadáver es muy grande, no cabe en la máquina, por lo que hay que golpearlo y aplastarlo con una pala previamente. ¿No lo habéis visto nunca? Seguro que está en YouTube. Todo está en YouTube.

La bocanada de aire caliente que las arrolló al salir al exterior parecía en esos momentos una advertencia de aquel final que les aguardaba dentro de un horno crematorio. Lara tenía una sensación pesada en el estómago.

Consultó el móvil, que había vibrado varias veces en el bolsillo de la americana durante la autopsia. Frunció el ceño. En la pantalla aparecía pendiente el mensaje que su madre le había enviado el viernes anterior: «Привет ты?». Dos palabras: «¿Cómo estás?», en las que palpitaban muchas otras.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos