La danza de los tulipanes (Inspectora Ane Cestero 1)

Ibon Martín

Fragmento

Capítulo 1

1

19 de octubre de 2018, viernes

Santi echa un último vistazo al espejo retrovisor antes de activar el cierre de puertas. No hay nadie en el andén. Las últimas casas de Gernika quedan rápidamente atrás. Ante sus ojos, junto a la vía serpenteante, se dibujan con trazos finos las colinas que reinan por doquier. Aquí y allá se desperdigan caseríos solitarios que brindan pinceladas blancas y rojas al paisaje. Es un mundo apacible, un mundo hermoso donde de vez en cuando se cuelan el azul del mar y el amarillo pálido de los carrizales.

Un pescador, de cesto de mimbre al hombro y puro en los labios, aguarda a que se abra la barrera de un paso a nivel para continuar su camino. Santi hace silbar suavemente la locomotora para saludarlo y el hombre le corresponde alzando la mano. Poco más allá es una mujer de caderas anchas quien alza la vista desde un huerto bien cuidado para mirar el tren. El maquinista se la imagina recorriendo los vagones con la mirada a la caza de algún rostro familiar. Seguro que lo encuentra, allí se conocen todos.

—Gracias —murmura Santi casi para sus adentros.

Tras veintidós años como maquinista del metro de Bilbao la compañía le ha premiado destinándolo a la línea de Urdaibai. No hay ninguna más hermosa en toda la red, ni tampoco más tranquila. En contraste con la oscuridad de los túneles bajo la ciudad y el trajín de los andenes en hora punta, la soledad de aquella línea entre marismas y pueblos durmientes es un bálsamo de paz.

Santi respira hondo. Siente que la vida le sonríe.

Le gusta este mundo, un territorio que todavía se rige al ritmo de la naturaleza. En pleno siglo XXI las mareas siguen siendo quienes mandan en Urdaibai. Son ellas quienes trazan los perfiles de un mapa donde el mar y la tierra se abrazan en armonía.

Con el traqueteo del tren meciéndola suavemente, la mente de Santi vuela hasta su hogar. Las cosas parece que empiezan a ir mejor. Han sido tiempos difíciles entre Natalia y él, pero todo vuelve a ser como antes. Y pronto harán veinticinco años de casados, tendrá que ir pensando en alguna celebración.

La vía vuelve a reclamar su atención. Un cormorán, negro como la noche, alza el vuelo al paso del tren y se zambulle en las aguas verdes que se extienden ahora junto al viejo camino de hierro. Segundos después el animal emerge con un pez plateado en el pico, y lo sacude en el aire, tal vez en busca del aplauso de los escasos viajeros.

A Natalia le gustaría todo aquello. Por un momento, Santi la imagina sentada junto a él en la locomotora. Va contra las normas, pero tampoco pasará nada por hacerlo un día. Su mujer lo merece; él también lo merece tras veintidós años bajo la gran ciudad. ¿Cómo explicarle si no la belleza que contempla cada día al mando del tren regional?

Natalia… Natalia… Es lo más importante de su vida. Sin hijos a los que poder querer no tiene a nadie más. El último bache está superado y ahora puede soñar de nuevo con envejecer junto a ella. Su mirada, su sonrisa…

Su rostro se le aparece al otro lado del cristal, fundido con el paisaje. Le sonríe, claro. A ella también le gustan sus planes.

Es tan real la visión que el maquinista se obliga a parpadear para regresar a la realidad.

Al abrirlos Natalia sigue allí, sentada en una silla en mitad de la vía.

Cuando vuelve a fijarse en sus labios, Santi comprende que no sonríe. Solo grita. Lo hace con todas sus fuerzas y, a pesar del traqueteo metálico, el maquinista alcanza a oírla.

Todo sucede muy rápido, aunque en la mente de Santi transcurra a cámara lenta. El tren devora implacable la distancia que los separa.

—¡No! ¡Natalia, no! ¡Aparta de ahí! —aúlla el maquinista mientras acciona el freno de emergencia.

Un penetrante chirrido acompaña a la sacudida que mueve violentamente el convoy. A través de la puerta de seguridad se cuela el quejido de algún viajero, sorprendido por la frenada.

Santi clava los ojos en los de su mujer y lee en ellos un terror como jamás antes ha visto. Si pudiera ver los suyos propios tampoco encontraría un mensaje más reconfortante. Es demasiado tarde. Un tren no puede detenerse en seco. Natalia está condenada.

—¡Apártate! —le pide una vez más Santi llevándose las manos a la cara. Su voz está rota, desgarrada—. ¡Sal de ahí! ¡Vamos!

Es en vano. Las cuerdas que la ligan a la silla no le permiten moverse. Solo le queda gritar. Gritar y aguardar a que el tren de su marido acabe con su camino.

Capítulo 2

2

19 de octubre de 2018, viernes

—¿Estás listo? No será muy agradable —advierte Julia tirando del freno de mano.

En el asiento del copiloto, Raúl asiente con gesto de circunstancias. Los atropellos ferroviarios resultan especialmente crudos. Los trenes son implacables con el cuerpo humano cuando se lo encuentran en su camino.

Las gotas que se acumulan en el parabrisas se tiñen de los tonos azules de las luces del coche patrulla que protege la escena de posibles curiosos. Los dos ertzainas cruzan una última mirada resignada antes de salir del vehículo. Saben lo que les espera: recorrer la vía en busca de pruebas y restos biológicos. Y, por supuesto, lo más importante en aquel momento: identificar a la víctima y dar el aviso a los familiares. Si no resulta fácil llamar a una puerta y dar la noticia del fallecimiento de un ser querido, informar de un posible suicidio resulta aún más doloroso. ¿Cómo le explicas a alguien que su hijo, su hermana o su marido ha tomado un camino que sacudirá a la familia con inevitables sentimientos de culpa difíciles de superar?

Julia siente las gotas de lluvia corriendo por su cara. El invierno se ha adelantado. ¿Dónde están los días de viento sur propios de esas fechas? Al menos, piensa alzando la vista hacia el cielo, todavía quedan un par de horas de luz. Una luz gris y apagada, pero luz al fin y al cabo. No es lo mismo enfrentarse con una escena desagradable de día que a la luz de las linternas.

—Ahí tenéis al marido. Está hundido —les indica el agente uniformado que custodia el cordón policial.

—¿El marido? —inquiere Julia arrugando la frente—. ¿Quién le ha avisado?

—Nadie. Estaba aquí cuando hemos ll

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