La hora de las gaviotas (Inspectora Ane Cestero 2)

Ibon Martín

Fragmento

Capítulo 1

1

Domingo, 8 de septiembre de 2019

Maitane se ve guapa pero cansada. Un poco de sombra de ojos y carmín en los labios le ayudará a tener una apariencia más segura de sí misma. Esa mirada temerosa no es la de alguien que está a punto de hacer algo que lleva meses planeando. ¿Y esas ojeras que gritan a los cuatro vientos que no ha sido capaz de dormir? Los nervios la están traicionando. No puede permitirlo, es un día demasiado importante. Apoya las manos en el lavabo y llena conscientemente los pulmones. Tiene que calmarse, así no puede ir a ningún sitio.

Olvida por un momento el espejo y se centra en la ropa. A este paso no llegará a tiempo. La camisa blanca no se ve tan planchada como le gustaría. Tampoco pasa nada, la chaqueta la cubrirá casi por completo. Los dedos de la joven no aciertan a abrochar los botones a la primera.

—Cálmate, tía —se reprocha en un susurro.

Un momento… Le ha parecido oír algo ahí fuera. Contiene la respiración y aguarda unos instantes sin permitirse el más mínimo movimiento.

Falsa alarma.

Una última mirada al espejo.

—Así mejor —se dice forzando una sonrisa. Falta alegría en sus ojos, está asustada, pero se repite a sí misma que lo que va a hacer esa mañana es lo más importante que ha hecho en sus dieciocho años de vida. Ni un paso atrás. Ella es valiente y nadie va a detenerla.

Sin apenas hacer ruido, abandona el cuarto de baño y se dirige a su dormitorio. No enciende la luz, lo conoce de sobra para manejarse a oscuras. Su mano no duda al abrir el armario. Tampoco al sentir el frío metálico de la escopeta que se cuelga del hombro.

Ahora sí. Está lista. Ha llegado el momento.

La mirada de Maitane recorre la plaza de Armas. Las contraventanas de colores dan una pincelada de alegría a un lugar dominado por la mole pétrea del castillo de Carlos V. Hay gente en los balcones. Casi todos miran a la plaza, aunque algunos pierden la vista más allá, en la desembocadura del Bidasoa y los barcos mecidos por la corriente. Es una panorámica hermosa, la más hermosa, defendería la joven, pero esa mañana no tiene tiempo de deleitarse con ella.

No, ese ocho de septiembre no es un día para la contemplación. No para Maitane ni tampoco para los cientos de hombres y mujeres que desafían a la barbarie que algunos se empeñan en disfrazar de tradición.

—¿Qué tal? ¿Estás bien? —le pregunta la mujer que tiene a su lado.

Maitane asiente mientras intenta vencer su nerviosismo. Está feliz. Siente que está haciendo historia, que junto a esa mujer que se preocupa por ella y todos aquellos que abarrotan la plaza va a lograr cambiar las cosas.

—Todas nos hemos emocionado al llegar aquí por primera vez. Has sido muy valiente al dar este paso —celebra su compañera de desfile. Después le hace un gesto para que levante la escopeta.

Largas hileras de armas se alzan hacia un cielo que llora levemente.

El silencio se palpa. Solo una gaviota que vuela lejos se atreve a plantarle cara.

Llega la señal.

El dedo de la joven se tensa.

¡Pum!

El olor de la pólvora se mezcla con la humedad, el estruendo de decenas de disparos al unísono despierta la mañana. Ya no es una gaviota la que protesta, son muchas. Se han lanzado al vuelo desde los aleros de las casas. La brisa que llega del mar barre rápidamente el humo. El sol quiere despuntar por el oeste, aunque apenas logra bañar de oro las nubes bajas que ocultan las primeras cumbres de los Pirineos. Tal vez allí también esté lloviendo.

Maitane está exultante ahora, orgullosa de sí misma. Si quiere cambiar el mundo, no puede quedarse en casa lamentándose.

Una gota corre por su mejilla. Y después otra, y otra más. Es el sirimiri que se acumula en su txapela roja. ¿O son lágrimas de emoción?

El arma cuelga de nuevo de su hombro derecho. Los parches, redobles y txilibitos, la flauta de seis agujeros típica de la zona, comienzan a interpretar marchas militares. Lo harán durante el resto de la jornada. El día grande de Hondarribia, el pueblo en el que nació y que sueña con transformar, acaba de comenzar.

—Si las jóvenes os sumáis, ganaremos esta batalla. Gracias por venir —le dice la vecina de desfile.

—No hay de qué. Es mi obligación. Todos deberíamos estar aquí.

—Ya ves que muchas han preferido quedarse al otro lado —insiste la mujer.

Maitane lo sabe. Algunas de ellas han sido sus amigas hasta hace poco.

Un tímido toque de corneta ordena reemprender el paso. El nudo en la garganta, ese que lleva días impidiendo que duerma por las noches, se hace más intenso. Pero la razón está de su parte. Está haciendo lo correcto. A sus dieciocho años ha llegado el momento de plantar cara a los intolerantes y demostrarles que sus gritos e insultos no van a amedrentarla.

La cabecera del desfile desciende ya por la calle Mayor. Maitane cierra los ojos y suspira. El nudo, el maldito nudo que le impide tragar saliva, le suplica que no baje, que se dé la vuelta y se marche a casa. Con los insultos que ha soportado durante la subida a la plaza de Armas ha sido suficiente. Sin embargo, ordena a sus pies que sigan adelante y a su mente que no la traicione justo ahora. Los adoquines intentan zancadillearla. No lo lograrán. Ni ellos ni todos aquellos que tratan de hacerlo desde las aceras.

Sus silbatos emiten un ruido insoportable, destinado a acallar la música que brota de las flautas. El mundo se vuelve borroso para Maitane, sus ojos están llenos de lágrimas. Tal vez sea mejor así. ¿De qué sirve ver a amigas con las que lo has compartido todo insultándote y dedicándote gestos cargados de odio? ¿Quién las ha engañado para que estén de ese otro lado?

—¡No hemos venido a veros! —grita alguien del público.

Decenas de voces se unen. No han venido a verla. Ni a Maitane ni a los ochocientos hombres y mujeres que se enfrentan al fanatismo. Ellos solo quieren ver a los cinco mil hombres que desfilarán a continuación en una celebración que excluye a la mujer.

Algunos aplausos tratan de enmascarar los insultos en vano. En esta parte del recorrido los silbatos y las palabras que hieren son mayoría abrumadora.

Maitane negocia consigo misma unos metros más, unos minutos más. Si no se rinde, lo habrá conseguido: ser adulta, tomar sus decisiones, luchar por las cosas en las que cree.

—¡Fuera! ¡No hemos venido a veros! —insisten demasiadas voces.

—¡Fuera del pueblo, lesbianas!

Sabe que son multitud, aunque no puede distinguir sus rostros porque se ocultan tras unas hirientes paredes de plástico negro que alzan al paso del desfile para que nadie pueda verlo. En las fotografías de los periódicos comprobará que muchas son mujeres y que algunas llevan m

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