Lord Paco

Javier Reverte

Fragmento

Prólogo que puede ser también leído como epílogo

Prólogo que puede ser también leído

como epílogo

Creo que tomé la decisión de escribir este libro una mañana calurosa del pasado verano. Era julio algo avanzado, cercana ya la hora del mediodía, y una curiosidad morbosa había dirigido mis pasos al cementerio de la Almudena, en el este de Madrid. Iba a visitar una tumba, la de Francisco Marlowe González, un muchacho asesinado en la ciudad el verano anterior. Yo había leído en los periódicos la historia de su muerte y había asistido al juicio que se siguió, durante el mes de enero de 1983, contra su asesino, Nicolás Sánchez Ramos. Tanto el crimen como la causa tuvieron no poco de peculiar. En apariencia, se trataba de un suceso corriente, un asesinato pasional de los que se producen con harta frecuencia en la historia de los hombres, desde que esta criatura descubrió en su corazón la calentura del amor y, con ella, otras enfermedades del alma, tal que los celos, la desdicha y el rencor. No obstante, como se verá más adelante, las circunstancias en que la muerte se produjo y, sobre todo, los argumentos que el abogado defensor utilizó para pedir la libre absolución del acusado, me parecieron tan singulares que no pude dejar de interesarme por la historia. Luego, conforme el juicio avanzaba, y los detalles del suceso se iban revelando, el caso acabó por convertirse para mí casi en una obsesión.

Si habéis visitado alguna vez la parte nueva del cementerio madrileño de la Almudena, la que se extiende hacia el sudeste de la ciudad, convendréis conmigo en que se trata de un lugar ciertamente insólito. Diríase que allí toma uno conciencia de cómo la muerte va ganándole terreno a la vida, y cómo la vida va a su vez renaciendo dentro del reino de la muerte. Me explicaré. El cementerio apenas tiene ya sitio para albergar tanta tumba, y merced a una decisión municipal de la que desconozco fecha y circunstancias, en algún momento se decidió ampliarlo, robándole territorio a la ciudad. Así, se saltaron antiguos caminos y carreteras, quién sabe si hasta se demolieron barrios de chabolas, y la muerte saltó de sus antiguos lindes para extenderse con lentitud, pero implacable, hacia el oriente. Se ocupó espacio, pero los caminos quedaron, y con ellos las antiguas tumbas, entre las flores de llamativos colores y las coronas que van viendo pudrirse sus adornos de hojas verdes. Haga frío o calor, llueva o nieve, caiga la niebla o apriete la canícula, los transportes públicos siguen desfilando por el interior de aquel campo atestado de sepulcros. Y los viajeros se aprietan impertérritos en los asientos y pasillos de los autobuses, quién sabe si indiferentes ante ese extraño recorrido que para ellos es un hábito cotidiano. La muerte trota hacia la ciudad salvando carreteras, conquistando las plazas naturales de la vida, mientras que la vida, en revancha, corre entre las tumbas para instalar en ese reino de la muerte nuevos ceremoniales. Parece un símbolo.

En esto pensaba yo aquella mañana del pasado verano en que una morbosa curiosidad, como antes dije, me empujó a visitar la tumba de Francisco Marlowe. Tuve que caminar bastante y buscar no poco entre sepulcros y panteones. El sol caía de plano sobre el camposanto y un cierto olor dulzón parecía volver más pegajoso el aire. Presencié tres o cuatro enterramientos: un coche largo y fúnebre que llegaba seguido de una veintena de vehículos cuyos conductores desarrollaban una singular destreza para no perderse en la selva de callejas de la Almudena; el lento caminar de parientes y amigos entre las tumbas cerradas en busca de la fosa abierta, detrás de la caja negra; los golpes de la tierra que caía desde las palas sobre la madera; los primeros lamentos; la ceremonia del pésame, con la larga fila de hombres y mujeres apesadumbrados que daban su emocionado abrazo a los parientes… en fin, el regreso a los automóviles y de nuevo el vacío perfumado del cementerio.

Con la ayuda de una propina, unos enterradores me llevaron finalmente al lugar donde reposaban los restos de Francisco Marlowe. La rodeaban muchas otras tumbas de seres anónimos. Era una lápida sin pretensiones, una losa de granito sobre la que aparecía grabado su nombre junto a las fechas de su nacimiento y muerte; sobre esa piedra que cubría sus restos, no había ningún ramo, ninguna corona, ni un rastro siquiera de flores marchitas.

Me senté al lado, encendí un cigarrillo y recordé los días en que asistí a la vista del juicio seguido contra el asesino de Marlowe. Me vinieron a la mente las imágenes del acusado, de los testigos y de la propia personalidad del muerto, a quien nunca conocí antes de su asesinato y de quien, sin embargo, fui haciéndome una idea más o menos precisa durante los días que duró el juicio. Pensé en aquel muchacho que, desde sus lecturas, quizá desde la locura o, tal vez, simplemente desde el sueño, había querido ver la vida como si fuera un paisaje distinto. Pensé en los posibles anhelos de eternidad y gloria que quizás alentó no pocas veces. Y reflexioné sobre lo absurdo que ahora podía resultar el que yaciera allí, allí precisamente, en una tumba humilde, acompañado tan sólo de las conversaciones de unos sepultureros para quienes la muerte era una simple rutina y de los ruidos de unos autobuses que trasladaban, a diario, las prosaicas vidas de muchos hombres, niños y mujeres, que nunca querrían ver el mundo como él lo vio. Era grotesco, después de todo, que un muchacho como Francisco Marlowe hubiera venido a reposar en aquel espacio donde nada ni nadie se le parecía, o donde al menos él, posiblemente, no hubiera querido parecerse a nada de cuanto le rodeaba. Y sí, fue esa mañana del verano del ochenta y tres cuando, allí sentado, ante la pesada y vulgar lápida de granito, decidí escribir este libro.

La estructura es una transcripción, más o menos exacta y desde luego intencionadamente profusa, de las actas levantadas por el secretario del tribunal que vio la causa (su identificación en los archivos se corresponde al número 316/83) en la Audiencia Provincial de Madrid, entre el 17 y el 21 de enero de 1983. No es frecuente que el acta de un juicio refleje con tanto detalle, y tan prolijamente, lo que aconteció en la sala. Pudo ser que el secretario fuese nuevo en estas lides y quisiera realizar un trabajo escrupuloso, para sentar buena fama en el desempeño de su tarea. O tal vez, lo peculiar del caso le llevó a realizar un inusitado esfuerzo con la intención de recogerlo en todos sus aspectos.

A mí, debo decirlo ahora, cuando finalmente tuve acceso a los archivos del juzgado, me dieron en principio ganas de rehacer toda la historia, buscando una apropiada tramoya literaria, y convertirlo de esa forma casi en una obra de la fantasía. Pero mi natural pereza me hizo desistir. Logré el permiso para reproducir lo que el secretario había recogido en sus actas y creo que la historia cobra por sí sola suficiente entidad como para no necesitar de mayores filigranas. He suprimido, eso sí, formulismos inútiles, obviedades y las partes más farragosas de las intervenciones de algunos testigos, partes que no aportaba

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