La lista

Frederick Forsyth

Fragmento

1

Si le hubieran preguntado, Jerry Dermott podría haber jurado con la mano en el corazón que jamás había hecho daño a nadie conscientemente en toda su vida y que no merecía morir. Pero eso no le salvó.

Era mediados de marzo en Boise, Idaho, y el invierno se resistía a emprender la retirada. Había nieve en las cumbres que rodeaban la capital del estado y el viento que soplaba procedente de las montañas aún era helado. Los transeúntes paseaban arrebujados en sus abrigos cuando el congresista salió de la sede del gobierno estatal, situada en el número 700 de West Jefferson Street.

Dejando atrás la suntuosa entrada y los muros de piedra arenisca del Capitolio, empezó a bajar la escalinata en dirección al coche que le esperaba. Saludó con su amabilidad habitual al agente que estaba junto a la garita y vio que Joe, su fiel chófer desde hacía muchos años, rodeaba la limusina para abrir la puerta trasera. No se fijó, en cambio, en el individuo bien abrigado que se levantaba de un banco de la acera y se ponía en movimiento.

El hombre llevaba un abrigo largo y oscuro sin abrochar, pero que mantenía cerrado con las manos hundidas en los bolsillos. Lucía una especie de gorro con dibujos geométricos y la única cosa rara para quien hubiera estado mirando, que no fue el caso, era que debajo del abrigo no llevaba vaqueros sino una especie de túnica blanca. Más adelante se determinó que la prenda era una dishdasha árabe.

Jerry Dermott estaba casi a la altura de la puerta abierta del coche cuando oyó que alguien decía: «Congresista». Él se volvió, y lo último que vio antes de morir fue un rostro oscuro con una expresión ausente, como si mirara un punto en la lejanía. El abrigo se abrió y la escopeta de cañones recortados apareció de debajo de la prenda.

La policía determinaría más adelante que ambos cañones fueron disparados simultáneamente y que los cartuchos contenían perdigones de gran calibre, no los pequeños para matar pájaros. El alcance era de unos tres metros.

Debido a la escasa longitud de los cañones, los proyectiles se dispersaron en un amplio radio. Varias bolitas de acero fueron más allá del blanco y algunas alcanzaron a Joe, haciéndolo girar y tambalearse hacia atrás. Él llevaba una pistola debajo de la americana, pero se cubrió instintivamente la cara con las manos y no llegó a usarla.

El agente que estaba en los escalones lo vio todo, sacó su revólver reglamentario y bajó corriendo. El agresor levantó los brazos (la mano derecha sujetaba todavía la escopeta) y gritó algo. El agente no podía saber si el segundo cañón había sido utilizado, así que disparó tres veces. A seis metros, y puesto que hacía prácticas de tiro con regularidad, difícilmente podía fallar.

Las tres balas impactaron en el pecho del hombre que gritaba, el cual salió despedido hacia atrás, chocó contra el maletero de la limusina, rebotó y cayó de bruces, muerto, junto a la acera. Varias personas aparecieron en el pórtico y vieron los dos cuerpos abatidos, al chófer mirándose las manos ensangrentadas y al policía en pie junto al agresor, apuntándolo con su revólver sujeto con ambas manos. Entraron corriendo en el edificio para pedir refuerzos.

Los dos cadáveres fueron trasladados al depósito de la ciudad, y Joe al hospital para ser atendido por los tres perdigonazos que le habían alcanzado en la cara. El congresista había fallecido a consecuencia de las más de veinte bolas de acero que habían penetrado en sus pulmones y su corazón. El agresor también estaba muerto.

El cadáver de este último, una vez desnudo sobre la losa del depósito, no aportó pistas sobre su identidad. No llevaba encima ninguna documentación y, extrañamente, no tenía más vello en el cuerpo que la barba. Sin embargo, dos personas reconocieron su fotografía en los periódicos vespertinos: el decano de un centro universitario en las afueras de la ciudad lo identificó como un alumno de origen jordano, y la patrona de una pensión lo reconoció como uno de sus inquilinos.

Los inspectores pusieron patas arriba su habitación y se llevaron muchos libros en árabe y un ordenador portátil. Una vez en el laboratorio técnico, la policía de Boise descargó el disco duro y se encontró con algo que ninguno de ellos había visto antes: una serie de discursos, o sermones, pronunciados por una figura enmascarada que predicaba en un inglés perfecto mirando a cámara con ojos centelleantes.

El mensaje era tan simple como despiadado. El «creyente verdadero» debía llevar a cabo su propia conversión, renegar de la herejía y abrazar la verdad musulmana; en la intimidad de su alma, sin confiarse ni confiar en nadie, debía convertirse a la yihad e incorporarse al ejército de soldados leales a Alá. Debía entonces buscar alguna persona importante al servicio del Gran Satanás, acabar con ella y luego morir como un shahid, un mártir, a fin de subir y habitar eternamente en el paraíso de Alá. Esa era la consigna de los sermones que transmitían todos el mismo mensaje.

La policía remitió las pruebas a la oficina local del FBI, y esta a su vez envió el expediente a la central de Washington en el edificio J. Edgar Hoover. Nadie se sorprendió en el cuartel general del FBI: ya habían oído hablar del Predicador.

La señora Lucy Carson se puso de parto el 8 de noviembre y la llevaron directamente a la maternidad del Hospital de la Marina en Camp Pendleton, California, donde ella y su marido estaban destinados. Dos días más tarde nació su primero y el que sería su único hijo varón.

Le pusieron Christopher por el abuelo paterno, pero como al veterano oficial de marines todo el mundo lo llamaba Chris, para evitar confusiones se decidieron por el apodo Kit. La alusión al legendario Kit Carson de los tiempos de la frontera era pura coincidencia.

Fortuita fue también la fecha de nacimiento: 10 de noviembre, día de la fundación del Cuerpo de Infantes de la Marina de Estados Unidos en 1775.

El capitán Alvin Carson se encontraba entonces en Vietnam, donde los combates eran feroces y lo seguirían siendo durante casi cinco años más. Pero como le faltaba poco para terminar su período de servicio, obtuvo permiso para reunirse en Navidad con su mujer y sus dos hijas pequeñas y así conocer a su hijo recién nacido.

Tras Año Nuevo regresó a Vietnam hasta que, finalmente, en 1970 volvió a la base en creciente expansión de Pen dleton. Su siguiente destino fue, de hecho, en el mismo Pendleton, donde se quedaron tres años, tiempo en el cual su hijo aprendió a andar y cumplió cuatro años y medio.

Lejos de la peligrosa jungla vietnamita, el matrimonio Carson llevó la clásica vida castrense entre la zona de viviendas de los casados, el despacho del capitán, el club de la base, el economato y la iglesia. Y Carson pudo enseñar a su hijo a nadar en el puerto deportivo Del Mar. A veces rememoraba aquellos años en Pendleton como una época dorada.

En 1973 fue transferido a otro destino «en familia», esa vez a Quantico, justo a las afueras de Washington DC. En aquel entonces Quantico no era más que un lugar agreste infestado de mosquitos y garrapatas, donde un niño podía dedicarse a perseguir ardillas y mapaches en el bosque.

Los Carson estaban todavía allí cuando Henry Kissinger y el norvietnamita Le Duc Tho se reunieron cerca de París y sellaron los acuerdos que pondrían oficialmente punto final a la década de matanzas que ahora conocemos como guerra de Vietnam.

Carson regresó por tercera vez al Sudeste asiático, recién ascendido a comandante. En la r

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