La dama del lago

Laura Lippman

Fragmento

Te vi una vez. Te vi y te fijaste en mí porque notaste que te miraba, que te observaba. Me miraste y te miré, te miré y me miraste. Las mujeres atractivas suelen hacerlo. Se miran a los ojos y luego se examinan de arriba abajo. Con una sola mirada comprendí que nunca dudabas de tu atractivo y que, al entrar en una habitación, aún tenías la costumbre de inspeccionarla para asegurarte de que eras la más guapa. Contemplaste a la multitud que se arremolinaba en la acera y tus ojos se cruzaron con los míos apenas un instante, luego se apartaron. Nada más verme, nos puntuaste. ¿Quién ganó? Presiento que te coronaste tú misma porque viste a una mujer negra y encima pobre. Es curioso que en el reino animal sea al revés. El macho actúa para la hembra, la atrae con su hermoso plumaje o su crin ondulante, siempre intenta pavonearse más que los otros machos. ¿Por qué los seres humanos lo hacen de otra manera? No tiene sentido. Los hombres nos necesitan más de lo que nosotras a ellos.

Aquel día tú eras minoría, estabas en nuestro barrio y casi todos los presentes me habrían escogido a mí. Más joven, más alta, más esbelta. Tal vez incluso tu marido, Milton. De hecho, una de las razones por las que me fijé en ti era que estabas a su lado. En aquel momento se parecía mucho a su padre, un hombre al que yo recordaba con cierto afecto. No puedo decir lo mismo sobre Milton. Por la forma en que la gente lo rodeaba en la escalinata del templo, le palmeaba la espalda, le estrechaba la mano, supuse que había muerto su padre. Y por la forma en que la gente aguardaba para consolarlo supe que Milton era un tipo importante.

El templo estaba a una manzana del parque. El parque con el lago y la fuente. ¿No es un dato interesante? Seguramente aquella tarde estaba dando un rodeo, de camino a Druid Hill, con un libro en el bolso. Tampoco es que me gustara mucho estar al aire libre, pero en mi piso vivían ocho personas —mis padres, mi hermana y mis dos hermanos, mis dos hijos y yo— y nunca había un momento de paz, como diría mi padre. Así que me metía un libro en el bolso —Jean Plaidy o Victoria Holt— y soltaba un «Me voy a la biblioteca», y mamá no tenía valor para prohibírmelo. Nunca me reprochó que hubiera acabado con dos perfectos inútiles ni haber vuelto a casa como una mala hierba. Yo era su primogénita y también su preferida, aunque no tanto como para equivocarme una tercera vez y volver a salirme con la mía. Mamá se pasaba el día insistiéndome en que volviera a estudiar, en que fuera enfermera. Enfermera. Pero no podía imaginarme en un trabajo donde tienes que tocar a gente que no quieres tocar.

Cuando en casa el ambiente se volvía insoportable, cuando había demasiados cuerpos y voces, me iba al parque y deambulaba por los senderos, respiraba el silencio, me dejaba caer en un banco y me evadía de todo leyendo sobre esos tiempos de la vieja Inglaterra. Más adelante se dijo que yo era mala persona, que me había ido a vivir sola y había dejado a mis hijos con sus abuelos, pero en realidad lo hice pensando en ellos. Necesitaba un hombre, y no a uno cualquiera. Los padres de mis hijos me lo habían demostrado. Mi objetivo era encontrar a un hombre que fuera capaz de mantenernos a todos. Y conseguirlo requería estar un tiempo sola, aunque eso implicara irme a vivir con mi amiga Latetia, quien, básicamente, dirigía una escuela unipersonal centrada en cómo hacer que los hombres lo paguen todo. Mi mamá creía que si a un ratón le tiendes una trampa con un poco de queso, al menos debes conseguir que ese trocito se vea mínimamente apetitoso; quizá cortando la parte mohosa, o escondiendo el moho por detrás. Por tanto, tenía que estar guapa y mostrarme despreocupada, y eso era imposible viviendo en el abarrotado piso de mi familia en Auchentoroly Terrace.

Bien, de acuerdo, tal vez sí podía imaginarme en un empleo donde tienes que tocar a gente a la que no quieres tocar.

Pero ¿qué mujer no hace eso? Tú misma lo hiciste, supongo, cuando te casaste con Milton Schwartz. Porque nadie habría podido tener un romance de cuento de hadas con el Milton Schwartz que yo conocía.

Era 1964 —lo recuerdo por la edad que tenían mis hijos—, finales de otoño, empezaba a refrescar. Tú llevabas un sombrero redondo liso, sin velo. Apuesto que te dijeron que parecías Jackie Kennedy. Apuesto que eso te gustó, aunque lo negaras con una carcajada como diciendo «¿Quién? ¿Yo?». El viento te agitó el pelo, pero sólo un poco, por el toque de laca. Llevabas un abrigo negro con piel vuelta en el cuello y los puños. Créeme, recuerdo bien ese abrigo. Y, vaya, Milton se parecía tanto a su padre que en ese momento pensé que el viejo Schwartz era más bien joven y bastante atractivo cuando yo era pequeña. Sin embargo, de niña, cuando compraba caramelos en su tienda, lo consideraba un viejo. Y ni siquiera había cumplido los cuarenta. Ahora yo tenía veintiséis y Milton debía de rondar los cuarenta, y allí estabas tú, a su lado, y yo no podía entender cómo había conseguido a una mujer tan bella. Tal vez ahora era más amable, pensé. La gente cambia, claro que sí, sin duda. Yo misma lo hice. Sólo que nadie lo sabrá.

¿Y qué viste tú? No recuerdo mi ropa, pero puedo adivinarlo. Un abrigo, demasiado ligero incluso para ese día apacible. Probablemente había salido de una caja de la iglesia, así que estaría lleno de pelusa y flácido, con el dobladillo deformado. Unos zapatos raídos, con las suelas desgastadas. Los tuyos eran negros y relucientes. Mis piernas lucían al aire. Tú llevabas unas de esas medias que parecen satinadas.

Al observarte, me percaté del truco: para conseguir a un hombre con dinero primero debía aparentar que no me faltaba el dinero. Tenía que encontrar trabajo en un lugar donde las propinas fueran billetes, no unas monedas tiradas en la mesa. El problema era que en esa clase de sitios no contrataban negras, ni siquiera como camareras. La única vez que conseguí trabajo en un restaurante fue lavando platos, escondida en la parte de atrás, lejos de las propinas. En los buenos restaurantes no se contrataba a mujeres para atender las mesas, ni siquiera a blancas.

Tendría que ser creativa y encontrar empleo en algún sitio donde pudiera conocer a esa clase de hombres que regalan cosas a las chicas, lo que a su vez me volvería más deseable para los hombres que apostaban más fuerte y me permitiría seguir escalando posiciones. Ya sabía qué significaba eso, qué tendría que hacer a cambio de esas cosas. Ya no era una niña. Ahí estaban mis dos hijos para probarlo.

Entonces, cuando me viste —y me viste, de eso estoy segura, nuestros ojos se cruzaron y ambas nos sostuvimos la mirada—, advertiste mi ropa andrajosa, pero también mis ojos verdes, mi nariz recta. Los rasgos a los que debo mi apodo, aunque más adelante conocí a un hombre que decía que yo le recordaba a una duquesa, no a una emperatriz, y que debería llamarme Helena. Según él, yo era lo bastante hermosa como para provocar una guerra. ¿Y acaso no fue eso lo que hice? No sé de qué otra manera podría llamarse. Tal vez no fuera una gran guerra, pero fue una guerra en cualquier caso; una guer

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