Viajo sola (edición limitada a precio especial)

Samuel Bjørk

Fragmento

1

alter Henriksen estaba sentado en la mesa de la cocina tratando desesperadamente de desayunar parte de lo que su mujer había puesto en la mesa. Huevos con beicon. Arenque, salami y pan recién horneado. Una infusión hecha con hierbas de su huerta, la huerta que ella había deseado tener desde que habían comprado esta casa, lejos del centro de Oslo, próxima a la provincia de Østmarka. Precisamente para poder dedicarse a actividades tan sanas. Pasear por el bosque. Tener una pequeña huerta. Recoger bayas y setas, y sobre todo conseguir que la perra pudiera tener más libertad. Era una cocker spaniel y Walter Henriksen no la soportaba, pero amaba a su mujer y por esta razón había accedido a todo eso.

Tomó un bocado de pan con arenque y luchó contra el impulso de escupirlo inmediatamente. Bebió un gran trago de zumo de naranja e intentó, lo mejor que pudo, sonreír, aunque se sentía como si alguien estuviera golpeándole la cabeza con un martillo. La cena de empresa de la noche anterior no había salido como él esperaba; tampoco esta vez había conseguido evitar beber.

Se oía el susurro de las noticias de fondo, mientras Walter trataba de interpretar la cara de su esposa. Su estado de ánimo.

VIAJO SOLA

Se preguntaba si se habría quedado despierta después de que él hubiera caído redondo en la cama de madrugada. No sabía la hora exacta, pero había llegado tarde, demasiado tarde. Recordaba que se había quitado la ropa, que había tenido una vaga noción de que ella estaba dormida y que había pensado: «Menos mal», antes de caer inconsciente sobre el colchón demasiado duro que ella había insistido en comprar, ya que últimamente había tenido muchos problemas de espalda.

Walter tosió un poco, se limpió la boca con una servilleta y se pasó la mano por la barriga gruñendo, como si hubiera disfrutado del desayuno y quisiera mostrar que ya no podía más.

—Estaba pensando que podía sacar a Lady —murmuró esbozando lo que esperaba que pudiera parecerse a una sonrisa.

—¡Ah, qué bien! —exclamó su mujer, un poco sorprendida.

No hablaban de ello muy a menudo, pero sabía de sobra que a Walter en realidad no le gustaba la perra, que tenía tres años.

—Esta vez podrías llevarla un poco más lejos y no dar solo una vuelta alrededor de la casa.

Walter buscó ese tono de pasividad agresiva que ella solía emplear cuando no estaba contenta con él, esa sonrisa que en realidad no era tal, sino algo muy diferente; pero no lo encontró. Parecía contenta. No se había percatado de nada. Se había salido con la suya, afortunadamente. Se prometió a sí mismo que ahora sí que lo dejaría. A partir de ahora, una vida sana. No más cenas de empresa.

—Sí, había pensado llevarla por el valle de Maridalen, tal vez por el camino que lleva al lago.

—Genial —respondió su mujer con una sonrisa.

Pasó la mano por la cabeza de la perra, le plantó un beso en la frente y la rascó detrás de la oreja.

SAMUEL BJØRK —Papá y tú vais a dar una vuelta, ¿a que sí? Eso sí que te va a gustar, te va a encantar. Claro que le va a gustar a mi pequeña Lady, ya lo creo. ¿A que te va a gustar, pequeña?

El paseo por el valle siempre era el mismo, las pocas veces que sacaba la perra a pasear. A Walter Henriksen nunca le habían gustado los perros y no sabía nada sobre ellos. Si por él hubiera sido, el mundo podría haber estado vacío de perros. Sentía una creciente irritación hacia la estúpida perra cuando tiraba de la correa y quería que avanzara más rápido. O cuando quería que esperase. O cuando tomaba una dirección distinta de la que Walter había elegido.

Por #n llegó al sendero que llevaba hacia el lago. Allí, por lo menos, podía soltar a la perra. Se puso de rodillas y se forzó a acariciarle la cabeza y tratarla con un poco de amabilidad mientras soltaba la correa.

—Venga, ahora puedes correr un poco.

La perra, con la lengua colgando, lo miró con sus estúpidos ojos. Walter encendió un cigarrillo y por un momento sintió algo parecido a cariño hacia la pequeña perra. La culpa no era de ella. No era una mala perra. Además, el dolor de cabeza ya no era tan agudo como antes y el aire fresco le aliviaba. A partir de ahora la perra le iba a caer bien. Mira qué perra más buena. Incluso resultaba agradable eso de caminar un poco juntos por el bosque. Ya casi se habían hecho amigos. ¡Y qué bien obedecía! Sin lugar a dudas era una perra buena. Aun sin correa, caminaba tranquila a su lado por el sendero.

En ese preciso instante la cocker spaniel echó a correr. Abandonó el sendero y se internó en el bosque.

Mierda.
—¡Lady!

Durante un rato Walter Henriksen la llamó gritando desde el sendero, pero no le sirvió de nada. Tiró el cigarrillo, maldijo

JO SOLA en voz baja y se abrió paso por donde había desaparecido la perra. Unos cien metros más adelante se detuvo de repente. La perra estaba tumbada en el suelo, quieta, en medio de un pequeño claro del bosque. Fue entonces cuando descubrió a la niña que colgaba del árbol. Bamboleándose sobre el suelo. Con la mochila del cole en la espalda. Y una nota alrededor del cuello:

«Viajo sola».

Walter Henriksen cayó de rodillas e hizo lo que había deseado hacer desde que se levantara de la cama.

Vomitó sobre sí mismo y se echó a llorar.

l ruido de las gaviotas despertó a Mia Krüger. Ya debería haberse acostumbrado, después de todo habían pasado cuatro meses desde que se había comprado esta casa en medio del mar, pero parecía que la ciudad no quería soltarla. En el piso de Torshov, en la calle Vogtsgate, siempre había ruidos —autobuses, tranvías, sirenas de coches de policía, ambulancias— y nunca la habían despertado. Era casi como si la tranquilizaran. Pero no era capaz de abstraerse del ruido que hacían estas gaviotas. ¿Tal vez porque el resto estaba en silencio?

Estiró la mano en busca del reloj en la mesilla, pero no consiguió ver qué hora marcaba. Parecía que no estaban las agujas, que se encontraban escondidas tras una niebla. Podían ser las diez y cuarto, o la una y media, o cualquier hora y treinta y cinco minutos. Las pastillas que se había tomado la noche anterior todavía estaban haciendo efecto. Creaban adicción, ralentizaban el raciocinio, anestesiaban los sentidos. «No se deben tomar con alcohol». ¿A quién le importaba? En todo caso, solo faltaban doce días para morir. Las cruces del calendario en la cocina lo mostraban: quedaban doce cuadrados sin tachar.

«Doce días. El 18 de abril».

E

VIAJO SOLA

Se incorporó en la cama, se puso el jersey de punto y bajó al salón a trompicones. Un colega le había recetado las pastillas. Un amigo forzoso que la ayudaría a olvidar, a procesarlo, a seguir adelante. Era un psicólogo de la policía… ¿o era psiquiatra? Tal vez tenía que serlo para poder recetar pastillas. Fuera lo que fuese, le proporcionaba lo que ella quería. Incluso aquí, aunque le costaba un poco de trabajo ir a recoger los medicamentos. Vestirse. Arrancar el motor fueraborda de la lancha. Enfriarse durante los quince minutos de travesía hasta el muelle. Arrancar el coche. Seguir la carretera durante los cuarenta minutos que tardaba en llegar a Fillan, la principal ciudad de la zona. No era muy grande, pero, al #n y al cabo, allí estaba la farmacia, en el centro comercial de Hjorten. Luego una vuelta por el monopolio estatal de licores, en el mismo lugar. Las recetas ya estaban preparadas, habían enviado

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos