Nueve días de abril (Inspector Mascarell 6)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Día 1

Miércoles, 19 de abril de 1950

1

Patro se retrasaba.

Teresina enferma y Patro se retrasaba.

Miquel paseó una desconcertada mirada por la mercería, lle na de mil y una mercancías. Hilos, agujas de coser, agujas de media, agujas para bordar, agujas de máquina, cintas, canillas, imperdibles, ganchitos, cierres, botones, madejas, puntillas, dedales, paños, pasamanería...

¿Cuántas cosas utilizaban las mujeres para sus labores? —¡Ay, señor! —suspiró chasqueando la lengua.

Patro se retrasaba.

Teresina enferma y Patro se retrasaba.

Y él allí.

Inesperado dueño de una mercería desde hacía un par de semanas.

La vida tenía cosas muy raras.

Si le hubieran dicho antes de la guerra que un día tendría un negocio, se habría reído. Si le hubieran dicho que ese negocio sería una mercería, se habría tronchado.

Claro que si le hubieran dicho en el 39, o a lo largo de los años preso en el Valle de los Caídos, que seguiría vivo en 1950, y casado en segundas nupcias con una mujer a la que doblaba la edad, más que reír habría llamado loco al inconsciente capaz de imaginar tal barbaridad.

Sí, la vida tenía cosas muy raras.

Miquel se miró los zapatos.

Sentado detrás del mostrador, parecía una estatua.

No le gustaba sentirse tan extraño, como un pez fuera del agua. El noventa y nueve por ciento de las personas que había conocido antes de 1936 estaban muertas, así que el riesgo de que alguien entrara y le reconociese era mínimo. Aun así, la incomodidad le podía. Un ex inspector de policía atendiendo en una mercería.

Como entrase uno de aquellos a los que había encerrado... —Patro, ¿dónde estás?

Temía lo peor, y lo peor apareció en ese momento.

Una parroquiana.
—Tú tranquilo —le había dicho Patro—. Total, todo está señalado, ¿ves? Cada cajita tiene su letrero, y el precio. Pones buena cara, sonríes, despachas lo que te pidan y ya está.

Así de fácil.

La parroquiana era alta, cuadrada, toda una señora. Vestía con rigurosidad ropa oscura pese al brillo de la primavera, zapatos de tacón bajo, un camafeo en el pecho del liviano abrigo que la cubría, el peinado primorosamente esculpido en su cabeza. Lo malo era el rictus de los labios, curvados hacia abajo, y el tono duro, como de piedras negras, de los ojos. Lle vaba un bolso, con las dos manos unidas a la altura del pecho.

—Buenos días —dijo la aparecida.
—Buenos días. —Se puso en pie.

Transcurrieron dos o tres segundos.

La mirada de la mujer se llenó de dudas.
—¿No está la chica? —preguntó.
—No, no está.
—Ah.

Un segundo.

Pareció eterno.

Luego, se rindió a la evidencia.
—Quería un paquetito de agujas de coser, finas. Y también hilo blanco, marrón... —Frunció el ceño—. ¡Ah, sí! Botones de camisa. Blancos o transparentes.

Agujas de coser, hilo, botones.

Miquel se dio la vuelta. Toda la pared era un inmenso mueble con cajetines de madera. Mil ojos. Y sí, en cada uno de ellos estaba anotado el contenido y el precio.

Pero mil ojos eran mil ojos.
—Agujas de coser...
—Ahí, a su derecha —le indicó ella.

Lo sabía mejor que él.

Fue a abrir un cajetín.
—No, ése no, el de al lado.

Miquel apretó las mandíbulas lo justo para que no se le no tara y contuvo su mal genio. Porque, sería la edad o no, se le estaba poniendo mal genio. Con Patro, nunca; pero a solas, o en momentos como aquél...

¡Cuánto echaba de menos su placa!
¡Y la autoridad!

Sacó las agujas, las dejó en el mostrador y se puso a buscar lo otro: hilo blanco, hilo marrón, botones de camisa.

—Oiga. —El tono de la parroquiana se hizo más exigente—. ¿Es que nunca ha trabajado en una mercería?

Como la mandase a cierta parte, encima, Patro se enfadaría.

Y no estaban los tiempos para perder clientas.

No mientras estuviesen pagando los plazos de la compra. —Pues no, no señora. —Intentó parecer un dependiente tí mido.

—¿Y le han dado el puesto?
—Ya ve.
—Claro. A su edad, encontrar trabajo...
—Es complicado, sí.
—La nueva dueña es muy amable y simpática. Y parece una buena chica.

—Oh, sí. Lo es.
—Muy guapa.
—Muchísimo.
—Me dijeron que estaba casada. —Le había entrado la cháchara de golpe, aunque sin perder su tono adusto.

—Con un señor mayor, sí.

En ese momento se hizo el silencio.

Diferente al del comienzo.

Un silencio denso, cargado de dudas e incertidumbres. La mujer parpadeó.

Miquel no. Como cuando interrogaba a un sospechoso en comisaría.

—La caja de los botones... —comenzó a decir la señora señalando otro de los cajetines.

Miquel estuvo a punto de gritar de alegría al ver aparecer a Patro por la puerta, atribulada, respirando con fatiga, como si hubiera estado corriendo con el alma en la garganta. Ha bituado al control, no movió ni un solo músculo de la cara.

—¡Ay! —Fue lo primero que exclamó—. ¡Me han entretenido, lo siento! —Miró a su marido y después a la clienta—. ¿La han atendido ya?

—No, estaba empezando. —Retornó el envaramiento. Patro rodeó el mostrador mientras se quitaba la chaquetilla y la boina. Con ella estaba aún más guapa. Tenía aspecto de colegiala, de niña. Una boina. A veces la admiraba por lo insólita. Se maquillaba muy poco, porque no le hacía falta, pero los detalles la diferenciaban. En París hubiera sido una diosa. O en Hollywood.

Otros mundos.
—Ya puedes irte, y gracias —le susurró.

Miquel emprendió la retirada.

Los ojos de la parroquiana ahora les escrutaban, a los dos, ora a ella, ora a él. Miró sus manos izquierdas para estar segura. Los dedos anulares. Los anillos.

Cuando estuvo segura, la mirada se hizo más acerada y desconcertante.

La bella y la bestia.

La niña y el anciano.

Miquel pasó por su lado.
—Buenos días, señora.
—Buenos días.

Salió a la calle y soltó una bocanada de aire. Dudaba que le preguntase nada a Patro, y si lo hacía, ella sabría responderle, educadamente, pero sin cortarse. Primero viviendo juntos, en pecado para la nueva moral reinante, y ahora casados, pese a la diferencia de edad, habían tenido que sortear no pocas miradas, comentarios y preguntas capciosas. Comenzaba la segunda mitad del siglo, al menos por lo de llevar ya los años un cinco delante, con las mismas perspectivas con las que había terminado la primera.

La bota implacable de la dictadura les mantenía bien aplastados.

Y el mundo ya se había olvidado de España.

Miquel caminó despacio, de regreso a casa.

Comprar la mercería había estado bien. Una forma de justificar el dinero que les quedaba del 47 y de demostrar que trabajaban y tenían ingresos. Para Patro también significaba ser propietaria de algo cuando él faltase. Un atisbo de seguridad. Sin embargo, y pese a Teresina, la dependienta, lo malo era que cuando Patro estaba en la tienda él se sentía muy solo.

El piso se le caía encima.

Y se negaba a ir a un parque para sentarse al sol con los viejos.

De lo único que hablaban ellos era de sus achaques.

Le quedaba el bar de Ramón, pero cuando se ponía a hablar de fútbol...

Levantó la cabeza y miró el cielo. Un buen día. Sin rastro de lluvia primaveral, au

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