La Edad del Vicio

Deepti Kapoor

Fragmento

libro-4

Nueva Delhi, 2004

Cinco sintecho muertos junto a la carretera de circunvalación interior de Delhi.

Parece el arranque de un chiste macabro.

Solo que, si lo es, a ellos nadie se lo ha contado.

Han muerto en el mismo lugar donde dormían.

O casi.

El Mercedes que venía a toda velocidad se ha subido a la acera, ha arrastrado diez metros sus cuerpos y los ha hecho pedazos.

Febrero. Tres de la mañana. Seis grados.

Quince millones de habitantes duermen profundamente.

Una neblina de azufre envuelve las calles.

Y una de las víctimas mortales, Ragini, tenía dieciocho años. Estaba embarazada de cinco meses. Su marido, Rajesh, de veintitrés, dormía a su lado. Los dos tumbados boca arriba, arrebujados en unos chales gruesos de la cabeza a los pies, amortajados como cadáveres en todo excepto en las señales de vida: la mochila bajo la cabeza, las sandalias colocadas ordenadamente junto a los brazos.

Una cruel ironía del destino: la pareja había llegado a Delhi justo el día anterior. Encontraron cobijo con Krishna, Iyaad y Chotu, tres trabajadores migrantes del mismo distrito del estado de Uttar Pradesh. Todos los días, los tres hombres se despertaban antes del alba para ir andando al mercado de reparto de trabajo de Company Bagh con la intención de sacarse un jornal haciendo lo que fuese —de cocinero del dhaba, de camarero en una boda, de albañil— y enviar el dinero a su aldea natal para pagar la shaadi de una hermana, el colegio de un hermano, la medicación diaria de un padre. Esos trabajadores, los desposeídos, viven día a día, hora a hora, luchando por sobrevivir. Regresan cada noche a dormir a ese descampado, junto a la carretera de circunvalación, cerca del Nigambodh Ghat. Cerca de las barriadas de chabolas demolidas del Yamuna Pushta que habían sido su hogar.

Sin embargo, los periódicos no se entretienen en hablar de esos tres hombres. Sus nombres se desvanecen con las estrellas, con las primeras luces del alba.

Al lugar del accidente llega un furgón de policía con cuatro agentes en el interior. Los hombres bajan y ven los cadáveres y a la turba desconsolada y furiosa que, entre gritos de indignación, rodea el coche. ¡Hay alguien dentro! Un chico joven, sentado muy recto en el asiento, aferrado al volante, los ojos cerrados con fuerza. ¿Estará muerto? ¿Habrá muerto así? Los policías apartan a la muchedumbre y se asoman a mirar.

—¿Está durmiendo? —le pregunta un agente a sus compañeros.

Las palabras hacen que el conductor gire la cabeza y, como lo haría un monstruo, abra los ojos de golpe. El policía lo mira y por poco da un respingo del susto. Hay algo grotesco en el rostro suave y apuesto del conductor. La expresión de sus ojos es obscena y feroz, pero, por lo demás, no tiene un pelo fuera de sitio. Los policías hacen palanca para abrir la puerta, blanden las porras entre gritos y amenazas, le ordenan que salga. A sus pies, una botella vacía de Black Label. Es un hombre enjuto, asiduo al gimnasio; lleva un traje sahariano de color gris gabardina y el pelo con la raya bien marcada, perfectamente engominado. Debajo de la peste a whisky se percibe otro olor: Davidoff Cool Water, aunque los policías no pueden saberlo.

Lo que sí saben es lo siguiente: no se trata de un hombre rico, ni mucho menos, sino de una imitación, un hombre con la apariencia de la riqueza, pero al servicio de esta. Ni la ropa ni el porte atildado ni el coche pueden disimular la pobreza sustancial de sus orígenes: su olor es más fuerte que el de cualquier whisky, que el de cualquier colonia.

Sí, es un criado, un chófer, un conductor, un «chico».

Una versión domesticada y bien alimentada de los cadáveres que yacen en el arcén.

Y ese Mercedes no es suyo.

Lo que significa que es vulnerable.

El joven solloza ajeno a lo que ocurre mientras los policías lo sacan a rastras. Doblado sobre su estómago, vomita sobre sus propios mocasines. Un policía le golpea con la porra, lo endereza de un tirón. Otro lo cachea, encuentra su cartera, encuentra una funda sobaquera vacía, encuentra un estuche de cerillas de un hotel llamado Palace Grande, encuentra una pinza para billetes con veinte mil rupias.

¿De quién es el coche?

¿De dónde has sacado el dinero?

¿A quién se lo has robado?

Querías darte una vuelta con este cochazo, ¿eh?

¿De quién es la botella?

Chutiya, ¿dónde está el arma?

¿Para quién trabajas, cabronazo?

En su cartera lleva una tarjeta electoral, un carnet de conducir y trescientas rupias. Sus tarjetas dicen que se llama Ajay. Su padre se llama Hari. Nació el 1 de enero de 1982.

¿Y el Mercedes? Está registrado a nombre de un tal Gautam Rathore.

Los policías hablan entre ellos: el nombre les suena. Y la dirección —avenida Aurangzeb— habla por sí misma: solo los ricos y los poderosos viven en esa calle.

—¡Chutiya! —lo increpa uno de los agentes, con la documentación del coche en la mano—. ¿Es este tu jefe?

Pero ese joven llamado Ajay está demasiado borracho para contestar.

—Pedazo de cabrón, ¿le has robado el coche?

Uno de los policías se acerca al arcén de la carretera y mira a los muertos. La chica tiene los ojos abiertos, la piel ya azulada por el frío. Sangra por el hueco entre las piernas, donde antes había vida.

Una vez en comisaría, obligan a Ajay a quitarse la ropa y lo dejan desnudo en una sala fría y sin ventanas. Está tan borracho que se desmaya. Los policías vuelven a la sala a echarle un cubo de agua helada y se despierta con un alarido. Lo sientan, le empujan los hombros contra la pared y le separan las piernas. Una mujer policía se le sube de pie a los muslos y ahí se queda hasta que a él se le corta la circulación y chilla de dolor y se desmaya otra vez.

Al día siguiente, el caso ya ha creado expectación. Los medios están horrorizados. Al principio, es por la embarazada. Todos los canales de noticias lloran su muerte. Sin embargo, no era fotogénica ni tenía un esplendoroso futuro por delante. Así que el foco de atención se traslada al asesino. Una fuente confirma que el coche es un Mercedes registrado a nombre de Gautam Rathore, y eso sí es una noticia: es un habitual de las fiestas de sociedad de Delhi, jugador de polo, hábil narrador de anécdotas, además de príncipe, de la realeza auténtica, primogénito e hijo único de un parlamentario, el maharajá Prasad Singh Rathore. ¿Conducía Gautam Rathore el coche en el momento del accidente? Esa es la pregunta que corre de boca en boca. Pero no, no, su coartada es sólida. La noche anterior estaba disfrutando de unas vacaciones lejos de Delhi. Alojado en un hotel palacio a las afueras de Jaipur. Se desconoce cuál es su actual paradero, pero ha hecho público un comunicado en el que expresa su consternación y envía sus condolencias a las familias de los fallecidos. Según revela el comunicado, el conductor llevaba muy poco tiempo trabajando para él. Al parecer, tomó el Mercedes sin que Gautam tuviera conocimiento de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos