1
Sonaba como si algo sacudiera los barrotes de una jaula. Las frágiles manos de venas azuladas de la anciana se aferraban a las barras de la barandilla de protección y las zarandeaban con toda la fuerza de su demacrado cuerpo. El estruendo recorrió el pasillo hasta llegar al puesto de enfermería.
—Ya está otra vez —dijo la joven enfermera.
La supervisora no levantó la vista de su papeleo.
—¿Estás segura de que no se nos permite atarla? —preguntó la joven.
—Es la única paciente de esta ala. ¿A quién va a molestar?
—¿A mí?
La supervisora le dijo que, si tanto la molestaba, llamara al doctor Steadman y le pidiera una orden para inmovilizarla.
—No voy a llamarle para eso —repuso la joven enfermera, horrorizada—. ¿Puedo enviarle un mensaje al médico de guardia?
—Steadman se encarga personalmente de todas las instrucciones relacionadas con la paciente.
—Pues no pienso llamarle.
—Estupendo.
Entonces empezaron los gritos estridentes.
Chillidos. Sacudidas. Chillidos. Sacudidas.
La enfermera se llevó las manos a la cara.
—Dios, y ahora encima esto. ¿Qué está diciendo?
—Es japonés. ¿Acaso tengo pinta de hablar japonés?
—¿No sabe hablar inglés?
—Sí, pero solo recuerda el japonés.
Una enfermera un poco mayor salió de la sala de medicación.
—Seguro que tiene hambre y quiere arroz —dijo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó la enfermera joven.
—Me lo comentó su nuera. O eso, o es que se lo ha vuelto a hacer encima.
—¿Y no te acuerdas de si es una cosa o la otra? —preguntó la supervisora.
La enfermera mayor se encogió de hombros.
—Va alternando entre ambas frases.
—¿Quieres ir a comprobarlo? —La supervisora se dirigió a la enfermera joven.
Ella se quejó porque tenía que ponerse de nuevo el traje de protección. Cuando regresó al cabo de unos minutos, dijo:
—Creo que tiene hambre.
—¿No está mojada? —preguntó la supervisora.
—Completamente seca. Acabo de malgastar veinte dólares en equipo de aislamiento solo para comprobar que quiere arroz cuando apenas hace media hora que ha desayunado.
—Se olvida de que ha comido —añadió la enfermera mayor—. A mi padre le pasaba lo mismo.
—¿A qué hora está previsto que Steadman haga su gran hazaña? —preguntó la joven.
—A lo largo de esta mañana —contestó la supervisora.
—Puede que, cuando yo venga mañana para hacer mi turno, la mujer ya esté usando el botón para llamarnos y viendo culebrones.
—Tú sigue soñando.
Roger Steadman llegó a media mañana, custodiado por su séquito. Surcó el pasillo del hospital con su larga bata blanca desabotonada ondeando tras él, como el espináker del hermoso Beneteau que tenía amarrado en el puerto náutico de Baltimore. Su intenso bronceado y la fluidez de sus movimientos hacían que pareciera joven, aunque no lo era. Era uno de los veteranos del Baltimore Medical Center, una figura legendaria de la neurociencia estadounidense, con un currículum tan grueso como el listín telefónico de una pequeña población.
—¿Ruth? —llamó a la supervisora de enfermería—. ¿Está lista mi paciente?
Las tres enfermeras se pusieron en pie. Steadman era de la vieja escuela. Le gustaba que se cuadraran ante él.
—Lo está, doctor Steadman.
—Muy bien. Coja la jeringuilla y ayúdeme a ponerme el equipo.
—¿Va a administrarle usted mismo la dosis?
—Por supuesto. Hoy vamos a hacer historia. Marcadlo en vuestros calendarios, chicos y chicas —dijo dirigiéndose a sus estudiantes—. Durante muchos años, este día se recordará como el día en que se empezó a aplicar un tratamiento efectivo, quizá incluso una cura, para el alzhéimer. Y no podía dejar pasar la oportunidad de ser yo mismo quien administrara la primera dosis al paciente cero. Aparte de mí, el único médico de mi equipo que ha pasado las pruebas de detección vírica es el doctor Pettigrew. Le necesito para tomar las fotos. Colin, dime que has traído la cámara.
Colin Pettigrew, su colega de investigación, levantó la Nikon.
—Aquí la tengo —contestó con un afectado acento británico.
—Acuérdate de que mi lado bueno es el izquierdo. Aunque el derecho también está muy bien. —Ante el incómodo silencio que siguió, Steadman añadió—: Chicos, no estaría de más que os rierais de vez en cuando. No hay que tomarse la vida tan en serio.
Estudiantes y residentes se congregaron en el pasillo delante de la antesala del vestuario mientras la supervisora y los dos doctores se ponían los trajes, las mascarillas, los cubrezapatos y los guantes. A través del intercomunicador, Steadman hizo su numerito, apenas disimulado como una sesión de preguntas y respuestas.
—La señora Noguchi es la primera paciente de la fase uno del ensayo clínico basado en una novedosa terapia génica contra el alzhéimer —anunció—. Esta pregunta es para los estudiantes, no para los residentes: ¿cuál es el objetivo de la fase uno de un estudio clínico? Cualquiera de vosotros. Adelante.
Una estudiante alzó la mano con gesto ansioso.
—La seguridad.
—Correcto. La seguridad. Tratamos a un reducido número de pacientes secuencialmente, en este caso hasta diez pacientes aquejados de una enfermedad severa, y en el proceso vamos realizando exhaustivos perfiles de seguridad. Si todo va bien, y estoy bastante seguro de que irá bien, llevaremos a cabo un ensayo más extenso de fase dos, cuyo objetivo será determinar la eficacia. Por supuesto, durante la fase uno, a lo mejor recibimos un regalo de Navidad o de Janucá por adelantado, si obtenemos alguna señal de eficacia. Y lo sabremos porque haremos pruebas diarias de memoria y estado mental. Muy bien, como acabo de decir, este es un ensayo de terapia génica. ¿Cuáles son los componentes esenciales de una terapia génica?
Otro estudiante se apresuró a contestar:
—Una terapia dirigida y un virus para poder aplicarla.
Steadman dejó que la enfermera le anudara la bata a la espalda.
—Correcto. Un virus y una carga genética. En este caso, la carga es un factor de transcripción nuevo, el NSF-4, el recientemente descubierto factor de estimulación de la neprilisina, que ejerce un gran efecto en la producción natural de esta misma. ¿Alguien sabe lo que es la neprilisina?
Un estudiante con barba respondió con voz clara:
—Una proteasa que acelera la degradación de los beta-amiloides.
—Y díganos, por favor, ¿qué es un beta-amiloide? —preguntó Steadman.
Varios estudiantes trataron de responder, pero el de la barba se les adelantó.
—Es la sustancia tóxica que se acumula en el cerebro de los pacientes de alzhéimer. Las placas de proteínas que forman son las que provocan la demencia.
—Correcto —dijo Steadman—. Y le felicito por saber lo de la neprilisina. Es el primer estudiante que ha sido capaz de responder a eso.
—Según tengo entendido —prosiguió el aludido—, el NSF-4 fue descubierto por Jamie Abbott en Harvard.
Steadman disimuló su irritación tras la mascarilla quirúrgica.
—¿Cómo diablos sabe eso?
—Hice un doctorado en neurociencia antes de entrar en la facultad de medicina.
—¿Dónde?
—En Harvard.
—Bueno, eso explica que conozca al doctor Abbott. Jamie es un colega mío júnior. De todos es sabida mi contribución al descubrimiento y desarrollo del NSF-4, y la fabricación de ese producto de terapia génica es exclusivamente obra mía.
Steadman metió sus gruesos dedos en los guantes esterilizados.
—Muy bien, ya casi estamos —dijo—. La idea es introducir altas concentraciones de NSF-4 en el cerebro para eliminar las placas de beta-amiloides y revertir la demencia provocada por el alzhéimer. Antes de proceder, ¿quién de vosotros, aparte de nuestro amigo doctorado, sabe por qué en vez de administrar directamente la neprilisina o el NSF-4 optamos por recurrir a un proceso tan complejo como el de la terapia génica?
—¿Porque no atravesaría la barrera hematoencefálica? —respondió otro estudiante, un tanto inseguro.
—Correcto. Hay péptidos grandes que si se administran por vía oral no son absorbidos por el torrente sanguíneo y si se administran por vía intravenosa no llegan al cerebro. Así que vamos a introducir nuestra carga con un adenovirus nuevo desarrollado en Indianápolis que no solo es totalmente inocuo, sino que además penetra en el sistema nervioso central como un cuchillo caliente al cortar mantequilla. Una vez dentro, el virus introduce su carga genética en las neuronas diana. Nuestro virus no tiene capacidad para alterar o integrarse con los genes huéspedes. Tras hacer su trabajo, simplemente se degrada. Por esta razón, tendremos que administrar la dosis a nuestros pacientes una vez al mes.
El estudiante de la barba volvió a intervenir.
—No recuerdo ningún ensayo de terapia génica que requiera aislamiento. ¿Por qué este sí?
—En mi opinión es una medida excesiva —respondió Steadman en un tono malhumorado—, pero nuestro extremadamente prudente comité de seguridad nos obliga a hacerlo. —Su voz dio paso al sarcasmo—. En su infinita sabiduría, ya que este adenovirus nunca se ha utilizado con anterioridad, quieren eliminar la altamente remota posibilidad de que alguna visita introduzca un segundo virus. Hipotéticamente, e insisto, hipotéticamente, ese virus podría combinarse con nuestro vector, creando un híbrido que podría integrarse en el genoma del paciente o ser capaz de replicarse. Se nos ha exigido que realicemos una prueba previa al paciente, a todos sus familiares inmediatos y a todo el equipo médico, a fin de detectar posibles infecciones víricas. En ocasiones, la investigación puede llegar a ser un grano en el culo. Y ahora, chicos y chicas, empieza el espectáculo.
Steadman, Pettigrew y la enfermera entraron en la habitación de la paciente. La señora Noguchi los miró con recelo, se refugió en el extremo más alejado de la cama y empezó a farfullar en japonés.
—Konnichiwa, señora Noguchi —saludó Steadman acercándose a la cama. A continuación comenzó a actuar ante su público, que escuchaba a través del intercomunicador y observaba la escena tras un par de ventanales de aislamiento—. Esta mujer ha perdido la capacidad de hablar o entender el inglés, y su mente ha retrocedido hasta utilizar solo su lengua materna. Esto ha supuesto un contratiempo para poder evaluar su estado mental, pero lo hemos solventado recurriendo a una enfermera del equipo de investigación que habla japonés. La señora Noguchi tiene setenta y ocho años y su enfermedad se ha desarrollado con extrema rapidez. Ha recibido los medicamentos estándares contra el alzhéimer, sin apenas resultados. Si no aplicamos una terapia experimental, se espera que en cuestión de seis meses se encuentre en estado vegetativo y que muera al cabo de un año. Enfermera, por favor, la jeringuilla.
La mujer le pasó la jeringuilla, ya cargada, conectada a un fino catéter.
—Sujétele la cabeza —ordenó Steadman—. No quiero ni pensar en todo el papeleo que habría que rellenar si la dosis acabara inyectada en la mejilla de la paciente.
Una vez bien sujeta la cabeza, y mientras Pettigrew pulsaba sin parar el botón de su cámara, Steadman insertó el catéter por una de las fosas nasales y presionó el émbolo.
—Ya está —anunció Steadman con un tono triunfal—. La paciente cero ha recibido su dosis. ¿Has tomado todas las fotos que quería, Colin?
El joven japonés se acercó al puesto de enfermería. Eran casi las nueve. La enfermera del turno de noche, con una única paciente a su cargo en el ala de investigación, estaba absorta en la lectura de su libro.
—Perdone —dijo el joven.
La enfermera dio un respingo.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Sé que ya pasa de la hora de visita, pero esperaba poder ver a mi abuela.
—¿La señora Noguchi?
—Sí. ¿Sería posible?
—La hora de visita acaba a las ocho.
—Lo sé, y lo siento, pero es que acabo de llegar de viaje. Tengo entendido que hoy ha recibido tratamiento y me gustaría verla.
La enfermera soltó un suspiro.
—¿Está usted en la lista? Si no lo está, no puedo dejarle verla.
—Soy su nieto.
—¿Cómo se llama?
—Ken Noguchi.
La enfermera echó una ojeada a la tarjeta pegada a su escritorio.
—Aquí tengo a un tal Kenji Noguchi.
El joven sonrió. Kenji era su padre.
—Soy yo.
—¿La ha visitado antes?
—No.
La enfermera volvió a suspirar.
—Muy bien. Déjeme enseñarle cómo ponerse el equipo de aislamiento. Son muy estrictos con eso. Luego le dejaré diez minutos con ella. ¿Habla usted japonés?
El joven sonrió de nuevo.
—Eso creo.
—Bien, porque yo no puedo comunicarme con ella. Por favor, sea bueno y averigüe si quiere su pudin.
La enfermera le hizo pasar a la antesala. A través del intercomunicador, le dio instrucciones para ponerse el equipo. Mientras lo hacía, el joven tosió y se secó unas gotas de sudor de la frente.
—No estará enfermo, ¿no? —le preguntó ella—. Si lo está, no puede entrar.
—No estoy enfermo. Es solo alergia.
Empezó a quitarse los zapatos.
—No hace falta que se los quite. Póngase los patucos por encima.
—Quitarse los zapatos es una señal de respeto —repuso, y acabó de ponerse el cubrezapatos y los guantes.
—Muy bien, ya puede entrar. Volveré enseguida.
Deslizándose por el suelo con sus patucos, el joven se acercó a la cama y esperó a que su abuela abriera los ojos. Se habría quedado allí los diez minutos sin molestarla, pero empezó a toser en su mascarilla.
La señora Noguchi abrió los ojos con expresión aterrada.
—Abuela, soy yo —le dijo él en japonés.
Ella se agarró a la barandilla de protección y empezó a sacudirla.
—No te asustes, soy tu nieto.
La anciana trataba de apartarse de él. El joven miró por encima del hombro para comprobar si la enfermera estaba vigilando, y entonces se bajó la mascarilla.
—Mira, soy yo.
Ella dejó de zarandear la barandilla e intentó enfocar la mirada a través de sus ojos acuosos.
—¿Kenji, mi hijo?
—No, abuela. Soy Kenneth, tu nieto.
La anciana le dirigió una sonrisa inexpresiva.
—Estaba trabajando en Japón, abuela. Acabo de regresar. Vengo directo del aeropuerto.
—¿Tú sabes por qué estoy aquí? —preguntó ella observando la habitación—. ¿Quién es toda esa gente? ¿Por qué se esconden detrás de las mascarillas?
—Estás aquí para recibir un medicamento nuevo. Están tratando de ayudarte.
—¿Tú sabes por qué estoy aquí? —volvió a preguntar la anciana.
—Para recibir un medicamento —repitió él.
—¿Dices que eres mi nieto? Dame un beso.
Ken se inclinó para besarla en la frente y volvió a toser.
—Perdona —dijo retrocediendo un poco y subiéndose la mascarilla.
Los aerosoles se dispersaron de su boca a una velocidad de quince metros por segundo, rociando los ojos parpadeantes de la anciana con una película apenas perceptible. Las partículas víricas que el joven traía de Japón se posaron en la membrana conjuntiva, rosácea y reluciente de su abuela. Antes incluso de que él saliera de la habitación, ya habían empezado a entrar en el torrente sanguíneo.
Por la mañana, el virus de su nieto había traspasado las defensas inmunológicas de la anciana y había atravesado la barrera hematoencefálica. En el interior del cerebro, millones de partículas víricas infectaron millones de neuronas, y algunas de ellas entraron en contacto con el virus ya aposentado que había sido introducido mediante la terapia génica. Cuando se encontraron, los dos virus se unieron y fundieron sus membranas. Al instante, su material genético empezó a combinarse.
El nuevo virus que formaron no tenía nombre.
El doctor Steadman avanzaba a toda prisa por el pasillo, seguido de cerca por el doctor Pettigrew. La supervisora de enfermería se unió a ellos.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Steadman.
—Una media hora. Le llamé en cuanto observé los cambios.
En el chequeo de constantes vitales de primera hora, la paciente había registrado una leve febrícula. A media mañana, la fiebre había subido y la anciana había empezado a toser. En cuanto fue informado, Steadman ordenó un examen de enfermedades infecciosas.
—El técnico de esa especialidad no está en la lista —le había dicho la enfermera.
—No me importa —había respondido Steadman—. Esto es una emergencia.
Una técnica de radiología llamada González había recibido un permiso especial de Steadman para entrar en la habitación. Mientras colocaba el detector de imágenes por debajo de la espalda de la señora Noguchi, esta tosió y le roció la frente y la mascarilla.
—Por favor, no vuelva a hacerlo —la regañó González—. Solo me faltaría pillar ahora un resfriado. Me voy de vacaciones.
Los dos doctores y la enfermera se apresuraron a ponerse el equipo y, una vez dentro de la habitación, Steadman evaluó la situación. La señora Noguchi estaba tumbada boca arriba, inmóvil, con los ojos cerrados. Steadman preguntó qué habían dicho los de enfermedades infecciosas.
—Aún no saben nada —contestó la enfermera—. Le están haciendo cultivos. También trajeron un equipo de rayos X portátil. El resultado ha sido negativo.
—¿Le han hecho una punción lumbar?
—Han dicho que deberían hacerla los de neurología.
—Konnichiwa! —soltó Steadman alzando la voz.
Al no obtener respuesta, se inclinó sobre la paciente y gritó más fuerte.
—No responde —dijo la enfermera.
—Eso ya lo veo —murmuró Steadman.
Procedió a hacerle un rápido examen neurológico y declaró que sus vías sensoriales y motrices estaban intactas.
—No hay nada focalizado, ninguna señal de apoplejía o derrame. Parece ser un proceso difuso. Llame de nuevo a los de enfermedades infecciosas. Quiero hablar con ellos personalmente. Con la fiebre y el coma, tenemos que descartar cualquier tipo de encefalitis.
—¿Puede haberlo causado la terapia génica? —preguntó la enfermera.
—Por supuesto que no —espetó Steadman rabioso—. No sea estúpida. El vector es totalmente benigno.
La enfermera abrió los ojos como platos por encima de la mascarilla y, dolida por el insulto, retrocedió un paso.
Steadman ni lo advirtió.
—Colin, quiero que le hagas una punción lumbar. Ruth, vaya a prepararlo todo para hacerle una resonancia. Dígales que la quiero con la máxima urgencia posible. Tenemos que llevarla abajo con una mascarilla.
La enfermera salió a toda prisa de la habitación, dejando solos a los doctores.
—Voy a por un equipo para la punción lumbar —dijo Pettigrew.
—Envía el líquido cefalorraquídeo para un examen serológico completo.
—Por supuesto —contestó Pettigrew—. Por cierto —añadió señalando la cámara que llevaba bajo la bata—, ¿quieres que tome algunas fotos?
—No, Colin —masculló Steadman furioso—, no quiero que tomes ni una foto.
2
Jamie Abbott sudaba y el corazón le latía a mil por hora.
—Hola, ¿eres Derek? —jadeó por el auricular. —Sí, ¿quién eres?
—Soy Jamie Abbott. ¿Qué tal? Quería hablar con Mandy. Espero que no sea demasiado tarde para llamar.
—No, ahora se pone. Voy a buscarla. —La respuesta no sonó muy amistosa.
Jamie siguió pedaleando y esperó. Al inclinarse sobre el manillar, el sudor de su frente goteó sobre la bicicleta. Mechones rizados de cabello oscuro le caían sobre los ojos y no paraba de echárselos hacia atrás. De niño, su madre solía decirle que tenía pelo de caniche, y suponía que aún era así. No había manera de domarlo y siempre parecía un tanto desgreñado. A eso había que añadirle una barba tupida. Aunque se la afeitara, al mediodía lucía siempre una sombra oscura.
Amanda Alexander se puso al teléfono.
—Derek dice que suenas como si te faltara el aliento.
—Estoy en la bicicleta.
—Son las diez de la noche en Boston. Estás en Boston, ¿verdad?
—Sí. Es una bicicleta estática. Estoy haciendo un esprint de cincuenta kilómetros.
—¿Por qué?
—Ya he cumplido los cuarenta —respondió sin dejar de pedalear—. La edad en que los hombres empiezan a engordar.
—No creo que eso vaya a pasarte a ti. ¿Qué ocurre?
—Te he llamado al móvil.
—Lo apago por las noches. A diferencia de ti, yo no tengo que atender a pacientes, ¿recuerdas? ¿Qué es tan urgente?
—¿No has visto el correo que acaba de enviar Steadman?
—Ya te lo he dicho, me desconecto. ¿Lees el correo en la bicicleta?
—¿Y por qué no?
—Ah, no sé —repuso ella en tono irónico—. ¿Qué dice el mensaje?
—Creo que deberías leerlo. Esperaré.
Jamie pedaleó casi un kilómetro hasta que ella volvió a ponerse.
—¡Santo Dios, Jamie! —exclamó Mandy.
El asunto del correo era: «Actualización urgente sobre el estudio BMCH-44701, fase 1 del ensayo de un nuevo agente de terapia génica contra el alzhéimer». Lo remitía Steadman e iba dirigido a Jamie, Mandy y otros integrantes del comité de seguridad del estudio, con copia a varios miembros del personal de la FDA, del NIH —los Institutos Nacionales de la Salud— y del Baltimore Medical Center. El mensaje empezaba así: «Paciente 0 de 78 años, mujer, sometida al ensayo desde hace 3 días, ha experimentado un grave e inesperado episodio adverso». A continuación describía su estado clínico y los resultados de diversas pruebas.
—¿Qué opinas? —preguntó Jamie—. ¿Hay alguna posibilidad de que se deba al vector?
—Hice especial hincapié en probarlo con todos los modelos imaginables. Es cien por cien no patógeno y no inmunogénico. —Sonaba dolida. Era de su criatura de la que estaban hablando—. Lo introduje en decenas de ratones severamente inmunodeprimidos. Y no se les movió ni un pelo.
—Muy graciosa —replicó Jamie; los ratones inmunodeprimidos no tenían pelo.
—Es imposible que haya provocado una encefalitis.
—No estoy dudando de ti, pero está claro que la paciente sufre una encefalitis de algún tipo. No tardaremos en saberlo si aparece algo en su serología.
—Steadman dice que la resonancia no muestra ningún cambio significativo —observó Mandy—. ¿Hay escáneres portátiles?
—Bravo, tú también te has dado cuenta. No hay escáneres portátiles. Eso significa que han roto el protocolo de aislamiento y la han llevado a otra sala para hacerle la resonancia. No es muy inteligente por su parte.
—Steadman quiere que nos reunamos en persona el viernes. ¿Podrás asistir? —preguntó ella.
La bicicleta de Jamie emitió un pitido al llegar a los cincuenta kilómetros.
—¿Podremos hablar?
—Estamos hablando.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Sí, podremos hablar —respondió Mandy en un tono vacilante y receloso.
Jamie paró de pedalear.
—No puedo creer que vaya a volver a verte tan pronto.
3
Theresa González, la técnica de radiología del Baltimore Medical Center, ocupaba un asiento central del avión e iba maldiciendo para sus adentros. Se había levantado muy temprano para tomar el primer vuelo que salía del aeropuerto internacional de Baltimore-Washington con rumbo a Miami. Y conforme avanzaba la mañana, empezó a sentir la garganta rasposa y el pecho cargado.
Sin darse cuenta, se le escapó entre dientes otro «¡Maldita sea!», y el anciano sentado junto a la ventanilla le preguntó:
—Perdone, ¿ha dicho algo?
—Lo siento —respondió Theresa, tosiendo en un pañuelo de papel—. Me voy de vacaciones y creo que he pillado un resfriado.
El hombre era muy agradable.
—¿A que da mucha rabia cuando pasa eso?
—Creo que sé quién me tosió encima.
—Pues espero que no haga usted lo mismo —bromeó él.
—Tendré cuidado.
—¿Va a quedarse en Miami? —le preguntó él.
—Voy a embarcarme en un crucero.
—Qué bien. ¿Y adónde va?
—A las Bahamas, a las Islas Vírgenes Británicas y a Saint Thomas. Lo estoy deseando.
Theresa volvió a toser, pero esta vez no le dio tiempo a taparse la boca con el pañuelo. El anciano debió de notar algunas gotas en su antebrazo, ya que se lo secó con una servilleta.
—Lo siento —repitió ella.
La sonrisa desapareció del rostro de su compañero de asiento, que bajó el reposabrazos y se apoyó en la ventanilla.
La azafata que le sirvió a González una lata de refresco y una bolsa de patatas volaría ese mismo día a Dallas con el fin de asistir a un seminario de formación para auxiliares de vuelo de unos veinte estados.
El anciano del asiento de la ventanilla cenaría esa noche en Coral Gables con sus tres nietos pequeños, su hija —una representante farmacéutica con una apretada agenda para el día siguiente— y su yerno, un contable que por la mañana iría a jugar al golf con tres amigos, entre ellos un piloto de Delta que volaría esa noche hacia el aeropuerto londinense de Gatwick.
A pesar de tener un poco de fiebre, Terry González tomó su primera cena a bordo del crucero sentada a la mesa con otros once pasajeros desconocidos procedentes de cinco estados. Por la mañana se sentía tan mal que no pudo salir de su camarote, pero el resto de sus compañeros de cena desembarcaron en Nassau, su primera escala, y algunos de ellos almorzaron en una terraza junto a una mesa de turistas japoneses que pasaban allí su penúltimo día de vacaciones. Una pareja paró por la calle a un hombre de negocios sueco, que regresaba a su país al día siguiente, para preguntarle si podía indicarles cómo llegar al Museo de los Piratas. Otra pareja le pidió a un profesor italiano si no le importaría hacerles una foto.
Y así fue como empezó todo.
4
Mandy echó un vistazo por la mirilla y luego abrió la puerta, meneando la cabeza con gesto reprobador.
—¿Cómo has averiguado el número de mi habitación?
—Preguntando —contestó Jamie—. Suelen decirme que mi cara inspira confianza. ¿Puedo pasar?
—No creo que sea buena idea. Bajaré enseguida al bar del vestíbulo.
—Dame solo un minuto, ¿de acuerdo?
A ella no pareció hacerle mucha gracia.
—No te quedes en el pasillo. En este hotel nos conocen como unas veinte personas.
Mandy se sentó en la cama, cruzó las piernas y le señaló una silla. Él quería sentarse junto a ella y tumbarla de espaldas sobre el colchón, pero logró contenerse.
Catorce años sin el menor contacto, y ahora eso. Había pasado un año desde que volvieron a encontrarse en Bethesda, donde formaron parte del mismo comité de seguridad. Reencontrarse después de tanto tiempo era una de esas casualidades que suelen ocurrir en el mundo de la ciencia: aunque no esperaban que sucediera, tampoco les pilló totalmente por sorpresa. Jamie sabía que Steadman había escogido el virus que Mandy había creado, y Mandy sabía que Jamie había sido el encargado de desarrollar la carga NSF-4. Aun así, hasta entonces, sus órbitas de investigación habían estado separadas.
Se acordó del día en que la vio en el bufet del desayuno, antes de la primera sesión general. En su recuerdo, la Mandy de hacía catorce años tenía una melena larga y ondulada, y en el laboratorio siempre llevaba el mismo par de Levi’s desteñidos de cintura baja. La Mandy de ahora lucía un corte de pelo más práctico, más corto, y un vestido elegante, pero no había cambiado tanto. Su delicado rostro era frágil como la porcelana y su cuerpo seguía siendo esbelto, el resultado de una buena genética y no del ejercicio, como insistía ella. También olía igual, como si acabara de revolcarse por un prado de flores silvestres. Jamie nunca había olvidado ese olor. No era una fragancia de frasco, sino que emanaba de ella; era uno de esos recuerdos sensoriales que, hasta la fecha, todavía despertaban su añoranza. Jamie no sabía muy bien qué esperar de su reencuentro. Mandy no era de esas personas que exponían su vida en las redes sociales; la había buscado en internet, pero su presencia allí era escasa. Lo único que podía hacer era recordarla como cuando los dos eran unos jovencitos.
Sentado ahora frente a Mandy, pensó que aquella podría ser la misma habitación en la que ella se había alojado durante aquel primer encuentro del comité de seguridad. Recordaba perfectamente el aspecto que tenía por la mañana después de pasar la noche juntos. Su comportamiento había oscilado entre una felicidad atolondrada y una actitud arrepentida. Y siempre se comportaba del mismo modo, cada vez que se veían en aquellas reuniones trimestrales en Bethesda, unas reuniones que Jamie marcaba siempre con un círculo rojo en su calendario.
—¿Qué tal el vuelo? —le preguntó él.
—Sin contratiempos. ¿Y el tuyo?
—He tardado más en llegar al Logan conduciendo que al Reagan National volando.
—¿De verdad estamos hablando de cómo nos ha ido el viaje?
Jamie se echó a reír y se apartó un rizo de los ojos.
—Estoy preparándote con un poco de charla intrascendente.
—¿Preparándome para qué?
Él sabía que ella conocía la respuesta.
—Derek no pareció muy contento de oírme.
—¿Ah, no?
—¿No te dijo nada?
Mandy negó con la cabeza, reticente y visiblemente incómoda.
—No sabe nada, ¿no? —peguntó él.
—¡Pues claro que no! ¡Y nunca lo sabrá!
—Mira, por si te lo estás preguntando, yo también me siento culpable. No le conozco, pero estoy seguro de que está enamorado de ti.
Sus palabras sonaron sinceras porque era sincero.
A Mandy le tembló el labio inferior.
Los ojos azules de Jamie buscaron su mirada y, antes de que ella pudiera decir nada, lo soltó:
—Quiero estar contigo, Mandy. Y si escuchas a tu corazón, tú también dirás lo mismo.
Ella se puso en pie.
—Te dije la última vez que no podía seguir con esto. Por eso quería hablar contigo en el vestíbulo.
—Venga, quédate. Me portaré como un perfecto caballero.
Mandy volvió a sentarse, moviendo nerviosamente la mandíbula y haciendo que se le marcaran unos hoyuelos en las mejillas.
—No ha cambiado nada. No quiero hacerle daño a Derek. Le respeto demasiado.
—Respeto… —dijo Jamie con un exceso de sarcasmo del que se arrepintió al momento.
—Sí, respeto. Lo que pasó entre nosotros… fue un error. No permitiré que vuelva a ocurrir. Y por cierto, tú tampoco habrías dejado a Carolyn.
Jamie miró por la ventana hacia el aparcamiento del hotel.
—No quiero hablar de ella.
Mandy se había enterado de la muerte de Carolyn años después de que falleciera. Las dos mujeres no habían llegado a conocerse, aunque Mandy sabía que Jamie estaba casado cuando iniciaron su relación. Él se encontraba en Harvard con una beca de investigación, estudiando los factores de transcripción en el cerebro. Ella ocupaba el laboratorio situado al otro lado del pasillo y se dedicaba a desarrollar vectores virales para terapia génica. Ambos trabajaban hasta tarde. Y esas cosas suelen pasar… Un día a él se le escapó que tenía una hija. Mandy estalló y aquello fue el principio del fin. Al cabo de un año se trasladó a Indianápolis para aceptar un puesto de profesora adjunta en la facultad de medicina. Allí conoció a Derek, un biofísico. Las vidas de Mandy y Jamie se separaron de un modo al parecer definitivo.
—Tienes razón —convino ella—. Carolyn ya no puede decir nada, pero Derek sí. Lo único que estoy diciendo es que en aquel entonces tomamos la decisión correcta.
—Yo habría dejado a Carolyn si no hubiera sido por Emma.
—¿Cómo está?
—Más difícil que nunca. Derek y tú habéis hecho bien en no complicaros la vida.
Mandy no le confesó que llevaban años intentando tener un hijo.
—Tal vez sí, tal vez no. ¿Tienes suficiente ayuda?
—No siempre. Por ejemplo, hoy. Como nos avisaron con tan poco tiempo, he conseguido que se quede a pasar la noche en casa de una amiga, Kyra. No es santo de mi devoción, pero es mejor así que dejar que se quede sola en casa. Bueno, lo que se dice sola no habría estado, no sé si me entiendes…
—Pobrecillo… —le salió del alma a Mandy —. Déjame invitarte a una copa en el bar. A los dos nos irá bien un poco de etanol antes de que empiece la reunión. Va a ser de las más difíciles.
Los miembros del comité de seguridad charlaban entre ellos en torno a una mesa en forma de herradura, en una de las salas de conferencias del hotel. Pasaban veinte minutos de la hora programada y Roger Steadman aún no había hecho acto de presencia. Jamie captó la mirada de Mandy y se señaló el reloj poniendo los ojos en blanco. Ella le devolvió una mirada cómplice. A ninguno de los dos le caía muy bien el gran doctor.
Cuando Steadman llegó al fin, acompañado de Colin Pettigrew, tomó asiento a la cabecera de la mesa.
—Nos ha sido imposible llegar antes —se disculpó—. Ciertos acontecimientos nos han retenido en Baltimore. Nuestra paciente ha muerto esta tarde.
La sala se quedó en silencio y Steadman procedió a presentar el informe. La señora Noguchi no había recuperado la conciencia en ningún momento. Su familia había insistido en que no se le aplicaran medidas extremas para mantenerla con vida y había muerto esa tarde por una parada cardiorrespiratoria.
—Ha mencionado que su síndrome clínico era compatible con una encefalitis. ¿Ha podido confirmarse? —preguntó un funcionario de la FDA.
Fue Pettigrew quien respondió.
—Hemos realizado un estudio serológico exhaustivo de muestras de sangre, orina y líquido cefalorraquídeo de la paciente. La causa de la muerte ha sido la encefalitis japonesa.
—¿Puede repetir eso? —exclamó Mandy, chasqueando los dedos para atraer su atención.
—Encefalitis japonesa. Sí, es algo sorprendente —añadió Pettigrew—, o al menos lo era.
—¿Qué quiere decir con «lo era»? —preguntó Mandy.
Steadman tomó la palabra.
—La paciente cero nació en Japón, pero no ha estado allí desde hace décadas, ni tampoco en ningún lugar donde el virus sea endémico. Poco después de recibir los resultados serológicos, un hombre de veintinueve años fue ingresado de emergencia en el Baltimore Medical Center aquejado de fiebres, vómitos y alteración de la conciencia. Ese hombre es el nieto de la paciente cero. Ahora se encuentra aislado en una UCI de neurología en estado crítico. Su familia nos ha informado de que hace dos días regresó a Baltimore procedente de Japón. Al parecer se trata de un ornitólogo que ha estado estudiando las poblaciones de aves silvestres en una remota región de la isla de Honshu. Allí el virus de la encefalitis japonesa es endémico, y no está claro si nuestro hombre estaba inmunizado.
—Doctor Steadman —le interrumpió Jamie—, no entiendo qué relación tiene todo esto con nuestra paciente. Es evidente que ese joven no ha podido entrar en contacto con ella. Si la memoria no me falla, su nieto no estaba en la lista cribada de visitas permitidas que usted mismo autorizó junto con el comité.
Steadman sabía sin duda que ese momento tenía que llegar, pero aun así se sintió como si hubiera tomado un trago de algo extremadamente amargo.
—No estaba en la lista. Por lo visto, hubo un fallo en el control de enfermería. El joven se presentó para ver a su abuela y su nombre es muy parecido al de su padre, que sí figuraba en la lista.
Jamie fulminó a Steadman con la mirada.
—Este es precisamente el tipo de violación del protocolo del que algunos miembros de este comité hemos estado advirtiendo en cada una de estas reuniones. ¡También en la última, hace solo un mes! —se quejó con rabia.
—Bueno —repuso Steadman mirando sus papeles—, reforzaremos este aspecto de la seguridad del protocolo para próximos pacientes.
Jamie estaba furioso y no lo ocultaba.
—Creo que no debería reclutarse a nuevos pacientes, no hasta que podamos realizar una investigación exhaustiva de este incidente.
El director de la Oficina de Terapias celulares, de tejidos y genéticas, la división de la FDA responsable del ensayo, intervino:
—Doctor Abbott, díganos qué investigaciones quiere que se lleven a cabo.
—Lo primero y más importante, necesitamos hacer pruebas moleculares de las muestras del cerebro de la paciente. Se está practicando la autopsia, ¿no?
Pettigrew señaló que estaban en ello.
—¿Los patólogos siguen un protocolo completo de riesgo biológico? —preguntó Jamie.
—Así se les ha indicado —respondió Pettigrew.
Jamie se dirigió a Mandy:
—Doctora Alexander, ¿puede analizar ese tipo de material en Indianápolis?
—Por supuesto, disponemos de una instalación P4.
—Entonces creo que la doctora Alexander debería realizar las pruebas para detectar la presencia de su adenovirus en el tejido de la paciente y comprobar si se ha visto alterado de algún modo.
Steadman estaba visiblemente harto de ser el chivo expiatorio, sobre todo en manos de un investigador inferior en el escalafón jerárquico.
—¿Adónde pretende llegar con todo esto, Jamie? La mujer ha muerto de encefalitis japonesa. Sé que ha estado dando la tabarra sin parar con el tema de la recombinación vírica, pero este no es el momento.
—Tiene razón —admitió Jamie—, y espero con todas mis fuerzas que de verdad no sea el momento. No necesitamos tener que lidiar con un virus nuevo, ¿no cree? Mandy… Quiero decir, doctora Alexander, ¿ha realizado pruebas sobre una posible recombinación de su virus con el de la encefalitis japonesa?
—¿Con ese virus en concreto? No. No podemos someter a prueba todos los virus conocidos hasta la fecha. Tenemos que priorizar. El virus de la encefalitis japonesa es un miembro de la familia Flaviviridae, que incluye también el virus del Nilo Occidental y el de la encefalitis de Saint Louis. He hecho pruebas con estos dos últimos, pero el de la encefalitis japonesa es distinto. Por descontado, ahora lo someteré a todas las pruebas pertinentes.
Steadman no estaba dispuesto a consentir que lo ningunearan de esa manera.
—Mientras ustedes se empecinan en cuestiones hipotéticas extremadamente remotas, yo me dedicaré a localizar al siguiente paciente para poder avanzar con esta investigación de crucial importancia. Millones de pacientes de alzhéimer y sus familias esperan una solución cuanto antes.
Jamie asintió secamente.
—Todos los que estamos en esta mesa estamos tan comprometidos como usted con la investigación contra el alzhéimer, pero al menos me alivia saber que este comité le exigió que introdujera un gen suicida en el vector. En el peor de los casos, y admito que se trata de una posibilidad remota, seremos capaces de destruir cualquier posible recombinación vírica.
Jamie se recostó en su asiento y esperó una respuesta. Sin embargo, Steadman permaneció muy callado y hosco durante el resto de la reunión.
5
Emma se parecía cada vez más a su madre, y a Jamie le preocupaba que eso afectara a cómo él reaccionaba ante ella. Su larga melena pelirroja caía formando una cascada de gruesos bucles, como la de Carolyn; su boca insinuaba casi siempre ese mohín tan característico de su madre, y a medida que entraba en la adolescencia, su figura recordaba cada vez más a la de Carolyn. A veces, sobre todo cuando estaba muy cansado, Jamie tenía que morderse la lengua para no equivocarse de nombre. Carolyn había sido toda una maestra en sacarle de quicio, y Emma iba camino de ser una experta. No parecía que fuera algo inculcado, sino más bien hereditario, porque la pequeña solo tenía dos años cuando murió su madre.
Esa noche Emma llegó a casa dos horas más tarde de lo acordado, apestando a tabaco, demasiado maquillada para el gusto de su padre y con una falda ridículamente corta. Aspectos positivos: estaba seguro de que no iba colocada y el aliento no le olía a alcohol.
—¿Dónde has estado?
—En el centro comercial.
Emma se detuvo un momento para acariciarle la barriga a Romulus, el perro de la familia, antes de dirigirse hacia las escaleras.
—No me comentaste que pensabas ir al centro comercial.
—No me lo preguntaste.
—¿Es que tengo que preguntártelo todo? —saltó él alzando la voz—. Dijiste que vendrías directamente a casa.
—Oh, por favor…
—¿Al menos has cenado?
—¿Qué es lo que se hace en un centro comercial? Esa me la sabía… Ah, sí, comer.
—¿Quieres dejarte de tonterías, Emma? He tenido un día horrible.
—Oh, pobrecito… ¡Pues bienvenido al club!
Y acto seguido desapareció escaleras arriba. Fuertes pisotones y, segundos después, un portazo.
Jamie se quitó los zapatos con los pies y buscó el mando a distancia. Romulus, un perro mestizo de pelaje negro y duro que acababa de cumplir once años, se subió al sofá y apoyó la cabeza en el regazo de su amo.
La reunión de Bethesda había durado más de lo previsto y, después de la cena, varios científicos se quedaron hablando en corrillos en el bar del hotel hasta tarde. Steadman se había marchado antes. Se excusó diciendo que quería volver a Baltimore para comprobar los resultados de la autopsia. Jamie observó cómo Mandy se apartaba del grupo y se encaminaba hacia los ascensores. No intentó detenerla.
Por la mañana no volvió a verla. Jamie tomó el primer vuelo a Boston y, tras aterrizar, fue directamente al Hospital General de Massachusetts para hacer las rondas con sus colegas de neurología. Después se pasó toda la tarde en su clínica privada. Ahora lo único que quería hacer era desconectar durante una hora mirando cualquier tontería en la tele antes de acostarse, pero el sonido del móvil dio al traste con sus expectativas. Gruñó entre dientes al ver el número. Era del hospital.
—Siento molestarte, Jamie, pero tengo un caso en urgencias que me tiene totalmente desconcertada.
Carrie Bowman era su colega principal en el área de neurología. No solía bloquearse ante las dificultades y rara vez llamaba para pedir ayuda.
Jamie quitó el volumen del televisor.
—Muy bien, dispara.
Carrie le resumió el caso.
—Se trata de un hombre blanco de veintiséis años, entrenador personal, que llegó hace unas horas con un cuadro de amnesia global después de un día aquejado de fiebre no muy alta y tos. No tiene antecedentes de cefaleas ni conmoción cerebral. Presenta un tipo de amnesia que no he visto nunca. Se encuentra del todo consciente y alerta, pero, por lo visto, en cuestión de horas ha perdido progresivamente la memoria, todo esto según su hermano, que es quien lo trajo. Apenas habla, pero reacciona con sobresaltos ante estímulos auditivos. Tampoco es capaz de escribir ni de señalar letras. Además, presenta una tos seca e intermitente.
Jamie apagó el televisor. Estaba claro que tendría que ir al hospital.
—¿Cuál es su estado emocional?
—Parece un animal asustado. Básicamente emite sonidos guturales y gemidos, salpicados de algunas palabras sencillas: una especie de galimatías.
—Has dicho que tenía fiebre.
—Hace un momento 38,1.
—¿Placa pulmonar? ¿Escáner? ¿Punción lumbar?
—No tan deprisa. Déjame explicarte.
—Perdona.
—Aparte del estado mental alterado y la fiebre, los exámenes físicos y neurológicos han salido normales. En la placa se observa una infiltración difusa con patrón de vidrio esmerilado que el radiólogo afirma que es compatible con una neumonía vírica. El escáner cerebral no muestra nada destacable. Según el laboratorio, su recuento leucocitario estaba un tanto alto, con una linfocitosis moderada. El líquido cefalorraquídeo presenta una presión normal, con niveles de proteínas y gammaglobulina ligeramente elevados, glucosa normal y ocho células mononucleares.
—Todo compatible con un síndrome vírico. ¿Algún viaje a un país exótico?
—No. El personal ha enviado ya las muestras de cultivos y serología.
—Bien —dijo Jamie levantándose—. Voy para allá.
Cogió su chaqueta y las llaves del coche y subió a toda prisa las escaleras. Tuvo que aporrear la puerta para hacerse oír por encima de la música.
—¡Emma, tengo que ir a urgencias! ¿Emma?
—¡Tú a tu rollo! —oyó a través de la puerta.
—¡Los deberes y a la cama! ¡Y saca a Rommy! ¡Te llamaré!
El paciente se llamaba Andy Soulandros. Jamie echó un vistazo a la tablilla con el historial y apartó la cortina que rodeaba su cama. Era un tipo alto y musculado que, en cuanto vio y oyó moverse la cortina, se puso en estado de alerta de inmediato. La analogía de Carrie con un animal asustado era acertada: parecía un conejo sorprendido en la oscuridad, deslumbrado por la luz de una linterna. Sus ojos seguían fijamente cada uno de los movimientos de Jamie y todo su cuerpo temblaba.
—Hola, Andy. Soy el doctor Abbott. ¿Te acuerdas de la doctora Bowman? Ella te examinó antes. Si te acuerdas de ella, asiente con la cabeza.
Soulandros no dio señales de comprender.
Jamie se acercó a la cama.
—Yo, yo, yo, yo… —balbuceó el joven, y luego soltó una especie de gemido estridente y tiró de las ataduras que le sujetaban las muñecas y los tobillos.
—Hemos tenido que atarlo para evitar que se escapara —explicó Carrie.
—Mira los pelos de sus antebrazos —señaló Jamie. Los tenía erizados—. Presenta un fuerte reflejo de piloerección, una reacción primitiva al miedo o al frío. Y aquí dentro no hace frío.
—No había reparado en eso —dijo Carrie.
—Está bien, Andy —prosiguió Jamie—. Sé que estás asustado. Vamos a intentar ayudarte. ¿Te duele algo?
El joven volvió a tirar de sus ataduras.
—¿Sabes quién eres? ¿Sabes cómo te llamas? —Al ver que no respondía, Jamie añadió—: Si te parece bien, voy a examinarte.
Cogió una linterna de bolsillo y le enfocó los ojos.
—¡Ah, ah, ah, ah!
—¿Te hace daño la luz?
—Yo, yo, yo, yo…
Mientras lo examinaba, el paciente permaneció muy rígido, gruñendo y farfullando algunos monosílabos sin sentido y palabras inconexas. Cuando Jamie acabó, él y Carrie volvieron al puesto de enfermería para hablar.
—Coincido con tu examen preliminar, Carrie. No hay nada remarcable en su estado, nada que nos pueda dar ningún indicio salvo los síntomas pulmonares. Me pregunto si habrá tomado alucinógenos.
—El médico residente ha enviado muestras para hacerle pruebas de tóxicos. Le pregunté a su hermano si era posible que hubiera consumido alguna droga y me dijo que Andy es un obseso de la salud, que nada de drogas ni medicamentos. Ni siquiera una aspirina.
—¿Su hermano sigue aquí?
—Está en la sala de espera.
Dave Soulandros se puso en pie al oír su nombre y Jamie lo condujo a un consultorio para interrogarle.
—¿Qué le pasa a mi hermano, doctor? —preguntó desesperado.
—Aún no lo sabemos —contestó Jamie con mucho tacto—. Todavía estamos haciéndole pruebas. Sé que ya ha hablado con varios doctores esta noche, pero me gustaría que volviera a explicarme todo lo ocurrido hasta llegar a esta situación.
—Habíamos quedado para cenar esta noche, pero Andy no se presentó. Cuando le llamaba, saltaba el buzón de voz, así que fui a su casa, en Charlestown. Al ver que no contestaba al timbre, utilicé la llave que me había dado. Lo encontré tumbado en el suelo de su habitación. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que no se acordaba. Estaba muy confuso.
—Pero sabía quién era usted.
—Al principio sí. Pero al cabo de, no sé, unos diez minutos, me preguntó quién era yo. Fue entonces cuando llamé a una ambulancia. Para cuando llegaron, Andy ya apenas podía hablar. Y se le veía muerto de miedo.
—Antes de que le ocurriera esto, ¿su hermano gozaba de buena salud? ¿Le había pasado algo remotamente parecido?
—Tenía una salud de hierro. Y no, nunca le había pasado algo así.
—Tengo entendido que no toma drogas.
—Andy es uno de esos de «Mi cuerpo es mi templo». Nada de drogas.
—Presenta síntomas de neumonía. ¿Se ha quejado últimamente de que tenía fiebre?
—Llevaba una semana sin verle. Ha estado fuera. Ayer me envió un mensaje para decirme que deberíamos quedar cuando estuviera de vuelta en Boston porque tenía noticias.
—¿Estaba fuera de la ciudad?
—Sí, se fue a pasar un par de días con su novia. Tengo la impresión de que me iba a contar que se habían prometido.
—¿Y dónde ha estado?
—Ella vive en Baltimore.
Jamie parpadeó.
—Baltimore…
—Sí.
—¿A qué se dedica su novia?
—Es una… ¿Cómo se llama ese escáner de la cabeza?
—¿Tomografía? ¿Electroencefalograma? ¿Resonancia magnética?
—Eso, ella hace resonancias.
Jamie sintió que se le erizaba el vello del antebrazo y que se le secaba la boca.
—¿Dónde trabaja?
—En un hospital de allí… Dígame nombres.
—¿El Baltimore Medical?
—Sí, en ese.
—¡Quédese aquí! ¡No se mueva de esta sala! —ordenó Jamie, saliendo a toda prisa del cubículo.
Carrie estaba hablando con la jefa de residentes junto a la máquina de café.
—Carrie, Stephanie, venid conmigo —dijo Jamie, llevándolas a una sala de trauma vacía.
—¿Qué pasa? —preguntó Carrie.
—No tengo tiempo para explicaciones, pero es preciso que tomemos una serie de medidas urgentes sin provocar el pánico.
Las dos doctoras se pusieron muy serias y empezaron a tomar notas a toda velocidad.
—Quiero que se declare una emergencia de biocontención de nivel 1. Hay que confinar la unidad de urgencias y todo el hospital. Nadie puede entrar ni salir. Hay que administrar urgentemente doscientos miligramos de doxiciclina a Andy Soulandros. Carrie, encárgate personalmente.
—¿Vamos a suministrarle un antibiótico para una infección vírica? —lo interrumpió ella.
—No hay tiempo para discutirlo ahora, pero no es para tratar una infección. Es para activar el gen suicida sensible a la doxiciclina, un mecanismo de seguridad incorporado en la terapia génica que probablemente sea la causa de este episodio.
—Entiendo —dijo Carrie, aunque por la expresión descompuesta de su cara era evidente que tenía muchas preguntas que hacer.
—Luego quiero que unas enfermeras equipadas con EPI le pongan un traje antiébola y lo trasladen a la unidad de biocontención —prosiguió Jamie—. Hay que hablar con el doctor Collins para decirle que he dado la orden de cerrar este hospital. Todas las ambulancias deben ser derivadas a otros centros hospitalarios. También es preciso llamar a las autoridades sanitarias de la ciudad y del estado. Ellos sabrán con quiénes hay que contactar en el CDC. Y cuando hayáis acabado con todo esto, quiero los nombres de todas las personas que hayan tenido cualquier tipo de contacto con Andy Soulandros y con sus fluidos corporales en el hospital. Todos ellos y nosotros tres vamos a ponernos en cuarentena.
La jefa de residentes dejó de escribir de golpe.
—¿Qué diablos está pasando, Jamie? Te comportas como si ese hombre tuviera el ébola. Y no lo tiene.
—Dios quiera que me equivoque —dijo Jamie—, pero esto puede ser mucho peor que el ébola.
6
Eran las cuatro de la madrugada y Jamie seguía funcionando a base de adrenalina y del horrible café de hospital. Habían puesto en cuarentena a más de treinta personas, principalmente personal médico, aunque también algunos pac