La última muerte en Goodrow Hill

Santiago Vera

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Verano de 1995

—¿Dónde está Steve Flannagan, Vance?

El jefe de la Policía de Goodrow Hill no estaba para cuentos. Hacía tiempo que la paciencia de Oliver Blunt se había agotado, y su cara era un poema lleno de miradas amargas y gestos sombríos y agrios. Estaba harto y fatigado, y habían pasado demasiadas cosas durante ese agobiante, largo y caluroso verano. Demasiadas. Y todavía no había terminado.

Vance Gallaway se encogió de hombros y miró hacia un lado. A través del estor de la ventana de aquel austero despacho podía ver las siluetas sombrías del resto de sus amigos, temerosos y cabizbajos. Habían pasado por el mismo trance que ahora padecía él, sentados en el mismo sillón en el que se encontraba, y sufrido las mismas preguntas incisivas que aquel hombre airado usaba para interrogarlo.

Pero a él lo había dejado para el final.

—Ni lo sé ni me importa —respondió.

—Déjate de juegos, Gallaway.

—¿Juegos? —Se volvió enfurecido y miró a los ojos del policía—. ¿Sabe quién se ha dejado de juegos, jefe? ¡Elliot Harrison! Él no va a jugar nunca más porque no hicisteis vuestro maldito trabajo. ¡Se lo dije! ¡Se lo dije y no quiso escucharme!

—Elliot Harrison no está muerto —aseguró el jefe Blunt conteniendo la indignación entre sus dientes.

—Eso es lo que queréis creer, pero sabéis de sobra que no es así.

—Lo que sabemos es que hay un niño secuestrado, un hombre muerto y que ninguno conocéis el paradero de Steve Flannagan. O eso decís. Pero estáis mintiendo. Tenéis algo que ver en todo esto. Así que, o me decís lo que ha pasado, o lo descubriré yo mismo. Será peor para todos vosotros si seguís callándoos. ¡Dejad de mentir, maldita sea! —Blunt golpeó fuertemente su escritorio con el puño. La placa dorada con su nombre cayó hacia delante con un ruido seco y metálico.

Como si el golpe hubiera activado un mecanismo automático, Vance se incorporó de súbito y apoyó las manos encima de la mesa. El sobre de madera vibró de nuevo. A través de su cabello rubio, la mirada llena de furia y aversión de Vance Gallaway se cruzó con los ojos grises e inquisitorios de Blunt. El chico habló con una rabia calmada y sombría que cortó el aire entre ambos.

—No le miento cuando le digo que me importa una mierda todo lo que tenga que ver con Steve Flannagan. No sé dónde está y, aunque lo supiera, no estoy dispuesto a mover un dedo para encontrar a ese cobarde.

El jefe Blunt escrutó impertérrito al joven que le desafiaba con descaro. Sus palabras eran sinceras, pero sabía que tras ellas había algo más. Algo que no solo él, sino el resto de los chavales —incluida su hija Helen— mantenían oculto.

—¿Quieres que le diga eso mismo a sus padres? —Al jefe no le tembló el pulso ni la voz cuando hizo la pregunta. No pretendía ablandar el corazón de Vance, sabía que aquello era una misión casi imposible, pero no por ello iba a dejar de decir lo que pensaba—. ¿Crees que les hará gracia escuchar eso? ¿Crees que a los tuyos les gustaría oír esas palabras de boca de alguien que se considera amigo de su hijo?

Vance le aguantó la mirada durante un par de segundos, pero no respondió. Si pensaba que mencionándole a sus padres iba a conseguir algo, estaba muy equivocado. Blunt no tenía ni la más remota idea de lo que pasaba en su casa.

Ante el silencio de Vance, el policía volvió a sentarse y se frotó la cara, hastiado. El chico se estaba enrocando. Pero Blunt no tenía intención de rendirse. Sabía que todo estaba relacionado: el secuestro del pequeño Elliot, la muerte de John Mercer y la desaparición de Steve Flannagan. Y también que la conexión se hallaba en aquellos chicos que mantenían sus labios sellados. Pese a todo, jamás había tirado la toalla, y no estaba dispuesto a hacerlo ahora.

—Por última vez, Gallaway: ¿tuvisteis algo que ver con lo que le pasó a John Mercer? —Vance suspiró con las manos en la frente mientras negaba con la cabeza. Blunt no tenía intención de darse por vencido. Reiteró con insistencia—: Lo matasteis, ¿no es así? Fuisteis vosotros. ¡Dime la verdad, Vance!

—¡Dios! ¡¿Otra vez con eso?! —se quejó con amargura. Después, señaló hacia la ventana que daba a la calle—. ¿Sabe qué, jefe? Ese viejo mentiroso se merecía lo que le ha pasado. Usted no me creyó cuando estuvimos en su casa, así que me alegro de que alguien se diera cuenta de quién era en realidad ese cabrón y haya impartido algo de justicia en este puto pueblo de mierda. —Vance enfatizó esas cuatro últimas palabras sin apartar la vista de Blunt—. Y ahora, ¿puedo irme ya?

El jefe de policía sabía que no podía retenerlo allí mucho más tiempo. No tenía nada de qué acusar a aquellos chicos, y por mucho que su instinto lo alertara de que no decían la verdad, las corazonadas todavía no eran suficientes para formalizar acusaciones.

Justo cuando estaba a punto de decirle que podía marcharse, se fijó en las manos de Vance. Tenía los nudillos rojos, pelados y magullados, como si hubiera golpeado una pared... o los hubiera descargado sobre alguien.

Hizo un gesto con la barbilla señalándolos.

—¿Qué te ha pasado en las manos?

De forma instintiva, Vance se cubrió una mano con la otra, pero al darse cuenta de que el ademán podía parecer en cierto grado sospechoso, se tocó las heridas como si siempre hubieran estado allí.

—Entreno con el saco —dijo encogiéndose de hombros.

—Debe ser un saco lleno de piedras —repuso Blunt—. ¿También devuelve los golpes? Porque ese moratón no lo tenías antes.

Esta vez apuntó hacia la mejilla izquierda del chico. Blunt estaba en lo cierto; tenía una magulladura amoratada, como si hubiera recibido un impacto.

—Supongo que sabe que el boxeo consiste en enfrentarse a otros en combate —respondió Vance con ironía—. Y esto —se tocó justo encima del ojo— fue un golpe de suerte, nunca mejor dicho. Si quiere, le invito a verme boxear. Es más, puede subir al ring si le apetece un mano a mano. Pero le aviso que peleo con los puños descubiertos; aunque claro, si me lo pide puedo ponerme guantes. Normalmente no soy el que más recibe, así que usted decide.

Aquella respuesta desdeñosa no le sentó bien al policía, pero no permitió que su rostro lo reflejara. Tomó nota mental de aquel par de detalles y dejó que Vance abandonara su despacho, no sin antes advertirle que fuera con ojo: aquella conversación no sería la última, le aseguró; el asalto no había terminado. El chico ni siquiera se volvió mientras el jefe hablaba. Salió de allí y desapareció tras una esquina. Los demás, que continuaban allí fuera, lo siguieron como un rebaño a su pastor.

Blunt apretó los labios y se mesó el cabello, que ya peinaba más que algunas pocas canas desde que el pequeño Elliot había sido secuestrado. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos

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