Prólogo
Verano de 1995
—¿Dónde está Steve Flannagan, Vance?
El jefe de la Policía de Goodrow Hill no estaba para cuentos. Hacía tiempo que la paciencia de Oliver Blunt se había agotado, y su cara era un poema lleno de miradas amargas y gestos sombríos y agrios. Estaba harto y fatigado, y habían pasado demasiadas cosas durante ese agobiante, largo y caluroso verano. Demasiadas. Y todavía no había terminado.
Vance Gallaway se encogió de hombros y miró hacia un lado. A través del estor de la ventana de aquel austero despacho podía ver las siluetas sombrías del resto de sus amigos, temerosos y cabizbajos. Habían pasado por el mismo trance que ahora padecía él, sentados en el mismo sillón en el que se encontraba, y sufrido las mismas preguntas incisivas que aquel hombre airado usaba para interrogarlo.
Pero a él lo había dejado para el final.
—Ni lo sé ni me importa —respondió.
—Déjate de juegos, Gallaway.
—¿Juegos? —Se volvió enfurecido y miró a los ojos del policía—. ¿Sabe quién se ha dejado de juegos, jefe? ¡Elliot Harrison! Él no va a jugar nunca más porque no hicisteis vuestro maldito trabajo. ¡Se lo dije! ¡Se lo dije y no quiso escucharme!
—Elliot Harrison no está muerto —aseguró el jefe Blunt conteniendo la indignación entre sus dientes.
—Eso es lo que queréis creer, pero sabéis de sobra que no es así.
—Lo que sabemos es que hay un niño secuestrado, un hombre muerto y que ninguno conocéis el paradero de Steve Flannagan. O eso decís. Pero estáis mintiendo. Tenéis algo que ver en todo esto. Así que, o me decís lo que ha pasado, o lo descubriré yo mismo. Será peor para todos vosotros si seguís callándoos. ¡Dejad de mentir, maldita sea! —Blunt golpeó fuertemente su escritorio con el puño. La placa dorada con su nombre cayó hacia delante con un ruido seco y metálico.
Como si el golpe hubiera activado un mecanismo automático, Vance se incorporó de súbito y apoyó las manos encima de la mesa. El sobre de madera vibró de nuevo. A través de su cabello rubio, la mirada llena de furia y aversión de Vance Gallaway se cruzó con los ojos grises e inquisitorios de Blunt. El chico habló con una rabia calmada y sombría que cortó el aire entre ambos.
—No le miento cuando le digo que me importa una mierda todo lo que tenga que ver con Steve Flannagan. No sé dónde está y, aunque lo supiera, no estoy dispuesto a mover un dedo para encontrar a ese cobarde.
El jefe Blunt escrutó impertérrito al joven que le desafiaba con descaro. Sus palabras eran sinceras, pero sabía que tras ellas había algo más. Algo que no solo él, sino el resto de los chavales —incluida su hija Helen— mantenían oculto.
—¿Quieres que le diga eso mismo a sus padres? —Al jefe no le tembló el pulso ni la voz cuando hizo la pregunta. No pretendía ablandar el corazón de Vance, sabía que aquello era una misión casi imposible, pero no por ello iba a dejar de decir lo que pensaba—. ¿Crees que les hará gracia escuchar eso? ¿Crees que a los tuyos les gustaría oír esas palabras de boca de alguien que se considera amigo de su hijo?
Vance le aguantó la mirada durante un par de segundos, pero no respondió. Si pensaba que mencionándole a sus padres iba a conseguir algo, estaba muy equivocado. Blunt no tenía ni la más remota idea de lo que pasaba en su casa.
Ante el silencio de Vance, el policía volvió a sentarse y se frotó la cara, hastiado. El chico se estaba enrocando. Pero Blunt no tenía intención de rendirse. Sabía que todo estaba relacionado: el secuestro del pequeño Elliot, la muerte de John Mercer y la desaparición de Steve Flannagan. Y también que la conexión se hallaba en aquellos chicos que mantenían sus labios sellados. Pese a todo, jamás había tirado la toalla, y no estaba dispuesto a hacerlo ahora.
—Por última vez, Gallaway: ¿tuvisteis algo que ver con lo que le pasó a John Mercer? —Vance suspiró con las manos en la frente mientras negaba con la cabeza. Blunt no tenía intención de darse por vencido. Reiteró con insistencia—: Lo matasteis, ¿no es así? Fuisteis vosotros. ¡Dime la verdad, Vance!
—¡Dios! ¡¿Otra vez con eso?! —se quejó con amargura. Después, señaló hacia la ventana que daba a la calle—. ¿Sabe qué, jefe? Ese viejo mentiroso se merecía lo que le ha pasado. Usted no me creyó cuando estuvimos en su casa, así que me alegro de que alguien se diera cuenta de quién era en realidad ese cabrón y haya impartido algo de justicia en este puto pueblo de mierda. —Vance enfatizó esas cuatro últimas palabras sin apartar la vista de Blunt—. Y ahora, ¿puedo irme ya?
El jefe de policía sabía que no podía retenerlo allí mucho más tiempo. No tenía nada de qué acusar a aquellos chicos, y por mucho que su instinto lo alertara de que no decían la verdad, las corazonadas todavía no eran suficientes para formalizar acusaciones.
Justo cuando estaba a punto de decirle que podía marcharse, se fijó en las manos de Vance. Tenía los nudillos rojos, pelados y magullados, como si hubiera golpeado una pared... o los hubiera descargado sobre alguien.
Hizo un gesto con la barbilla señalándolos.
—¿Qué te ha pasado en las manos?
De forma instintiva, Vance se cubrió una mano con la otra, pero al darse cuenta de que el ademán podía parecer en cierto grado sospechoso, se tocó las heridas como si siempre hubieran estado allí.
—Entreno con el saco —dijo encogiéndose de hombros.
—Debe ser un saco lleno de piedras —repuso Blunt—. ¿También devuelve los golpes? Porque ese moratón no lo tenías antes.
Esta vez apuntó hacia la mejilla izquierda del chico. Blunt estaba en lo cierto; tenía una magulladura amoratada, como si hubiera recibido un impacto.
—Supongo que sabe que el boxeo consiste en enfrentarse a otros en combate —respondió Vance con ironía—. Y esto —se tocó justo encima del ojo— fue un golpe de suerte, nunca mejor dicho. Si quiere, le invito a verme boxear. Es más, puede subir al ring si le apetece un mano a mano. Pero le aviso que peleo con los puños descubiertos; aunque claro, si me lo pide puedo ponerme guantes. Normalmente no soy el que más recibe, así que usted decide.
Aquella respuesta desdeñosa no le sentó bien al policía, pero no permitió que su rostro lo reflejara. Tomó nota mental de aquel par de detalles y dejó que Vance abandonara su despacho, no sin antes advertirle que fuera con ojo: aquella conversación no sería la última, le aseguró; el asalto no había terminado. El chico ni siquiera se volvió mientras el jefe hablaba. Salió de allí y desapareció tras una esquina. Los demás, que continuaban allí fuera, lo siguieron como un rebaño a su pastor.
Blunt apretó los labios y se mesó el cabello, que ya peinaba más que algunas pocas canas desde que el pequeño Elliot había sido secuestrado. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos pellizcándose el puente de la nariz.
Apenas un segundo después, unos golpecitos suaves hicieron que los abriera de nuevo. A través de los fosfenos atisbó una silueta femenina al lado de la puerta. Cuando la visión se le aclaró por completo vio a Helen. Estaba pálida y parecía a punto de romper a llorar... o vomitar.
—¿Papá?
—¿Qué quieres, Helen? —El sonido de su voz era frío, carente de sentimientos. Que los chicos del pueblo le mintieran era una cosa, pero que su hija también lo hiciera le apenaba el corazón; era como si lo atenazaran con un nudo hecho de esparto y tiraran de cada extremo hasta aplastarlo.
Helen sabía que su padre desconfiaba de ella, al igual que de todos sus amigos, aunque ahora mismo no podía hacer nada por remediarlo.
—¿Te espero o voy a casa andando? —preguntó Helen con timidez.
Su padre suspiró sin dejar de mirarla. ¿Por qué le mentía? ¿Tan mal había criado a su hija? ¿O realmente no tenía nada que ver con todo aquello? Tal vez estaba juzgándola mal, a ella y a sus amigos, y la culpa era de toda la tensión acumulada durante aquellas últimas semanas. No podía negar que habían sido duras. Y aunque se sentía pesado y exhausto, y hubiera querido olvidarse del asunto de una vez por todas, no podía dejar de darle vueltas.
—¿Dónde está Steve Flannagan, Helen?
—¡Ya te lo he dicho, papá! ¡Todos te lo hemos dicho!
—Me da igual lo que todos hayan dicho, cariño —respondió cansado. No tenía fuerzas ni para alzar la voz—. Solo quiero que me lo digas tú. Dime la verdad, por favor. Dime si sabes dónde está ese chico y si tiene algo que ver con lo que le ha pasado a John Mercer.
Helen temblaba mientras las lágrimas comenzaban a salir a borbotones de sus ojos. Su cara era una mueca de tristeza y desesperación.
—¡No lo sé, papá! ¡No sé si tiene algo que ver! ¡Y no sé dónde está Steve! ¡Ninguno lo sabemos! ¡Es la verdad! Es la verdad...
Helen agachó la cabeza y lloró desconsolada. Su padre, roto por verla de aquella manera, rodeó su escritorio y se acercó a ella para abrazarla. Helen siguió llorando durante varios minutos entre los brazos de su padre, la cabeza apoyada en su pecho, mientras él la aferraba con ternura acariciándole el pelo.
—Está bien, cariño, está bien... Te creo.
Pero no lo hacía.
Veinticinco años después
Oliver Blunt recibió el aviso poco antes del amanecer, justo cuando creía haber logrado vencer el insomnio. Llevaba veinticinco años padeciéndolo.
Esa noche, como tantas otras, por fin había logrado conciliar el sueño tras pasarse horas dando vueltas en la cama. Últimamente le costaba más si cabe pegar ojo, y las pastillas que le había recetado el doctor Carlile apenas parecían ya hacerle efecto. Estaba seguro de que, o bien habían perdido sus propiedades, o su sistema nervioso debía tener algún mecanismo de defensa que anulaba la composición de los sedantes. Pero no, la medicación era correcta, y su sistema nervioso no tenía nada de especial.
Sin embargo, sí llevaba días inquieto. Era como si su subconsciente le estuviera alertando de que algo malo estaba a punto de pasar, lo que le provocaba una extraña desazón en la boca del estómago que le incomodaba. Por eso, cuando sonó su móvil, supo con toda seguridad que algo malo había ocurrido.
Se incorporó y buscó a tientas el interruptor de la lámpara de su mesita de noche. La luz iluminó su habitación con la lastimosa intensidad de una vela. Miró la hora en el despertador antes de atender la llamada: las siete menos diez.
—Blunt —respondió.
—Jefe, soy Charlie. P-p-perdone que le m-moleste tan temprano.
A Charlie le tocó estar de guardia aquella noche, que había transcurrido tranquila y sin sobresaltos como casi todas las anteriores. Goodrow Hill tuvo una época oscura, es cierto, pero aquellos días malos pasaron ya, y desde que recuperó la normalidad, la ausencia de delitos era algo que la caracterizaba. De vez en cuando se encontraban con alguna trifulca de fácil solución o un accidente de tráfico sin importancia, nada fuera de lo común. Goodrow había vuelto a ser aquella localidad pequeña y rodeada de montañas donde se disfrutaba de paz y tranquilidad.
Al menos hasta ese momento.
—¿Qué ocurre, Charlie?
—E-e-estoy en la ladera, en casa de T-Tom P-P-Parker —le informó a trompicones—. Su-su padre, Joseph, ha llamado a e-emergencias.
—¿Joseph Parker? —se extrañó Blunt—. ¿Está bien? ¿Le ha pasado algo?
—Sí, él está relativamente b-b-bien. Es su hijo T-Tom el que n-no lo está. —Blunt notó que Charlie tartamudeaba mucho más que de costumbre. Y nunca le habría llamado si no hubiera ocurrido algo grave de verdad, así que se puso de inmediato en alerta. Charlie le soltó la noticia en frío y del tirón—: Está muerto, jefe.
Blunt saltó de la cama, exaltado.
—¡¿Muerto?! ¡Pero ¿qué ha pasado?!
El agente se tomó un momento para responder, pero prefirió no darle más detalles por teléfono.
—A-acaba de llegar la ambulancia, jefe. C-creo que será mejor que venga cuanto antes —insistió con vehemencia—. ¿Puede venir ya, por f-favor?
El acuciante ruego de Charlie fue suficiente para que Blunt se vistiera en dos minutos y saliera disparado hacia la casa de Tom Parker.
Blunt atravesó la niebla que bajaba de la ladera. La oscuridad de la noche dejaba paso a la claridad de un día que se resistía a nacer, como si no quisiera alumbrar lo que estaba por venir. Aparcó el coche patrulla al lado del Mercedes negro de Joseph Parker. Al salir, la humedad le caló los huesos. Faltaba relativamente poco para que el invierno hiciera acto de presencia, y se podía percibir con claridad en el ambiente.
Caminó por el césped endurecido en dirección a la ambulancia apostada a la entrada de la casa y el rocío cristalizado crujió bajo sus pies a cada paso. Las puertas traseras del vehículo estaban abiertas de par en par. Blunt vio a Joseph Parker atendido por Dodge y Lenno, los paramédicos que habían acudido al lugar. Lo habían abrigado con una manta. El hombre tenía la mirada perdida en un punto indefinido del suelo y luchaba por mantener los párpados abiertos. Dodge y Lenno miraron con gravedad al jefe de policía cuando se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
—¿Cómo estás, Joseph? —quiso saber. Pero no hubo respuesta.
—Ha sufrido un shock —le informó Dodge intercediendo por él. Blunt escrutó el rostro del conductor de la ambulancia, que ladeó la cabeza con seriedad. El asunto pintaba mal—. Nos ha costado Dios y ayuda sacarlo de la casa, hemos tenido que administrarle un calmante... Creo que sería mejor que le diera unos minutos, jefe.
Blunt asintió. Parecía que Joseph Parker estuviera en otro plano de la existencia, y conociéndolo como lo conocía, su estado no auguraba nada bueno.
Se volvió hacia la casa pero, antes de entrar, Charlie salió a recibirlo. Blunt se acercó a él y bajó la voz:
—¿Qué diablos ha pasado, Charlie? ¿Dónde está Tom Parker?
El agente se acomodó los pantalones agarrándose del cinturón y alzó las cejas mientras hacía una mueca para nada optimista. El bigote le bailó bajo la nariz. Así era Charlie: peculiar, expresivo, algo torpe y más entrañable de lo que imaginaba.
—D-d-dentro. P-pero n-no le va a g-gustar.
Al entrar, la penumbra los envolvió. Blunt todavía estaba acostumbrando la vista cuando un fuerte olor provocó que se tapase la nariz y la boca. El aire, viciado, apestaba a putrefacción y muerte. Avanzaron con cautela hasta encontrar su origen: el cuerpo inerte de Tom Parker. Tirado en el suelo, yacía bocarriba con la cabeza ladeada y los brazos abiertos.
Blunt dio un paso más para acercarse y observar detenidamente el cadáver, pero algo crujió de nuevo bajo sus pies. Esta vez, sin embargo, no era el frío rocío de la mañana. Más bien, era como si hubiera pisado un cristal. Charlie aclaró de lo que se trataba:
—El suelo está... está lleno de tr-trozos. Es p-porcelana, probablemente de un ja-jarrón... Debieron golpearle con él por la espalda, y se hizo a-a-añicos con el imp-p-pacto.
Blunt lanzó una mirada severa a Charlie por no haberle avisado antes y se aseguró de no pisar ningún pedazo más. Ante el cuerpo, se acuclilló para comprobar que en verdad se trataba de Tom Parker.
Cuando lo miró, no podía creer lo que veía.
—¡Por Dios...! ¿Qué le han hecho?
Aunque tenía la cara cubierta de sangre seca no había duda, era él. Blunt se llevó una mano a la frente con preocupación.
—Eso... eso mismo me he preguntado yo, jefe...
—¿Alguien ha tocado el cuerpo? —preguntó ahora el policía.
—Por lo que sé, solo... Joseph Parker. Dodge y Lenno han llegado poco d-d-después de que yo recibiera la a-alerta. Me han ayudado a sacar al señor P-P-Parker de aquí, pero no he querido d-dejarles entrar de nuevo hasta que usted no viera la e-escena.
Blunt asintió, satisfecho de que en eso Charlie hubiera actuado de forma correcta.
—Por el olor, diría que lleva días muerto —expuso Blunt hablando para sí mismo. Charlie estuvo de acuerdo, pero le extrañó que el jefe no dijera nada de su estado.
—¿Ha visto que le han...?
—Lo he visto, Charlie —lo interrumpió el policía incorporándose—. Lo he visto.
—¿Quiere que in-interrogue a los vecinos? Puede que alguno tenga i-i-información relevante...
Blunt puso mala cara. A Tom no le habían asesinado hacía minutos, ni horas, ni siquiera recientemente. Si nadie había alertado de actividad sospechosa en la zona, parecía improbable que pudieran encontrar algún testigo. De todos modos, tendrían que comprobarlo.
—Está bien, encárgate —le ordenó Blunt—. Y llama a los de la funeraria, Jerry tendrá que hacerle la autopsia. Necesitaremos un examen forense cuanto antes. Con suerte, quien sea que ha cometido esta atrocidad puede haber dejado huellas. También habrá que peinar la casa.
Charlie tomó nota y Blunt se dispuso a salir para hablar con Joseph Parker. Habían asesinado a su hijo, y tenía que hacerle unas preguntas. Pero antes de que diera un paso más, Charlie lo detuvo.
—¿Qué ocurre?
Charlie encendió su linterna y enfocó una de las paredes del comedor. Blunt dirigió la mirada al final del haz de luz y se quedó helado.
La sangre bañaba la pared, pero lo que lo impresionó fue lo que con ella habían escrito.
Tragó saliva y preguntó, sin poder apartar la vista de aquel mensaje:
—¿Has llamado a Helen?
—Y-ya la he i-informado. Está de camino —confirmó Charlie—. Era a-amigo de su hija, ¿v-verdad?
Blunt dejó escapar el aire por la nariz pesadamente.
—Lo era.
PRIMERA PARTE
1
Una llamada inesperada
Tres días después
El día comenzó con un timbrazo.
Pero no un timbrazo cualquiera, de aquellos en los que pulsan el timbre y sueltan de inmediato; no, qué va. Tampoco era de esos que hacen que te pares a escuchar con atención para ver si han llamado a la puerta. Se trataba de un timbrazo monótono, molesto y aparentemente sin final que penetraba en mis oídos y se colaba en mi cerebro como un tren de mercancías. Un sonido insoportable que me castigaba recordándome que no debía haberme tomado la que Duncan me juró y perjuró que sería la última cerveza de la velada. Siendo sinceros, tampoco estuve muy acertado al tomarme aquellos chupitos de tequila barato que también Duncan —no podía ser otro— puso encima de la barra, pegajosa y reseca, del primer bar que vimos abierto.
Me revolví entre las sábanas y me tapé la cabeza con la almohada deseando que quien fuese que estaba llamando al timbre de mi apartamento se cansara y se largara de una vez. «¿No ves que no quiero abrirte? Estoy de resaca, me duele la cabeza y pensar algo ya me resulta bastante mareante. ¿Puedes irte y dejarme un rato a solas con mi cariñosa y lamentable resaca, por favor?».
Mi súplica fue respondida cuando el timbre dejó de sonar de repente. La habitación se llenó de un embriagante silencio que casi pude paladear. Pero aquello duró tanto como un espejismo en el desierto. El timbrazo rompió de nuevo el idilio que pensaba volver a tener bajo el edredón con Morfeo, y no pude hacer otra cosa que resignarme mientras estrujaba la almohada y forzar a mi cuerpo a salir de la cama.
—Ya va, ya va...
El suelo estaba frío y yo iba descalzo. Cuando llegué a casa no estaba siquiera en condiciones de desvestirme, así que lo único que hice fue quitarme las botas y los calcetines y dejarme caer sobre el colchón. Al menos la habitación había dejado de dar vueltas y seguía todo en su sitio.
Al incorporarme, eché un vistazo a mi espalda. No sabía qué hora era, pero el sol brillaba en lo alto del cielo y la luz inundaba el pequeño estudio de alquiler en el que vivía. Era el único apartamento en pleno centro de la ciudad que podía permitirme, y aunque estaba un poco cochambroso cuando me lo enseñó la de la agencia, pude adecentarlo a los estándares básicos de higiene de una persona promedio.
Me encaminé a la puerta —un viejo trozo de roble al que le cambié la cerradura y le añadí un par de cerrojos de latón en cuanto me instalé porque no me fío de la gente en general (ni de mis vecinos en particular, la verdad)— y eché un vistazo a través de la mirilla.
Una mujer menuda, negra como el tizón y enfundada bajo una gorra marrón era la culpable de mi amargo despertar. Al abrir, me miró de hito en hito con cara de «ya era hora, amigo» y preguntó por Mark Andrews.
—Soy yo, creo —le respondí en son de broma y frotándome la cara. La señora, que debía rozar la cincuentena, volvió a repasarme con la mirada arqueando una ceja. Si no le había gustado demasiado mi respuesta no pensaba disimularlo, eso estaba claro.
—Traigo un paquete. Si cree que es el señor Andrews tiene que firmar aquí.
Me tendió un iPhone que no despegó de su mano y un lápiz digital con el que firmar en la pantalla mientras me halagaba con una falsa sonrisa dentro de una mueca. Hice un garabato lo más parecido a un autógrafo, y ella, tras anotar algo en el teléfono, me dio el paquete, una caja de veinte por veinte envuelta en un papel marrón cualquiera, y una carta. Cogí ambas cosas, le di las gracias y se marchó sin despedirse. Antes de cerrar, el gélido aire invernal que ya paseaba por las calles de la ciudad se filtró por la escalera y comenzó a colarse en mi apartamento reptando por mis pies desnudos.
Dejé el paquetito y la carta encima de la mesa del escritorio, y Marlon hizo su silenciosa aparición con un salto sigiloso y empezó a olisquear curioso una de las esquinas del paquete. Lo aparté para poder abrirlo.
—Es solo un libro, pesado.
Maulló agudamente mientras yo ojeaba la portada de la última novela de Katzenbach y después bajó al suelo y volvió a maullar, esta vez echándome la bronca para que le sirviera algo de comer. Sin más opción que hacer caso a su súplica, dejé el libro, saqué la bolsa de comida para gato que guardaba en uno de los armarios bajos de la cocina y vertí un buen puñado en el tazón que usaba como comedero. Comió como si no hubiera un mañana emitiendo, entre mordiscos, quejumbrosos maullidos esporádicos incomprensibles para mí.
Le dejé hacer y me dirigí al baño.
Mi apartamento era un cubículo cuadrado que prácticamente formaba una única estancia. El comedor hacía las veces de dormitorio, donde compartían espacio una mesa de escritorio ocupada por un ordenador en su día portátil pero que ahora permanecía siempre enchufado, una cámara de fotos —algo que todo fotógrafo freelance como yo necesitaba— y una impresora de alta calidad. La cocina era abierta y con una barra donde solía desayunar, en ocasiones comía y rara vez cenaba. Tenía dos taburetes altos con asientos de piel cuarteados por el uso y el tiempo que compré a una pareja de abueletes hacía un par de años durante un viaje a la costa oeste por carretera con mi vieja pick-up. La pareja, demasiado mayor como para escalar aquellas sillas espigadas, me las vendieron por no más de veinte dólares. Habían sacado una buena cantidad de trastos de su garaje y los ofrecían a buen precio a los transeúntes que pasaban por allí. Después de pagarles gustosamente y cargar con mis nuevos viejos taburetes en la camioneta, me instaron a que echara otro vistazo. Los complací —más por seguir viendo sus genuinas sonrisas de felicidad que por mi propio interés en sus cachivaches—, pero apenas encontré nada que me llamase la atención. Al final, lo mejor de aquel día fue ver por el retrovisor a los sonrientes ancianos que agitaban el botín de billetes verdes de sus ventas a modo de despedida.
Ahora, los taburetes presidían la barra de mi cocina, pero hubiera dado lo que fuera por regresar a aquel momento.
Cuando entré en el baño, no necesité mirarme en el espejo para saber que llevaba el pelo alborotado y unas ojeras que me llegaban a las rodillas, aunque lo hice de todos modos. Advertí que la cadenita que llevaba al cuello estaba retorcida y el colgante se había situado justo entre mis omoplatos. Me la coloqué y vi cómo lucía el brillo de la plata; acaricié el colgante en forma de cápsula y de acero inoxidable con un ribete negro en el centro que lo rodeaba como un cinturón, y me lavé la cara con agua fría.
Al secarme, el dolor de cabeza me sacudió como olas golpeando un barco a la deriva. Noté la boca seca y la lengua pastosa. Recién cumplidos los cuarenta, debía empezar a considerar un crimen beber hasta casi emborracharme. Aquello incluía también dejarme convencer por mi mejor amigo para celebrar mis contadas ventas suculentas de fotografías a algún comprador poco habitual.
La de ayer fue una de esas: un cliente se hizo con una de las impresiones de mi galería online de imágenes originales en blanco y negro. Se trataba de una fotografía que tomé en una manifestación a favor de los derechos humanos y que subí a Instagram —bendita plataforma y trampolín para mi humilde carrera—. La instantánea mostraba a una joven de poco más de veinte años, con el cabello lacio y rubio y los pechos al descubierto, enarbolando un ideal con energía ante la mirada impasible de un muro formado por agentes antidisturbios uniformados. La belleza de la fotografía residía —para mí— en la sutil pero evidente sonrisa que asomaba en los labios del policía. No sonreía por complicidad ante la desnudez de la chica, sino por desdén ante la fútil convicción que ella manifestaba. Era como si supiera de antemano que nada de lo que aquellos jóvenes hicieran fuera a servir para algo. Esa era la razón de su sonrisa. Y esa era la razón por la que el comprador había pagado lo que valía: un par de miles de dólares. Era un buen pellizco que me venía que ni pintado. Aun así, cuando Duncan me llamó para ver cómo estaba y le conté la noticia, lo primero que dijo fue que había que celebrarlo. Y así estaba ahora, pocas horas después, queriendo fundirme con la nada y desaparecer por culpa de la resaca.
Me tomé una aspirina y me senté con un vaso de agua en la mano. Di varios sorbos mientras escuchaba el sonido bullicioso de la ciudad y el taconeo de alguien sobre mi cabeza. La de la agencia me aseguró que no había inquilinos en la planta superior, pero yo tenía mis dudas. Nunca me había cruzado con los vecinos de arriba, pero el sonido de pasos era evidente. Algún día tendría que subir a comprobarlo, aunque la pereza de arriesgarme a verme envuelto en alguna movida narco o sobrenatural por mera curiosidad me quitaba las ganas de hacerlo. Si bien en mi estudio reinaba la paz, el resto de los pisos no me generaban suficiente confianza, por lo que era mejor no tentar al destino y dejar las cosas como estaban.
—La curiosidad mató al gato, ¿no, Marlon? —Él siguió comiendo sin prestarme atención, aunque yo hubiera hecho lo mismo.
En ese momento sonó mi móvil.
No tenía ni idea de dónde lo había dejado cuando llegué. No estaba sobre el escritorio ni en la mesita de noche —una pila de libros que tenía pendientes de leer (y a la que había que añadir el que me acababa de llegar)—. Tenía pocos vicios, pero había que reconocer que aquel se estaba convirtiendo en una obsesión casi enfermiza. Estoy seguro de que mi psicólogo hubiera estado de acuerdo conmigo —en caso de que lo tuviera, claro— porque los compraba de forma casi compulsiva. Para más inri, al otro lado de la cama había confeccionado otra mesita con los ejemplares ya leídos de los cuales me daba pena desprenderme.
La melodía de llamada sonaba ahogada, así que me terminé el vaso de agua de un trago y comencé a rebuscar entre las sábanas y bajo el edredón. Encontré un calcetín y un par de monedas, pero ni rastro del móvil. La música dejó de sonar, y yo me di por vencido. Si era importante volverían a llamar.
Al incorporarme fijé de nuevo la mirada en el lomo del libro, pero de inmediato la desvié hacia la carta que me había llegado. Me acerqué y la tomé entre mis manos evaluando su peso. Era muy ligera y el matasellos me resultaba familiar: Goodrow Hill, el pueblo donde me crie y que años más tarde dejé atrás para ver mundo. Le di la vuelta, pero no llevaba remitente. Quién la enviaba era una incógnita. Abrí la solapa y miré dentro del sobre.
Había una fotografía de diez por quince que reconocí al instante. La saqué y la sostuve entre mis manos delante de mí. Era una foto antigua, de hacía más de veinte años; veinticinco para ser exactos. En ella aparecía un grupo de chavales adolescentes, un poco desperdigados, pero todos mirando a cámara. Era mi grupo de amigos de cuando vivía en Goodrow Hill, la pandilla de siempre: Vance, Carrie, Helen, Cooper, Tom, Jesse y Steve. En una esquina aparecía yo, con la mano de Cooper apoyada sobre mi cabeza y al lado de Steve. Siempre fui el más joven del grupo, pero de vez en cuando iba con ellos. Para mí, era todo un privilegio.
Sin embargo, al mirar detalladamente la instantánea, descubrí algo inquietante: los ojos de Tom estaban tachados. Pasé el dedo por encima, como si quisiera notar el relieve de la tinta sobre sus ojos.
No noté nada.
Le di la vuelta a la fotografía; estaba manchada con restos de algo oscuro y reseco, como tinta cobriza. En una esquina, entre las marcas de agua de Kodak, había también una fecha escrita: Verano de 1995.
Era imposible adivinar quién había escrito aquella fecha y mucho menos quién la enviaba, pero era evidente que provenía de Goodrow Hill.
La dejé a un lado, en mi escritorio, y miré dentro del sobre para ver si contenía algo más, pero estaba vacío, así que volví la vista a aquella imagen de la cuadrilla. Durante un largo instante me quedé absorto mirándola.
Desperté de mi ensimismamiento cuando el teléfono volvió a sonar. Dejé la fotografía encima de la mesa y salté al colchón revolviendo de nuevo las sábanas. Lo encontré escondido a los pies de la cama.
En la pantalla del teléfono aparecía un número que no conocía. Debía ser la misma persona que había llamado hacía un momento, pensé. Descolgué antes de que quien fuera se cansara de nuevo de esperar y se diera por vencido.
—¿Diga?
—¿Markie? Hola, Markie, soy... soy Helen. Helen Blunt. ¿Te acuerdas de mí?
¿En serio? ¿Helen Blunt? Desde mi cama, miré la fotografía que me había llegado. Allí estaba ella, con su cabellera rubia y sonriendo como una actriz de Hollywood entre Cooper y Carrie. ¿Cuántas probabilidades había de que estuviera años sin saber nada en absoluto de Goodrow Hill y, en cuestión de minutos, recibiera una carta procedente de allí y una llamada de alguien de Goodrow?
—Hola, Helen. Qué... sorpresa. ¿Cómo estás? Cuantísimo tiempo. —Helen tenía una voz suave, femenina, que apenas había cambiado con los años. En contrapunto, mi voz ronca y adormilada debió de parecerle extraña.
—Sí, ha llovido mucho... Te llamaba porque... Bueno, no sé si sabrás la noticia... Tom ha fallecido.
Fruncí el ceño.
—¿Qué Tom?
—Parker. Tom Parker... ¿Le recuerdas?
Me pareció que se le quebraba la voz.
—Oh, mierda, Helen... Joder, ¿en serio? ¿Qué ha pasado?
—No... No lo sabemos. Lo encontraron muerto en su casa. Es difícil de explicar...
—¿Difícil? Pero... ¿se ha... se ha suicidado? —aventuré.
Se hizo un silencio súbito antes de que Helen contestara mi pregunta.
—No, no fue un suicidio, Markie. Le arrancaron los ojos.
Volví la vista hacia la fotografía sobre mi escritorio. Los ojos de Tom, tachados bajo aquella tinta negra, no me devolvieron la mirada.
2
La última ronda
Helen me informó que el funeral por Tom se celebraría al cabo de dos días. Me comentó que estaba llamando a antiguos compañeros, ofreciéndonos la oportunidad de estar presentes para su último adiós. La ceremonia sería sencilla, pero quería que estuviéramos allí todos los que lo conocíamos, en especial sus amigos de toda la vida, lo que naturalmente me incluía a mí. No pude negarme; mis circunstancias no me lo impedían y solo me separaban de Goodrow Hill algo menos de cuatro horas por carretera. Además, con el ingreso que había recibido por la venta de la fotografía podía permitirme sin remordimientos pasar dos o tres días fuera. Le dije que saldría para allá esa misma mañana.
Preparé lo indispensable para el viaje: un gorro de lana para el frío (el diciembre en Goodrow Hill era como para no hacerlo), guantes, bufanda y un abrigo de plumas calentito, que dejé sobre la cama para que no ocupara sitio. Metí también mis botas altas de estilo militar, pero me calcé mis Nike para conducir más cómodo. Sopesé la opción de añadir un par de pantalones al equipaje, pero al final opté por elegir uno de los tejanos más cómodos que tenía. Entre ese y el que acababa de enfundarme suponía que tenía de sobra. Para el funeral me debatía entre llevar camisa y corbata, o bien un jersey de cuello vuelto que nunca me ponía, negro, por supuesto. Puse las dos opciones en la maleta para no generarme más dolores de cabeza y la cerré. Del baño solo cogí el cepillo y la pasta de dientes.
Me aseguré de cerrar bien las ventanas y cogí la maleta y el abrigo, que dejé bajo el umbral de la puerta. Después de prepararle un buen bol de comida a Marlon y llenarle hasta arriba el cuenco del agua —suficiente para que le durara hasta mi regreso—, me puse el abrigo, salí de casa y cerré con dos vueltas de llave.
El ascensor no funcionaba, así que bajé las escaleras a pie cargando con la maleta. Era un miércoles cualquiera y el bloque parecía estar tranquilo.
No me entretuve cuando en el portal me crucé con la señora Parrish, una mujer de unos noventa años que cada día iba a la farmacia a por un medicamento que se le había olvidado comprar el día anterior. Yo estaba seguro de que, o bien tenía muy mala memoria, o bien lo hacía para alegrarse la vista con el farmacéutico —un treintañero de cabeza rapada, ojos azules y piel tan tersa como la de un bebé— que la llenaba tanto de halagos como de muestras gratuitas la bolsita de la compra. Ni la señora Parrish estaba tan enferma como para necesitar tantas medicinas ni al farmacéutico le gustaban tan mayorcitas como ella creía, así que la mujer debía hacerlo por las muestras. En cualquier caso, ¿quién era yo para quitarle la ilusión a aquellos ojos viejos y brillantes? La saludé con una sonrisa mientras le sujetaba la puerta y me despedí en cuanto hubo entrado.
Eché las cosas en el asiento del copiloto y me quité aparatosamente el abrigo dentro de mi pick-up Chevrolet. Eran poco más de las doce y el frío le ganaba el pulso al sol del mediodía. Hacía dos noches había nevado y en las aceras todavía se apilaba la nieve sucia y gris que se deshacía lentamente. El cielo estaba despejado, pero el aire helado se hacía notar. Puse en marcha el motor y subí la calefacción a tope cuando arranqué en dirección a Goodrow Hill. Tenía un par de horas de viaje tranquilo y lineal por la autopista hasta el desvío de la comarcal que enfilaba sinuosa hacia Goodrow y, luego, otras dos horas conduciendo a través de una carretera de montaña que cruzaba un frondoso y espeso bosque de coníferas lleno de animales salvajes, desde ardillas a osos negros, pasando por alces, conejos y lobos.
Durante la primera parte del viaje, y mientras escuchaba música folk en una emisora de radio local, me puse a pensar en lo que Helen me había contado. Tom Parker había muerto. La noticia de que hallaron el cuerpo con las cuencas vacías resultaba tan inesperada como impactante, y antes de colgar Helen me pidió que no dijera nada, aunque tampoco tenía nadie a quien quisiera contárselo. Entiendo que se refería a los que acudieran al funeral, sobre todo a los amigos cercanos; aun así, le prometí no hacerlo. Como hija del jefe de la Policía de Goodrow, Helen siempre conseguía de una u otra manera información privilegiada. No era de extrañar que, habiendo sido Tom amigo suyo de toda la vida, contara con los pormenores de aquella muerte tan extraña.
Me confesó que yo era el único a quien le había confiado aquella terrible verdad, pese a no haber sido el primero a quien llamaba. Su padre, por su parte, había abierto una investigación; me informó que se estaba llevando a cabo un minucioso análisis del crimen, y que no habían dado detalles más allá del hecho de que Tom había fallecido para que no cundiera el pánico. Estaba claro que había sido un asesinato, pero si no eran cuidadosos, pronto se enteraría todo el pueblo, y el miedo que suscitaría sí sería un problema difícil de manejar. Así que me pidió discreción, y de nuevo le prometí guardar silencio.
Dándole vueltas al tema me vino a la mente una de las conversaciones que tuvimos Duncan y yo la noche anterior. No sé exactamente cómo surgió, pero en pleno apogeo de nuestra velada de celebración y rodeados de vasos y botellas vacíos, Duncan me contó algo que había oído —o leído, no recuerdo bien qué me dijo— acerca de otro macabro asesinato. Bueno, lo de macabro lo añadió él para insuflarle un poco más de morbo al asunto.
—¿Estás de coña? ¿En serio no te enteraste? —me preguntó después de haber apurado un chupito de vodka y golpeado la mesa con él como si de verdad estuviera indignado por mi ignorancia.
—¡Que no, te lo digo en serio! —le respondí con una sonrisa bobalicona a causa del alcohol y alzando la voz para superponerme al volumen de la música—. ¿Qué pasó?
—Se cargaron a una chavala... Briks, Brooks... no me acuerdo de cómo se llamaba. Total, una cría. Creo que no era ni mayor de edad. La ataron y la colgaron de un árbol.
Duncan hizo un ademán que intentaba simular el lanzamiento de una cuerda por encima de una rama. Silbó como si la cuerda pasara por un aro y luego tirara de ella con ambas manos.
—Venga ya.
—¡Te lo digo en serio, tío!
—¿La ahorcaron?
—¿Ahorcarla? ¡No! La ataron por los pies y la colgaron bocabajo. Ya estaba muerta de antes. No sé cómo la mataron, pero la encontraron así. ¿No te parece surrealista?
Me encogí de hombros mientras daba un sorbo a mi cerveza.
—He escuchado de todo... —respondí—. ¿Y se sabe quién lo hizo?
—Me han contado quién fue, pero no lo han encontrado —me dijo sonriendo y apuntándome con el dedo—. No sé, tío; algo muy turbio.
—Si te soy sincero, no estoy entendiendo nada de nada —le dije. Y era verdad. No me parecía que la historia tuviera pies ni cabeza, aunque lo más probable era que fuese porque Duncan no tenía ni idea de contar historias. También cabía la posibilidad (una posibilidad relativa y de probabilidad bastante alta de acierto) de que la mezcla de alcohol y música hubiera embotado mis sentidos. Duncan puso los ojos en blanco y agitó las manos en círculos como si estuviera dando una charla que yo no apreciaba.
—Da igual, me han dicho que van a sacar un libro. Yo tengo mis teorías sobre lo que pasó de verdad. Cuando lo publiquen te lo lees y comparamos. —Duncan hablaba como un borracho, y lo estaba. La verdad es que me sorprendía que hubiera llegado hasta tal punto, ya que era el que tenía más aguante de los dos. Era un negro calvo, grande y fuerte, de cuarenta y largos años y el doble de kilos condensados en una masa férrea de puro músculo. Yo, si llegaba a los setenta kilos, podía darme por satisfecho. Normal que con varias copas me tumbara, y ya pasaba de unas cuantas.
—Muy bien, Sherlock, así lo haré.
Me reí de la actitud detectivesca de Duncan mientras este alzaba el vaso vacío. Lo imité y entrechocamos los vasitos de cristal bajo un haz de luz que nos iluminó. De un trago, me tomé el chupito de tequila barato y Duncan empinó el codo para hacer lo mismo. Al darse cuenta de que estaba vacío, llamó al barman y le pidió la última ronda. La que acabó conmigo definitivamente.
3
Cosas peores que lobos y osos
Antes de llegar al desvío de la comarcal, detuve la camioneta delante de un restaurante con la fachada en forma de caravana y amplios ventanales que daban a un aparcamiento de tierra lleno de barro. En el techo había un enorme rótulo de neón como reclamo, con letras rosas parpadeantes. «Menú diario», rezaba. Les eché el ojo a unos surtidores de autoservicio a la salida del área de descanso tomando nota mental para rellenar el depósito después de comer. Tenía suficiente gasolina para llegar a Goodrow, pero prefería no apurar.
Salí del coche hambriento como el perro de un ciego y entré en el restaurante. Me invadió un olor a comida que abrió si cabe todavía más mi apetito y busqué con la mirada una mesa vacía. Localicé una al fondo, la más alejada de la entrada. Caminé hacia ella aspirando el olor a parrilla y patatas fritas. Había por lo menos una docena de mesas, de las cuales una cuarta parte estaba ocupada por gente de lo más variopinta. En una, un tipo grueso y grasiento devoraba una hamburguesa que se le desmigajaba entre las manos antes de poder llevársela a la boca. En otra, un grupito de mochileros con un mapa extendido sobre la mesa discutía sobre qué camino tomar y de quién era la culpa por haberse perdido. (Uno de ellos, apostado en el lado de la ventana, apoyaba la cabeza contra el cristal y trataba de luchar contra la morriña sin mostrar demasiado interés a las acusaciones que volaban de uno a otro lado de la mesa. Los ojos se le cerraban sin que pudiera evitarlo). Más allá, una familia compuesta por dos padres que se sabían superados por tres hijos revoltosos de menos de siete años que armaban un alboroto constante desquiciando a sus progenitores y agotando la poca paciencia que les quedaba. Por último, en la barra, una pareja de policías conversaba animadamente mientras un motero con chupa de cuero y gafas de sol los observaba de soslayo con una cerveza en la mano.
Apenas me hube sentado, ya tenía a la camarera plantada a mi lado lista para anotar lo que quería de comer.
—¿Qué te apetece, monada? —me preguntó mientras yo ojeaba el menú. Después de sonreírle me tomé un minuto para decidir.
—Pastel de carne con ensalada de atún —dije al fin—. Para beber, una Pepsi con hielo, por favor.
A punto estuve de pedir una cerveza, pero en cuanto pensé en el sabor amargo y la mezcla con los chupitos de la noche anterior se me revolvió el estómago. La chica, de cabello ondulado, labios rojos y pinta de no querer estar ahí, lo anotó en su bloc y arrancó la hoja haciendo una floritura.
—Marchando —dijo y puso rumbo a la cocina.
Mientras esperaba mi pedido, me entretuve mirando el pequeño televisor de tubo con aspecto de reliquia que conservaban en una esquina del techo. Parecía que funcionaba a las mil maravillas y supuse que el dueño del local no encontraba ningún pretexto para jubilarlo y cambiarlo por uno nuevo. Me sorprendí cuando leí el titular de la noticia que retransmitían. Informaban del crimen del que Duncan me habló: «Sigue en paradero desconocido el presunto asesino de Sarah Brooks». Sobre estas letras y a la izquierda de la presentadora del informativo, apareció una fotografía del sospechoso. Debajo, un nombre que no me dio tiempo a leer. Superpusieron otra imagen y colocaron al lado de esta la de una joven pelirroja, de piel blanca, cabello rizado y ojos verdes —que supuse era Sarah Brooks— sonriendo a la cámara en un selfi. El verdugo y la víctima, juntos de nuevo.
—Siempre son los mismos. Jodidos monos cabrones...
El comentario vino de la barra. Cuando miré hacia allí, los dos policías ya no sonreían. Uno con semblante serio y el otro con cara de asco se habían vuelto hacia la tele y comentaban el suceso. A aquel par de racistas les parecía tan enfermizo como natural que una chica blanca hubiera sido asesinada por alguien de raza negra; daban por sentado que había sido así, aunque las noticias no dejaban claro quién la había matado. Incluso si ese hubiera sido el caso, me pareció lamentable; las personas seguían siendo personas sin importar el color de la piel, la raza o la condición, pero Estados Unidos seguía siendo un país de blancos, donde la mayoría veía a los negros como una plaga invasora que —en el mejor de los casos— había que contener, por no decir erradicar. Lo más triste de todo era que las fuerzas de seguridad, en mayor o menor grado, eran los primeros en mostrar prejuicios. Si Duncan hubiese estado aquí, ya se habría levantado de la silla plantándoles cara a aquellos dos. No solo porque era negro, sino porque gastaba una mala leche del copón. Si tocaban sus derechos o su moral, había que ponerse a cubierto.
Por supuesto, yo no dije nada. No es que fuera un cobarde, simplemente mis principios me impedían ponerme al mismo nivel que las personas sin cerebro. No puedes ganar la discusión con un estúpido: te lleva a su terreno y, ahí, te gana seguro.
De la cocina salió el dueño del bar. Me di cuenta de que lo era porque en la pared enfrentada a la barra había una fotografía de un hombre sonriente asombrosamente parecido a él mostrando orgulloso el restaurante en forma de caravana que tenía a su espalda. Era un tipo corpulento y, fíjate tú, casualidades de la vida, negro como el tizón. Si yo había oído los desafortunados comentarios de aquellos dos neandertales con placa, el dueño también, a pesar de estar entre fogones. Llevaba puesto un delantal y un gorro de cocinero blancos. En la mano llevaba dos cafés.
—Invita la casa —dijo. Se los tendió a los caballeros con amabilidad posándolos con cuidado enfrente de ellos, pero estos ni le miraron a la cara. Me resultó curioso que sin venir a cuento hubiera tenido aquel detalle, pero luego me fijé en que de regreso a la cocina se detuvo un instante para ver cómo se lo tomaban. En la comisura de sus labios se asomó una sonrisa perversa de satisfacción, casi imperceptible, que me recordó la fotografía que acababa de vender, con la sonrisa de aquel policía ante la joven manifestante. Entendí que el regalo de la casa iba con «regalo de la casa». «No te fíes de un negro —me decía a veces Duncan—, sobre todo si es un negro honrado». Aquel tipo había escupido su honradez en los cafés de aquellos dos con una exquisitez digna de alfombra roja.
Por fin apareció la camarera de labios rojos con mi pedido en su bandeja. Colocó con esmero los cubiertos, plantó enfrente de mí la Pepsi y puso el pastel de carne delante de mis ojos. Subía por mi nariz un olor delicioso que provocó que mi estómago rugiera como un tigre.
—Que aproveche, guapo.
—Gracias. —Sonreí con mucha cordialidad. Era la segunda vez que me piropeaba, pero supuse que lo hacía con la mayoría de los clientes. «Siempre es mejor vender una mentira para ganar algo, que regalar una verdad sin beneficio», decía Duncan. El tipo era un jabato en las finanzas, pero su filosofía me parecía siempre un tanto rebuscada. En cualquier caso, tanto si la camarera había dicho lo que pensaba como si no, lo cierto es que el halago subía el ánimo. Así que ella ya había ganado algo: es muy probable que volviera a aquel lugar solo por eso.
Comí relajado echando de vez en cuando una mirada al televisor. No dijeron nada más acerca del crimen sin resolver, ni tampoco de la muerte de Tom. No esperaba que hubiera corrido la noticia hasta los medios —menos aún si el jefe Blunt llevaba la investigación del caso tal como Helen me había dicho por teléfono—, así que no le di más vueltas y degusté tranquilamente mi plato mientras veía los deportes. Cuando miré a la barra al cabo de unos minutos, los polis racistas se habían marchado ya y en el bar solo quedaban el motorista de la chaqueta de cuero y los excursionistas pagando la cuenta.
Cuando hube terminado me acerqué al mostrador. Me atendió el cocinero grandullón, alias Negro Honrado y dueño del local.
—¿Qué tal ha ido, amigo?
—Todo muy bueno —respondí agradecido.
—Estupendo. ¿No quiere postre? Entra en el menú. Tenemos helado, tortitas con sirope de arce, magdalenas rellenas de chocolate y... garra de oso. —Chasqueó los dedos cuando recordó lo que le faltaba. Luego se acercó el dorso de la mano a la boca y susurró—: Mucha gente nos dice que la mayoría de esos postres son mejores para desayunar que para tomarlos después de la comida, pero ¿quién dice que no los pongo antes en el desayuno?
El hombre soltó una buena carcajada a la vez que ponía sus gruesas manos en su prominente barriga. No estuve seguro de si lo decía en broma o era verdad. «No te fíes de un negro. Sobre todo si es un negro honrado». Sonreí y me encogí de hombros.
—Sin postre, gracias.
El hombre hizo un gesto de indiferencia. Luego, me miró de arriba abajo.
—Tienes pinta de venir de lejos e ir más lejos todavía —me tuteó—. ¿Estás seguro de no querer reservas para el camino? Si quieres puedo ofrecerte un café. Invita la casa.
Me sonrió amablemente enseñando unos dientes no demasiado blancos. Estuve a punto de declinar la oferta, sobre todo después de haber sido testigo de aquella escena entre él y los dos policías. No podía arriesgarme a que me regalara su ADN aunque creyera que solo lo hacía si le tocaban lo que no suena. Sin embargo, la camarera zalamera apareció por una esquina anudándose el delantal detrás de la cintura. La señalé con un movimiento de cabeza.
—Solo si me lo prepara ella —dije. El hombretón giró la cabeza y la vio. Después me guiñó un ojo.
—¡Silvy! Ponle un café bien cargado a nuestro amigo. ¡Parece que el viejo Hal no es su tipo! —le ordenó jocoso. No pude evitar sonrojarme ante aquel comentario que me dejaba en evidencia, pero Silvy obedeció de inmediato sin darle mucha importancia.
Mientras Hal apoyaba los brazos en la barra, como si me inspeccionara, yo le tendí un billete de veinte dólares sin parecer incomodado. No lo cogió.
—¿Y adónde vas con este frío? —quiso saber—. ¿Cerca de por aquí?
—Me dirijo a Goodrow Hill.
—¿A Goodrow? ¿Qué se te ha perdido allí, muchacho?
Puse cara de circunstancias.
—Voy a... ver a unos amigos.
El hombretón entrecerró los ojos, no muy convencido con mi respuesta.
—Pues ten cuidado. Las cosas no parecen ir muy bien por allí en los últimos tiempos.
Silvy me sirvió el café, que por cierto estaba ardiendo. El comentario de Hal despertó mi curiosidad.
—¿Y eso?
—A uno le llegan siempre noticias de todos lados —expuso echándose un trapo al hombro—. Y no solo hablo de las que salen por la tele. El otro día escuché que el pueblo estaba de luto. Encontraron muerto a un tipo en su propia casa. —Se inclinó hacia delante. Cuando estuvo a pocos centímetros de mí, sentenció en un susurro—: Asesinato.
Puse cara de incrédulo arqueando una ceja. Hal levantó las suyas arrugando la frente y cerró los ojos. Dibujó un arco inverso con los labios y asintió con la cabeza despacio, como si pudiera confiar plenamente en su palabra.
—Si yo fuera tú, iría con mil ojos —me advirtió. Luego ladeó la cabeza, se tocó la barbilla y dejó la vista fija en algún punto perdido entre las mesas, como si rebuscara entre sus recuerdos. Tras unos segundos encontró lo que buscaba—: Todo se torció con el secuestro del pequeño Elliot Harrison... pero desde el asesinato de aquel otro tipo, a finales de verano del 95, Goodrow Hill dejó de ser lo que era. ¿Cómo se llamaba...? —Chascó los dedos un par de veces hasta que se le encendió la bombilla—. ¡Ah! Ya me acuerdo. ¡Mercer! John Mercer... Lo apuñalaron sin miramientos hasta matarlo. —Apretó los labios y guardó un momento de solemne silencio—. Sí... Ese pueblo maldito ha vivido tiempos mejores. Así que amigo, si vas para allá, ten cuidado. Hay cosas peores que lobos y osos entre esas montañas.
Recordaba al señor Mercer; en parte por haber hablado con él alguna vez cuando vivía en Goodrow. Sin embargo, las sombrías palabras del dueño del restaurante me resultaron lo suficientemente inquietantes como para sopesar dar media vuelta, pero le había prometido a Helen que acudiría al funeral de Tom y la repentina advertencia de un desconocido no me haría cambiar de idea. Sí me pareció curioso que a Hal le hubiera llegado aquella información teniendo en cuenta que la causa de la muerte de Tom debía estar bajo secreto de sumario, pero en algunos casos los rumores vuelan más rápido que los halcones y es difícil saber de dónde salen y a dónde llegan. Por ahora, se habían alejado unos doscientos kilómetros de Goodrow, y en tiempo récord.
—Lo tendré en cuenta —le dije y le señalé el billete. Esta vez lo cogió, lo guardó en la caja registradora y, sin dejar de mirarme con mucha atención, me devolvió el cambio. Entretanto, tomé un par de sorbos de café. Estaba mejor de lo que esperaba y, al contrario de lo que parecía intentar conmigo el viejo Hal, me relajó los nervios.
Reposté antes de emprender la marcha. Después de tres kilómetros viré a la derecha tomando la carretera a Goodrow Hill. Esta ascendía entre las montañas durante un buen trecho para luego descender con brusquedad. Me conocía tan bien el camino que casi hubiera podido haberlo hecho con los ojos cerrados. La temperatura dentro de la camioneta era cálida; afuera el helor era palpable y el camino, traicionero. Láminas de escarcha cubrían las ramas de los árboles y en las zonas de la carretera donde menos daba el sol se habían formado unas finas y peligrosas capas de hielo que amenazaban con hacer perder el control del coche hasta al piloto más experimentado.
Una espesa bruma gris que surgía espectralmente de las montañas empañaba el parabrisas y confería al camino un aura tenebrosa. Encendí las antiniebla por precaución y reduje un poco la velocidad, no quería precipitarme ladera abajo al hacer un giro desafortunado en una curva mal tomada. Más de uno se había confiado demasiado y había terminado lamentándolo. La caída podía resultar mortal, estaba comprobado.
Imaginarme aquello me devolvió a la conversación con Hal, que me había dejado un regusto amargo. Sus palabras no me habían inquietado, pero concordaba con él en que Goodrow Hill había perdido el esplendor de antaño. Aunque todo empezó con el secuestro del pequeño Elliot, no erraba al decir que «los tiempos mejores» del pueblo terminaron con la muerte de John Mercer, pero, a mi parecer, lo hicieron cuando Steve desapareció. Nunca se volvió a saber nada de él.
Los tres sucesos ocurrieron casi a la vez.
En aquel mismo verano de 1995.
4
Al otro lado del parque
Verano de 1995
El mes de junio en Goodrow Hill comenzó de la misma manera que había terminado mayo, con una agradable temperatura que invitaba a abandonar las cuatro paredes del hogar y salir a la calle para disfrutar de los días largos y las noches templadas. Un año más, el verano se había adelantado y las familias no desaprovechaban las horas de luz para estar al aire libre, tomar helado y sentarse bajo las frondosas ramas de los árboles del parque Cleveland a saborear sándwiches y fruta fresca en pícnics tan elaborados como desenfadados.
El secuestro del pequeño Elliot Harrison, de tan solo seis añitos, empañó el brillo de aquellos días.
La última vez que lo vieron fue un martes de lluvia torrencial, el 13 de junio, a la salida de la escuela. Su profesora despidió a todos sus alumnos al amparo de su paraguas mientras los niños salían corriendo en busca de sus padres. Cuando la policía la interrogó, confesó que no se aseguró de que a cada niño lo recogiera un familiar. Siempre lo hacía una vez sonaba la sirena al terminar las clases, antes de volver al aula para programar las actividades del día siguiente. Pero ese día no. Solo los acompañó hasta la puerta porque algo tan trivial como una visita con el dentista la obligó a marcharse sin perder tiempo.
Cómo puede cambiar la vida de tanta gente por algo tan superfluo...
La mujer se derrumbó ante el jefe Blunt hecha un mar de lágrimas desconsoladas porque se sentía culpable y responsable por lo que había ocurrido. Él trató de serenarla sin mucho éxito. «Podía haberle pasado a cualquiera», le dijo. «¡Sí, pero ha tenido que pasarme a mí!», le gritó ella desesperada. Después, solo pudo seguir llorando.
La policía de Goodrow Hill calificó el caso de secuestro y organizó grupos de búsqueda de inmediato. El alcalde decidió con buen criterio suspender las festividades anuales de la localidad programadas para esa semana, pero no canceló los fuegos artificiales del Cuatro de Julio; de haberlo hecho, se hubiera encontrado un aluvión de protestas de los comerciantes que veían amenazados sus negocios. Los turistas, que se acercaban para esas fechas gracias a dicho reclamo, dejaban en las arcas de Goodrow una buena inyección de dinero, así que esperaba que se resolviese el caso antes de ese día para no verse obligado a suspenderlos. Tampoco podía arriesgarse a perder votantes, claro está.
Concienciados ante la trascendencia de los acontecimientos, muchos de los habitantes de la localidad se unieron a las batidas por toda la zona. El apoyo fue considerable, el resultado, infructuoso. Poco a poco, las brigadas de búsqueda empezaron a ser cada vez menos numerosas y frecuentes. Los padres de Elliot seguían tratando de localizar el paradero de su hijo por todos los medios posibles, pero la desesperación se apoderó de ellos sin remedio. Les habían dicho que las primeras cuarenta y ocho horas eran cruciales, así que tras quince días las posibilidades de encontrarlo (sobre todo con vida) empezaban a ser algo más que remotas.
Los días se sucedieron inexorablemente y, como era de esperar, los residentes de Goodrow Hill retomaron sus quehaceres habituales. Poco a poco, aquella triste noticia cada vez les parecía más lejana, irreal y fue diluyéndose sin remedio a medida que se acercaba la fiesta del Cuatro de Julio.
John Mercer, a pesar de llevar poco tiempo en el pueblo, fue uno de los que participó en la búsqueda del pequeño de los Harrison. Pasó días enteros peinando el bosque y los alrededores de Goodrow con el mismo y escaso éxito que sus vecinos.
Aunque durante la mayor parte de su vida lo habían tildado de excéntrico, él no era muy diferente de los demás y sus gustos eran similares a los del resto de la gente. Le gustaba pasear, sentir la brisa en la cara y que el sol lo recargara de energía limpia y revitalizante. También disfrutaba con el canto de los pájaros y los olores del parque mientras observaba a los niños corriendo de acá para allá entre gritos y risas, en tanto sus padres se permitían el lujo de despreocuparse de ellos durante unos minutos.
A Mercer le encantaba pasar horas delante de su bloc de dibujo sentado a la sombra en uno de los bancos del parque. Movía el lápiz sobre el papel realizando trazos gruesos y finos, según lo que estuviera dibujando en ese momento. Sombreaba aquí y allá y se manchaba las yemas de los dedos para difuminar la mina de carboncillo. No se consideraba un artista, pero reconocía que no se le daba mal. Árboles, fuentes, nubes, paisajes... tenía un don para reflejar sobre el papel lo que su mirada captaba. Las caras también, sobre todo las de los niños. Primero perfilaba la silueta —prefería el rostro, ya fuera de perfil o de frente— y después se enfocaba en los ojos. Para él, los ojos eran el lugar donde se guardaba el alma de la persona. En ellos se distinguía con claridad la alegría, la tristeza, la confusión, la valentía o el miedo. Cualquier emoción se transmitía por los ojos, y él trataba siempre de plasmarla con sumo cuidado. Era difícil hacerlo cuando el modelo no dejaba de moverse, como era el caso, pero él había descubierto una técnica infalible y poco ortodoxa que había usado con anterioridad y que no tenía reparos en volver a poner en práctica. Mercer recordaba sus primeras veces delante de la hoja en blanco, con sus modelos completamente quietos, y sonreía para sus adentros: no había más secreto que detener el tiempo para poder dibujarlos a la perfección. Y él sabía cómo hacerlo.
Hoy, sin embargo, dibujaba sin un motivo concreto, solo por el puro placer de garabatear en negro sobre blanco y disfrutar del crujir de la mina de carbón sobre el papel.
A decir verdad, era la primera vez que volvía sobre su bloc de dibujo desde hacía un tiempo. Había pasado medio año desde la última vez. Se sentía mal por haber tardado tanto, pero las circunstancias le habían obligado a poner un poco de orden en su vida. El último año —por no decir el último lustro— le resultó bastante complicado. Había cambiado varias veces de trabajo y se había mudado otras tantas. Este era su tercer domicilio en los últimos dos años. Tras recalar en Goodrow Hill, esperaba poder quedarse allí una larga temporada.
Ahora volvía a tener tiempo para sí mismo, y le gustaban Goodrow Hill y sus habitantes.
Bueno, no todos.
Aunque no lo sospecharan, Mercer se había dado cuenta del grupo de chavales que lo miraban con desdén desde el otro lado del parque. Llevaban un buen rato ahí, echándole miradas furtivas y hablando entre ellos, haciendo aspavientos y pavoneándose como los estúpidos adolescentes que eran.
Mercer no podía oír lo que decían, pero estaba seguro de que hablaban de él. No era la primera vez que los veía, y ya había notado antes que solía centrar su conversación. Se sintió incómodo. Él necesitaba dibujar con tranquilidad, no con curiosos que lo observaran como si fuera un bicho raro. Había sido objeto de aquel tipo de miradas en más de una ocasión y no pretendía continuar siéndolo. Así que cerró su bloc con calma, guardó los lápices de uno en uno en su maleta de piel y encajó el cierre metálico hasta escuchar un suave clic. Se levantó y, como si realmente hubiera terminado lo que estaba haciendo, se marchó sin mirar a aquellos chicos.
Los jóvenes lo siguieron con la mirada mientras se alejaba. Estaban todos apilados en un banco con las lamas de madera roídas y llenas de pintadas.
—El viejo se está largando —señaló Vance Gallaway mientras jugueteaba con un llavero linterna que había robado de la ferretería del señor Dugan—. ¿Qué hacemos?
—¿Cómo que qué hacemos? Pasa de Mercer de una vez, Vance. Parece que estés enamorado de ese tío. Siempre hablando de él... ¿Vas a pedirle matrimonio o qué?
—Que te den, Parker. Solo digo que no me gusta. Además, ¿qué sabemos de él?
—¿Que qué sabemos de él? —repitió Helen, molesta—. ¿Qué sabes de toda la gente del pueblo? No los conoces a todos. ¿Por qué quieres saber más de ese pobre hombre?
—No lo sé... —dijo Vance, receloso, frotándose el mentón—. Pero no hace más de seis meses que se plantó en Goodrow Hill, y no me da buena espina.
—Mis padres fueron a darle la bienvenida cuando se mudó —balbuceó Cooper mientras pelaba unas pipas—, y ni siquiera les dejó pasar del porche. Luego viene todos los días al parque y se queda ahí sentado observando a todo el mundo. ¿No os parece raro?
—Sí —lo apoyó Vance y preguntó extendiendo ambas manos con las palmas hacia arriba señalando a su alrededor—: ¿Qué hace aquí en realidad?
—¿No es evidente? —Steve Flannagan respondió esta vez—. Pintar. ¿O es que estás ciego? Ha guardado su cuaderno, pero estaba claro que dibujaba. Tal vez es una persona reservada, no le gusta que fisgoneen en sus cosas y por eso no hizo pasar a tus padres, que son unos cotillas —le dijo a Cooper—. No sé qué manía tenéis de imputarle malos motivos a todo el mundo. Dejadlo en paz...
—A mí tampoco me gusta nada, joder —se quejó Jesse sin hacer caso del comentario de Steve—. El otro día Jimmy Holsen me contó que una vez lo vieron merodeando a la salida del colegio. Me dijo que andaba observando de un lado a otro con ojos de loco. Cuando se dio cuenta de que le habían visto salió por patas. Vamos, como ahora.
—Creéis... —Carrie Davis arrugó la frente y se mordió los carrillos durante un instante antes de decidirse a formular su pregunta—. ¿Creéis que puede tener algo que ver con el secuestro de Elliot Harrison? Si lo vieron merodeando por la escuela...
—¡Joder, Carrie! ¡Eso no lo había pensado! Creía que solo estabas buena, ¡pero ahora me doy cuenta de que bajo esa bonita fachada hay algo más! Por mí no hay más que hablar, yo estoy con Vance. ¡Deberíamos ver adónde va!
Steve puso los ojos en blanco ante el comentario de Jesse Tannenberg mientras Carrie le llamaba imbécil. Jimmy Holsen siempre había sido un fantasioso y mentía más que hablaba; Steve no se creía nada que saliera de su boca, pero Vance chasqueó los dedos, señaló a Carrie con una enorme sonrisa como si la chica hubiera dado en el clavo y le chocó los cinco a Jesse mientras se ponía en pie de un salto.
—¿Alguien más aparte de Jesse está conmigo? —Vance buscaba apoyo entre los presentes. Miró a quienes todavía no habían opinado y apuntó a Tom con el dedo—. ¿Parker?
Este lo miró sin mucho afán y se encogió de hombros antes de hablar.
—Sinceramente, no tengo nada más interesante que hacer, así que, si hay que ir a algún lado, aunque sea a espiar a ese viejo, pues vamos —dijo para satisfacción de Vance.
—Estáis locos —apuntó Helen Blunt.
—¿Eso significa que te vienes?
—No. Eso significa que estáis locos, nada más. Además, ¿qué te ha hecho ese hombre? Carrie ha dicho una estupidez, y tú has visto demasiados episodios de Expediente X. Estás paranoico.
Vance suspiró pesadamente y volvió a sentarse.
—Por mucho que me guste, esto no tiene nada que ver con Expediente X. A no ser, claro, que ese tipo aparente ser alguien que no es.
—¿De qué narices hablas, Vance? —dijo Steve—. No sé si lo sabes, pero ese hombre ha estado participando en la búsqueda de Elliot Harrison. ¿Por qué iba a hacerlo si tuviese algo que ver con su desaparición? «Alguien que no es...». Qué te piensas, ¿que es un extraterrestre o algo así?
—¡Tú sí que eres un extraterrestre, paleto! Sube a tu platillo volante y vuélvete al planeta de tarados del que viniste, anda.
Todos —hasta las chicas, que no pudieron contenerse— rieron ante la broma de Vance. Todos excepto Steve, que no quiso replicar para evitar males mayores.
Cooper le pasó el cigarrillo que compartían a Vance. Después de darle una calada y echar el humo por la nariz, jugueteó con el pelo dorado de Helen y le acarició la cabeza.
—¿Ya has vuelto a tu palacio de silencio, cariño? —le dijo—. ¿No hablas si no es para llamarnos locos o paranoicos? ¿O es que la hija del jefe de la Policía de Goodrow prefiere estar calladita... porque sabe algo sobre ese viejo que no puede decir? —Hizo una pausa—. ¿Algo interesante que debamos saber, señorita Blunt?
Helen volvió la cabeza hacia Vance apartándole la mano de su cabello con un gesto brusco.
—No sé nada que te pueda interesar, Gallaway —le respondió secamente—. Y no me llames «cariño».
Vance rio. Él y Helen habían estado saliendo el último año, pero la cosa no había acabado bien. Corrían rumores por el instituto de que Vance había estado coqueteando con otras chicas (o algo peor) mientras estaban juntos. Vance lo negaba, pero Helen tenía la mosca detrás de la oreja y estalló en el baile de fin de curso cuando lo vio hablar con una de tantas en la mesa del ponche. No dudó en plantarse entre ellos y abofetearle delante de todos. Aquello no le gustó a Vance, pero lo único que hizo fue sonreír, encogerse de brazos y encenderse un cigarrillo. «¿Qué quieres que te diga, Helen? No puedo dejar de ser irresistible», le soltó mientras el humo se elevaba entre los dos y justo antes de que el director lo echara casi a patadas de allí. Desde ese día, el tira y afloja era continuo, aunque todos sabían que Helen terminaría por volver con Vance tarde o temprano; la cuestión era cuánto tardaría en hacerlo.
—Pues vaya —se quejó Vance dando otra calada—. ¿De qué nos sirve entonces tener en el grupo a la hija del jefe si ni siquiera podemos obtener información como Dios manda?
Carrie miró a Helen, que estaba irritada ante el egocentrismo de Vance, pero de quien seguía enamorada, para su desgracia.
—Si quieres saber quién es ese tipo, ¿por qué no vas tú solito y lo averiguas? —lo desafió Helen—. ¿No eres tan valiente y tan machito? ¿Por qué necesitas que te acompañemos?
—No os necesito para nada —respondió altivamente Vance—. ¡Claro que puedo ir yo solo si hace falta! Pero si os lo digo es para no acaparar toda la diversión.
—No sé qué le ves de divertido a eso —reprobó Steve.
—Cállate, Flannagan. Si no quieres venir, ya te he dicho que te vuelvas a tu nave. Los demás, podéis seguirme.
Tom, Jesse y Cooper se pusieron en pie, dispuestos a acompañar a Vance. Helen y Carrie permanecieron sentadas, pero Vance rodeó el banco y se arrodilló delante de Helen. La miró con esos ojos azules que quitaban el hipo y le guiñó un ojo.
—Vamos, cielo. Lo pasaremos bien.
Helen trató de mantener la compostura, pero sentía por dentro que la había desarmado con demasiada facilidad. El atisbo de una sonrisa contenida apareció en la comisura de los labios de Helen Blunt y supo que ya era inútil oponerse. Además, desde que Carrie lo había sugerido, sentía una oscura curiosidad por saber si realmente John Mercer tenía secuestrado a Elliot Harrison.
Estuvo a punto de decir que iban a meterse en un lío, pero en cuanto Vance la agarró de la mano se olvidó de todo.