El pasado
Hay días en que uno es infeliz, y otros en los que es plenamente consciente de su infelicidad. Estos últimos son los peores. Supongo que esta afirmación funciona también en sentido contrario. Si pienso en Xabi, Iago, Mónica, Eva y Lito me sucede justo eso: sé que hubo momentos en que fuimos muy felices, y otros en los que rozamos la desesperación. También creo que en aquellos años no fuimos conscientes de ninguno de esos sentimientos, o al menos ellos no lo fueron. Nos limitábamos a vivir, o más bien a sobrevivir, porque los chavales como nosotros estábamos acostumbrados a no pensar en el futuro. La vida era un videojuego y nos centrábamos en pasar al siguiente nivel, lamiéndonos las heridas y sin mirar demasiado hacia atrás.
Hasta que pasó aquello y ellos continuaron adelante, pero yo no. Supongo que para mí el futuro no es más que un suceso inevitable y el presente carece de atractivo cuando permites que lo devore el pasado.
Y ahora sucede. Ese pasado del que yo no me he podido despegar irrumpe en las vidas de todos nosotros, no porque queramos, sino porque Iago se ha empeñado en hacerlo.
Su mensaje tiene un punto impersonal. Imagino que ha mandado a todos el mismo.
«Hola. Estoy de vuelta. Bueno, supongo que ya lo habréis visto en los periódicos. Ja, ja, ja. Necesito veros. Han pasado más de veinte años. No os imagináis las ganas que tengo de este encuentro. Os puede parecer raro, pero si lo pensáis bien, fuisteis lo más parecido que tuve a una familia. Os he echado de menos».
No le falta razón. Fuimos una familia. Una familia feliz e infeliz sin conciencia de una cosa ni de la otra.
«Me muero de ganas de veros», añade.
Un enlace. Un restaurante: A Horta d’Obradoiro.
«El sábado 24 a las 9».
Puedo ver a los otros cuatro leyendo el mensaje mientas deciden si irán o no. Qué tontería. Claro que irán. Iremos. Nos sentaremos alrededor de una mesa y nos comportaremos como los seis chicos que compartían un piso en la zona vieja de Santiago. Intento adivinar cuánto queda del Carlos que conocieron. Me miro al espejo y creo que nada. Supongo que todos nosotros guardamos solo una pequeña parte de lo que fuimos. Somos como los árboles, y nuestros recuerdos son líneas concéntricas e indelebles; nunca desaparecerán. Recordamos haber olvidado el pasado, y ese pasado, lo que sucedió, lo que no debió suceder, será lo que nos empuje a esa mesa, a esa cena.
Estoy seguro de que todos estaremos allí.
Todos no. No puedo evitar pensar en Antía.
Ella no estará.
Porque del pasado se vuelve, pero de la muerte no.
Ponferrada, 2021
Ana Barroso cerró la última caja y se dejó caer, agotada, en el suelo del comedor. La rodeaban casi tres decenas de cajas. Le parecía increíble la cantidad de pertenencias que había acumulado en los dos años que llevaba en ese apartamento.
Ponferrada había resultado un destino cómodo para sus intereses. En el saldo positivo de esta etapa estaban su amistad con la camarera del bar donde desayunaba todos los días, y una relación fría y muy impersonal con todos sus compañeros que le había enseñado a poner un punto de raciocinio a todas sus decisiones, a templar su impulsividad y a crecer profesionalmente. Tres casos muy complejos resueltos y dos cursos de criminología en la universidad a distancia. Una amistad, también a distancia, con Santi Abad.
En el saldo negativo, la separación de Martiño, una morriña infinita, ninguna relación sentimental seria, papeleo y burocracia a destajo; muchas jornadas de trabajo sin descanso para acumular sus días libres y poder volver a casa con frecuencia. Y una amistad a distancia con Santi Abad.
Esto último computaba a ambos lados de la balanza. Le gustaba ser amiga de Santi al tiempo que odiaba ser solo eso, aunque lo cierto era que por primera vez tenía claro qué lugar ocupaba en su vida. La distancia y el tiempo lo habían puesto todo en su sitio. Se había acostumbrado a hablar con él a diario. A compartir su día a día a través del móvil. Cada acontecimiento de sus vidas estaba en ese chat. El móvil le proporcionaba a Ana la distancia de seguridad física que, en el fondo, muy en el fondo, sabía que necesitaba para volver a relacionarse con él. Cuando comenzaron a salir, él se empeñaba en hablar a través del móvil y ella se había negado. Siempre le decía que no estaba dispuesta a mantener una relación telefónica.
Lo que ella no sabía entonces es que Santi no era capaz de asumir sus verdades cara a cara. Pero ahora era distinto, ahora era ella la que necesitaba alejarse, al menos físicamente. Había comprendido que necesitaba aprender a confiar en él y que no estaba preparada para hacerlo si lo tenía cerca. En el teléfono estaba el Santi del que se había enamorado. El introspectivo, el inteligente, el sarcástico, el sensible. El Santi con un sentido del deber y la justicia exacerbados. Le gustaba esta relación en la que le contaba su mal día en la comisaría, la alegría por un suficiente en ese examen de la carrera que apenas había tenido tiempo de estudiar o su frustración tras una discusión con Martiño. Sin embargo, sabía cuál era el precio que tenía que pagar: cada milímetro conquistado a esa amistad la alejaba de la posibilidad de recomponer lo que un día tuvieron. Además, Lorena era ya una parte importante de la vida de Santi. Daba igual. Era ella la que había tomado la decisión de alejarse y sabía que había sido una buena decisión.
Y ahora tocaba volver.
En su última visita a Galicia, había notado a Martiño distante. Ángela, la madre de Ana, estaba bastante desesperada. Una abuela no es una madre, y Martiño, aunque seguía siendo un buen estudiante, estaba en plena adolescencia y ponía continuamente a prueba su paciencia. Ana sabía que estaba pidiéndole demasiado a su madre. Ya no era la adolescente embarazada que necesitaba ayuda noche y día para criar a su hijo. El paréntesis en Ponferrada le había proporcionado la calma que necesitaba para afrontar su trabajo. Necesitaba alejarse de la comisaría de Santiago; ser la subinspectora Ana Barroso y no solo una parte de ese binomio que se diría indisoluble: Abad y Barroso. Santi y Ana. Ahora, por primera vez en meses, sentía que podía recuperar su vida.
La temida separación de Martiño no había sido tal. Habían pasado juntos en Ponferrada buena parte del curso escolar en 2020, pero en el último momento decidió que cursase tercero de la ESO en el instituto de Cacheiras. Ahora se arrepentía de esa decisión. No se lo había hecho pasar bien a Ángela. Por primera vez, el chico había suspendido una asignatura que tendría que recuperar en septiembre. Se pasaba los días en Los Tilos con su pandilla. Había dejado el fútbol y solo pensaba en salir, a pesar de las restricciones horarias y del control que su abuela se esforzaba por imponer. Las peleas y castigos eran el pan nuestro de cada día, y Ana estaba muy cansada de discutir a través de una pantalla. Su madre no le reprochaba nada, pero sabía que otro curso así sería insostenible, por lo que, a pesar de que Álex Veiga se lo había pedido en innumerables ocasiones, esta vez había sido ella la que había levantado el teléfono para llamar al comisario.
Veiga había recibido esa llamada con entusiasmo.
Y allí estaba, empaquetando a toda prisa para llegar a tiempo a Compostela. Esa noche era la víspera del Apóstol, pero Martiño ya le había dejado claro que no tenía mucho tiempo para bienvenidas porque había quedado con sus amigos.
Volvía. La esperaba esa comisaría en la que todo era distinto. Veiga ya estaba asentado en su puesto. Javi se había mudado a Barcelona porque su novia, esa periodista diez años menor que él, estaba haciendo un máster. Y Santi estaba pasando por una etapa personal muy calmada, y eso lo haría todo más fácil. No, no sería lo mismo. Se prometió a sí misma que sería mejor.
Rodeada de cajas y observando el apartamento, se preguntaba si había sido feliz entre esas cuatro paredes. Ni siquiera recordaba qué se sentía siendo feliz, cuándo fue la última vez que lo fue o si confiaba en volver a serlo algún día. No seas gilipollas, pensó Ana mientras cerraba la última caja con cinta de embalar.
24 de julio
Iago
Iago Silvent llamó de nuevo al restaurante para asegurarse de que la mesa que había reservado estaría en el jardín. Llevaba quince años fuera de Compostela, así que había acudido a un colega de la Facultad de Biología de Santiago con el que mantenía contacto por redes sociales para que le aconsejase. Su compañero le habló bien del restaurante e insistió en que reservase en la terraza si el tiempo acompañaba. Los periódicos hacían hincapié en el hecho de que los tradicionales fuegos del Apóstol se lanzarían desde distintos puntos de la ciudad para evitar concentraciones de gente. Iago no pudo evitar pensar en las juergas que se había corrido en sus días de estudiante durante las fiestas patronales. A pesar de que siempre había compatibilizado sus estudios con distintos trabajos para complementar las becas, las fiestas del Apóstol eran sagradas.
Salió del hotel, en la rúa del Villar, y se perdió por las calles de la zona vieja.
Se dejó dominar por la inevitable nostalgia. Dirigió sus pasos hacia el número 30 de la Algalia de Abaixo. Se preguntó si ellos pasaban alguna vez frente a la casa.
Si se despertaban por las noches, empapados en sudor tras sufrir una pesadilla, recordando lo sucedido allí.
Permaneció quieto ante el edificio de piedra. Nada había cambiado, exceptuando el parquímetro que estaba frente al portal. El edificio combinaba piedra con pintura blanca, el mismo color que la madera de las ventanas. En invierno, el frío y el ruido se colaban dentro. Antía siempre se quejaba de eso. Era muy friolera.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Observó la ventana superior derecha. El salón. Allí había sido. Se sacudió de encima el pensamiento. Hoy era un día alegre. Mónica. Carlos. Eva. Lito. Xabi. Juntos. De nuevo. Se moría por estar con ellos. Se habían pasado media vida en centros de menores y en hogares de acogida, ansiando una familia. Familia. Ellos eran la única que había tenido. Por eso ahora, nada más aterrizar en Galicia, lo que más ansiaba era ese encuentro.
En las redes sociales solo había localizado a Mónica, que mantenía un perfil muy activo. Seguía siendo guapa, pero ya no era la belleza deslumbrante que los volvía locos a todos. Aun así, para él seguía siendo la mujer más hermosa del mundo. Tras unos años en la televisión autonómica en los que ejercía de azafata en el concurso de turno o hacía los coros en playback a los cantantes que pasaban por el eterno programa Luar de los viernes por la noche, su perfil público se había ido difuminando. Ahora publicitaba cosméticos a través de una cuenta de Instagram; así era como la había encontrado. Fue a ella a quien le encargó la tarea de conseguir los teléfonos de los demás, tras una llamada en la que, en un ataque de nostalgia, habían decidido a la par que había llegado la hora de ese reencuentro.
De Lito no sabía nada. Justo antes de mudarse, tras obtener la plaza en la Universidad de Princeton, lo vio un día tirado junto a un cajero en la plaza de Cervantes. Se detuvo frente a él, pero Lito no lo reconoció. Iba puesto hasta las trancas. Le entraron ganas de meterle un par de billetes en el bolsillo, aunque sabía que no le durarían y que le harían más mal que bien. Por un instante pensó en llevárselo a su casa, pero faltaban menos de veinticuatro horas para coger ese vuelo hacia la vida que siempre había soñado desde que era un estudiante de primero de Biología, así que reanudó su camino.
Mirar hacia otro lado era algo que sin duda se les daba bien a los habitantes de Algalia 30.
A Eva tampoco la había vuelto a ver. Se la había topado un día, cuando estaba a punto de acabar sus estudios, a las puertas de la Agencia Tributaria de Salgueiriños. Le dijo que trabajaba en una peluquería y que tenía un novio que se llamaba Damián. Que estaban ahorrando para dar la entrada de un piso. No hablaron de los demás. Él le dijo que estaba con el doctorado. Ambos insistieron en que tenían que quedar un día. Localizar al resto. Nunca lo hicieron. Dicen que el tiempo cicatriza todas las heridas, pero uno no sabe cuánto tiempo hace falta para según qué heridas, sobre todo cuando existe la conciencia de que hay algunas que nunca se curan, solo se ocultan bajo la ropa para que los que nos rodean no las descubran.
Tampoco tuvo noticias de Xabi hasta que lo llamó hacía apenas unos días. La última vez que lo vio fue durante el juicio. El juicio. Llevaba años sin pensar en él. Recordó a Xabi ante el juez, tartamudeando, sin dirigir la mirada al banquillo de los acusados. Todos estaban allí, apoyando a Eva y a Xabi. Eran los más pequeños, los más débiles, pero les había tocado a ellos hacer justicia. Después de aquello, Xabi desapareció de Compostela. Supo que se había mudado a Vigo y ya nunca más tuvo noticias de él.
Y luego estaba Carlos. Era incapaz de pensar en él sin sentir esa mezcla de ternura, vergüenza y culpabilidad. Habían sido inseparables. Lo recordaba siempre en su habitación, sujetando un lápiz entre los labios y con la guitarra entre las manos. Componiendo, cantando bajito. Siempre había sido su gran apoyo. «Tú harás algo grande, Iago», solía decirle. Y así era a los ojos del mundo. Solo que hacía mucho que Iago había comprendido que nada de lo que hiciera conseguiría que dejase de sentirse culpable ante Carlos.
Porque él sabía que había contribuido a ese horror. Porque todos sabían que algo terrible podía suceder en ese piso.
Y ninguno de ellos había hecho nada para impedirlo.
24 de julio
Mónica
Observó su rostro en el espejo, que le devolvía la imagen de una mujer de cuarenta y dos años que se esforzaba por aparentar diez menos y casi lo conseguía. Daba igual lo que hiciera; con cuarenta y dos, en el mundo del espectáculo y la publicidad ya no te quieren ni para ir a buscar el café.
Rebuscó en su armario, indecisa. Hacía mucho que no se compraba ropa nueva. Iba sobreviviendo con colaboraciones en Instagram con marcas de segunda y daba talleres de maquillaje por horas a mujeres de su propia edad que deseaban mirarse en el espejo, exactamente igual que hacía ella en ese instante, y sentirse a gusto con lo que veían. Como si no supieran que la insatisfacción que llenaba sus vidas no se iba a solucionar con una buena capa de maquillaje.
Escogió un vestido negro, no muy corto pero ajustado, para mostrar que aún seguía teniendo un cuerpo capaz de captar todas las miradas. Quería impresionarlos. Quizá, si encontraba aceptación en sus ojos, sentiría que estos más de veinte años que llevaban separados no habían sido un absoluto fracaso. Además, aparecer en redes sociales al lado de Iago Silvent era un espaldarazo profesional al que no estaba dispuesta a renunciar. A lo mejor había llegado el momento de salir de compras, pensó mientras se despojaba del vestido negro y lo tiraba encima de la cama.
Iago había contactado con ella un día de marzo.
«Vuelvo a casa», le había dicho.
Ella tuvo ganas de contestarle que qué casa, ninguno de ellos había tenido nunca un hogar. Centros de menores, acogimientos familiares, pisos tutelados... La amenaza más temida —la mayoría de edad— sobrevolándolos sin descanso. Para los chavales en su situación, los dieciocho años eran una espada de Damocles que se balanceaba sobre sus cabezas. El momento en el que ya no quedaba nadie para ocuparse de ellos. El proyecto piloto de la Algalia había aparecido en el momento adecuado; una tabla de salvación a lo que todos se había agarrado desesperados. Venían de hogares desestructurados. Padres yonquis, madres desaparecidas, abuelos que ya no podían hacerse cargo de nietos a los que un día habían abandonado en su hogar. Cada uno de ellos tenía su historia, pero eran todas tan parecidas que no se molestaban en compartirlas con los demás.
El piso tutelado de la Algalia era una solución temporal ante la temida mayoría de edad, un paso intermedio entre la custodia administrativa y el mundo real. Un lugar pagado por la Consejería de Servicios Sociales donde convivían con cuidadores que los preparaban para ese momento en el que vivirían solos. Los orientaban en sus estudios, les pagaban el carnet de conducir o las clases de peluquería, el módulo de mecánica o el de corte y confección. La universidad era una utopía solo al alcance de alguien tan sobresaliente como Iago. Las becas no te garantizaban sobrevivir durante el tiempo que duraba una carrera, aunque en eso eran alumnos aventajados: todos eran supervivientes natos.
Salvo que no todos habían sobrevivido.
Recordó el cuerpo de Antía en el salón de la casa. La sangre. Soñaba con su sangre a veces. Cuajada sobre la alfombra del salón, en estado casi sólido. Fue ella la que la descubrió. Gritó como nunca lo había hecho, con terror, con desesperación. Luego se calló. A medida que todos y cada uno de los moradores del piso fueron llegando al lugar donde se hallaba Antía, el silencio se apoderó de la estancia. Soñaba con ese día, aunque solo recordaba a Carlos abrazado a ella. Y sus gritos, que contrastaban con el silencio sepulcral de los otros cinco.
También recordaba la imagen de él cada día. Su rostro. El del hombre que mató a Antía. Y lo irracional que era sentirse culpable. Pero todos, en igual o menor medida, eran cómplices de esa muerte. Todos excepto Carlos, por supuesto. Por eso, la semana pasada, cuando vio en el periódico la noticia, justo a unos días del ansiado reencuentro, comprendió que el destino le estaba lanzando un mensaje. Aunque esta vez estaba a tiempo de liberar su conciencia. De hacer lo que debía, aunque fuera veintitrés años después. Por eso descolgó el teléfono y habló.
Dicen que nunca es tarde para contar la verdad.
Mienten.
24 de julio
Lito
Quince meses y medio limpio. La unidad asistencial de drogodependencias lo había rescatado de su última sobredosis. Esta última vez había sido distinta a otras. Había muerto, pero había resucitado. No había visto el puto túnel ni la puta luz. No recordaba nada, solo sentarse bajo aquel árbol, al anochecer, y meterse un chute sin preocuparse de que apareciese nadie. Ver cómo se mecían las hojas de los árboles y cómo la última luz de la tarde se filtraba entre ellas mientras despegaba, mientras la heroína pasaba de la cuchara a la jeringa, de la jeringa a sus venas, hasta explotar en su cerebro. Nada en el mundo se parece a un buen viaje, a la sensación de libertad, de bienestar, a esa liviandad. Volar, flotar, dejarse acunar sin temor a la caída, sin vértigo, sin miedo. Decía el tío de una peli, no recordaba ahora cuál, que si coges tu mejor orgasmo y lo multiplicas por mil, ni siquiera andarás cerca de lo que sientes al meterte un chute. También decía que la gente se drogaba para tener silencio.
Silencio.
Esa primavera, el silencio se había adueñado de la ciudad. Por las noches, en el Obradoiro no se escuchaban más que los pasos de los que no tenían casa, el repicar de sus orines contra los muros de piedra en la zona vieja. Ni siquiera se oían las habituales trifulcas, peleando una esquina, mendigando un pitillo, unos euros. Las estaciones de tren y autobuses estaban huérfanas de pasajeros. Los bares permanecían cerrados a cal y canto. El mundo se reactivaba por franjas horarias y el resto del tiempo, salvando a los gilipollas que sacaban a sus chuchos a pasear, no se veía un alma.
Silencio. No necesitaba las drogas para encontrar el silencio. Este ya lo envolvía a todas horas. Llevaba años sabiendo que ese silencio se haría definitivo algún día, que habría un chute que le daría el viaje de su vida. Solo que no contaba con Chema el Cojo. El hijo de puta lo había encontrado en el parque de Belvís una madrugada de la primavera del pasado año y, después de vaciarle los bolsillos (dos euros, un mechero y una china de hachís), salió corriendo de allí y se topó con la pasma. Por no rendirles cuentas de lo que hacía, les dijo que estaba buscando ayuda para un colega.
Y así le salvó la vida.
Pero se la salvó de verdad. Por una vez, a un mal viaje no le siguió la calle. En la unidad de drogodependencias del hospital, lo habían derivado a un programa denominado «comunidad terapéutica» en Tomiño, Pontevedra. Un programa residencial de rehabilitación tras una dura desintoxicación previa. Era el momento adecuado, porque fuera del hospital tampoco había vida. La pandemia lo había devorado todo.
Eso era pasado.
Iago, Xabi, Eva, Mónica y Carlos también lo eran. Pero, incluso así, iría a esa cena, porque era la primera vez en mucho tiempo que se sentía lo suficientemente limpio como para reencontrarse con el Lito que fue.
Había comido tanta mierda en los últimos años que lo que hizo, lo que ellos ignoraban, carecía ahora de importancia. Lo sucedido en el piso de la Algalia de Abaixo ya no le parecía tan terrible.
Aunque lo fue.
24 de julio
Eva
Dobló la ropa y apartó la que tenía que planchar. Ya lo haría mañana, antes de ir a la playa, aunque, si esta noche la cosa se alargaba, seguramente no tendría ganas de ponerse con las labores domésticas.
Abrió el armario y buscó algo presentable que ponerse, a sabiendas de que daba igual su aspecto. Al lado de Mónica era imposible dar una imagen mínimamente decente. Veinte años después volvían a juntarse los siete de la Algalia. Los seis, se corrigió al instante.
Con la única con la que mantenía contacto era Mónica. Se encontraban a veces por la ciudad y siempre se paraban a charlar un ratito. De cuando en cuando, incluso se tomaban un café. Eva siempre le decía que debía venir a su casa un día para conocer a Damián. Mónica siempre decía que sí y ambas sabían que no lo haría. Cualquier intento de aproximación significaba revivir un pasado que se esforzaban por olvidar. Creía que era así para todos, por eso no entendía lo de esta noche. Quizá Iago, tras mil años en el extranjero, había borrado de su mente lo ocurrido en aquella casa.
Ella no.
Se preguntaba cómo iba a ser capaz de mirar a Carlos a los ojos.
A veces, cuando iba a la plaza, se detenía ante la puerta del pub Momo y observaba el mismo cartel que anunciaba sus conciertos desde hacía años. Carlos Morgade. Todos los martes y jueves a las doce de la noche. La fotografía era antigua: se le veía sentado en un taburete del pub, con la guitarra entre las manos y la mirada fija en el suelo. Ella sabía que cuando Carlos cantaba nunca miraba a su alrededor. Se encapsulaba. Era un gusano en su crisálida. Nunca se atrevió a ir a uno de esos conciertos. Tampoco se había topado nunca con él. Los que viven de noche y los que viven de día no encuentran fácilmente un espacio de intersección entre sus mundos.
De Xabi no había vuelto a saber nada. Fue con el que más tiempo convivió, pero en cuanto se marchó no dejó ni rastro. Se borró de su presente y se convirtió en pasado.
A Lito sí que lo veía. Siempre tirado, siempre escondido bajo una sucia gorra de los Yankees. «Gracias, Evita, cielo. Siempre fuiste la única que merecía la pena en esa puta casa», le decía cada vez que ella le daba un par de euros. Era tan buen tío que Eva entendía que se metiese toda esa mierda. Vivir sin ayuda solo estaba al alcance de unos cuantos.
Ella lo había conseguido, a base de no pensar. Un trabajo en la peluquería del vecindario, un marido y una colaboración por horas en una asociación del barrio que trabajaba con chavales que, como ella un día, no tenían un hogar. No le quedaba mucho tiempo para pensar. No le quedaba tiempo para nada, ni siquiera para recordar. Claro que a veces un simple cartel en la puerta de un pub era capaz de darle la vuelta a todo. Al igual que la llamada de Mónica.
«Vuelve Iago, quiere que nos juntemos».
«No».
El monosílabo se le quedó congelado en los labios. Había mil razones para decir que no. La principal era que todos habían sobrevivido a lo que pasó con Antía. A lo que le habían hecho a Antía. La secundaria era que no tenía fuerzas para ver a Carlos.
«Vale».
La palabra salió de sus labios porque comprendió en ese instante que se moría por verlo. Aunque eso significase revivirlo todo. Sacudió la cabeza para evitar seguir pensando, seguir recordando.
Observó la ropa de nuevo. Daba igual lo que se pusiera. Era solo una mujer del montón. En la residencia de menores agradecía pasar desapercibida. Y lo mismo sucedía en el piso. A nadie le importaba una insignificante chica, ni gorda ni delgada, ni guapa ni fea, ni lista ni tonta. Le había ido bien. Vivir sin estridencias se parece más a sobrevivir que a vivir. No iba a cambiar ahora. Sería una simple mujer de cuarenta años, de pelo corto y castaño, con gafas metálicas y cuerpo menudo escondido bajo una capa de ropa.
Apartó del montón unos vaqueros y una blusa blanca. La extendió frente a sí. Al final tendría que sacar la plancha.
24 de julio
Xabi
—Vas a dejarte una pasta. No es solo el restaurante, al final tendrás que quedarte a dormir allí.
—Volveré en cuanto acabe la cena —dijo Xabi—. No voy a quedarme.
—¿Vas a conducir después de ir de copas? —replicó Vane.
Él sabía que no le molestaba la cena. Le molestaba que no la llevase.
—No me quedaré a las copas. Te lo estoy diciendo: en cuanto hayamos cenado, me abro.
—¿Cómo es él? —preguntó ella.
—¿Quién? ¿Iago?
—Sí, claro.
¿Cómo era Iago? ¿Quién estaba detrás del personaje? Iago Silvent era el hombre de moda. No solo había colaborado activamente con los laboratorios que trabajaban en la fabricación de la vacuna contra la covid-19. Era la voz que todos escuchaban. A través de sus redes sociales y de sus intervenciones en múltiples programas, había desmontado bulos, informado, aleccionado y explicado los secretos de una enfermedad que había entrado en sus vidas poniéndolas patas arriba. Todo el país se había acostumbrado a sus intervenciones desde su casa en Estados Unidos, con el escudo del Capitán América a su espalda, que ejemplificaba esa primera línea de protección frente a la enfermedad. Explicaba el funcionamiento de las defensas con muñecos de Star Wars y hablaba como uno nunca espera que lo haga un científico. Sin embargo, aunque todo eso parecía ya cada vez más lejano, el personaje se había adueñado de Silvent y estaba claro que había venido para quedarse. Iago Silvent representaba el futuro y la ciencia. Pero representaba más cosas. Era el hombre capaz de concienciar al mundo contra el cambio climático, o de anunciar que ya habían llegado las rebajas a los grandes almacenes sin que nadie cuestionase su credibilidad. Uno podía fiarse de ese hombre que siempre miraba a la cámara con sus ojos claros y se desnudaba ideológicamente con un discurso que desprendía siempre honestidad y estaba exento de connotaciones sectarias. Era capaz de enfrentarse a líderes políticos o a otros compañeros de la comunidad científica, y era tan brillante en sus alegatos que nadie cuestionaba ya sus opiniones. Todos confiaban en él. Confianza. Confianza ciega. Eso era. Era convincente, magnético, de ahí esos dos millones de seguidores en Instagram y Twitter, y con ellos, los contratos de publicidad millonarios y los innumerables premios de científicos y académicos. Había acercado la ciencia a la gente de a pie sin perder ni un ápice de prestigio entre los suyos. Su poder mediático lo había posicionado en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas como uno de los hombres más influyentes del país. Y ahora volvía a su Galicia natal tras una oferta del Gobierno gallego para dirigir un nuevo organismo para la investigación biomédica creado a su medida. Ese era Iago Silvent.
Pero eso era lo que ella ya sabía. Vane le estaba preguntando por el otro Iago. El que convivió con él en una vivienda tutelada. El chaval superdotado que pulverizaba los test de inteligencia, que compaginaba dos trabajos con los estudios universitarios. El que rompía todos los estereotipos. No se pasaba los días metido en la biblioteca. Sus días eran tan elásticos que era capaz de estudiar, trabajar, salir de fiesta y ser el primero de su clase.
—Era un crac —se limitó a decir Xabi—. Siempre lo fue. Todos sabíamos que llegaría lejos.
—Hasta ahora, nunca me habías dicho que lo conocías.
—No me gusta hablar de esa época.
—De todos modos, ya lo sabía —dijo Vane.
Xabi la miró sorprendido.
—¿Y eso?
—A veces hablas en sueños. Y dices nombres.
—¿Qué nombres?
—No los recuerdo todos. Pero Iago Silvent es uno de ellos.
Iago.
Carlos.
Mónica.
Eva.
Lito.
Antía.
Esos eran los nombres.
Él sí los recordaba, aunque se esforzaba a diario en olvidarlos. Sobre todo a Mónica. Él la conocía mejor que nadie. Sabía de lo que era capaz.
—Mañana estarás hecho polvo para el viaje —insistió Vane cambiando de tema.
Llevaban juntos el tiempo suficiente para saber que él no iba a hablar del pasado. Siempre le había dejado claro que no estaba dispuesto a revivir sus años en centros de acogida y en el piso tutelado.
—Tranquila, cenita y para casa. Mañana a estas horas estaremos en el Algarve. Te lo prometo.
Besó a Vanesa, ignorando que hay promesas que no valen nada. Sobre todo, cuando no está en tu mano cumplirlas.
24 de julio
Carlos
Un día reuní las letras de mis canciones en un archivo de texto. Guardé el archivo en el ordenador con el título genérico de «Todas».
Todas mis canciones. Las que llevaba escribiendo toda la vida. Después lo imprimí. Parecía un libro de poemas. Mientras leía, sentía resonar en mi cabeza las notas de la guitarra e hice el esfuerzo de recitarlas en voz alta, intentando abstraerme del hecho de que eran canciones. Fue como descubrirme de una forma distinta. La vida sin música es más cruda. Mis letras, desnudas, también lo son. Al instante me di cuenta de que todas mis canciones tenían un hilo conductor. Recuerdo utilizar el buscador del Word para localizar palabras dentro de las ciento veintidós canciones que componían el texto. La palabra «soledad» aparecía setenta y seis veces. «Niña», cuarenta y cinco. «Dolor», noventa y cuatro. «Oscuridad», cuarenta y siete. «Pena», veintiséis.
«Muerte», noventa y tres.
Desde entonces, el número de canciones ha aumentado. Imagino que la soledad, el dolor, la pena y la muerte habrán crecido también dentro de ellas.
Así que este reencuentro no va a despertar nada, porque nada permaneció dormido.
Si les preguntas a ellos, te dirán que lo que pasó en ese piso hace veintitrés años fue traumático y horrible. Yo no lo pongo en duda. Pero fui yo el que perdió a la única persona a la que he querido nunca. No solo perdí a Antía en ese instante. La pierdo cada día. La pierdo en mi presente y en mi futuro. Ahora tendría que ser la tía de mis hijos. Quizá sería madre. Quizá sería artista, siempre estaba dibujando. Quizá sería cajera de supermercado, masajista o cuidadora de ancianos.
Pero lo único cierto es que aquello que Antía sería se vio sustituido por lo que fue: un cadáver cubierto de sangre en el salón de casa. Ese es el poder de la muerte. Congela un instante y lo mantiene imperturbable. Por eso Antía ya no será nada más que un cuerpo con los brazos ensangrentados.
«Sangre» aparece treinta y nueve veces.
No estoy siendo justo. También hay amistad y amor. En pocas canciones. En esas que no me apetece cantar pero que tienen que ver con ellos. Sí, puedo recordar los momentos buenos. Los hubo. Es solo que no me sienta bien luchar contra el Carlos triste, el que se apoderó de mí tras la muerte de Antía. A veces intento recordar al otro Carlos. Está en esas canciones. En unas pocas.
«Amigos» sale cuarenta y dos veces.
Está claro que no los he olvidado.
Cojo una camisa negra y unos vaqueros del armario. Deberíamos seguir separados. Todos deberíamos olvidar. Si es que eso es posible.
Compostela, 2021
Santi recorrió los puestos de la plaza para acabar en el de siempre. Un rape y unas almejas de Carril eran la elección de hoy. Se arrepentía de no haberle insistido a Lorena para marcharse fuera de la ciudad ese fin de semana. No soportaba Santiago durante el verano, aunque lo cierto era que el flujo de turistas había disminuido. El sol caía a plomo y la opción de ir a la playa en fin de semana no le apasionaba. A él, las playas le gustaban en mayo y en septiembre.
«On the road», decía el wasap que acababa de mandarle Ana acompañado de una foto de su coche nuevo, un Captur rojo, lleno de cajas.
«Hazme un SyS en cuanto llegues», escribió él, mientras se dirigía a la salida de la plaza de abastos.
Sana y salva. Era lo que siempre se decían en estos casos.
Ana volvía, y con ella el tándem Abad y Barroso. Veiga estaba encantado. Él también. En estos dos años ambos habían encontrado un cauce para su complicada relación. Habían conseguido ser amigos y, sobre todo, Santi había conocido a la verdadera Ana. La distancia y su relación con Lorena habían dado una nueva dimensión a su amistad. Eran amigos porque eso era lo único que podían ser, y eso le había mostrado una nueva visión de esa mujer que lo exasperaba y a la que admiraba a partes iguales. Le volvía loco su desorden vital, aunque sentía un profundo respeto por su profesionalidad y su tesón. Como Ana siempre decía cuando trabajaban juntos: no somos los mejores, pero somos los más constantes y obstinados. Así era ella, como un bull terrier: si atrapaba algo, ya no lo soltaba; encajaba fuerte la mandíbula y ya nada le hacía abandonar su presa.
Salió de la plaza y deambuló por la zona vieja. Se tomó una caña en la terraza del Riquela. Volvió a ojear el móvil. Lorena le recordaba que comprase pan. Su hermano le mandaba una foto de su sobrino Brais surfeando en la playa de Pantín. Le contestó con el icono de un pulgar hacia arriba. No era un tío expresivo.
Entró en Twitter y buscó las noticias más relevantes. Estaba de vacaciones y, por lo tanto, desconectado por completo del mundo. Faltaba solo una semana para volver a comisaría, aunque estas vacaciones estaban siendo muy atípicas. Seguían sin viajar. Se limitaban a ir a la playa o hacer pequeñas excursiones. El ambiente social continuaba enrarecido.
La foto de Iago Silvent apareció en varios tuits.
Así que ya había llegado. Se preguntó si Carlos estaba al tanto. Hacía mucho que no sabía nada de él. Tenía que llevar a Lorena a uno de sus conciertos algún día. Era un tío con un talento increíble y no entendía por qué se conformaba con hacer versiones de cantautores para un público fiel pero reducido. La imagen de Silvent estaba siempre unida a la de Carlos, y la de este a Antía, claro. Hacía mucho que no pensaba en Iago y en los Morgade.
Lo llamaría un día de estos, pensó mientras cogía la bolsa del pescado para dirigirse a la panadería.
A Horta d’Obradoiro
—Estás guapísima —dijo Eva mientras se abrazaba a Mónica, tras unos segundos de confusión al ofrecerle ella el codo.
No mentía. Mónica mostraba unas piernas interminables bajo un vestido azul eléctrico que destacaba su tez pálida y perfecta, y su larga melena pelirroja y rizada. Sus labios eran demasiado gruesos, y Eva no pudo evitar pensar que estaba mucho mejor antes de operárselos. Ella no necesitaba nada de eso, aunque la entendía; en el mundo en el que se movía Mónica, la imagen lo era todo.
El camarero las condujo al jardín. Su mesa ya estaba preparada. Ellas habían sido las primeras en llegar, un minuto antes de las nueve. Para que luego hablaran de la impuntualidad femenina.
Eva pidió una caña de 1906 y Mónica, un godello.
—Estoy nerviosa —confesó Eva.
—Y yo —contestó Mónica, mientras se llevaba la copa de vino blanco a los labios.
—¿Lito también viene?
Mónica asintió.
—Está fenomenal. Nunca lo había visto así. Está limpio. Entró en un programa de desintoxicación durante el confinamiento y viene de pasar seis meses en una clínica, sometido a un programa terapéutico. Mira la foto de su WhatsApp. —Le mostró su móvil.
Eva observó a Lito. Había ganado varios kilos y se le había borrado ese aire de eterno espectro.
—Me alegro infinito.
—Y yo también —dijo una voz tras ella—. No sé de qué te alegras tú, pero yo no me puedo creer que esté en casiña.
—¡Iago! —Mónica se levantó a toda velocidad y se apresuró a abrazarlo.
Eva la imitó un segundo más tarde.
Iago tomó asiento al lado de Mónica y pidió al camarero otra 1906.
—Veinte años sin vernos, qué mierda de trabajo es este que me ha impedido volver a Galicia en dos décadas —dijo él.
—Eso no es lo que dices en Instagram, presumes de tener el mejor trabajo del mundo —rio Mónica.
Era el mismo rostro que se había colado en sus casas durante meses, pasando a ser uno más de la familia. Pelo entrecano, perilla, ojos claros. Para ellas, era tan solo una versión madura del chico más divertido del piso de la Algalia. El camarero le llevó la caña y le preguntó si podía hacerse una foto con él. Iago se levantó y posó sonriente a su lado.
—¿Xabi también viene? —preguntó Eva—. ¿Dónde vive ahora?
—En Vigo. Hablé con él el jueves, antes de volar. Trabaja en Citroën y vive con una chica que se llama Vanesa.
—¿Cuantos años tiene? ¿Treinta y nueve? Era el más joven de nosotros, ¿no?
—Sí, eso creo —dijo Mónica—. Lito y yo éramos del mismo curso, tenemos cuarenta y dos, y Iago y Carlos tienen que tener un año más, si no recuerdo mal, y tú debes de rondar los cuarenta, ¿no? Aunque oficialmente yo tengo treinta y cuatro y mataré a quien diga lo contrario. La Wikipedia no miente, y ahí pone que nací en 1987, aunque eso signifique que debuté como azafata en Luar con doce años.
Los tres se echaron a reír.
—Esto parece el piso de la Algalia —dijo Lito, que acababa de llegar acompañado de Xabi.
Efectivamente, lo parecía. Era increíble lo rápido que se difuminaba el tiempo. La compañía de ellos resultaba natural. Sí, Iago lo había resumido muy bien. Eran familia. A pesar de los años transcurridos. A pesar del dolor y de los recuerdos oscuros.
—Ahí viene Carlos —anunció Mónica, señalando al hombre de camisa negra y vaqueros que se dirigía hacia la mesa.
—Ahora ya estamos todos —dijo Lito.
Todos no, pensó Carlos, mientras abrazaba a Iago en primer lugar y dirigía su mirada hacia Eva.
Ya nunca estarían todos.
Los chicos de la Algalia
—La comida. No os imagináis lo que la he echado de menos —dijo Iago mientras daba cuenta de lo que quedaba de su plato