Casas de cristal (Inspector Armand Gamache 13)

Louise Penny

Fragmento

Capítulo 1
1

—Diga su nombre.

—Armand Gamache.

—¿Es usted el máximo responsable de la Sûreté du Québec?

—El superintendente jefe, oui.

Gamache se enderezó en la silla de madera. Hacía calor esa mañana de julio; un calor sofocante, de hecho. Notaba el sabor del sudor en los labios y apenas eran las diez, su declaración acababa de empezar.

Desde luego, el estrado de los testigos no era su lugar preferido, ni testificar en contra de otro ser humano su actividad favorita. Pocas veces a lo largo de su carrera había supuesto una satisfacción para él, y ésta no era una de ellas.

Estaba incómodo en la silla, pero había jurado decir la verdad, y por tanto no podía mentirse a sí mismo: aunque creía en la ley y había pasado toda su carrera trabajando en el sistema judicial, a quien se sentía obligado a responder en primer lugar era a su conciencia.

Y su conciencia era una juez bastante dura.

—Tengo entendido que también fue usted quien hizo la detención.

—Sí, en efecto.

—¿Y no le parece insólito que un superintendente jefe haga arrestos?

—Llevo muy poco en el cargo, como sabrá; para mí todo es insólito, pero este caso en particular resultaba difícil de ignorar.

El fiscal dejó escapar una sonrisa. Como les daba la espalda a la mayoría de los presentes, incluido el jurado, casi nadie lo notó, pero a la juez Maureen Corriveau casi nada se le pasaba por alto.

Y lo que vio fue una sonrisa muy poco simpática —una mueca de desdén, en realidad—, y eso la sorprendió porque, en principio, el fiscal y el superintendente jefe estaban en el mismo bando.

Aunque sabía que aquello no significaba por fuerza que se cayeran bien o se respetaran: ella misma tenía algunos colegas por quienes no sentía ningún respeto, si bien dudaba que alguna vez los hubiera mirado con una expresión semejante.

Mientras se formaba un juicio sobre los dos hombres, Gamache hacía lo mismo con ella: intentaba hacerse una idea de cómo era.

El juez encargado de un caso podía afectar al resultado no sólo por su manera de interpretar la ley, sino por la atmósfera que creara en la sala; si era muy estricto o daba margen de maniobra, si estaba en plena forma o a punto de jubilarse, si soñaba con el momento de irse a tomar una copa o venía bien servido.

Y en este caso en particular sin duda resultaría especialmente determinante, porque no llevaba mucho en su puesto y, hasta donde Gamache sabía, era su primer caso de homicidio. La compadecía, pues era posible que no tuviera la menor idea de que le había tocado comerse un marrón e iba a tener que enfrentarse a un montón de cosas desagradables.

Era una mujer de mediana edad y no hacía nada para ocultar sus canas, quizá porque las consideraba señal de autoridad o de madurez, quizá porque ya no tenía que impresionar a nadie. Había sido una litigante bastante temida y una de las socias principales en un bufete de abogados de Montreal, y había sido rubia, antes de ascender a lo más alto.

Lo malo era que, una vez rozado el cielo, se podía caer de muy arriba.

Tenía una mirada inteligente y perspicaz, pero él se preguntaba cuánto vería en realidad y cuánto se estaba perdiendo.

Parecía relajada, pero eso significaba poco: probablemente él también daba la impresión de estar tranquilo.

Gamache desvió la mirada hacia la atestada sala del Palais de Justice, en el casco antiguo de Montreal. Casi todos los que podrían haber estado allí habían decidido quedarse en casa. Algunos, como Myrna, Clara y Reine-Marie, iban a ser llamados como testigos y no querían aparecer por ahí hasta que fuera absolutamente obligatorio. Otros (Olivier, Gabri, Ruth) sencillamente no querían dejar Three Pines y recorrer el largo camino hasta la agobiante ciudad para revivir aquella tragedia.

Pero su segundo, Jean-Guy Beauvoir, sí estaba presente, al igual que la inspectora Isabelle Lacoste, jefa del Departamento de Homicidios.

Ambos estaban emplazados para declarar... aunque era probable que ese plazo no llegara a cumplirse.

Gamache volvió a buscar con la vista al fiscal Barry Zalmanowitz, pero por el camino volvió a toparse con la mirada de la juez Corriveau y, para su desazón, ella ladeó levemente la cabeza y entornó los ojos también levemente.

¿Qué vería en él? ¿Habría captado esa juez novata justamente lo que trataba de ocultar, lo que quería esconder a toda costa?

Si era así, estaba seguro de que lo malinterpretaría: daría por hecho que le preocupaba la culpabilidad de la persona acusada.

Pero él no abrigaba la menor duda acerca de eso: sabía perfectamente que era culpable, sólo le daba un poco de miedo que algo saliera mal y acabara en libertad, pese al evidente peligro que representaba alguien con tanta astucia.

Observó al fiscal volver a su mesa, ponerse las gafas y entregarse a la lectura cuidadosa —casi se podría decir dramática— de un papel.

Probablemente era una hoja en blanco, o una lista de la compra, se dijo. En todo caso, de seguro era parte del decorado: una voluta de humo, un fragmento de un espejo roto.

Los juicios eran tan teatrales como las misas, y desde aquel estrado casi podía oler el incienso y oír la campanilla del altar.

El jurado, que aún no languidecía bajo los efectos del calor, seguía, cómo no, cada movimiento del fiscal, pero éste no era el protagonista del drama: ese papel lo interpretaba, entre bambalinas, alguien que casi con toda seguridad no pronunciaría una sola palabra.

El fiscal se quitó las gafas y Gamache oyó el frufrú de la toga de seda de la juez, que se había removido en el asiento con impaciencia apenas disimulada: puede que el jurado cayera en la trampa, pero ella no. Y el jurado, por su parte, tampoco se dejaría engañar durante mucho más tiempo: sus integrantes eran demasiado listos para eso.

—Tengo entendido que la persona acusada confesó, ¿no es así? —preguntó el fiscal mirando por encima de las gafas, como un profesor, al jefe de la Sûreté.

—Se produjo una confesión, sí.

—¿Durante un interrogatorio formal, superintendente jefe?

Gamache reparó en que hacía énfasis en su cargo, como dando a entender que alguien que estaba tan arriba en el escalafón no podía permitirse cometer errores.

—No, acudió a mi casa y confesó... por iniciativa propia.

—¡Protesto! —exclamó el abogado defensor poniéndose en pie de un salto, aunque con cierto retraso en opinión de Gamache—. Eso es irrelevante: mi cliente nunca ha confesado la autoría del asesinato.

—Cierto, la confesión de la que estamos hablando no se refería al crimen —repuso el fiscal—, pero sí condujo directamente a la imputación, ¿no es así, superintendente jefe?

Gamache miró a la juez Corriveau a la espera de su dictamen sobre la protesta.

Ella titube

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