Casas de cristal (Inspector Armand Gamache 13)

Louise Penny

Fragmento

Capítulo 1
1

—Diga su nombre.

—Armand Gamache.

—¿Es usted el máximo responsable de la Sûreté du Québec?

—El superintendente jefe, oui.

Gamache se enderezó en la silla de madera. Hacía calor esa mañana de julio; un calor sofocante, de hecho. Notaba el sabor del sudor en los labios y apenas eran las diez, su declaración acababa de empezar.

Desde luego, el estrado de los testigos no era su lugar preferido, ni testificar en contra de otro ser humano su actividad favorita. Pocas veces a lo largo de su carrera había supuesto una satisfacción para él, y ésta no era una de ellas.

Estaba incómodo en la silla, pero había jurado decir la verdad, y por tanto no podía mentirse a sí mismo: aunque creía en la ley y había pasado toda su carrera trabajando en el sistema judicial, a quien se sentía obligado a responder en primer lugar era a su conciencia.

Y su conciencia era una juez bastante dura.

—Tengo entendido que también fue usted quien hizo la detención.

—Sí, en efecto.

—¿Y no le parece insólito que un superintendente jefe haga arrestos?

—Llevo muy poco en el cargo, como sabrá; para mí todo es insólito, pero este caso en particular resultaba difícil de ignorar.

El fiscal dejó escapar una sonrisa. Como les daba la espalda a la mayoría de los presentes, incluido el jurado, casi nadie lo notó, pero a la juez Maureen Corriveau casi nada se le pasaba por alto.

Y lo que vio fue una sonrisa muy poco simpática —una mueca de desdén, en realidad—, y eso la sorprendió porque, en principio, el fiscal y el superintendente jefe estaban en el mismo bando.

Aunque sabía que aquello no significaba por fuerza que se cayeran bien o se respetaran: ella misma tenía algunos colegas por quienes no sentía ningún respeto, si bien dudaba que alguna vez los hubiera mirado con una expresión semejante.

Mientras se formaba un juicio sobre los dos hombres, Gamache hacía lo mismo con ella: intentaba hacerse una idea de cómo era.

El juez encargado de un caso podía afectar al resultado no sólo por su manera de interpretar la ley, sino por la atmósfera que creara en la sala; si era muy estricto o daba margen de maniobra, si estaba en plena forma o a punto de jubilarse, si soñaba con el momento de irse a tomar una copa o venía bien servido.

Y en este caso en particular sin duda resultaría especialmente determinante, porque no llevaba mucho en su puesto y, hasta donde Gamache sabía, era su primer caso de homicidio. La compadecía, pues era posible que no tuviera la menor idea de que le había tocado comerse un marrón e iba a tener que enfrentarse a un montón de cosas desagradables.

Era una mujer de mediana edad y no hacía nada para ocultar sus canas, quizá porque las consideraba señal de autoridad o de madurez, quizá porque ya no tenía que impresionar a nadie. Había sido una litigante bastante temida y una de las socias principales en un bufete de abogados de Montreal, y había sido rubia, antes de ascender a lo más alto.

Lo malo era que, una vez rozado el cielo, se podía caer de muy arriba.

Tenía una mirada inteligente y perspicaz, pero él se preguntaba cuánto vería en realidad y cuánto se estaba perdiendo.

Parecía relajada, pero eso significaba poco: probablemente él también daba la impresión de estar tranquilo.

Gamache desvió la mirada hacia la atestada sala del Palais de Justice, en el casco antiguo de Montreal. Casi todos los que podrían haber estado allí habían decidido quedarse en casa. Algunos, como Myrna, Clara y Reine-Marie, iban a ser llamados como testigos y no querían aparecer por ahí hasta que fuera absolutamente obligatorio. Otros (Olivier, Gabri, Ruth) sencillamente no querían dejar Three Pines y recorrer el largo camino hasta la agobiante ciudad para revivir aquella tragedia.

Pero su segundo, Jean-Guy Beauvoir, sí estaba presente, al igual que la inspectora Isabelle Lacoste, jefa del Departamento de Homicidios.

Ambos estaban emplazados para declarar... aunque era probable que ese plazo no llegara a cumplirse.

Gamache volvió a buscar con la vista al fiscal Barry Zalmanowitz, pero por el camino volvió a toparse con la mirada de la juez Corriveau y, para su desazón, ella ladeó levemente la cabeza y entornó los ojos también levemente.

¿Qué vería en él? ¿Habría captado esa juez novata justamente lo que trataba de ocultar, lo que quería esconder a toda costa?

Si era así, estaba seguro de que lo malinterpretaría: daría por hecho que le preocupaba la culpabilidad de la persona acusada.

Pero él no abrigaba la menor duda acerca de eso: sabía perfectamente que era culpable, sólo le daba un poco de miedo que algo saliera mal y acabara en libertad, pese al evidente peligro que representaba alguien con tanta astucia.

Observó al fiscal volver a su mesa, ponerse las gafas y entregarse a la lectura cuidadosa —casi se podría decir dramática— de un papel.

Probablemente era una hoja en blanco, o una lista de la compra, se dijo. En todo caso, de seguro era parte del decorado: una voluta de humo, un fragmento de un espejo roto.

Los juicios eran tan teatrales como las misas, y desde aquel estrado casi podía oler el incienso y oír la campanilla del altar.

El jurado, que aún no languidecía bajo los efectos del calor, seguía, cómo no, cada movimiento del fiscal, pero éste no era el protagonista del drama: ese papel lo interpretaba, entre bambalinas, alguien que casi con toda seguridad no pronunciaría una sola palabra.

El fiscal se quitó las gafas y Gamache oyó el frufrú de la toga de seda de la juez, que se había removido en el asiento con impaciencia apenas disimulada: puede que el jurado cayera en la trampa, pero ella no. Y el jurado, por su parte, tampoco se dejaría engañar durante mucho más tiempo: sus integrantes eran demasiado listos para eso.

—Tengo entendido que la persona acusada confesó, ¿no es así? —preguntó el fiscal mirando por encima de las gafas, como un profesor, al jefe de la Sûreté.

—Se produjo una confesión, sí.

—¿Durante un interrogatorio formal, superintendente jefe?

Gamache reparó en que hacía énfasis en su cargo, como dando a entender que alguien que estaba tan arriba en el escalafón no podía permitirse cometer errores.

—No, acudió a mi casa y confesó... por iniciativa propia.

—¡Protesto! —exclamó el abogado defensor poniéndose en pie de un salto, aunque con cierto retraso en opinión de Gamache—. Eso es irrelevante: mi cliente nunca ha confesado la autoría del asesinato.

—Cierto, la confesión de la que estamos hablando no se refería al crimen —repuso el fiscal—, pero sí condujo directamente a la imputación, ¿no es así, superintendente jefe?

Gamache miró a la juez Corriveau a la espera de su dictamen sobre la protesta.

Ella titubeó.

—Denegada —declaró al fin—, puede responder.

—Esta persona acudió por iniciativa propia a mi casa —insistió Gamache—, y sí, la confesión fue clave para que presentáramos cargos en su contra.

—¿Le sorprendió que fuera a su casa?

El abogado defensor se puso en pie una vez más.

—Protesto, señoría: la pregunta es subjetiva e irrelevante. ¿Qué importancia puede tener el hecho de que monsieur Gamache se llevara una sorpresa o no?

—Se admite. —La juez Corriveau se volvió nuevamente hacia Gamache—. No conteste a eso.

Gamache no tenía la menor intención de responder. La juez hacía bien al admitir la protesta; era una cuestión subjetiva... aunque, en su opinión, no del todo irrelevante.

¿Se había llevado una sorpresa?

Al ver a aquella persona en el porche de su casa de Three Pines se había sorprendido, desde luego. Le había costado saber de quién se trataba porque llevaba un grueso chaquetón y la capucha puesta (¿era hombre o mujer, joven o vieja?). Aún le parecía oír cómo la gélida lluvia de noviembre, transformada en granizo, repiqueteaba sobre su casa.

Recordar aquello en mitad de aquel sofocante mes de julio lo hizo estremecerse.

Sí, había sido una sorpresa, no se esperaba aquella visita.

En cuanto a lo que ocurrió después, la palabra «sorpresa» resultaba insuficiente para describirlo.

—No quiero que mi primer caso de homicidio acabe en un tribunal de apelación —dijo la juez Corriveau en voz baja, de forma que sólo Gamache pudiera oírla.

—Creo que ya es tarde para eso, señoría. Este caso dio comienzo en el Alto Tribunal y sin duda acabará allí.

La juez Corriveau se removió en el asiento. Trataba de ponerse cómoda una vez más, pero algo había cambiado tras aquel extraño intercambio privado.

Estaba acostumbrada a las palabras, ya fueran crípticas o no; era la expresión de los ojos de Gamache lo que la desconcertaba. Se preguntaba si él era consciente.

Aunque no habría sabido decir con precisión de qué se trataba, sí sabía que el superintendente jefe de la Sûreté no debería tener ese gesto, menos aún estando en el estrado en un juicio por asesinato.

Nunca lo había tratado personalmente. Conocía su reputación y a lo largo de los años se habían cruzado muchas veces en los pasillos del Palais de Justice, pero eso era todo.

Estaba convencida de que encontraría muy desagradable a ese cazador de seres humanos que se ganaba la vida con la muerte; no causándola directamente, pero sí sacando provecho de ella.

Sin asesinatos, Gamache no sería nadie.

Recordaba uno de esos encuentros fortuitos cuando él aún era inspector jefe de Homicidios en la Sûreté y ella, abogada defensora. Se habían cruzado en un pasillo y ella lo había mirado a los ojos (unos ojos penetrantes, atentos, reflexivos...) y también entonces había captado algo más en ellos.

Luego, él se había alejado inclinando levemente la cabeza para escuchar mejor a su compañero, un hombre más joven que, como ella sabía muy bien, era su segundo. Podía verlo allí mismo, en la sala del tribunal.

Un ligero aroma a sándalo y a agua de rosas, apenas distinguible, había quedado flotando en el aire en aquel pasillo.

Al volver a casa, se lo había contado a su esposa:

—Lo he seguido y he entrado unos minutos a la sala del juicio para escuchar su declaración.

—¿Y por qué?

—Porque sentía curiosidad. Nunca he tenido que enfrentarme a él, pero he pensado que debía hacer los deberes por si eso ocurriera algún día. Además, me sobraba algo de tiempo...

—Bueno, ¿y qué tal? Espera, déjame adivinarlo. —Joan frunció la nariz y soltó—: «Pues sí, este miserable se cargó a aquel tipo. No sé por qué malgastan el tiempo con un juicio, panda de gallinas pulgosas... ¡A la horca con él!».

—Increíble —bromeó Maureen—. ¿Estabas allí o qué? Porque, en efecto, se transformó en Edward G. Robinson.

Joan se echó a reír.

—Aun así, ni Jimmy Stewart ni Gregory Peck llegaron nunca a inspector jefe de Homicidios —dijo.

—Bien visto, pero también ha citado una frase de la hermana Prejean —explicó Maureen, refiriéndose a la autora del libro en el que se basó la película Pena de muerte, de Tim Robbins.

Joan bajó el libro que tenía entre las manos.

—¿En un juicio?

—En su declaración.

Gamache se había sentado en el estrado, sereno y relajado, pero no indiferente. Tenía un aspecto distinguido, aunque a primera vista no podría decirse que fuera un hombre apuesto. Era un tanto corpulento y llevaba un traje bien cortado. Se lo veía muy erguido en el asiento, atento, respetuoso.

Tenía el pelo corto y veteado de gris, e iba bien afeitado. Tenía una profunda cicatriz en la sien que ella había podido distinguir incluso desde la galería.

Y había pronunciado aquellas palabras:

«Ningún hombre es tan malo como el peor acto que haya podido cometer».

—No entiendo, ¿qué pretendía citando a aquella activista? —preguntó Joan—. Y esa frase, nada menos.

—Yo diría que ha sido un sutil llamamiento a la clemencia.

—Vaya... —Joan se quedó pensativa y poco después añadió—: Por supuesto, lo contrario también es cierto: «Nadie es tan bueno como el mejor de sus actos».

Y ahora la juez Corriveau estaba sentada en el estrado, ataviada con su toga, impartiendo justicia y tratando de hacerse una idea de lo que tramaba el superintendente jefe Gamache.

Nunca antes había estado tan cerca de aquel hombre durante tanto rato. La profunda cicatriz en la sien seguía ahí, y ahí seguiría para siempre, por supuesto: era como si su trabajo hubiera marcado a fuego al tal Gamache. De cerca se distinguían unas finas arrugas que irradiaban desde su boca y sus ojos: eran las huellas que dejaba la vida... y la risa, como bien sabía ella, que también las tenía.

Era un hombre en la cúspide de su carrera, contento consigo mismo, en paz con lo que había hecho y con lo que debía hacer en ese momento.

Pero ¿y la expresión de sus ojos?

La expresión que había captado tanto tiempo atrás en aquel pasillo había sido tan inesperada para ella que había decidido seguirlo para escuchar su declaración.

Era bondad.

Pero lo que veía ahora no era eso, sino preocupación. No tenía dudas, se dijo, pero estaba preocupado.

Y de repente también ella lo estaba, aunque no habría sabido decir por qué.

Ambos volvieron a centrar su atención en el fiscal: estaba jugueteando con un bolígrafo, pero ella lo miró con severidad y él se enderezó de inmediato y dejó el boli sobre la mesa.

—Permítame reformular la pregunta, señoría —dijo finalmente—. ¿Cuándo empezó a abrigar sospechas?

—Al igual que en la mayoría de los asesinatos —repuso Gamache—, mucho antes del acto en sí.

—¿De modo que sabía que tendría lugar un asesinato... incluso antes de la muerte?

Non, eso no.

«¿No?», se preguntó Gamache. Se había hecho la misma pregunta todos los días desde que habían descubierto el cuerpo; o más bien, se había preguntado cómo era posible que no se lo hubiera imaginado.

—Pues se lo pregunto una vez más, superintendente jefe: ¿cuándo lo supo?

Había cierto tono de impaciencia en la voz de Zalmanowitz.

—Supe que algo no andaba bien cuando aquel personaje con hábito negro apareció en la plaza del pueblo.

Eso produjo un gran revuelo. Los reporteros, situados en el otro extremo de la sala, se inclinaron sobre sus ordenadores portátiles. Gamache, desde el estrado de los testigos, los oyó teclear ese moderno código Morse que indicaba noticias urgentes.

—Supongo que con «pueblo» se refiere a Three Pines —dijo el fiscal mirando a los periodistas como si el hecho de que conociera el nombre del pueblecito donde vivía Gamache, y donde había muerto la víctima, fuera digno de mención—. Queda al sur de Montreal, junto a la frontera con Vermont, ¿no es así?

Oui.

—Y es bastante pequeño, según tengo entendido.

Oui.

—¿Bonito? ¿Apacible, incluso?

Zalmanowitz se las apañó para que «bonito» sonara a mediocre y «apacible», a aburrido. Pero Three Pines no era ninguna de las dos cosas, ni mucho menos.

Gamache asintió.

—Sí, es muy bonito.

—Y remoto.

El fiscal también consiguió que ese «remoto» sonara desagradable, como si la vida se volviera menos civilizada a medida que uno se alejaba de la gran ciudad. Y eso podía ser cierto, se dijo Gamache, pero él había visto los resultados de esa supuesta civilización y sabía que en las ciudades habitaban tantas bestias como en los bosques.

—No tan remoto como aislado —explicó—. Básicamente, la gente suele llegar a Three Pines porque se ha perdido. No es la clase de lugar por el que uno pasa cuando se dirige a otro sitio.

—¿No está de camino a ninguna parte?

Gamache estuvo a punto de sonreír: el fiscal probablemente había pretendido que sonara ofensivo, pero en realidad había acertado.

Reine-Marie y él habían decidido vivir en Three Pines justamente porque era bonito y difícil de encontrar: era un refugio, un escudo frente a las preocupaciones y la crueldad del mundo que él tenía que afrontar todos los días y que se extendía más allá del bosque.

Allí habían encontrado una casa que habían transformado en su hogar, entre los pinos y la vegetación perenne, entre las tiendecitas y los pocos habitantes del lugar, que poco a poco se habían convertido en amigos y luego en familia.

Y así, cuando aquella criatura de negro había aparecido de la nada en la bonita y apacible plaza de Three Pines, desplazando a los niños que jugaban, había resultado, más que una rareza o una simple intrusión, una profanación en toda regla.

Gamache recordaba que, de hecho, se había sentido inquieto desde la noche anterior, cuando el personaje de negro se había presentado en la fiesta de Halloween que se celebraba anualmente en el bistrot.

Aunque la verdadera alarma no se disparó hasta el día siguiente, cuando miró por la ventana de su dormitorio y comprobó que, en vez de irse a la cama como todo el mundo, seguía allí, plantado en la plaza, observando fijamente el hostal.

Observando.

Y ahora, meses después, Gamache miró al fiscal general, vestido de toga negra; se volvió hacia los abogados defensores, todos con togas negras, y finalmente contempló a la juez —justo a su lado, aunque un poco por encima—, también enfundada en una toga negra...

Y todos lo observaban.

Por lo visto, no había escapatoria posible de los personajes vestidos de negro, pensó.

—En realidad, todo empezó la noche anterior —rectificó—, en la fiesta de Halloween.

—Ah, ¿iban todos disfrazados?

—Todos no, no era obligatorio.

—¿Y usted? —quiso saber el fiscal.

Gamache lo fulminó con la mirada: no era una pregunta pertinente, sólo pretendía infligirle una pequeña humillación.

—Decidimos disfrazarnos unos de otros.

—¿Se refiere a usted y su esposa? ¿Se vistió de mujer, superintendente jefe?

—No exactamente. Sacamos nombres de un sombrero y a mí me tocó disfrazarme de Gabri Dubeau, quien regenta la fonda local con su compañero Olivier.

Con la ayuda de Olivier, Armand se había puesto un kimono y las zapatillas rosas y peludas que eran la seña de identidad de Gabri. Era un disfraz fácil e increíblemente cómodo.

A su mujer, Reine-Marie, le había tocado transformarse en Clara Morrow. Clara era una retratista de enorme éxito, aunque daba la sensación de que sobre todo se pintaba a sí misma, porque siempre iba llena de manchas de pintura.

Reine-Marie se había alborotado el pelo hasta dejarlo casi de punta y se había incrustado unas galletitas y un sándwich de mantequilla de cacahuete entre los mechones; finalmente, se había dado unos toques de pintura por todo el cuerpo.

Por su parte, Clara se había disfrazado de su mejor amiga, Myrna Landers. A todos les había preocupado un poco que apareciera con la cara negra, aunque Myrna había dicho que no se ofendería siempre y cuando se pintara el cuerpo entero.

Por una vez, sin embargo, Clara no se había cubierto de pintura. En vez de eso, lucía un caftán hecho a base de cubiertas de libros viejos.

Myrna era una psicóloga de Montreal jubilada que llevaba la librería contigua al bistrot, donde vendía libros nuevos y de ocasión. Clara tenía la teoría de que los lugareños fabricaban problemas sólo para poder ir a contárselos.

—¿Que ellos fabrican problemas? —había repetido la vieja poeta Ruth mirándola fijamente—. ¿Y qué dices de ti? ¡Tú has llenado un almacén entero de problemas; casi has monopolizado el mercado!

—Yo no fabrico problemas —repuso Clara.

—¿Lo dices en serio? Estás a punto de celebrar una gran exposición en solitario y lo único que tienes es pura basura. Si eso no es un problema, ya me dirás qué es.

—No es basura —replicó Clara, aunque ninguno de sus amigos la respaldó.

Gabri había acudido a la fiesta de Halloween disfrazado de Ruth. Tras encasquetarse una peluca gris, se había maquillado la cara hasta parecer un demonio salido de una película de terror. Llevaba un jersey apolillado y lleno de bolitas, y un pato de peluche en brazos.

Luego se había pasado la noche entera bebiendo whisky y recitando versos en voz baja:

En la colina se alza la cabaña
sola, las puertas abiertas,
pero el perro no ladra,

ni el cerdo gruñe detrás de su cerca...

—¡Eso no es mío, pedazo de mierda! —soltó Ruth, que lucía un jersey apolillado y lleno de bolitas y llevaba en brazos un pato de verdad.

—«Tan sólo una brizna de hierba ondeaba —declamó Gabri— como un estandarte, libre y audaz...».

—¡Basta! —espetó Ruth haciendo ver que se tapaba las orejas—. ¡Vas a asesinar a mi musa!

—«Y me pregunto si no anunciaba —continuó Gabri— que una cebolla ya iba a brotar».

Pronunció la última palabra arrastrando las sílabas e incluso a Ruth se le escapó la risa. En sus brazos, Rosa, la pata, musitó:

—Caca, caca, caca...

—Me he pasado un rato componiéndola —había comentado Gabri—, pero esto de la poesía tampoco es tan complicado.

En la sala del tribunal, el fiscal general dijo:

—Y eso fue el 31 de octubre del año pasado...

Non, fue el 1 de noviembre. En la noche de Halloween solemos quedarnos todos en casa para darles caramelos a los niños que van de puerta en puerta, así que siempre celebramos nuestra fiesta la noche siguiente.

—El primer día de noviembre... ¿Y quién más estaba allí, aparte de los lugareños? —preguntó el fiscal.

—Matheo Bissonette y su mujer, Lea Roux.

Madame Roux, la política —puntualizó el fiscal—. Una figura muy prometedora en su partido, según tengo entendido.

Monsieur Zalmanowitz oyó de nuevo, a sus espaldas, el teclear de los portátiles: un canto de sirena, prueba de que sus comentarios aparecerían en las noticias.

—Sí —confirmó Gamache.

—¿Eran amigos suyos? ¿Se alojaban en su casa?

Por supuesto, el fiscal general ya conocía las respuestas a esas preguntas: las planteaba en beneficio de la juez, del jurado... y de los periodistas.

Non, yo apenas los conocía. Estaban allí con sus amigos Katie y Patrick Evans.

—Ah, sí, los Evans... —El fiscal miró hacia la mesa de la defensa y de nuevo a Gamache—. El contratista y su esposa arquitecta. Construían casas de cristal, según tengo entendido. ¿Amigos suyos también?

—También meros conocidos —corrigió Gamache con firmeza: no le gustó la insinuación.

—Por supuesto —dijo Zalmanowitz—. ¿Y qué hacían en el pueblo?

—Se trataba de su reunión anual. Son amigos de la facultad: estaban en la misma clase en la Universidad de Montreal.

—¿Y todos tienen ahora poco más de treinta años?

Oui.

—¿Cuánto tiempo llevan yendo a Three Pines?

—Cuatro años. Siempre en la misma semana, a finales de verano.

—Excepto este año, que fueron a finales de octubre.

Oui.

—Una época un poco rara para ir de visita, ¿no cree? Ya no se ven los colores otoñales, pero tampoco hay nieve para esquiar. Es bastante deprimente, ¿no?

—A lo mejor así les salían más baratas las habitaciones de la fonda —repuso Gamache con cara de estar intentando ser útil—. Es un alojamiento muy bonito.

Esa misma mañana, a primera hora, cuando se disponía a emprender el trayecto en coche hasta Montreal, Gabri, el dueño del hostal y del bistrot, se había acercado corriendo con una bolsa de papel de estraza y un vaso de cartón.

—Si tienes que mencionar la fonda, ¿podrías decir que es un sitio precioso... o mejor aún, describirlo como un lugar encantador?

Había señalado con un gesto la fachada del edificio. No sería ninguna mentira: la antigua casa de postas que se alzaba frente a la plaza ajardinada del pueblo, con su galería y su tejado a dos aguas, era, en efecto, encantadora, especialmente en verano. Al igual que la gran mayoría de las casas de Three Pines, tenía un jardín en la parte delantera con rosales, lavandas y racimos colgantes de dedaleras rodeadas de fragantes polemonios.

—Pero no vayas a decir «prodigioso», ¿eh? —aconsejó Gabri—. Suena un tanto forzado.

—Y no queremos eso —coincidió Gamache—. Oye, ¿sabes que se trata de un juicio por asesinato, verdad?

—Sí, claro que sí —repuso Gabri muy serio mientras le tendía el café y los croissants.

Y ahora Gamache estaba ahí, en el juicio, escuchando a Barry Zalmanowitz, el fiscal.

—Inicialmente, ¿qué fue lo que llevó a los antiguos compañeros de clase hasta Three Pines? —quiso saber monsieur Zalmanowitz—. ¿Se habían perdido?

—No, Lea Roux y la doctora Landers se conocen desde hace mucho: Myrna Landers solía hacerle de canguro. Lea y Matheo ya la habían visitado varias veces y el pueblo les gustaba, se lo mencionaron a sus amigos y se convirtió en el lugar elegido para su reunión anual.

—Ya veo. De modo que Lea Roux y su marido fueron quienes instigaron a los demás... —Consiguió que aquello sonara sospechoso—. Con la ayuda de madame Landers, claro.

—De la doctora Landers, sí; pero no hubo «instigación»: era una reunión perfectamente normal.

—¿En serio? ¿Le parece «perfectamente normal» lo que pasó?

—Hasta noviembre pasado, sí.

El fiscal general asintió con una expresión que pretendía ser perspicaz, como si no creyera del todo al superintendente jefe Gamache.

A la juez Corriveau le pareció una ridiculez, pero advirtió que el jurado se lo tragaba.

Y una vez más se preguntó por qué querría el fiscal dar esa impresión con su propio testigo.

Con el jefe de la Sûreté, por el amor de Dios.

Poco a poco, el día iba subiendo de temperatura, lo mismo que la sala del tribunal. La juez miró los viejos aparatos de aire acondicionado que pendían en las ventanas. Estaban apagados, cómo no: demasiado ruidosos, demasiado molestos.

Pero el calor también se estaba volviendo molesto, y ni siquiera era mediodía.

—¿Cuándo empezó a pensar, superintendente jefe, que ocurría algo fuera de lo normal?

El fiscal volvía a hacer hincapié en el cargo de Gamache, pero ahora su tono sugería cierto grado de incompetencia.

—En realidad, empecé a pensarlo durante aquella fiesta de Halloween en el bistrot —respondió Gamache ignorando la provocación—. Algunos de los presentes se habían puesto antifaz, pero la mayoría resultaban reconocibles, sobre todo cuando hablaban. Sin embargo, no era así en un caso: uno de los invitados llevaba una especie de hábito negro con la capucha puesta, una máscara también negra, guantes y botas.

—Vaya, debía de parecerse a Darth Vader —comentó el fiscal, y se oyeron risitas en la galería.

—Al principio creíamos precisamente eso; pero no, no era un disfraz de La guerra de las galaxias.

—¿Y de qué supusieron que iba disfrazado?

—Reine-Marie... —Gamache se volvió hacia los miembros del jurado—...mi esposa —aclaró, y ellos asintieron— nos planteó que podía tratarse del padre de Mozart en la película Amadeus, pero ese personaje lucía un sombrero muy particular, y la persona de la que hablo sólo llevaba la capucha puesta. Myrna sugirió que podía tratarse de un disfraz de jesuita, pero no llevaba ninguna cruz...

Y luego estaba su actitud: mientras la gente disfrutaba de la fiesta, el invitado de negro permanecía absolutamente inmóvil.

La gente no tardó mucho en pasar de él. Dejaron de preguntarle de qué iba disfrazado y de intentar adivinar quién era. Se dedicaron a lo suyo y, a medida que avanzaba la velada, fue abriéndose un espacio a su alrededor: era como si habitara en su propio mundo, en su propio universo, donde no había ni fiesta de Halloween ni gente que lo pasaba bien, ni risas ni amistad.

—¿Qué creyó usted?

—A mí me pareció que era la Muerte —respondió Gamache.

A esas alturas reinaba el silencio en la sala.

—¿Y qué hizo?

—Nada.

—¿En serio? ¿La Muerte acude de visita y el jefe supremo de la Sûreté, antiguo inspector jefe de Homicidios, no hace nada?

—Era una persona con un disfraz —puntualizó Gamache pacientemente.

—Eso se dijo a sí mismo aquella noche, supongo —repuso el fiscal—. ¿Y cuándo se dio cuenta de que era realmente la Muerte? Déjeme adivinarlo... ¿cuando se encontró frente al cadáver?

Capítulo 2
2

No. La presencia de aquel personaje de negro en la fiesta de Halloween había sido desconcertante, pero Gamache sólo había empezado a pensar que algo iba mal a la mañana siguiente, cuando se asomó a la ventana de su dormitorio para contemplar el húmedo día de noviembre.

—¿Qué estás mirando, Armand? —le preguntó Reine-Marie, su mujer, cuando salió de la ducha.

Se acercó a él y frunció el ceño al mirar por la ventana.

—¿Qué demonios hace ahí? —preguntó en voz baja.

Terminada la fiesta, la gente se había marchado a casa a acostarse, pero el invitado del hábito negro se había quedado atrás, en la plaza del pueblo, justo donde seguía plantado, con la capucha puesta, observando.

Gamache no podía verlo bien desde ese ángulo, pero sospechaba que aún llevaba puesta la máscara.

—No lo sé —le respondió a Reine-Marie.

Era sábado por la mañana, así que se vistió con ropa informal: pantalones de pana, camisa y un jersey grueso. Estaban a principios de noviembre y el frío empezaba a calar. El día había amanecido gris, como solía pasar en esa época del año, tras el reluciente sol y las relucientes hojas otoñales de octubre.

Noviembre era un mes de transición, una especie de purgatorio: el aliento frío y húmedo entre la agonía y la muerte misma, entre el otoño y el pleno invierno.

No era el mes favorito de nadie.

Se puso las botas de agua y salió de la casa dejando a Henri, su pastor alemán, y a esa cosita a la que habían llamado Gracie mirándolo fijamente, desconcertados: no era habitual que no los llevara consigo.

Hacía más frío del que esperaba, más frío incluso que la noche anterior.

Antes de llegar a la plaza ya tenía las manos heladas; se arrepintió de no haber cogido los guantes y el gorro.

Pero siguió caminando hasta plantarse delante del personaje de negro.

Llevaba puesta la máscara. Sólo se le veían los ojos, e incluso éstos estaban ocultos por una especie de velo.

—¿Quién eres? —preguntó.

Usó un tono tranquilo, casi amistoso, como si aquello fuera una conversación cordial, una situación perfectamente razonable.

No hacía falta mostrarse hostil: ya habría tiempo para eso más adelante, de ser necesario.

Aquel ser, sin embargo, permaneció en silencio, no del todo impasible ni inexpresivo porque transmitía cierto aire de confianza, incluso de autoridad. Era como si se sintiera con derecho a estar allí, como si aquel lugar le perteneciera.

Aunque Gamache sospechaba que, más que la persona en sí, eran el atuendo y el silencio los que producían aquella sensación.

Siempre lo sorprendía que el silencio fuera más eficaz que las palabras cuando se buscaba desconcertar, pero él no podía darse el lujo de quedarse callado.

—¿A qué has venido? —preguntó primero en francés y luego en inglés.

Después esperó diez segundos, veinte, cuarenta y cinco...

En el bistrot, Myrna y Gabri observaban a través de la ventana de cristal emplomado a las dos personas frente a frente en la plaza.

—Bien —dijo Gabri—, Armand lo echará de allí.

—Pero ¿quién es? —quiso saber Myrna—. Anoche estaba en tu fiesta...

—Sí, pero no tengo ni idea, y Olivier tampoco.

—¿Has acabado? —preguntó Anton, el lavaplatos y ayudante de camarero de las mañanas.

Iba a coger el plato de Myrna, en el que ya sólo había algunas migajas, pero se detuvo y se quedó mirando fijamente como los demás.

Myrna levantó la vista hacia él. No llevaba mucho tiempo allí, pero se había adaptado rápido. Olivier lo había contratado para fregar los platos y poner las mesas, y Anton no había tardado mucho en dejarles claro que esperaba llegar a jefe de cocina.

—Sólo hay un cocinero —le había confiado a Myrna un día, mientras compraba libros de cocina antiguos en su tienda—, pero a Olivier le gusta dar la impresión de que dispone de todo un batallón.

Myrna se echó a reír. Parecía algo propio de Olivier: siempre intentando impresionar, incluso a la gente que lo conocía demasiado bien como para tragárselo.

—¿Tienes alguna especialidad? —preguntó ella al tiempo que apretaba las teclas de su vieja caja registradora.

—Me gusta la cocina canadiense.

Myrna había hecho una pausa para mirarlo. Rondaba los treinta y cinco, pensó. Sin duda demasiado mayor, y demasiado ambicioso, para limitarse a servir mesas. Por su forma de hablar se veía que había tenido una buena educación, y además vestía bien. Era esbelto y atlético. Llevaba el cabello castaño oscuro recortado en los lados y más largo en la zona superior de la cabeza, de forma que le caía sobre la frente haciéndolo parecer más joven de lo que realmente era.

Desde luego era guapo, y un aspirante a chef.

De haber tenido ella veinte años menos...

Una chica tiene derecho a soñar, así que Myrna no se cortó:

—Cocina canadiense... ¿y eso qué es?

—Exacto —había dicho Anton sonriendo—. En realidad nadie lo sabe. Creo que es cualquier cosa oriunda de esta tierra y de sus ríos, y ahí fuera hay tantas cosas... Me gusta ir en busca de comida.

Lo había dicho con deliberada malicia, como un voyeur podría haber dicho: «Me gusta mirar».

Myrna se echó a reír, se sonrojó ligeramente y le cobró un dólar por dos libros de cocina.

Y ahora Anton, apoyado en la mesa del bistrot, miraba por la ventana junto a ella.

—¿Con quién está hablando Maurice Gamache? —susurró.

—¿No estabas en la fiesta anoche? —preguntó Gabri.

—Sí, pero estuve casi todo el tiempo en la cocina. Prácticamente no salí de allí.

Myrna desvió su mirada de la pareja en la plaza del pueblo para posarla en Anton. Una fiesta al otro lado de las puertas de vaivén y él atrapado allí, fregando platos. Era una situación propia de un melodrama victoriano.

Dio la sensación de que él le leía el pensamiento, porque sonrió.

—Podría haber salido, pero no me van mucho las fiestas. En la cocina estoy muy a gusto.

Myrna se limitó a asentir. Lo entendía perfectamente: ella más que nadie sabía que todos tenemos un sitio donde no sólo nos sentimos más cómodos, sino donde también somos más competentes. El suyo era la librería; el de Olivier, el bistrot; el de Clara, su estudio.

El de Sarah, la panadería... y el de Anton, la cocina.

Pero a veces la comodidad es una ilusión: se disfraza de refugio cuando en realidad es una prisión.

—¿Qué le está diciendo? —preguntó Anton tomando asiento y señalando a Gamache.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Armand—. ¿Hay alguien con quien quieras hablar?

No hubo respuesta ni movimiento alguno, aunque Gamache distinguió una leve vaharada brotando de la máscara.

Una señal de vida.

Era constante, como la larga voluta de humo de un tren que avanza.

—Me llamo Armand Gamache. —Dejó que las palabras flotaran en el aire durante unos segundos—. Soy el superintendente jefe de la Sûreté du Québec. —¿Hubo un pequeño cambio en los ojos? ¿Lo había mirado aquella criatura durante unos instantes y luego apartado la vista?—. Aquí hace mucho frío —añadió frotándose las manos heladas—, podríamos entrar y tomar un café y unos huevos con beicon. Vivo justo ahí.

Señaló su casa y se preguntó si debería haberla identificado con más precisión, pero enseguida pensó que esa persona probablemente ya sabía dónde vivía. Al fin y al cabo, él acababa de salir de ahí; no era un secreto que digamos.

Esperó a que el personaje de negro respondiera a su invitación a desayunar mientras se preguntaba qué pensaría Reine-Marie cuando llegara a casa con su nuevo amigo.

Y, como no hubo respuesta, alargó la mano para cogerlo del brazo y persuadirlo de que lo acompañara.

En el bistrot, todas las conversaciones habían cesado y el servicio matutino se había interrumpido bruscamente.

Clientes y camareros por igual miraban con atención a las dos personas plantadas en la plaza de Three Pines.

—Se va a llevar a ese tipo a rastras —comentó Olivier uniéndose a los demás.

Anton hizo ademán de levantarse, pero Olivier le indicó con un gesto que se quedara en su lugar. Ya no había prisa.

Todos observaron cómo el jefe de la Sûreté bajaba la mano sin llegar a tocar al personaje de negro.

• • •

Gamache se había quedado inmóvil y lo observaba mirar fijamente el bistrot, la librería, la panadería y el pequeño supermercado de monsieur Béliveau.

—Ándate con cuidado —le susurró finalmente.

Se dio la vuelta y regresó a casa.

Por la tarde, aquel extraño personaje de hábito negro seguía plantado en el mismo lugar.

Armand y Reine-Marie pasaron por su lado de camino a casa de Clara, en el otro extremo de la plaza del pueblo.

Igual que ellos, el resto de los habitantes de Three Pines se habían ido animando poco a poco a salir de sus casas para continuar con sus vidas, aunque cuidando de no aproximarse demasiado a la criatura de negro, alrededor de la cual parecía haberse erigido una especie de foso invisible.

Al pasar por la plaza, la gente caminaba más rápido de lo habitual mientras la miraba de reojo. No había niños jugando en el césped.

Henri, que iba sujeto con la correa, soltó un gruñido por lo bajo y se situó al otro lado de su dueño. Tenía el pelo del lomo erizado y las enormes orejas hacia delante, pero acto seguido las echó hacia atrás sobre su gran cabezota que, admitámoslo, estaba un poco hueca.

Henri guardaba todo lo importante en su corazón; dentro de su cabeza había, sobre todo, galletitas.

En todo caso, era lo bastante listo como para mantenerse alejado del personaje de negro.

Gracie, hallada en un cubo de basura meses atrás junto a su hermano Leo, también iba sujeta con una correa y miraba a aquella criatura oscura fijamente, como hipnotizada, resistiéndose a moverse. Reine-Marie se vio obligada a cogerla en brazos y luego preguntó:

—¿No deberíamos decirle algo?

—Dejémoslo en paz —contestó Armand—, es posible que sólo quiera llamar la atención. Si no le hacemos caso, a lo mejor se marcha.

A pesar de aquellas palabras, Reine-Marie sospechaba que ése no era el motivo por el que su marido prefería ignorarlo: le parecía que no quería que ella se acercase demasiado, y francamente no se le habría ocurrido hacerlo.

A lo largo de la mañana se había sentido atraída varias veces hacia la ventana: confiaba en que aquel oscuro ser se hubiera marchado, pero en cada ocasión comprobaba que seguía allí, en la plaza de Three Pines, inmóvil, inamovible.

Sin saber cuándo, en algún momento había dejado de considerarlo una persona: cualquier rasgo de humanidad se había esfumado y se había convertido en «algo»; ya no era humano.

—Adelante —les dijo Clara al abrir—. Veo que nuestro visitante sigue ahí.

Intentó restarle importancia al asunto, pero estaba claro que aquella presencia también la perturbaba, igual que a ellos.

—¿Tienes idea de quién es, Armand?

—No, ojalá lo supiera, pero dudo que se quede mucho tiempo; probablemente se trata de una broma.

—Probablemente —repuso Clara—. He puesto las cajas nuevas en la sala de estar, junto a la chimenea —añadió dirigiéndose a Reine-Marie—. He pensado que podríamos abrirlas ahí.

Lo de «nuevas» no era del todo exacto.

Estaba ayudando a Reine-Marie en la ardua tarea (que se estaba volviendo interminable) de ordenar los supuestos archivos de la sociedad histórica de la región. En realidad, se trataba de cajas y más cajas de fotografías, documentos y prendas de ropa reunidos más de cien años atrás. Procedían de desvanes y sótanos, y habían sido recuperados en ventas de garaje y en sótanos de iglesias.

Reine-Marie se había ofrecido a organizar todo aquello. Era un marrón de los gordos, pero le encantaba. Había hecho carrera en los Archivos Nacionales de Quebec, de cuya biblioteca había sido la responsable, y, al igual que su marido, sentía pasión por la historia, en particular la de Quebec.

—¿Te quedas a comer con nosotras, Armand? —preguntó Clara. El olor a sopa llenaba la cocina—. He comprado una baguette en la panadería.

Non, merci. Me voy al bistrot —añadió mostrando el libro que llevaba en la mano: su ritual de las tardes de los sábados era comer ante la chimenea del bistrot con un libro y una cerveza.

—No es de las que hace Jacqueline, ¿verdad? —comentó Reine-Marie señalando la baguette.

—No, es de Sarah, me he asegurado de ello. Aunque sí me he llevado unos brownies de Jacqueline. —Clara empezó a cortar la crujiente barra de pan—. ¿Hasta qué punto es importante que un panadero sepa cómo hacer una baguette?

—¿Aquí en Three-Pines? —respondió Reine-Marie—. Es vital.

—Sí —concedió Clara—, yo también lo creo. Pobre Sarah: quiere dejarle la panadería a Jacqueline, pero no sé...

—Bueno, quizá con los brownies haya suficiente —intervino Armand—. No me parece una barbaridad probar a untarles brie...

Clara se estremeció al oírlo, pero luego lo pensó un momento. Quizá no estarían tan mal...

—Jacqueline sólo lleva aquí unos meses —recordó Reine-Marie—, a lo mejor le acaba pillando el truco.

—Sarah dice que, en lo que toca a las baguettes, o lo llevas dentro o no lo llevas —terció Clara—. Tiene que ver con el tacto y la temperatura de las manos.

—¿Deben estar calientes o frías? —quiso saber Armand.

—No lo sé —repuso Clara—. Ya era demasiada información para mí. Quiero creer que las baguettes son una cuestión de arte y de magia, no el producto de un fortuito talento innato. —Dejó el cuchillo del pan en la mesa—. La sopa ya está casi lista. Mientras se calienta, ¿os gustaría ver mis últimas obras?

No era propio de Clara ofrecerse a enseñar sus cuadros, y menos aún los que estaban en proceso. Armand y Reine-Marie cruzaron la cocina hacia el estudio con cierta renuencia. Sólo esperaban que su amiga hubiera hecho al menos algún progreso.

En la época en que Clara pintaba sus espectaculares retratos, ninguno de los dos habría dejado pasar la poco frecuente oportunidad de ver su trabajo, pero en los últimos tiempos había quedado claro que su idea de una obra «acabada» era muy diferente de la de los demás.

Armand se preguntaba qué vería Clara que ellos no lograban ver.

El estudio estaba sumido en la penumbra. Por las ventanas entreabiertas sólo entraba la luz procedente del norte, que en un día nublado de noviembre como aquél era muy escasa.

—Ésos ya están acabados —dijo Clara señalando en la oscuridad unos lienzos apoyados contra la pared. Luego encendió la luz.

Reine-Marie tuvo que reprimirse para no preguntar: «¿Estás segura?».

Algunos retratos parecían casi terminados, pero el pelo era sólo un esbozo a lápiz, y las manos, meros borrones.

Los modelos eran reconocibles, en general: Myrna, Olivier...

Armand se acercó al de Sarah, la panadera.

Era el más completo. En el rostro que aparecía en la tela, lleno de líneas de expresión, reconoció enseguida ese deseo de ayudar tan propio de Sarah, y también la dignidad que se traducía en una actitud algo huraña. Clara se las había ingeniado para capturar la vulnerabilidad de la panadera: esa expresión que parecía sugerir el temor de que el espectador fuera a pedirle algo que no tenía.

Sí, la cara, las manos, la pose: todo estaba delicadamente logrado, y sin embargo... la bata carecía de todo detalle, estaba apenas esbozada. Era como si Clara hubiera perdido interés.

Gracie y Leo, su hermano de camada, jugaban en el suelo de hormigón y Reine-Marie se agachó para acariciarlos.

—¡¿Y eso qué es?!

Aquella voz quejica los sobresaltó.

Era Ruth. Estaba ahí plantada con Rosa en brazos y señalaba hacia el interior del estudio.

—Madre mía, es horrible... —soltó la vieja poeta—, ¡menudo desastre! ¡Llamarlo feo sería quedarse muy corto!

—Ruth —dijo Reine-Marie—, tú mejor que nadie deberías saber que la creación es un proceso...

—Y no siempre exitoso. Pero hablo en serio, ¿qué es?

—Se llama arte —dijo Armand—, y no tiene por qué gustarte.

—¿Arte? —Ruth parecía dudosa—. ¿De verdad? —Se agachó y añadió—: Ven aquí, Arte, ven.

Armand, Reine-Marie y Clara cruzaron miradas. Incluso tratándose de la vieja y demente Ruth, aquella actitud era un tanto extraña.

Y entonces, Clara se echó a reír.

—¡Se refiere a Gracie!

Señaló al animalito que rodaba por el suelo con Leo.

Aunque los habían encontrado juntos en la basura, Leo se estaba convirtiendo, bajo los cuidados de Clara, en un perro magnífico: dorado, con un pelaje corto sobre el atlético cuerpo y ligeramente más largo alrededor del cuello... a esas alturas, era un perro alto y desgarbado, pero ya majestuoso.

Gracie no tenía nada de eso, por no decir otra cosa. Era la más pequeñita de la camada... y tal vez ni siquiera fuera un perro.

La propia Reine-Marie no estaba segura al respecto cuando se la había llevado a casa meses atrás, y el paso del tiempo no había aclarado las cosas.

Era casi completamente calva excepto por algunos mechones de diferentes colores aquí y allá, y una de sus orejas se erguía con audacia mientras que la otra permanecía siempre doblada. Su cabeza parecía evolucionar a diario, pero su cuerpo había crecido muy poco. Algunos días, Reine-Marie incluso tenía la sensación de que Gracie se había encogido.

Pero tenía los ojos muy brillantes y parecía tener muy claro que la habían salvado de una muerte segura: su adoración por su dueña no tenía límites.

—¡Ven aquí, Arte! —dijo Ruth una vez más, y al ver que el bicho no le hacía caso se incorporó de nuevo—. Por lo visto no sólo es feo, sino también estúpido: no sabe ni su propio nombre.

—Es hembra, y se llama Gracie —intervino Armand.

—¿Y por qué me has dicho que se llamaba Arte? —protestó Ruth mirándolo como si el chiflado fuera él.

Regresaron a la cocina, Clara se puso a remover la sopa y Armand se encaminó hacia la puerta tras despedirse de Reine-Marie con un beso.

—No tan deprisa, Tintín —dijo Ruth—. No nos has hablado del espantapájaros que está en medio de la plaza. He visto que hablabais, ¿qué te ha dicho?

—Nada.

—¿Nada?

Era evidente que, para Ruth, el concepto de mantener la boca cerrada resultaba incomprensible.

—Pero ¿qué pretende? —preguntó Clara ya sin fingir que aquello le daba igual—. Ha pasado ahí toda la noche, ¿no puedes hacer nada?

—¿Por qué el cielo es azul? —inquirió Ruth—. ¿Es realmente italiana la pizza? ¿Alguna vez te has comido un lápiz?

Todos la miraron.

—¿Qué? ¿Esto no iba de hacer preguntas estúpidas? Por si te interesa, las respuestas a tus preguntas son: «quién sabe», «quién sabe» y «ni que estuviéramos en Edmonton»: seguro que os acordaréis de aquel dependiente de allí que no quiso atender a una mujer con burka «por cuestiones de seguridad».

—El tío de la plaza lleva una máscara —le dijo Clara a Armand, ignorando a Ruth—, eso no es normal. Seguramente no está bien de la cabeza.

Se llevó un dedo a la sien y lo hizo girar.

—No puedo hacer nada al respecto —respondió Gamache—: en Quebec no es ilegal cubrirse la cara.

—Eso que lleva encima no tiene nada que ver con un burka —puntualizó Clara.

—Ay, por favor —intervino Ruth—. ¿A qué viene tanto revuelo? ¿No habéis visto El fantasma de la ópera? Igual se pone a cantar en cualquier momento y tenemos asientos de primera fila.

—No te estás tomando esto en serio, Ruth —repuso Clara.

—Por supuesto que sí, sólo que no soy tan miedosa como tú; aunque es cierto que la ignorancia me asusta un poco...

—¿Perdona? —le espetó Clara.

—La ignorancia —repitió Ruth pasando por alto, o fingiendo pasar por alto, el tono de advertencia en la voz de Clara— que te hace sentirte amenazada por todo aquello que es diferente o que simplemente no comprendes.

—Ah, y tú eres el símbolo mundial de la tolerancia, ¿no? —ironizó Clara.

—¡Venga ya! —replicó Ruth—. Hay una diferencia entre dar miedo y ser amenazador. Ese tío puede dar miedo, lo admito, pero en realidad no ha hecho nada, y si

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos