La desconocida

Rosa Montero
Olivier Truc

Fragmento

libro-1

1. La llamaremos María

La secuencia de los acontecimientos es así: Ferran, sesenta y cuatro años, guardia nocturno en el puerto de Barcelona, lleva una temporada perseguido por lo que él llama malos pensamientos: cree que va a sucederle una desgracia. Sólo le falta un año para jubilarse, está muy viejo para este trabajo, en las sombras le parece ver merodeadores. En suma, por las noches pasa miedo. Un amigo mosso d’esquadra le recomendó que cogiera alguno de los perros policía que son entregados en adopción cuando envejecen. Por eso está aquí Julieta, una pastora alemana de diez años, haciendo la ronda con él. Y, aunque es un animal de rescate, de los que buscan cuerpos en los derrumbes, le han dicho que en su juventud también fue de defensa, así que Ferran se siente más acompañado. Sobre todo ahora que está recorriendo una de las partes más siniestras de la terminal de contenedores, una zona periférica y oscura que no le gusta nada, así que aprieta el paso. Pero la perra clava las patas en el suelo y no se mueve. Qué extraño: es un animal siempre muy obediente y muy tranquilo, y ahora está olfateando con desesperación un contenedor, da vueltas sobre sí misma cada vez más nerviosa, araña el metal con las patas, incluso ladra y gime. Estás vieja, estás tonta, perra estúpida, le dice. Y luego piensa: ¿y si no es estúpida? Con ansiedad creciente, el miedoso Ferran da la voz de alarma, proporciona las cuatro letras y los siete dígitos del código del contenedor, espera durante dos horas infernales hasta que llegan los mossos y un par de empleados del puerto. Se lo han tomado todos muy en serio porque no han encontrado el número del contenedor en los registros, lo que significa que no ha entrado oficialmente en la terminal; porque el propietario (que, según las tres primeras letras del código, es una empresa de Lyon) está ilocalizable, y porque ayer mismo vieron en las noticias ese tráiler de Texas en donde se han asfixiado cincuenta y tres inmigrantes. Fuerzan la cerradura con facilidad y el portón se abre, mostrando no un dantesco nudo de cuerpos agonizantes, como temía Ferran, sino una imagen mucho más serena: la gran caja está por completo vacía, salvo por una persona tumbada de costado y en postura fetal justo en el centro. Es una mujer de piel muy blanca con un vestido negro de tirantes. El pelo, corto, tupido y muy oscuro, deja ver un perfil afilado. Está descalza. Si no te fijas en la cinta adhesiva que le cubre la boca ni en las bridas que le sujetan muñecas y tobillos, se diría que está durmiendo plácidamente, una perla en su concha metálica a la luz aguada del amanecer. Un mosso se inclina sobre ella y dictamina: «Respira». Si el guardia nocturno no fuera un neurótico; si su amigo no le hubiera recomendado adoptar un perro; si no hubieran pasado exactamente por esa esquina de la terminal; si Julieta no hubiera sido una profesional tan excelente; e incluso, por qué no, si los cincuenta y tres inmigrantes no se hubieran asfixiado en Texas el día antes, quizá nunca habrían encontrado a la mujer, o no con la suficiente rapidez. Insensatas constelaciones de coincidencias nos marcan la vida. A nuestra desconocida la llamaremos por ahora María.

Tres días más tarde, María se está mirando en el espejo del cuarto de baño de su habitación en el Hospital Clínic. Está desnuda, pero sólo puede verse hasta medio muslo. Uno setenta de altura, la han medido. Sus cortos y enredados cabellos son un revuelo que le nimba el cráneo. En la sien derecha, una brecha cosida con varios puntos, un hematoma. El ojo correspondiente hinchado, la esclerótica del color de la sangre. A la luz de neón del baño sin ventanas, la mujer concluye que tiene un aspecto lamentable. La piel lívida, marcada aquí y allá con algún otro moretón que ahora está amarilleando. Las ojeras como un luto bajo los párpados. Muy delgada, quizá demasiado. Pero tiene bonitos pechos, hombros anchos, brazos musculados, una estructura atlética. El pubis también con caracolillos, algo más oscuros que en la cabeza, y recortado de manera discreta, ni muy depilado ni muy poco. Pasa un dedo curioso por la línea superior del arreglo y la piel está suave: debió de ser con láser. O con cera. Vuelve a mirarse el rostro, ese ojo color miel (el otro apenas se ve), la nariz y la boca más bien grandes. Es bastante guapa, en realidad, piensa. Y luego experimenta un vértigo, un relámpago de terror y de locura. Soy bastante guapa. Jadea, apoyada en el lavabo. No se acuerda de nada. No sabe quién es. Amnesia general transitoria, le han dicho. Y también que debe de tener unos treinta y cinco años.

Escucha que entra alguien en el cuarto y se apresura a ponerse la bata hospitalaria, uno de esos humillantes trapos que se atan por detrás y te dejan semidesnuda. Sale del baño cautelosa y tambaleante, apoyándose en la pared. La encontraron muy deshidratada, magullada, con una conmoción cerebral importante y rastros de escopolamina en sangre. La droga de la sumisión química. Aunque no parece que la hayan asaltado sexualmente. La rescataron justo a tiempo: con el calor que hace no hubiera aguantado muchas horas de sol dentro de esa lata recalentada. Eso le dijo el médico, un neurólogo joven que es quien acaba de llegar y que ahora le está sonriendo tan esperanzado como un perrito alegre. Sólo le falta menear el cuerpo.

—¿Alguna novedad?

María niega con la cabeza. Sabe que se refiere a la amnesia.

—Pero ¿por qué recuerdo cosas absurdas como que existe la depilación brasileña por láser? —pregunta, irritada.

El médico la mira un poco perplejo. Carraspea y contesta:

—Estas amnesias son poco habituales y desconcertantes. Por fortuna tienes intacta la memoria anterógrada, es decir, eres capaz de fijar sin problemas los nuevos recuerdos. Es buena señal, y los resultados de las pruebas también son alentadores. Pensamos que no hay un daño cerebral definitivo. Tus recuerdos están ahí, en algún lado, por ahora no puedes acceder a ellos, pero creemos que te recuperarás más o menos pronto.

María se ha sentado en la cama, cabizbaja. No soporta esta niebla interior, la atronadora mudez de su cabeza. Y tampoco hay indicios a los que agarrarse. En el contenedor, de tamaño estándar, no había nada. Además, los mossos le han dicho que sólo en los tres primeros meses del año han pasado más de novecientos mil contenedores iguales por el puerto de Barcelona, así que parece difícil poder seguirle el rastro. El mismo día que ella fue rescatada, la policía francesa se presentó en Lyon en la sede de la compañía propietaria. DominoMer, se llama la empresa. Allí encontraron unas oficinas modestas con un par de empleados de aspecto aburrido y una secretaria madura y mal teñida. No, el director no estaba en la ciudad, estaba de viaje en Estambul. No, ellos no operaban ese contenedor de Barcelona, porque ellos eran una pequeña empresa familiar que se limitaba a ofrecer contenedores en alquiler a otros operadores o a navieras, explicó la mujer. Y sí, claro que podrían facilitarles los datos relativos a ese alquiler concreto, pero lo guardaba todo el director en la caja fuerte. A los policías les pareció bastante extraño que los archivos estuvieran metidos en una caja fuerte, pero como el director regresaba esa misma noche decidieron esperar. Cuando volvieron a la mañana siguiente, ya no había nada. Nada. Es decir, sí, había sillas tiradas, cajones volcados, latas de refresco a medio beber. No había sido una de esas desapariciones de película en las que, en un abrir y cerrar de ojos, vacían por completo un local, se llevan hasta las bombillas e incluso parece que han sacado brillo al suelo. No. Esto era más bien un basurero. Pero, en efecto, no quedaba ni un papel. Ni un documento. Ni ordenadores ni teléfonos. Tampoco ninguna caja fuerte, por supuesto.

Así que la fuente principal de indagación sigue siendo ella, María. El vestido negro con que la encontraron era de lo más vulgar, de algodón y licra, sin etiquetas, y lo mismo las bragas, única ropa interior que llevaba puesta. Se pasa la lengua por detrás de los dientes: una boca perfecta para su edad, sin caries, sin prótesis, sin un historial odontológico al que recurrir. Se mira las manos: las uñas, sin pintar, cortas y rotas, los dedos con heridas.

—Debiste de luchar —dice el neurólogo, que la está observando.

En la cara interior del antebrazo izquierdo, un poco más arriba de la muñeca, hay un camino de cicatrices antiguas, una línea sinuosa de pequeños círculos arrugados. María pasa el dedo despacio por encima. Ya las había visto antes, pero no quiso preguntar. Esas cicatrices le infunden un extraño temor. No está segura de querer saber lo que significan. El joven médico calla, con prudencia. María se ha dado cuenta de que deja que sea ella quien escoja qué saber. Siente un repentino impulso de afecto y gratitud por el neurólogo y le sonríe. Él sonríe más. En ese momento entra en el cuarto Anna Ripoll, la inspectora de la judicial que lleva el caso, y el pequeño instante de serenidad e intimidad se deshace como una pompa de jabón.

—¿Has estado haciendo los ejercicios? —pregunta a modo de saludo.

El español que María habla tiene un ligero acento de origen indistinguible. Sin embargo, dentro de su malograda cabeza sólo resuena ese idioma. La inspectora le ha hablado en francés y también en inglés, y María domina el primero a la perfección y es capaz de entender y contestar el segundo, pero tiene claro que no son lenguas nativas. Ripoll quiere traer a un experto lingüista capaz de distinguir el origen del acento, pero mientras tanto le ha dado un iPad y le ha pedido que escuche todos los idiomas que pueda y que apunte aquellos que le sean familiares.

—Algo he probado… Italiano no, alemán no, ruso tampoco, ni ucraniano, ni rumano…

—Pues nada, sigue, sigue. Creo que hay como siete mil lenguas en el mundo, o sea, que te queda diversión.

Eso debe de haberlo dicho en plan de broma, pero no tiene gracia. La inspectora Anna Ripoll no es una persona especialmente graciosa. Pertenece al grupo de delitos contra las personas y se ocupa en concreto de la trata. En principio han decidido considerarla como posible víctima de trata, dadas las circunstancias y la escopolamina. Pero María siente que algo falta ahí. Intuye extrañas complejidades, sombras sobre sombras. Ella no sabe quién es, pero le parece que presiente quién no es. Por ejemplo: no trabaja cuidando vacas en una granja. Eso seguro. Y tampoco acaba de verse en el trágico destino de una mujer secuestrada y forzada a prostituirse. ¿O quizá sí? Un desconsuelo atroz le baja por la columna vertebral como un dedo de hielo. Está temblando.

—Venga, tranquila, aquí estás a salvo y dentro de nada te encontrarás del todo bien —dice el médico, poniéndole una mano en el hombro—. Volveré por la tarde, ¿vale? Adiós, inspectora. No me la canses mucho.

—La cuidaré como a una recién nacida.

Otra broma sin gracia. Porque así se siente, recién nacida, inerme, un bebé monstruoso. Los mossos han revisado, sin éxito, todas las denuncias de mujeres desaparecidas. También han dado aviso en la Europol. ¿Habrá alguien que la quiera en el mundo? ¿Alguien que la eche de menos? ¿Alguien a quien ella ame? De nuevo un vértigo venenoso le aprieta las entrañas. Es muy difícil vivir sin poder ser.

—Tengo noticias —dice Anna.

María traga un par de veces saliva y se endereza.

—¿Te acuerdas del papelón que hicieron los franceses con lo del registro de la empresa? Bueno, pues parece que ahora nos ha tocado el poli listo. Resulta que en Lyon hay un inspector que lleva tiempo investigando una red de trata con ramificaciones en Turquía y, por lo que se ve, DominoMer estaba en su punto de mira, aunque eso no lo sabían los polis que fueron hasta allí. Cosas que ocurren. A mí también me ha pasado en alguna ocasión y es desesperante. Total, que él se ha hecho cargo del caso en Francia y quiere venir a verte. Se llama Laurent Fachelle.

Una red de trata. No es lo que María quiere oír. No es lo que quiere recordar.

—Eso son quemaduras de cigarrillo, ya lo sabes, ¿no? —dice la inspectora, y señala la línea sinuosa de pequeñas cicatrices que le recorre el antebrazo y que ella se está acariciando abstraída.

—¿Quemaduras?

—Sí, claro, son inequívocas. Mira el tamaño, y la perfecta redondez. Alguien se tomó su tiempo en quemarte el brazo… ¿No recuerdas nada?

Niega con la cabeza.

—Bueno, también pueden ser autoinfligidas. Las he visto más de una vez en chicas con problemas. Y son en el brazo izquierdo y tú eres diestra…

Qué puede ser peor, se pregunta María. A cuál de todos mis posibles infiernos escogeré volver.

—Por cierto, como estás recuperándote bastante bien físicamente, tendrás que dejar pronto el hospital. Te buscaremos un sitio. He hablado con una ONG de ayuda a las mujeres con la que trabajo de forma habitual.

Tan inerme como una recién nacida. Tan indefensa.

—Tengo miedo. ¿Y si me hacen algo? —musita.

Ripoll la mira con fijeza.

—¿Quiénes? ¿Tienes razones para tener miedo?

—No sé. Ni idea.

María hunde la cabeza entre las manos. La inspectora suspira.

—No te preocupes. No te va a pasar nada. Para que te quedes más tranquila, como el poli listo ha dicho lo de la red de trata, aprovecharé para pedir que te pongan escolta. Tú intenta descansar.

Dos horas después, tumbada sobre las sábanas tras un insípido almuerzo de hospital, María se esfuerza en efecto en descansar un poco. Son las cuatro de la tarde de un tórrido día de verano y una pequeña siesta le vendría muy bien: está agotada. Pero cada vez que cierra los ojos retumba aún más en su cráneo el vacío de lo que no recuerda. Está apretando con desesperación los párpados cuando escucha un pequeño roce y alza la vista: es un enfermero que ha entrado en la habitación y ahora está cerrando la puerta con cuidado.

—Perdona, lamento haberte despertado —dice muy amable mientras se acerca. Lleva puesta una mascarilla quirúrgica y debajo del ojo izquierdo tiene una pequeña marca, un lunar, no, es un tatuaje. Una lágrima tatuada.

Una cegadora certidumbre relampaguea en la cabeza de María: de pronto sabe, sin asomo de duda, que este hombre quiere matarla. A continuación, su cuerpo toma el mando. Su pierna derecha se mueve sola, se dobla y se estira como un resorte, impactando con el talón desnudo en l

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